Capítulo 4

A la mañana siguiente. Helena se paseaba por su cámara; con los ojos entrecerrados, juzgaba los acontecimientos de la noche anterior.

Reflexionaba sobre el inesperado enfoque adoptado por Sebastian.

Recordaba sus sueños.

Se preguntó de nuevo qué se sentiría al acaricar el pecho desnudo del duque, al tocar sus firmes músculos…

—Non, non, non et non!

Furiosa, se puso a darle puntapiés a la falda delante de ella.

—¡Lo hizo para conseguir esto!

Para hacerla soñar, anhelar, desear… querer. Para hacerla ir hasta él, para rendirla como si fuera una tonta doncella locamente enamorada. Una conquista taimada, turbia.

A solas en su cámara, pudo admitir que podía haber funcionado.

—Pero ahora no.

No ahora, cuando había comprendido cuál era el verdadero objetivo del duque.

Tenía veintitrés años… Y cuando se trataba de los juegos de los hombres, no era ninguna inocente soñadora. Una seducción se podía conseguir por más de una vía; con toda seguridad, el duque conocía todos los caminos.

—Cada recodo de esos caminos. ¡Ajá!

No la atraparía.

Apenas quedaba una semana para que la alta sociedad abandonara Londres; sin duda, podría mantenerlo a raya hasta entonces.

Mignonne, es costumbre prestarle alguna atención al caballero con quien se baila.

Helena miró a Sebastian y abrió los ojos como platos.

—Sólo me estaba fijando en las joyas de las damas.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Trazó un círculo alrededor de él y luego volvió a enfrentarlo, de nuevo la mirada puesta en las damas próximas—. Porque la calidad de las de aquí es notable.

—Dado su patrimonio, debe de poseer el rescate de un rey en joyas.

Oui, pero la mayoría las he dejado en el sótano de Cameralle. —Con la mano señaló el sencillo collar de zafiros que lucía—. No he traído las piezas más pesadas… No tenía sentido.

—Su belleza, mignonne, eclipsa cualquier joya.

Sonrió, pero no a él.

—Excelencia, tiene una lengua muy rápida.

A la mañana siguiente. Helena estaba sentada a la mesa del desayuno cuando llegó un paquete.

—Es para usted. —Louis lo dejó caer junto al plato de Helena.

—¿De quién es? —preguntó Marjorie.

Helena dio la vuelta al paquete.

—No lo pone.

—Ábralo. —Marjorie posó su taza—. Contendrá una carta.

Helena rasgó el envoltorio y metió la mano. Sus dedos tocaron la tapa de felpa de un estuche de joyero. El escalofrío de un presentimiento le recorrió la piel. Se quedó contemplando el paquete abierto, temerosa casi de sacar el contenido. Luego, se armó de valor y lo extrajo.

Un estuche de piel verde. Lo abrió. Dentro, sobre una base de terciopelo verde oscuro, descansaban dos sartas de las perlas más puras. Las sartas estaban interrumpidas en tres puntos por unas piedras solitarias, las tres perfectamente rectangulares, talladas con sencillez para exhibir su color. Al principio le parecieron peridotos, pero cuando levantó el collar y lo tendió en sus manos, las piedras destellaron y la luz prendió en ellas, dejando al descubierto su color: esmeraldas. Tres grandes esmeraldas puras, de un verde más vivido que los ojos de Helena.

Unos pendientes, con una esmeralda más pequeña engastada sobre perlas, y un par de brazaletes a juego completaban el conjunto.

Del rescate de rey que ya poseía, ninguna pieza le atraía ni la mitad que aquella. Dejó caer el collar como si le quemara.

—Debemos devolverlo. —Apartó la caja.

Louis había estado examinando el envoltorio y ahora echó una ojeada al estuche.

—No hay ninguna carta. ¿Sabe quién lo envía?

—¡St. Ives! Debe de ser de él. —Helena apartó la silla, con el impulso de salir corriendo, de huir de aquel collar… de escapar a sus ansias de tocarlo, de acariciar las suaves sartas… De imaginar qué sentiría al llevarlo al cuello, cómo luciría.

¡Condenado Sebastian!

Se levantó.

—Por favor, encárguense de que sea devuelto a su excelencia.

—Pero, ma petite —Marjorie había inspeccionado el envoltorio—; si no hay carta, no podemos estar seguros de a quién hay que enviarlo. ¿Y si no fuera del señor duque?

Helena miró a Marjorie; casi podía ver la sonrisa petulante de Sebastian.

—Tiene razón —dijo finalmente.

Volvió a sentarse. Tras observar un momento las perlas, reposando tentadoras sobre la base de terciopelo, cogió el estuche.

—Tendré que pensar cuál es la mejor forma de actuar.

—Me las ha enviado usted, ¿verdad?

Helena volvió la cara hacia Sebastian, mientras con los dedos de una mano acariciaba las perlas que le rodeaban el cuello. La seda de sus faldas verde pálido produjo un susurro sensual; dejó que los dedos pasaran con delicadeza por las perlas, resiguiendo las sartas que caían sobre los senos.

Con una ligera sonrisa, Sebastian observaba cada movimiento. Helena fue incapaz de leer algo en su cara y en sus ojos.

—Lucen muy bien en usted, mignonne.

Ella se negó a pensar en cómo de bien, en cómo la hacían sentir.

Como si ella también fuera dangereuse.

Sólo él podía haberle entregado la tentación primordial para llevar adelante su juego. Helena nunca se había sentido tan poderosa; lo bastante fuerte para entablar combate con un hombre como él.

Sintió un estremecimiento de excitación, de insidiosa atracción; giró, empezó a dar vueltas, incapaz de quedarse quieta.

Cuando él había aparecido a su lado en el salón de lady Cariyie, sus ojos habían ido directos al collar, percatándose luego con rapidez de las demás piezas que también se había puesto. Helena había accedido a la invitación de pasear por la estancia. En efecto, como sólo él era capaz, el duque había encontrado una antesala fuera del salón. Una pieza vacía, mal iluminada por unos apliques, de suelo embaldosado y una fuente cantarina en el centro.

Los tacones de Helena resonaron contra las baldosas cuando empezó a dar vueltas delante de la fuente; lanzó al duque una mirada descaradamente dubitativa.

—Si usted no… ¿Quizás haya sido Were? A lo mejor me echa de menos.

Sebastian no respondió, pero incluso a la débil luz Helena vio cómo se le endurecía el semblante.

—No —añadió—. No ha sido Were… Ha sido usted. ¿Qué espera ganar con esto?

Sebastian la observó —Helena no pudo precisar si pensando en una respuesta o simplemente poniendo a prueba sus nervios— y luego dijo:

—Si yo le hubiera enviado semejante presente, esperaría recibir… la misma respuesta que, naturalmente, le daría usted a cualquiera que hubiera sido tan cortés.

Helena dejó que sus ojos relampaguearan, que asomara su carácter. A lo largo de las semanas, se había ido acostumbrado a no ocultárselo. Incluso ahora parecía no haber razón para esconderle sus sentimientos. Con un revuelo de faldas, se contoneó para encararlo y levantó la barbilla.

—A quienquiera que fuera tan generoso conmigo le daría las gracias… Lo que sólo podría hacer si supiera quién era el caballero.

Sebastian sonrió. Con su habitual manera sigilosa de caminar, acortó la distancia que los separaba.

—Tengo que reconocer, mignonne, que me trae sin cuidado si me considera o no el merecedor de su agradecimiento.

Se detuvo ante ella y enredó sus largos dedos en las sartas, por debajo del cuello. Levantó las perlas, hasta reunir las extensas sartas en la mano y encerrarlas en su puño, situado encima del escote de Helena.

—Preferiría tener la seguridad —murmuró, la voz deslizándose hacia un susurro peligroso— de que cada vez que llevara esta pieza pensara en mí.

Abrió el puño, dejando caer las perlas.

Lastradas por las grandes esmeraldas, las sartas cayeron sobre la hendidura del escote, resbalando entre los pechos.

Al sentir el calor —el calor de la mano del duque, que mantenía atrapadas las perlas—, Helena ahogó un grito.

—Preferiría saber que cada vez que se pusiera esto, pensara en nosotros. En lo que habrá entre nosotros.

No había soltado del todo el collar; un largo dedo permanecía enganchado en las sartas. Observándolas, las levantó y las dejó deslizar y resbalar por todas partes, acariciándole los senos desnudos a despecho del vestido… pese a que estuviera totalmente vestida. Hizo subir y bajar las perlas con un ritmo lento y sensual que Helena pudo imaginar muy propio del duque.

Helena jadeó y cerró los ojos un momento. Sintió que sus pechos se erguían, hinchados y acalorados.

Sebastian se acercó más; Helena, más que verlo u oírlo, lo sintió; como una llama sobre la piel. Abrió los ojos.

—Cada vez que se las ponga, mignonne, piense en… esto.

Hubiera deseado que no se acercara tanto, no levantar la cara y dejar que la besara. Pero con la calidez embriagadora de Sebastian tan cerca, el tono susurrante de su profunda voz en el oído, la sensación obnubilante de las perlas, aún calientes, todavía moviéndose provocativamente entre los pechos… estaba perdida.

Los labios de Sebastian se abatieron sobre los suyos. Al primer indicio de presión, ante la primera exigencia, Helena se abrió a él, no de manera sumisa sino desafiante, rechazando, aun entonces, la rendición.

Podía besarle y sobrevivir; dejar que la besara y seguir sin pertenecerle. Si Sebastian creía otra cosa, ya aprendería. Helena le deslizó los dedos por el pelo y le devolvió el beso con descaro. Su reacción sorprendió al duque por un segundo, pero no más.

La respuesta fue inesperada: ningún arrebato de pasión sofocante, de deseo incontenible. En su lugar, se pegó a ella, dándole todo lo que deseaba, insinuándose más. Atrayéndola hacia él.

Helena lo sabía, pero la resistencia era imposible. La única manera de conservar su identidad, de retener alguna apariencia de conciencia y obstinación, era sumergirse en el beso, entregarse a ello y seguir la iniciativa de Sebastian, fijándose en cada paso del camino, dando cada uno a sabiendas.

En segundos, la había sacado de este mundo. Sólo él podía traerla de vuelta.

Cerrando los brazos a su alrededor, la atrajo hacia él, hasta que aquel cuerpo suave volvió a quedar apresado contra el suyo, mucho más duro. Inflamado el deseo, los dientes rechinaron como los de una fiera hambrienta, queriendo más… mucho más.

Deseó tenerla debajo, penetrarla…

Sebastian sabía que todavía no podía ser. No aquella noche, ni al día siguiente. Ni siquiera se atrevía a acariciarla con más firmeza, con su intuición advirtiéndole que aún no, aún no.

Lentamente pero sin parar. Helena le estaba llevando a la locura. Si no la poseía pronto…

Nunca había esperado tanto; ninguna mujer —ninguna que hubiera deseado— se le había negado jamás; nunca una mujer había rehusado andar el camino con él.

Sin embargo, a pesar de que el cuerpo de Helena fuera de él, de que su pulso se disparase cuando él se le acercaba, de que se le dilataran las pupilas y la piel se acalorara cuando la tocaba, su mente rehuía entregarse; su voluntad permanecía obstinadamente inamovible.

Cada noche que pasaba sin ella sólo aumentaba su deseo, aquel impulso primario de saciar la lujuria… de poseer.

Las manos de Helena le tocaron las mejillas, sujetándole la cara con firmeza cuando apretó los labios contra su boca en un beso de flagrante pasión, respuesta a su última incursión.

El control de Sebastian flaqueó cuando ella le provocó e incitó a la respuesta…

Y respondió; por un instante dejó que resbalara su escudo, la dejó vislumbrar lo que deseaba de ella: que compartiese la desenfrenada pasión oculta tras su máscara de galán.

Ante la arremetida de Sebastian, toda resistencia desapareció; la columna vertebral de Helena, hasta entonces imbuida de su terca voluntad, se aflojó. Se derritió.

Él se apartó rápidamente, antes de que el deseo y la pasión rampantes lo descontrolaran… Los descontrolaran a ambos. Respirando con dificultad, levantó la cabeza. Sintió la dificultosa respiración de Helena, los senos apretados contra su pecho.

La condesa parpadeó; bajo el encaje de sus largas pestañas, Sebastian vio el brillo de sus ojos, más precioso que el de las esmeraldas que rodeaban su cuello, colgaban de sus orejas y le circundaban las muñecas…

A pesar de la frustración, sintió una reconfortante satisfacción. Aflojó la presión. Helena volvió a parpadear y se apartó.

Lo miró con recelo.

Sebastian consiguió no sonreír.

—Vamos, mignonne… Hemos de volver al salón.

Helena le ofreció la mano y se dejó conducir hasta la puerta. Al llegar junto a ella, el duque se paró. Enganchó un dedo en las sartas de perlas y las sacó de debajo del corpiño, posándolas sobre la seda una vez más.

—Recuerde, mignonne. —Le leyó la mirada—. Siempre que las lleve, piense en lo que habrá de ser.

Al despertarse a la mañana siguiente, lo primero que vio Helena fue las perlas cayendo en cascada fuera del estuche de piel verde. Estaban sobre el tocador, donde las había dejado… Y parecían burlarse de ella.

—Je suis folie.

Con un gemido, les dio la espalda, pero, cual si fueran fantasmas, pudo sentirlas como si todavía le rodearan el cuello, pendieran de sus orejas, y de sus muñecas.

Por supuesto, había sido una loca al pensar que, en aquel ruedo, podía tener esperanzas de plantarse ante Sebastian e imponerse.

Con los ojos entrecerrados, repasó todo el episodio. Girándose, volvió a mirar las perlas. Su primer impulso había sido enterrarlas en el fondo del baúl, pero el orgullo le dictó que se las pusiera todas las noches. Aquel asalto lo había ganado Sebastian de manera aplastante, pero ella no podía dejar que lo supiera.

Lo cual significaba que, por supuesto, recordaría cada contacto de las perlas —tibias por las manos de Sebastian— contra sus senos desnudos. Y por supuesto, se preguntaría…

Estaba muy cerca de perder pie. No podía dejarle ganar el siguiente asalto.

Y no podía poner fin al juego.

Estaba haciéndolo de nuevo: echándose atrás, poniendo obstáculos en el camino.

En el otro extremo del salón de lady Cottiesford, Sebastian observaba a Helena con algo muy parecido a un agravio a punto de estallar.

Se estaba acabando el tiempo. Cuando se había propuesto hacerla admitir que lo deseaba, no se imaginó que le costaría tanto. Quedaban sólo cinco días para el baile de disfraces de lady Lowy, el acontecimiento que en los últimos años anunciaba el éxodo londinense de la alta sociedad.

Así pues, tenía cinco días más —cinco noches, más concretamente— para hacerla capitular, para conseguir algún indicio de que ella consentiría sus avances, completamente al margen de una proposición formal de matrimonio. Eso sería lo mínimo que aceptaría.

Cinco noches. En circunstancias normales, tiempo de sobra. Excepto con ella, a la que ya llevaba asediando durante siete. Aunque había hecho temblar las murallas, todavía no las había desmoronado, aún no la había convencido para que bajara el puente levadizo y lo dejara entrar.

—¿Cómo va la caza de esposa?

Martin. Sebastian se volvió cuando su hermano pequeño le dio una palmada en el hombro y Martin dio un paso atrás, las manos en alto.

—Nadie sabe nada, lo juro.

—Reza para que sea verdad. —Otro inconveniente más.

—¿Y bien? ¿Sigues con los ojos puestos en la condesa? Una pieza tentadora, lo admito, aunque astuta, ¿no te parece?

—Que te oiga hablar así de ella y es posible que me pida que te cuelgue de los pulgares. O algo peor.

—Vaya ogro, ¿no?

—Su genio es ligeramente mejor que el mío.

—De acuerdo. Ya dejo de bromear. Pero no puedes negar que el asunto tiene cierta importancia personal. Mal puedes esperar que me desinterese del tema.

—Que te desintereses, no. Que te intereses menos, sin duda.

Martin ignoró esto último y miró en derredor.

—¿Has visto a Augusta?

—Creo —dijo Sebastian, estudiándose el encaje del puño— que nuestra querida hermana ha abandonado la capital. Hundy avisó esta mañana.

Martin lo miró bruscamente.

—¿Se encuentra bien?

—Oh, por supuesto. Pero ambos decidieron que Augusta ya había tenido suficiente trato social, y como le he pedido que organizara las fiestas en Somersham, tenía bastante en qué distraerse.

—¡Ah! —Martin hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Excelente estrategia.

—Gracias —murmuró Sebastian—. Lo hago lo mejor que sé. —Ojalá pudiera hacerlo mejor con cierta condesa.

—Aquí viene Arnold; tengo que hablar con él. —Martin le dio una palmada en el hombro—. Buena suerte; no es que la necesites, pero, por amor de Dios, no falles.

Sebastian reprimió el impulso de arrugar la frente; en su lugar, volvió a mirar hacia el otro extremo de la habitación, y se percató de que Helena ya no estaba allí.

—¡Maldita sea!

Ella debía de haber estado observándole, una buena señal en sí misma. Aunque… Escudriñó el salón en todas direcciones, en vano. Con los labios aprestados, salió de la penumbra y se mezcló con la multitud.

Le llevó sus buenos diez minutos de sonreír, saludar y escabullirse de conversaciones el poder avistar a la señora Thierry, a la sazón sentada en una chaise longue. Estaba enfrascada en una animada conversación con lady Lucas; a Helena no se la veía por ninguna parte.

Sebastian escudriñó una vez más la concurrencia, hasta que su mirada se posó en Louis De Sévres. Era el acompañante nominal de Helena, aunque todo el mundo sabía que era el protector enviado por la familia. De Sévres se estaba comiendo con los ojos a una de las hermanas Britten. Sebastian se acercó a él.

Su sombra alertó a De Sévres, que levantó la vista y, para sorpresa de Sebastian, sonrió e inclinó la cabeza con obsequiosidad.

—Ah… excelencia. ¿Busca a mi prima? Creo que ha ido a la sala de los refrigerios para recibir a su corte de admiradores.

Sebastian estudió a De Sévres y reprimió el impulso de atizarle en la cabeza. Se suponía que tenía que protegerla… Pero la señora Thierry también había cambiado de registro. Arrugó la frente. Si nadie en la alta sociedad había intuido todavía sus verdaderas intenciones —y sin duda, caso de que así fuera, Sebastian se enteraría—, era muy extraño que los Thierry y De Sévres hubieran visto a través de su máscara.

De Sévres señaló con la mano bajo la mirada escrutadora del duque, que decidió aceptar la inesperada ayuda hasta que tuviera a Helena a tiro.

Entonces sí, investigaría qué se escondía tras la buena disposición de aquel hombre.

Miró por encima de la cabeza de De Sévres, hacia el arco por el que se accedía a la sala de refrigerios.

—¿De veras? Si me disculpa…

No esperó una respuesta y echó a andar.

Una ojeada a través del arco, y vio lo que estaba haciendo Helena: fortificando sus defensas. Se había rodeado, no de caballeros como Were u otros a los que estuviese considerando, sino de la última cosecha de petimetres y mozalbetes que buscaban dejar su impronta.

Eran como él doce años atrás, como polillas atraídas por la llama, y lo bastante desenvueltos y osados para considerar cualquier locura, incluida la de retarle. En especial, por ella. No estaban a la altura de Sebastian, claro, pero nunca lo reconocerían, y menos en presencia de Helena, algo que el duque entendía.

Reflexionó sobre la situación, calibró a los caballeros aglutinados alrededor de Helena y observó las perlas que la condesa lucía en el cuello, las orejas y las muñecas. Luego se volvió e hizo señas a un lacayo.

Helena suspiró aliviada para sus adentros al ver que Sebastian abandonaba el arco. Rara vez le pasaba inadvertida la mirada del duque; durante la última semana se había convertido en algo casi familiar, como un cálido aliento que le acariciaba la piel.

Reprimió un escalofrío ante la idea y concentró su atención en el joven lord Mariborough; aunque era, por lo menos, cinco años mayor que ella. Helena lo seguía considerando un joven. Sin experiencia, sin… fascinación. Nada en absoluto.

Pero, por aburrida que pudiera sentirse, al menos estaba segura. Así que sonrió, y animó a los caballeros a que se explayaran sobre sus proezas. Sus últimas carreras de tílburis, la última incursión en un garito, el último espectáculo pugilístico… Eran tan infantiles.

Estaba relajada, con la guardia baja, cuando un lacayo se materializó junto a su codo con una bandeja de plata en la mano. Contenía una simple nota. Helena la recogió. Tras dirigirle una sonrisa al lacayo, que se retiró con una reverencia, sonrió rápidamente al círculo protector que la rodeaba; se hizo a un lado y abrió la nota:

¿Cuál será, mignonne? Escoja uno y lo arreglaré todo para que se bata conmigo. Porque cuando me acerque para sacarla de ahí, nada hay más cierto que alguno del grupo no podrá contenerse y me desafiará. Ahora bien, si pretende que nadie encuentre la muerte en una pradera al despuntar el alba, entonces reúnase conmigo en la antesala que da al vestíbulo principal.

Helena leyó las últimas palabras a través de una neblina escarlata. Cuando volvió a doblar la nota, le temblaban las manos; acto seguido, la metió en el diminuto bolsillo de su vestido. Tuvo que detenerse un instante, respirar y reprimir la furia. Contenerla hasta que pudiera dirigirla contra quien la había provocado.

—Debéis excusarme. —Su voz le sonó tensa, aunque ninguno de los absortos jóvenes pareció percatarse—. He de volver con la señora Thierry.

—La acompañaré —se ofreció lord Marsh.

—No, gracias… Os lo ruego, no os molestéis. Madame está ahí mismo, en el salón de baile. —Lo dijo con tono autoritario, mientras los retenía con una mirada llena de aplomo.

Llegó al vestíbulo principal sin atraer excesivas miradas. Un lacayo la condujo a la antesala a través de un corto pasillo. Con los ojos clavados en la puerta, sacó la nota del bolsillo, tomó aire y concentró todo su furia sobre el duque. Abrió la puerta y entró con paso majestuoso.

La antesala apenas estaba iluminada; una lámpara que ardía con una tenue llama sobre una mesa de pared y el fuego crepitante eran las únicas fuentes de luz. Dos sillones flanqueaban el fuego; Sebastian se levantó de uno con languidez, moviéndose con su habitual elegancia autoritaria.

—Buenas noches, mignonne. —Su sonrisa al incorporarse fue paternal y levemente triunfante.

Helena cerró la puerta sin volverse y se oyó el pestillo caer con un chasquido.

—¿Cómo se ha atrevido?

Avanzó y, cuando la luz le iluminó el rostro, vio desvanecerse la sonrisa de Sebastian.

—¿Cómo se ha atrevido a enviarme esto? —Tendió bruscamente la mano que sujetaba la nota. La voz le tembló de pura furia—. Quiere divertirse persiguiéndome, ¿verdad?, aunque desde el principio le he dicho que nunca seré suya, milord. —No intentó disimular el centelleo de los ojos, la agresividad del tono, dejando que la máscara de la cortesía cayera por completo. Indignada, avanzó un poco—. Como le resulta tan difícil aceptar mi decisión, mi categórico rechazo hacia usted, déjeme que le diga por qué estoy aquí, en Londres, y por qué jamás conseguirá usted nada de mí. —A cada palabra se sentía más fuerte; su genio se endureció, tiñó su tono de voz cuando se detuvo a dos metros de Sebastian—. Se me envió a Inglaterra a buscar marido, esto ya lo sabe. La razón de que me aviniera a hacerlo así no fue otra que la de escapar de los tentáculos de mi tutor, un hombre poderoso, rico, noble, de voluntad inflexible y ambición desmedida. Dígame, excelencia, ¿le resulta familiar esta descripción?

Helena levantó una ceja mirándolo, con la expresión desdeñosa, serenamente furiosa.

—Estoy decidida a aprovechar esta oportunidad para escapar de los hombres como mi tutor, de los hombres como usted, de los hombres a los que no les importa utilizar las emociones de una mujer para manipularla y conseguir lo que desean.

La expresión de Sebastian había perdido cualquier atisbo de diversión.

Mignonne

—¡No me llame así! —le espetó ella furibunda, levantando los brazos—. ¡No soy suya! ¡Ni suya para que me ordene, ni suya para que juegue conmigo como si fuera un peón de ajedrez! —Blandió de nuevo la nota del duque—. Sin pensar, sin tener en cuenta mis sentimientos, al descubrirse burlado ha cogido una pluma y se ha valido de la culpa y el miedo para que yo hiciese lo que usted deseaba. ¡Otra victoria!

Sebastian intentó hablar, pero ella lo detuvo con un violento manotazo.

—¡No! Esta vez me va a oír y me va a escuchar. Los hombres como usted… Es elegante, rico, poderoso, y la razón de que sea así es su afición a doblegar a cuantos le rodean para que satisfagan su voluntad. ¿Y cómo lo consigue? ¡Manipulando! Es su segunda naturaleza. La manipulación es para usted tan importante como respirar. No puede evitarlo. Mire, si no, cómo «maneja» a su hermana… Estoy segura de que se dice a sí mismo que es por el bien de ella; de la misma manera, sin duda, que emplea mi tutor para convencerse de que, también, todas sus maquinaciones no persiguen más finalidad que mi bien.

Sebastian se contuvo. Su enfado ardía con una llama apenas visible. Helena se refrenó, irguiéndose. Seguía mirándolo fijamente.

—He vivido la mitad de una vida bajo semejante control y manipulación… No la sufriré más. En su caso, como en el de mi tutor, manipular a los demás, en especial a las mujeres, es parte de su naturaleza. Es parte de su carácter. No pueden cambiarlo. Y al último hombre al que consideraría como posible marido es a uno tan imbuido del mismo rasgo del que deseo huir.

Le arrojó la nota. Sebastian la atrapó con aire meditabundo.

—Nunca más ose enviarme un mensaje como ese. —Su voz vibró con furia y desprecio; los ojos le centelleaban con idénticas emociones—. No deseo oír hablar de usted ni verlo nunca más, excelencia.

Giró sobre los talones y se dirigió altivamente hacia la puerta. Sebastian observó cómo la abría y salía. La puerta se cerró tras ella.

Bajó la mirada hacia la nota que sostenía. La abrió con dos dedos y la acarició. Volvió a leerla.

Luego la estrujó y de un manotazo la arrojó al fuego. Las llamas se avivaron por un instante; luego, palidecieron.

Sebastian las contempló. Se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta.