LLOVIÓ toda la noche hasta el amanecer, un aguacero incesante que inundó las calles y dejó un cielo plúmbeo.
Sebastian pasó la mañana en casa, atendiendo los asuntos de sus propiedades; luego probó a ir a White a comer, en busca de distracción. Pero la conversación resultó tan desangelada como el tiempo; volvió a Grosvenor Square a media tarde.
—¿Desea algo, milord? —Webster, el mayordomo, sacudió el agua de su capa y luego la entregó a un ayudante.
—No. —Sebastian contempló la puerta de la biblioteca y se encaminó hacia ella—. Si viene alguien, no deseo que se me moleste.
—Perfectamente, excelencia.
Un lacayo le abrió la puerta; Sebastian cruzó el umbral y se detuvo. La puerta se cerró tras él. Con una mueca, se dirigió al aparador.
Dos minutos más tarde, con una generosa copa de brandy en una mano, se arrellanó en el sofá de piel ante la chimenea y estiró los zapatos húmedos hacia el fuego. Bebió un sorbo, dejando que el licor y el fuego le calentaran y expulsaran el frío que, sólo en parte, había causado el clima.
Helena… ¿qué iba a hacer al respecto?
Había entendido muy bien todas las acusaciones de que le hiciera objeto, y por desgracia todo cuanto había dicho era verdad. No podía negarlo. Resultaba claro que la destreza en la manipulación era, en el fondo, una parte importante de su poder, una gran parte del arsenal que los hombres como él —los antiguos conquistadores guerreros— utilizaban en esos tiempos más civilizados. Si se les diese a elegir, la mayoría de la gente preferiría aceptar su manipulación que enfrentarse a él en un campo de batalla. Pero el colmo del infortunio era que «la mayoría de la gente» no incluía a las mujeres criadas para ser las esposas y reinas de los conquistadores guerreros.
De hecho, Helena era demasiado parecida a él.
Y a todas luces —de manera harto obvia para los sentidos en extremo perceptivos de Sebastian—, ella había estado sometida a las manipulaciones de su tutor durante mucho tiempo, contrariando en exceso una voluntad tan firme como peculiar.
Él podía entender bastante mejor que la mayoría que someterse por la fuerza a la voluntad de otro, en especial si iba unido a la conciencia de la manipulación practicada sobre ella, hubiese crispado el alma orgullosa y obstinada de Helena. A la larga, le habría resultado insoportable. La voluntad de Helena era algo tangible, digna de no ser subestimada… tal como él había descubierto la última noche.
Consentido por mujeres que, como mucho, habrían contestado a sus estrategias con un mohín para luego permitirle que las reconfortara, se había encontrado totalmente desarmado ante la furia de Helena. Sin embargo, sus revelaciones le habían dado que pensar.
Eso era lo que le retenía allí, al amparo del brandy y el silencio, en espera de que, de manera espontánea, surgiera alguna solución. Tal como estaban las cosas…
A duras penas podía fingir que no era lo que era, y si Helena había predispuesto su terca mente contra cualquier relación con hombres como él, si no podía soportar ser la esposa de un hombre como él… ¿qué podía hacer entonces?
Aparte de rumiar, poca cosa. No se daba cuenta del dominio que Helena ejercía sobre sus sentidos y sus pensamientos, por no hablar de sus sueños.
En algún momento, la simple persecución se había trasmutado en obsesión, un estado que hasta entonces Sebastian desconocía. Sus conquistas anteriores, por rapaces que pudieran haber sido, nunca le habían preocupado.
A pesar de la extrema claridad con que Helena había manifestado su postura, Sebastian no podía apartarse y dejarla ir. Dejar, sin más ni más, que desapareciera de su vida.
Aceptar la derrota.
Dejarla ir sin que conociese jamás cómo sería escalar las alturas con él.
La vio entre la multitud en el sarao de lady Devonshire y, en su fuero interno, meneó la cabeza. Si Helena hubiera oído su último pensamiento, se le habría hecho un nudo en el estómago. Sin embargo, en el fondo era lo que sentía.
La vida de Helena valdría menos si no la vivía al máximo. Y no lo conseguiría más que al lado de —en sus propias palabras— un hombre poderoso. Si Sebastian no hacía algún esfuerzo por modificar su pensamiento —introducir la idea de compromiso en su desdeñosa mente, la idea de que comprometerse con él podría acarrear mayores prebendas que las que ya había experimentado—, entonces parecía condenada a desperdiciar su brillante personalidad con algún noble afable y confiado.
Ahora quedaba explicado el interés de Helena en Were y los de su tipo, y patentemente clara la razón de su desinterés por Sebastian. Era tan aficionada a la manipulación como él; tendría a Were, o a otro como él, en la palma de su pequeña mano. Estaba decidida a no seguir siendo una marioneta; y para asegurarse de ello, pretendía ser la que tirase de los hilos.
Con él, eso nunca funcionaría.
Con lord Chomley, a quien embelesaba en ese momento, tal vez.
No le era fácil mantener la expresión impasible mientras apretaba los dientes. No obstante, dedicarse a la sociabilidad mientras su atención permanecía absorta a cinco metros de distancia entraba de lleno en sus habilidades. Lady Carstairs todavía no se había dado cuenta de que Sebastian no había oído ni una palabra de lo que le contaba.
Helena le tocó la manga a lord Chomley y le habló; su señoría se ruborizó, hizo una reverencia extravagante y se volvió hacia la sala del refrigerio.
Sebastian se volvió hacia lady Carstair y le dijo:
—Acabo de ver a mi hermano y debo hablar con él. Excúseme.
Le hizo una reverencia y la dama, emocionada porque él hubiese permanecido tanto tiempo escuchándola, lo eximió con una sonrisa. Sebastian se confundió con la muchedumbre, avanzando hasta llegar a espaldas de Helena, que estaba de pie en un lateral de la sala.
—Mignonne —murmuró, rodeándola al tiempo que le cogía la mano—. Me gustaría hablar con usted.
Ella se sobresaltó y se puso rígida. Lo miró con altivez mientras Sebastian la saludaba, luego se agachó en una reverencia e intentó desasirse de un tirón. El duque dudó, pero le soltó los dedos sin besárselos. Helena se incorporó, y con la cabeza bien alta, miró más allá de él.
—No tengo ningún deseo de hablar con usted, excelencia.
Sebastian suspiró.
—No podrá evitarme eternamente, mignonne.
—Por fortuna, en breve se marchará a sus posesiones y desaparecerá de mi vida.
El duque no pudo evitar que su voz se endureciera.
—Aunque quizá crea que ha dicho la última palabra, hay más cosas de las que tenemos que hablar, y de algunas todavía no es consciente.
Helena reflexionó y luego lo miró desafiante.
—No me fío de usted, milord.
Él inclinó la cabeza.
—Eso lo entiendo.
Helena entrecerró los ojos.
—¿De qué naturaleza son esas cosas de las que aún no soy consciente?
—No sería prudente discutirlas en un salón abarrotado, mignonne.
—Ajá. —Asintió con la cabeza sin dejar de mirarlo—. En ese caso, no creo que tengamos nada de que hablar, excelencia. Por ningún motivo me iré con usted. —Su rostro se iluminó con una brillante sonrisa—. Ah, milord… Qué perfecta sincronización. Su excelencia estaba a punto de retirarse.
Tragándose aquella palabra —de retirarse, ni hablar— y reprimiendo su reacción ante el destello de fuego en los ojos verdes de ella, Sebastian intercambió reverencias con Chomley, que volvía con un vaso de licor de cebada, se volvió hacia Helena y alargó la mano para cogerle la suya. Ella se vio obligada a dejarle hacer.
—Señorita condesa. —Inclinó la cabeza con una elegancia exquisita y apretó los labios contra sus nudillos. Al incorporarse, leyó la mirada de Helena—. Hasta más tarde, mignonne.
Y se alejó con grandes zancadas, dejando a lord Chomley con la mirada fija en él, boquiabierto.
Su señoría se volvió hacia Helena.
—¿Más tarde?
Helena sonrió con serenidad, sofocando el impulso de gritar.
—Su excelencia tiene un extraño sentido del humor.
Un ingenio seco y bastante cáustico que, a pesar de todos sus propósitos y todas sus advertencias. Helena añoraba. Cada vez más. Sin darse cuenta, había llegado a contar con la compañía del duque para aligerar los entretenimientos nocturnos como un acicate para fortalecer su resolución. Para garantizarse no flaquear. Nadie sabía mejor que ella cuán insensato era llegar a depender, aun en lo más mínimo, de un hombre poderoso. Si lo supiera, el duque explotaría su debilidad.
Se concentró en ignorarlo, a pesar de que, como siempre, era consciente de su presencia, de su mirada; se obligó a prestar atención a la tarea, cada vez más imperiosa, de escoger un noble adecuado para casarse.
Alrededor de ella, el baile de lady Castlereagh estaba en su apogeo. Según parecía, la gente elegante se había metido de lleno en las diversiones de la última semana con una energía que rivalizaba con las más frenéticas de la sociedad parisina. Aquella noche, una compañía de bailarines de Morris había abierto el baile; engalanados con colores alegres, hacían revolotear cintas verdes y rojas. Además, se estaba sirviendo con absoluta liberalidad un mejunje hecho a base de hidromiel, que aseguraban era el equivalente moderno del tradicional ponche de Navidad; los efectos sobre los invitados ya eran evidentes. Helena sonrió y rehusó beberlo; necesitaba estar serena.
Habían pasado dos noches desde que lord Chomley no acertara a percibir el humor implícito en el «más tarde» de St. Ives; lo que estaba claro era que su señoría había perdido interés por ella. Desde entonces. Helena había reducido obstinadamente su lista; por culpa del tiempo, era poco lo que podía conseguir durante el día. Aparte de Were, a la sazón fuera de la ciudad, había otros tres que podrían servir. No dudaba de su capacidad para deslumbrarlos y conseguir que le propusieran matrimonio, pero ¿a quién debía elegir?
Hasta donde había podido enterarse por medio de discretas averiguaciones, por lo que hacía a título, propiedades e ingresos había poca diferencia entre ellos. Todos poseían, daba la impresión, un carácter sin complicaciones; cualquiera de los cuatro sería fácil de controlar. Satisfechas todas sus exigencias, había tenido que añadir un factor decisivo.
Durante siete años había sido exhibida delante de los connoisseurs más exigentes de la nobleza francesa; hacía tiempo que era consciente de que, para ella, el contacto físico era el medio más útil de clasificar a los hombres. Por un lado estaban aquellos que le provocaban escalofríos; para su gusto, había conocido a demasiados integrantes de este grupo, donde ninguno había sido amable o digno de confianza. Luego estaban aquellos cuyo tacto se asemejaba al de un amigo o una doncella; tales hombres eran, por lo común, decentes, almas elevadas, aunque no necesariamente fuertes de voluntad o inteligentes.
Sólo había habido uno que, al tocarse, la había puesto al rojo vivo.
El más peligroso para ella.
Así pues, era el momento de valorar cómo le afectaba el contacto físico de los tres candidatos que estaban en Londres. Ya había bailado y paseado con Were. Su tacto no la había entusiasmado ni excitado, pero tampoco repelido. Were había aprobado el examen. Si los otros no le provocaban escalofríos, o la ponían al rojo vivo, también seguirían en la lista.
En ese momento, lord Athlebright, heredero del duque de Higtham, estaba pendiente de su madre, pero el vizconde Markham, un amable caballero de treinta y tantos años, heredero del conde de Cork, se estaba aproximando.
—Querida condesa —dijo haciendo una elegante reverencia con la cabeza—. Acaba de llegar, ¿verdad? Es imposible que yo haya ignorado su hermosa presencia durante mucho rato.
Helena sonrió.
—Acabo de llegar. —Extendió la mano—. Si le place, me gustaría pasear.
Su señoría le cogió la mano, sonriendo con soltura.
—Por supuesto que me complacería.
El tacto de las manos, más concretamente de la yema de los dedos, no era suficiente para hacerse un juicio. Helena echó un vistazo alrededor, pero no vio a ningún músico.
—¿Empezará pronto el baile?
—Lo dudo. —Markham la miró. ¿Se estaba imaginando una mirada calculadora en los ojos del noble?—. Lady Castlereagh llama bailes a estas veladas, pero en realidad bailar es lo último que le pasa por la mente. En consecuencia, no se tocarán sino unas pocas piezas y, con toda probabilidad, tarde.
—Comprendo. —Helena aguardó el momento oportuno para meterse entre la multitud—. Tengo que confesar —se arrimó más a Markham y bajó la voz— que la inclinación británica por los salones abarrotados me resulta algo… enervante. —Levantó los ojos, leyendo en la mirada del noble—. Bailar le da a uno algo de espacio durante un rato, pero… tiens, ¿quién puede respirar aquí?
Hizo la pregunta en tono de broma, pero Markham ya se había erguido, mirando por encima de las cabezas para escudriñar el salón. Luego bajó la vista hacia Helena con una expresión inescrutable en los ojos.
—Si prefiere pasear por un ambiente menos multitudinario, hay un invernadero justo a continuación del salón de música. Si lo desea, podríamos ir allí.
El tono del noble traslució una expectativa que la alertó, pero Helena necesitaba reducir su lista a un nombre antes de la siguiente noche; la del baile de disfraces de lady Lowy, la última en que la gente elegante honraría a la capital con su presencia.
—¿Conoce bien la casa? —le preguntó, tratando de ganar tiempo.
—Sí. —Markham sonrió con ingenuidad—. Mi abuela y lady Castlereagh eran íntimas y, a menudo, de joven, me traían aquí para exhibirme.
—Ah —Helena le devolvió la sonrisa, sintiéndose más cómoda—. ¿Dónde está la sala de música?
La condujo por un pasillo lateral y luego por otro que lo cruzaba. La sala de música estaba al fondo; más allá de unas puertas de paneles de cristal se veía un recinto de paredes y techo en su mayor parte de cristal. Levantado en el jardín, el invernadero se encontraba iluminado por la débil luz de la luna.
Markham abrió la puerta y la hizo pasar al interior. Helena se quedó extasiada ante la abundancia de sombras, extrañas formas que caían sobre las baldosas verdes. El aire era fresco, pero no frío, y el suave repiqueteo de la lluvia sobre el cristal resultaba curiosamente relajante.
Helena suspiró.
—Este lugar es muy agradable.
Las multitudes ponían a prueba su paciencia, la hacían sentirse encerrada en un ambiente de aire caliente, pesadamente perfumado, que la envolvía hasta sofocarla. Pero allí… Agradecida, respiró hondo, muy hondo. Al volverse hacia Markham, se sorprendió al ver que el noble no la miraba a la cara, sino algo más abajo.
Markham recobró la compostura y sonrió.
—Hay un estanque… Por aquí, si la memoria no me falla.
Su memoria era buena. El invernadero era más grande de lo que Helena suponía al minuto de haberse internado por una sucesión de angostos senderos, ya no estaba segura del camino de regreso.
—Ah… Aquí está.
El estanque, de considerable tamaño, estaba empotrado en el suelo, y tanto el saliente como el interior estaban recubiertos de baldosas azul brillante. El agua llegaba a ras de suelo; contra los azulejos. Helena distinguió una formas que se movían sin rumbo por el agua.
—¡Peces! —Bajó la mirada, inclinándose sobre el estanque. Markham se inclinó a su lado.
—Hay uno gordísimo. ¡Mire!
Helena se acercó más al borde. Markham se movió y su hombro chocó con el de ella.
—¡Oh!
Helena trató de sostenerlo, pero fue él quien la sostuvo.
—¡Helena! Querida, mi querida condesa. —Intentó besarla.
Adelantando con brusquedad los brazos, Helena intentó apartarlo.
—No se oponga, cielo, o se caerá al agua. —El tono de Markham era afectuoso, demasiado malicioso, excesivamente alegre.
Helena se maldijo para sus adentros. Había sido demasiado confiada. Las manos de Markham le acariciaron la espalda, y los nervios de Helena saltaron… pero no de placer. El noble no le había tocado la piel descubierta, pero los sentidos de Helena se rebelaron ante la mera idea.
—¡Pare! —Confirió a su tono todo el autoritarismo del que fue capaz.
Markham rio entre dientes.
—Oh, lo haré… Al final. —Volvió a intentar atraerla hacia sí.
Ella se resistió, con bravura.
—¡No!
—Markham —se oyó de pronto.
El aludido se asustó tanto que casi la deja caer. La simple palabra —y el tono en que fue dicha— hizo que el alivio inundara a Helena, que, ocupada en librarse de los brazos de Markham, ni siquiera se preocupó de lo que aquello auguraba.
Ambos aflojaron. Helena recuperó el equilibrio y al punto se apartó. Retrocedió de espaldas, mirando alrededor.
Markham le lanzó una mirada ceñuda, pero de inmediato volvió la vista hacia el salvador de Helena.
Sebastian permanecía medio oculto por las sombras, aunque ninguna sombra podía atenuar la amenaza que proyectaba su actitud; flotaba en la tensión del silencio. Helena había tenido una cumplida experiencia de lo que era estar en presencia de hombres poderosos contrariados. La contrariedad de Sebastian pasó por su lado y se estrelló contra Markham.
Markham retrocedió, poniendo más espacio entre él y Helena.
—Creo que estaba usted a punto de disculparse. —La voz de Sebastian encerraba una tranquilidad infernal, una promesa de condenación.
Markham tragó saliva. Sin apartar la mirada del duque, hizo una reverencia a Helena con la cabeza.
—Le ruego acepte mis disculpas, condesa.
Ella no hizo ni dijo nada, se limitó a mirarle con tanta frialdad como Sebastian.
—Como mademoiselle se ha cansado de su compañía, le sugiero que se marche. —Sebastian, con la elegancia de siempre, se adelantó; Markham retrocedió, miró alrededor como un desesperado y sin más enfiló uno de los senderos—. Una cosa… Doy por sentado que no necesito explicarle cuánto me desagradaría enterarme de cualquier mención de este incidente por su parte.
—No lo necesita. —Con expresión ceñuda, Markham los miró y, acto seguido, saludó de manera cortante con la cabeza—. Buenas noches.
Oyeron alejarse los pasos cada vez más rápidos; luego se abrió la puerta y se cerró. Markham se había ido.
Helena dejó escapar un tembloroso suspiro de alivio; al cruzarse de brazos, tuvo un escalofrío.
Sebastian, a poco más de medio metro de distancia, volvió la mirada hacia ella.
—Creo, mignonne, que haría mejor en decirme qué es lo que pretende exactamente.
La serenidad de su tono no la engañó; tras su apariencia, el duque estaba furioso. Helena levantó la barbilla.
—No me gustan las multitudes. Tenía ganas de pasear por un ambiente menos sofocante.
—Muy comprensible. Lo que no es tan comprensible es la razón de escoger a Markham como acompañante.
Helena lanzó una mirada ceñuda al sendero por el que se había marchado el vizconde.
—Creí que era digno de confianza.
—Como ha comprobado, no lo es.
Ella continuó con la frente levemente arrugada y Sebastian añadió:
—¿Debo entender que lo ha eliminado de su lista?
Helena volvió su ceño hacia él.
—¡Por supuesto! No me gusta ser atacada.
El duque inclinó la cabeza.
—Lo cual me lleva a mi primera pregunta: ¿qué se propone?
Helena lo estudió; luego, se irguió.
—Mis actos no son de su incumbencia, excelencia.
—Excepto si decido que lo sean. Repito: ¿A qué está jugando con sus posibles pretendientes?
La barbilla de Helena se elevó un poco más; los ojos le centelleaban.
—¡No es asunto suyo!
Él se limitó a arquear una ceja y esperó.
—¡No puede… —Helena agitó las manos mientras buscaba la palabra— compelerme a que se lo diga sólo porque desee saberlo!
Sebastian sólo la miró, dejando que sus intenciones llegaran a Helena sin palabras.
Ella le leyó la mirada; entonces, lanzó las manos al aire.
—¡No! No soy el peón pusilánime de ningún juego. No tomo parte en ninguno de sus juegos. Esta no es una batalla que usted deba ganar.
Los labios de Sebastian se curvaron en una sonrisa irónica.
—Mignonne, sabe lo que soy… exactamente lo que soy. Si insiste en ponerse en mi contra, entonces… —Se encogió de hombros.
El sonido emitido por Helena fue de furia sorda.
—No se lo diré, y no puede obligarme. —Cruzó los brazos y lo miró fijamente—. Dudo que lleve empulgueras en los bolsillos, excelencia, así que quizá deberíamos aplazar esta discusión hasta que tenga ocasión de encontrar alguna.
El duque rio.
—Nada de empulgueras, mignonne. —Captó su mirada airada—. Nada más que tiempo.
Los pensamientos de Helena asomaron fugazmente a sus ojos, que se abrieron como platos.
—Eso es absurdo. No puede pretender mantenerme aquí…
Miró hacia el sendero más cercano.
—No hay posibilidad de que abandone este laberinto mientras no me diga lo que deseo saber.
Lo miró fijamente, con una furia beligerante.
—Es usted un animal.
—Sabe muy bien lo que soy. De igual forma, sabe que en este caso no tiene más elección que claudicar.
El pecho de Helena se elevó; los ojos le echaban chispas.
—Es usted aún peor que él.
—¿Que quién? ¿Que su tutor?
—Vraiment! También es un matón, aunque nunca lo admitiría.
—Lamento que mi falta de doblez la ofenda, mignonne. Sin embargo, a menos que desee provocar un escándalo, aun en este último momento del año, haría bien en empezar a explicarse. Lleva ausente del salón de baile veinte minutos.
Helena le lanzó una mirada furiosa, pero sabía que no tenía elección.
—Muy bien. Antes de mañana por la noche, antes de que la alta sociedad parta hacia sus propiedades, deseo reducir mi lista a un solo nombre. Había cuatro caballeros a considerar… Ahora sólo hay tres.
Sebastian asintió con la cabeza.
—Were, Athlebright y Morringdale.
Helena se lo quedó mirando de hito en hito.
—¿Cómo lo sabe?
—Absuélvame del delito de ignorancia, mignonne. Usted me contó las exigencias de su tutor, y adiviné las suyas hace unas noches.
—Eh, bien. —Lo miró con altivez—. Puesto que lo sabe todo, quizás ahora podamos volver al salón de baile.
—No es suficiente.
Ella lanzó una mirada a Sebastian, que se la leyó.
—Sé por qué estos tres y Markham estaban en su lista. Sé por qué este último ya no está. Ignoro qué otra cualidad ha escogido para formarse un juicio, sólo que ha escogido algo y eso es lo que la ha traído aquí.
Helena miró hacia el sendero.
—Sólo deseaba un momento de paz.
Los largos dedos de Sebastian se deslizaron por la barbilla de Helena y se endurecieron, volviendo su cara hacia él.
—Es inútil que me mienta, mignonne. Pese a lo que diga, usted se parece mucho a aquellos de los que huye… Los hombres poderosos. Se parece tanto a mí que puedo ver una parte de sus pensamientos. Está valorando fría y serenamente a esos tres hombres como pretendientes; no le importa ninguno, sólo que satisfagan sus necesidades. Y yo estoy interesado, si lo quiere, en saber cuál es la última necesidad en la que se ha centrado.
La furia de Helena se desplegó, pese a que ella intentó sofocarla, pero la ira pudo más que su voluntad y estalló.
No fue sólo porque, en efecto, él la entendiera bien; como Fabien, siempre parecía conseguirlo sin ningún esfuerzo. Si bien en alguna parte de su mente podía admitir que Sebastian tenían razón al compararla con ellos, la idea en sí no le gustaba en absoluto, y menos oírla expresar como una verdad irrefutable. Pero no sólo por esto se había desatado su furia.
Tampoco fue únicamente porque, estando tan cerca de él, tuviera plena conciencia del peso de su voluntad, algo palpable que la presionaba para que se rindiera.
Fue principalmente la reacción a su contacto, al calor de los dedos que le sostenían la barbilla: el inmediato brinco del corazón, la opresión en el pecho, el repentino concentrarse en él, la oleada de calor interior. El resplandor del reconocimiento, el destello de un fuego tan viejo como el tiempo.
Sus pretendientes no significaban nada para ella; el contacto de Fabien no le aceleraba el corazón. Pero este hombre, su tacto, sí.
Locura.
—Ya que es tan grosero de insistir, se lo diré. —Tenía que estar loca para hacerlo, pero era imposible resistirse—. He decidido probar que el contacto con cada uno de esos caballeros no me repele. —Levantó la barbilla para soltarse de los dedos de Sebastian y lo miró en actitud retadora—. Este es, después de todo, un factor de lo más pertinente.
La cara del duque se endureció, pero Helena no pudo leer nada en sus ojos, azul sobre azul, extrañamente ensombrecidos. Sebastian bajó la mano.
—Dígame, ¿el tacto de Were le repele?
Su tono de voz sonó más grave; una corriente de prudencia recorrió la espalda de Helena.
—He bailado con él, paseado con él… Cuando me toca no siento nada.
La satisfacción brilló fugazmente en los ojos de Sebastian; de manera deliberada, Helena añadió:
—Así que lord Were, por el momento, es el único que ha logrado entrar en mi lista definitiva.
Sebastian parpadeó, concentrando su atención en ella mientras pensaba, sopesaba, estudiaba…
—Supongo que no intentará examinar a Athlebright o Mortingdale.
Los que le conocieran no habrían podido asegurar que el comentario fuera una pregunta; Helena lo interpretó como un decreto, una orden de ineludible cumplimiento. Con una seguridad absoluta —a lomos de la furia— levantó la cabeza.
—Claro que los examinaré. ¿Cómo, si no, voy a decidir?
Y tras esa respuesta tan racional, giró hacia el sendero por el que había venido.
—Y ahora, como ya le he dicho todo, cumplirá su palabra y me permitirá volver al salón de baile. —Animada, incluso por un triunfo tan leve, se alejó.
—¡Helena! —Un gruñido; una clara advertencia.
Ella no se detuvo.
—La señora Thierry estará preocupada.
—¡Maldita sea! —Perdida la circunspección, corrió tras ella—. ¡No puede ser tan tonta…
—No soy tonta.
—… como para pensar, después de su éxito con Markham, que animar a los hombres a que la tomen en brazos sea una buena idea! —Hablaba entre dientes.
—No animé a Markham a ser tan… estrafalario. Él urdió el incidente y me atrapó. Ignoraba que no fuera un auténtico caballero.
—Hay muchas cosas que ignora. —Helena apenas oyó aquellas palabras farfulladas, pese a que Sebastian la seguía a poca distancia—. Quiero que me prometa que no tramará nada para quedarse a solas con Athlebright o Motingdale; que cualquier prueba que haga será realizada en medio de un maldito salón de baile a la vista de toda la gente elegante.
Helena fingió considerarlo y luego agitó la mano. Las puertas de cristal aparecieron ante ella.
—No creo que pueda prometerle semejante cosa. Se me está acabando el tiempo. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe lo que puedo necesitar…?
No tuvo ocasión de respirar ni de gritar. La mano de Sebastian se cerró sobre la suya y la hizo retroceder hacia la pared. Un angosto saliente corría a lo largo de la base y Helena trastabilló, con los ojos como platos fijos en Sebastian.
Él le cogió la otra mano, le levantó las dos, sujetándola. De manera instintiva, Helena retrocedió más. Sus hombros y caderas chocaron contra la pared.
Contuvo la respiración, abrió los labios…
Sebastian le levantó las manos a ambos lados, a la altura de la cabeza, y las apretó contra la pared… luego se acercó con parsimonia.
Se inclinó hacia ella.
Encerrada.
Atrapada.
Helena apenas podía respirar. La fuerza de Sebastian la rodeaba, la sostenía… grabándose en sus sentidos. Sólo dos centímetros separaban los cuerpos; podía sentir el calor del duque.
Todo lo que Sebastian necesitaba hacer era bajar la cabeza para mirarla. Y lo hizo, clavando su mirada en los ojos de Helena. Los rasgos del duque bien parecían tallados en granito.
—Me prometerá que no hará más pruebas… salvo en público.
La furia de Helena volvió renovada. Dejó que le ardiera en los ojos al tiempo que comprobaba la presión de Sebastian, más por instinto que por esperanza. Este apretó los dedos, lo justo para que ella sintiera su fuerza acerada, para que supiera que no podría liberarse; pero no estaba apretando con fuerza; Helena no podía decir que le hiciera daño. No se atrevía a separar el cuerpo de la pared; de hacerlo, se pegaría a él.
—¡Hombres! —le espetó en la cara como un insulto—. ¡Sois todos iguales! ¡No se puede confiar en vosotros!
Eso añadió yesca a la furia de Sebastian. Helena vio chispas en los ojos del duque, sus labios apretados.
—No somos todos iguales. —Las palabras chirriaron. Ella levantó una ceja con altivez.
—¿Quiere decir que puedo confiar en usted? —Lo miró con los ojos muy abiertos, desafiándolo a mentir.
Sebastian seguía sosteniéndole la mirada y Helena captó un inesperado brillo de agitación repentina.
—¡Sí! —Le arrojó la palabra, que la hizo tambalear. Enseguida advirtió que Sebastian se atemperaba, que refrenaba la furia—. En su caso… sí.
A Helena se le subió el corazón a la garganta. Conmocionada, buscó sus ojos. No estaba mintiendo, aun cuando su furia seguía merodeando, como la suya.
Pero supo que era verdad en cuanto lo oyó; el duque no tenía motivos para mentir. Pero ¿qué razón podía tener…?
—¿Por qué? —Observó las duras facciones de Sebastian en busca de algún indicio.
Él sabía la respuesta; podía sentir la fuerza de su enfado, que lo ensombrecía, controlándolo.
Helena se había negado a dejar que él le hablara en privado, a que intimara con ella, aun cuando las intenciones del duque habían sido, en esa ocasión, de lo más honorables. En su lugar, había animado a Markham y se había escabullido con él.
Esto lo había llevado a un estado de sereno enfurecimiento. ¿Por qué?
Porque para él, ella significaba más de lo que ninguna otra mujer había significado nunca.
Había observado cómo abandonaba el salón de baile en compañía de Markham. Los había seguido para asegurarse de que no se supiera nada del incidente. Sólo para enterarse…
La idea de que Helena pudiera exponerse de buen grado al tipo de insulto del que Markham la había hecho objeto no era soportable.
¿Por qué? Porque ella le importaba.
La comprensión de esto lo conmocionó; por una vez, lo privó de su labia, de cualquier frase ingeniosa dicha con indolencia que alejara la mente de Helena de lo que él acababa de descubrir. No quería que ella lo supiese, de momento.
Los ojos de Helena eran grandes estanques verdes, fáciles de leer, y en los que era sencillo sumergirse. Estaba atrapada, tentada… fascinada.
Como él.
Sebastian respiró hondo, intentando aclarar su mente, intentando pensar. La piel de Helena se había calentado por la proximidad del duque; su exótico perfume francés ascendió y le anegó los sentidos.
Sus caras estaban cerca, como sus cuerpos. Lo suficiente para que ella percibiera el cambio de intenciones de Sebastian. Los ojos de Helena se ensancharon levemente, y cuando se movieron de los ojos a la boca del duque bajó los párpados.
Él redujo la distancia entre ellos, lentamente, de forma nada amenazadora.
Helena levantó el rostro.
Sus labios se rozaron. Se tocaron.
Pegados.
Fusionados.
El deseo estalló. Como un chispa en hierba seca, refulgió y se extendió, arrastrándolos a su interior, succionándolos hacia su calor.
No se parecía a nada que él conociera. Ningún beso anterior le había atrapado así, manteniendo su atención de una manera tan absoluta, con tan poco esfuerzo, tan concentrado en ella, en sus labios, en su boca, en el oscuro estremecimiento de las profundidades resbaladizas al acariciarla íntimamente, en el sensual encuentro de sus lenguas.
Helena siguió su ejemplo, paso a paso, sin temor en su inocencia. Antes la había besado profundamente, pero ahora ella quería más, alentándolo a continuar.
¿Sin darse cuenta o siendo consciente? Sebastian no lo sabía.
Incapaz de pensar y razonar, se sentía aturdido para marcar distancias.
Sus sentidos se deleitaron en ella, en su melifluo sabor, en el cálido refugio de su boca, en la flexible suavidad de sus pechos, en la promesa contenida en aquel cuerpo que se arqueaba ligeramente al encuentro del suyo. No podía sino tomar todo lo que ella le ofrecía y devolver todo cuanto le pedía. Cada vez más atrapado en su hechizo.
Helena había dejado de pensar momentos antes de que sus labios se encontraran. La conciencia de que la iba a besar fue suficiente para centrar su mente en una cosa y sólo una.
Él.
Helena deseaba que no hubiera sido así, pero así fue. Su mente, sus sentidos —sus mismos latidos— parecieron pertenecer al duque. Y no le importó cuánto pudiera sermonearse a sí misma una vez que se separara de él; ahora no podía rehusar esta parte del juego de Sebastian.
Dangereux.
La palabra se deslizó, silenciosa, por su mente, pero ya no la creía, al menos no en el sentido físico. Él no la dañaría; le había dicho que podía confiar en él. Y Helena lo había hecho.
Sebastian podría socavar sus ideas y arrasar las defensas que había erigido contra los hombres poderosos, pero mientras ella estuviera en sus brazos y el duque mantuviera los labios contra los suyos, Helena sabía y entendía sólo una cosa.
Que él era suyo.
Suyo para ordenar, al menos en ese ruedo; suyo para exigir si así lo deseaba. Él mandaba, pero era a ella a quien buscaba complacer… Quizás un acertijo, pero la idea de tener a un hombre poderoso a sus pies era demasiado subyugante, tentadora y fascinante como para renunciar.
El placer del duque le pertenecía a ella. Lo sintió en sus besos, en su inmediata respuesta a cualquier petición. Un atisbo de temor y él retrocedía sumisamente, calmándola, esperando una señal de que podía volver a besarla, de que estaba preparada, una vez más, para dejar que la lengua del duque sondeara, acariciara, se deslizara sobre la suya, enredándose seductoramente.
Helena se arqueó y por un instante de gloria dejó que su cuerpo acariciara a Sebastian.
Percibió la inmediata respuesta; sintió la profundidad del fuego que ella todavía no había probado. El dominio de Sebastian se tambaleaba.
Dejaron de besarse.
Necesitaban respirar, y pensar. Tenían que retirarse del abismo. Ambos respiraban con rapidez, las miradas fijas en los labios del otro. Levantaron los ojos al mismo tiempo y las miradas se encontraron. Los pensamientos de Helena se reflejaron en los de Sebastian y a ella le pareció que el duque podía ver el interior de su alma.
No era el lugar ni el momento apropiado.
Si alguna vez habría un lugar y un momento apropiado, ninguno lo sabía, pero esa noche no podían seguir adelante.
Ambos lo sabían; y lo admitieron.
Cuando el martilleo de sus oídos se calmó lo suficiente para dejarle oír. Helena respiró hondo y dijo con suavidad:
—Suélteme. —No fue una orden, sólo una simple indicación.
Sebastian dudó, pero su presión disminuyó. Helena apartó las manos de las suyas, y pasó por debajo del brazo de Sebastian y se alejó de la pared, fuera de la jaula que formaban aquellos brazos.
El duque sólo volvió la cabeza.
Helena se alejó otro paso, añorante ya —pesarosa por la pérdida— del calor de Sebastian. Levantó la cabeza y, sin darse la vuelta, dijo:
—Gracias por su ayuda con Markham.
Dudó un instante, y se encaminó hacia la puerta.
Su mano estaba en el picaporte cuando le oyó murmurar, suave y bajo:
—Hasta más tarde, mignonne.
Sebastian llegó su casa de Grosvenor Square a altas horas de la noche. Tras abandonar la fiesta de lady Castlereagh y retirarse a su club, había ido a un garito en compañía de unos amigos. Ningún juego de azar fue capaz de distraerle de sus pensamientos; las horas sólo habían servido para que su resolución cristalizara.
Dejó la capa y el bastón en el vestíbulo y entró en la biblioteca. Habiendo encendido una lámpara, se instaló detrás del escritorio, dispuesto a acometer la carta que había decidido escribir a Thierry. Helena estaba bajo su techo, nominalmente a su cuidado y su esposa la había presentado en sociedad. Del parentesco De Sévres con Helena estaba menos seguro y, cuando se dijera y se hiciera todo, no confiaría en ese hombre. Thierry, a pesar de ser francés, era un alma franca.
El único sonido era el rasgueo de la pluma sobre el papel; el silencio reinante en la enorme mansión, su hogar de nacimiento, caía sobre él como un cómodo manto.
Se detuvo para leer lo que había escrito y considerar lo que le quedaba por decir. Luego, se inclinó y volvió a escribir, hasta que terminó y estampó su florida firma: «St. Ives».
Se recostó en la silla y contempló los rescoldos del fuego, brillando en la chimenea.
No sabía si podría hacer las concesiones que Helena exigía, las concesiones que ella podría necesitar, de hecho, para convertirse en su duquesa. Pero lo intentaría. Había asumido que debía hacer todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que Helena llegara a ser suya.
Su esposa.
La ecuación era sencilla: tenía que casarse. Cuando ya parecía imposible, por fin había conocido a la única mujer que, desde el primer momento, había deseado poseer para toda la vida.
Sería ella o ninguna.
Había deseado, esperado alguna señal de que ella lo deseaba, de que reconocía que lo deseaba. Aquella noche… aquella noche habían estado muy cerca de traspasar la línea invisible, tomando lo que hasta entonces había sido una aceptable relación en otro ruedo, uno ilícito.
Se habían echado atrás, pero a duras penas, y Helena lo había sabido, había sido tan consciente de la verdad como él.
Era suficiente… una señal inequívoca. Una confirmación, de haber necesitado Sebastian alguna.
Ella lo deseaba tanto como él a ella.
Leyó con detenimiento la carta, dejando resbalar la mirada por las cuidadas frases con que invitaba a los Thierry, a mademoiselle la condesa D’Lisle y al señor De Sévres a pasar la siguiente semana en Somersham Place. Había dejado claro que se trataba de una visita privada, y que los únicos otros residentes en su propiedad principal serían los miembros de la familia Cynster.
Esto último dejaría claro su propósito: una invitación así, expresada en semejantes términos, sólo podía significar una cosa. Pero una «cosa» no planteada que no se podría dar por sentada de antemano.
Sonrió al imaginar la posible reacción de Helena; ni siquiera entonces podía predecirla. Pero la vería al día siguiente por la noche, en la fiesta de disfraces de lady Lowy. Fuera cual fuese su reacción, estaba seguro de que alguna enseñanza sacaría.
Dobló el pergamino, encendió la vela y derritió un cabo de lacre; luego puso su sello en la carta. Se levantó, apagó la lámpara y salió.
Dejó la carta en la bandeja de la mesa de pared del vestíbulo principal.
Hecho.
Se dirigió a la escalera y subió a su habitación para meterse en la cama.