Capítulo 3

ERA el único duque soltero que ella conocía. Helena intentó encontrar algún significado a su último comentario, lo que la mantuvo despierta la mitad de la noche. No podía estar refiriéndose a sí mismo. Hacía años que había declarado que no se casaría, y Helena no atinaba a comprender por qué iba a cambiar de idea. Es posible que la deseara —ella lo sabía, aunque, la verdad, no acababa de comprender un deseo tan rapaz—, pero en su opinión, según su forma de pensar —según la forma de pensar de la sociedad—, el duque podía tener todo lo que quisiera sin casarse con ella.

No es que Helena tuviera intención de permitir que sucediera, pero eso él no lo sabía.

Debía haber querido decir otra cosa; mas, por mucho que ella distorsionara sus palabras, por más que minimizara el efecto que el duque había ejercido en ella y cualquier mala interpretación subsiguiente, seguía sin poder explicar la intensidad que había estallado, que había resonado en la voz y ardido en los ojos del duque.

Se sintió aliviada porque la cita del duque en Twickenham significaba que, durante el día, se vería libre de él.

No fue de gran ayuda. Llegó la noche y seguía confundida, recelosa. Todavía se sentía como una cervatilla bajo la mirada de un cazador.

La discusión entre Louis y Marjorie fue una distracción añadida en el trayecto hacia el baile de lady Hunterston.

—Está haciendo un mundo de ello. —Louis iba sentado detrás, con los brazos cruzados, mirando con ceño a Marjorie—. Si se entromete innecesariamente, echará a perder la oportunidad de que realice una boda apropiada.

Marjorie intentó contener las lágrimas y miró de manera significativa por la ventana del carruaje.

Helena suspiró para sus adentros. A pesar de lo que le decía la lógica, ya no estaba tan segura de que Marjorie no tuviera razón. Aquella lógica que no podía explicar la fuerza que había sentido la noche anterior.

Al entrar en el salón de baile de lady Hunterston, Helena mantuvo a Marjorie consigo y recorrió el lugar con aire decidido en todas direcciones. Encontró a lord Were en la sala de juego; los que le acompañaban se apartaron de inmediato para permitirles participar.

El asunto que se debatía era el inminente deceso del tío de lord Were, el marqués de Catterly.

—Mañana tendré que dirigirme al norte —les dijo Were—. El viejo réprobo ha estado preguntando por mí. Parece lo menos que puedo hacer.

Al decirlo, hizo una mueca. Helena valoró tal actitud como un punto en su contra, pero al punto reparó con quién lo estaba comparando. Rechazó la comparación. Sin embargo, para su satisfacción, cuando la conversación derivó hacia la Navidad y las diversiones previstas, descubrió que compartía con Were muchos más puntos de vista de los que había pensado. Era una alma afable aunque anodina, firme y, en cierto sentido, de una sencillez obstinada. Lo que, admitió ante sí misma, suponía un gran alivio en relación a otros, demasiado conscientes de su propia valía.

Sebastian entró en el salón de baile para encontrarse con la visión de una Helena que sonreía encantada a Were. Tras advertirlo, se detuvo para dedicar una rápida reverencia a la anfitriona y entonces, ignorando por primera vez las sonrisas dirigidas en su dirección, se encaminó directamente hacia el grupo que estaba en la puerta de la sala de juegos.

Se abrió paso entre los presentes con la atención clavada en Helena, mientras interiormente se iba formulando sus opciones. Podía decirle que deseaba casarse con ella, confundiéndola de forma deliberada, y atraerla a su lado, pero…

Ese pero tenía un peso considerable. Cualquier atisbo de que había decidido convertirla en su duquesa provocaría una conmoción en la alta sociedad y atraería sobre ellos hasta la última mirada. Y los pensamientos que cruzarían las mentes detrás de tales miradas, y las murmuraciones subsiguientes, no serían todas de felicitación. De hecho, algunos escogerían la ceguera y especularían sobre la absoluta falta de honorabilidad de sus intenciones. Tales rumores no serían de su agrado… Ni del de Helena, y aún menos del de su tutor.

Había recibido un informe de su agente parisino: el tío materno de la condesa, Geoffre Daurent, se había convertido en tutor de Helena a raíz de la muerte de su padre. Cabría suponer que Thierry ocupaba el puesto de Daurent, pero visitarlo formalmente en Green Street era imposible. Imposible mantener en secreto un encuentro así; no en el corazón de la alta sociedad.

Lo más apropiado sería una discreta invitación para visitar su propiedad principal, Somersham Place, una vez que la gente elegante se hubiera desvanecido de la capital en las próximas dos semanas. No había necesidad de que nadie lo supiera, más allá de los Thierry y Louis De Sévres; él mismo sólo se lo diría a su tía Clara, que actuaba de anfitriona de su hogar ancestral. En privado, podría hablar… y persuadir, si fuera necesario.

Aquello último chirriaba. Helena disfrutaba de su compañía, pero —así lo declaraban sus ojos de peridoto— no le consideraba un marido potencial.

Todavía.

La culpa podía ser suya, habiendo declarado públicamente su aversión por el matrimonio; pero eso no le impedía considerar el rechazo de Helena como un reto.

—Condesa. —Se paró a su lado. Helena le había visto aproximarse, pero había fingido no darse cuenta. Entonces, se volvió y le alargó la mano con una sonrisa serena. Sebastian la cogió y se inclinó sobre ella. Antes de que pudiera retirar los dedos, el duque cerró su mano sobre ellos—. Madame. —Respondió a la reverencia de la señora Thierry con un movimiento de la cabeza; luego, la inclinó hacia Were—. Si nos disculpa, hay un problema de cierta importancia que deseo comentar con la señorita condesa.

Los ojos de la señora Thierry brillaron de escepticismo, pero nadie se atrevió a manifestar incredulidad, ni siquiera Helena. Con una estudiada expresión de serenidad en el rostro, le permitió que la condujera a un aparte del grupo, a través de la larga habitación.

—¿Qué es lo que desea decirme? —Su voz mantuvo una frialdad altanera. Se deslizaba a su lado, la mirada fija en el frente, sin que su rostro traicionara ni la más ligera perturbación.

—Que Were no es para usted.

—¿De veras? ¿Y por qué motivo?

No podía mentir sobre un amigo.

—Baste decir que su tutor no lo aprobaría.

—Qué extraño. Por lo que me he enterado, las propiedades que lord Were heredará en breve son de consideración y sus ingresos están saneados.

«No tan extensas ni tan saneados como los míos», pensó él.

—Su señoría es todo afabilidad —continuó ella—. No vislumbro ningún problema en absoluto.

Sebastian reprimió una réplica. El rechazo de su advertencia había ido acompañado de cierta vanidad arrogante; unas ínfulas que pocos osaban con él, pero eso no lo sorprendió.

El informe de su agente había confirmado su suposición. Ella y su hermana eran las últimas Stansion, una familia de rancio abolengo de la aristocracia francesa. Su madre había sido una Daurent, otra casa importante de la nobleza francesa. La cuna de Helena era tan buena como la suya; había sido educada, al igual que él, para tener conciencia de su valía. La arrogancia, creciendo desde su interior, formaba parte de ambos. Como él, Helena tenía su propia impronta.

Por desgracia para ella, tamaña arrogancia femenina despertaba al conquistador que llevaba dentro.

—Haría bien en considerar, mignonne, que un caballero podría ser más complicado de lo que parece.

—No soy una niña, excelencia; soy muy consciente de que la mayoría de los hombres enmascara su auténtica naturaleza.

—Sebastian… Y permítame señalarle, mignonne, que no todas las mujeres son tan sinceras como usted.

¿Cómo habían empezado a hablar de aquel tema? Helena apenas tuvo tiempo de pensar cuando él la introdujo a través de unas cortinas que ella había supuesto unos simples tapices. Por el contrario, ocultaban el arco de acceso a una salita lujosamente amueblada.

Al encontrarse allí, aislada del salón de baile una vez que las cortinas se cerraron, se quitó la máscara y frunció el ceño sin ambages.

—Esto no es, estoy segura —dijo gesticulando—, comme il faut.

Casi fulminó con la mirada a Sebastian cuando este se acercó y se paró delante de ella. El irritante caballero se limitó a arquear una ceja. No sabía por qué estaba tan irritada con él, pero había tenido la terrible sospecha, aun antes de que el duque hubiera llegado, de que había sido deliberadamente alejada de lord Were.

A su modo de ver, lord Were cada vez se parecía más y más al camino perfecto para su escapada hacia la libertad.

—Aprecio su ayuda en mi presentación a la alta sociedad, excelencia, pero… ¿cómo dicen ustedes los ingleses?… ya soy mayorcita, así que seré mi propio juez. Y sus velados reparos hacia el carácter de lord Were no hacen ninguna mella en mi ánimo.

Remató el rechazo de las razones del duque con un gesto desdeñoso de la mano, dispuesta a volver al salón de baile, pero Sebastian seguía cerrándole el paso. Helena le sostuvo la mirada con beligerancia.

El enervante caballero tuvo la temeridad de suspirar.

—Me temo que tendrá que modificar su idea, mignonne. El caballero al que me refería no era Were.

Helena frunció el entrecejo. Le llevó un momento recordar la frase:

«… un caballero podría ser más complicado de lo que parece». Lo miró y parpadeó.

Los labios de Sebastian esbozaron una rápida mueca.

—En efecto. El caballero al que me refería era yo.

—¿Usted? —No podía dar crédito a lo que oía; no podía creer lo que la lógica le estaba diciendo, ni lo que podía ver en los ojos de él.

Percibió la mano del duque en la cintura, deslizándose; sintió un escalofrío bajarle por la columna vertebral.

La atrajo hacia sí.

—¿Se acuerda de aquella noche a la luz de la luna, en los jardines del convento de las Jardineras de María? —Su voz había adoptado una cadencia hipnótica y el azul de los ojos era aún más cautivador—. La besé. Una vez, para darle las gracias.

Atrapada en su red, ella se sintió incapaz de apartarse. Levantó las manos para posarlas en la seda de las mangas de Sebastian cuando él la atrajo hacia sí. Ella no se resistió, dejando caer los párpados cuando el duque inclinó la cabeza.

—¿Por qué? —susurró cuando el duque le acercó los labios a la boca. Helena se humedeció los suyos—. ¿Por qué me besó una segunda vez? —Era la pregunta para la que siempre había deseado una respuesta.

—¿Una segunda vez? —El aliento de él le rozó los labios—. La besé una segunda vez… para saborearla.

Y lo volvió a hacer, con seguridad y firmeza. Helena supo que debía resistirse, apartarse; pero sólo se tambaleó sobre un borde invisible y, entonces, algo en su interior cedió. Sebastian lo sintió. Le ciñó la cintura y la atrajo hasta ponerla de puntillas. Afianzó los labios, endureciéndolos, haciéndolos más exigentes.

Y Helena estaba perdiendo el equilibrio, cayéndose…

Pero ¿por qué habría de querer ella apaciguar aquellas arrogantes exigencias que no podía comprender? Se aferró a la fuerza del duque, y se entregó hasta que el estremecimiento del beso fue similar a la locura.

Cuando los labios de Sebastian la urgieron a que abriese los suyos, obedeció; su lengua la invadió, tragándose su grito ahogado, apoderándose de su boca y de su aliento y ella le correspondió. Él era atrevido, descarado y sensual y los sentidos de Helena se esforzaban por absorber todas las sensaciones, por seguir su ejemplo… por satisfacer una petición para avanzar a la siguiente.

Aquello era una locura. La piel acalorada, el corpiño cada vez más ceñido, la respiración entrecortada. Todo el cuerpo de Helena se sintió vivo, diferente, despierto como nunca antes lo había estado.

Quiso más. Se aferró a las mangas de seda de Sebastian, sujetándolo.

La presión de sus manos se hizo más fuerte, arqueó la cabeza, y él intensificó el beso.

Jamás había tenido una necesidad así de atrapar, de poseer, de rugir con tanta furia. Sebastian luchó por dominarse, aunque estaba tan hambriento, tan ávido… y Helena tan cautivadora, tan entregada, de aquella manera que a él le hechizaba.

Nunca antes había codiciado el sabor de la inocencia, aunque ella era diferente, no del todo inexperta, sólo ingenua y de naturaleza sensual… Estaba atrapada, cautivada, seducida. Sebastian había percibido su valía siete años antes y nunca había olvidado la promesa contenida en el beso de Helena.

Sólo la experiencia, enriquecida a lo largo del tiempo y ganada con esfuerzo, le permitió contener la oleada que surgía de su interior.

La ocasión no era apropiada; ya había ido más lejos de lo que hubiera deseado, atraído por los labios de ella y por la sorpresa de su propia necesidad. A esas alturas, Helena debía de tener los labios magullados.

Dejó de besarla, estremecido por el esfuerzo de impedirse atrapar su boca de nuevo. Rozándole la frente con la suya, esperó, escuchando cómo se atemperaba la respiración de Helena y se acompasaba al martilleo de la sangre.

Helena parpadeó y luego levantó los ojos. Sebastian retrocedió y observó su desconcierto, la confusión que expresaban aquellos ojos verdes.

—Hay otro aspecto que debería tener en cuenta en su búsqueda de marido —susurró contemplando el ceño de Helena, y se dio cuenta de que ni siquiera en ese momento entendería ella el significado de aquellas palabras.

Aflojando la presión sobre su cintura, sosteniéndola suavemente con una mano, levantó la otra y miró hacia abajo, sabiendo que ella seguiría su mirada. Entonces bajó la mano, lentamente, deslizando los dedos desde su cuello, por la clavícula, hasta la piel sedosa que asomaba del escote bajo y redondeado.

A Helena se le cortó la respiración. Con una rápida ojeada, el duque confirmó que estaba fascinada más que horrorizada. Sebastian dejó que sus dedos recorrieran la seda del escote, sintiendo tensarse la carne en respuesta. Entonces, le ahuecó ligeramente las manos sobre el pecho.

Casi le dolió el estremecimiento de Helena. Con lentitud deliberada, le rodeó el pezón con el pulgar, y observó cómo se endurecía.

—Usted me desea, mignonne.

—No… —Su voz reflejó desesperación. No quería desearlo, de eso estaba segura. En todo lo demás, lo que estaba ocurriendo entre ambos, lo que él pretendía de ella, estaba confundida, completamente confundida.

Sus dedos la tocaban, la descubrían, y Helena no podía pensar. Se apartó. Sebastian la soltó, pero ella sintió el choque entre el deseo y la voluntad. Aun si ganaba esta, tenía que preguntarse qué pasaría la próxima vez.

Dangereux.

—No. —Ahora sonó más decidida—. Esto no nos hará bien.

—Al contrario, mignonne, será realmente bueno.

Fingir ignorancia sería inútil; simular hipocresía, peor. Levantando la barbilla, le clavó una mirada de tenacidad y retrocedió otro paso… sólo para sentir la presión de sus dedos en la cintura.

—No. No puede huir de mí. Tenemos que hablar, usted y yo, pero antes de que sigamos, hay algo que deseo de usted.

Escudriñó sus ojos, azul sobre azul, segura de que no tenía necesidad de oír de qué se trataba.

—Ha interpretado mal mis intenciones, excelencia.

—Sebastian.

—Muy bien… Sebastian. Me ha malinterpretado. Si cree…

—No, mignonne. Es usted quien no se ha dado cuenta…

Las cortinas se agitaron. Ambos miraron. Sebastian apartó la mano de la cintura de Helena en el momento en que aparecía Were con una sonrisa cordial.

—Oh, está aquí, querida condesa. Es el turno de nuestro baile.

La música llegaba en oleadas detrás de él. Un vistazo a la expresión de Were fue suficiente para confirmarles que no sospechaba nada escandaloso. Helena se apartó de Sebastian y se adelantó con aire majestuoso.

—Así es, milord. Perdóneme por haberlo hecho esperar. —Al llegar al lado de Were, se detuvo y se volvió hacia Sebastian—. Excelencia. —Le hizo una pronunciada reverencia, se incorporó y apoyó los dedos en la mano de Were, dejando que la condujera fuera.

Were sonrió abiertamente hacia Sebastian por encima de la cabeza de Helena. Pese a todo, este sonrió y le devolvió el saludo con la cabeza. Él y Helena no habían estado a solas el tiempo suficiente para que los chismosos tuvieran motivo de especulación y, de manera intencionada o no, Were había disimulado la ausencia.

La cortina volvió a cerrarse y Sebastian se quedó mirando sus pliegues.

Y frunció el entrecejo.

Ella se estaba resistiendo más de lo previsto. Y él no estaba seguro de entender el motivo, mas sí lo estaba de que lo enfurecía. Y desde luego no comprendía la obstinación de Helena en evitarlo.

La alta sociedad se había acostumbrado a verlos juntos, pero ahora, se estaba acostumbrando a verlos separados, y eso no formaba parte de su plan.

Desde la penumbra de su carruaje, aparcado en el arcén del parque, observó a su futura duquesa rodeada de una animosa cohorte de admiradores. Había adquirido seguridad en sí misma, incluso más aplomo; controlaba a los caballeros que la rodeaban con una risa, una mueca o una mirada de aquellos maravillosos ojos verdes.

No pudo evitar sonreír, contemplando cómo escuchaba alguna anécdota, observándola manipular los hilos que obligaban a sus caballeros aspirantes esmerarse en entretenerla. Era una habilidad que el duque reconoció y apreció.

Mas ya había visto suficiente.

Golpeó en la puerta con el bastón. Apareció un lacayo, que la abrió y bajó los escalones. Sebastian se apeó. No había utilizado su propio carruaje, este era completamente negro y no llevaba ningún distintivo. El cochero y el lacayo, también de negro, no llevaban la librea del duque.

Lo cual explicaba que hubiera podido contemplar a Helena sin que esta lo advirtiera y se diera a la fuga.

Lo vio en ese instante, ya demasiado tarde para una acción evasiva o para evitarlo con discreción. Por una vez, el protocolo social jugó a favor de Sebastian: Helena era demasiado orgullosa para montar una escena en público.

Así que tuvo que sonreír y ofrecerle la mano con una reverencia. El duque la correspondió y la incorporó. Entonces le rozó la mano con un beso.

La furia destelló en los ojos de Helena, que se esforzó por reprimir la reacción, pero Sebastian la advirtió.

—Buenas tardes, excelencia —dijo ella con altivez—. ¿Ha venido a tomar el aire?

—No, querida condesa, he venido por el placer de su compañía.

—¿De veras? —El duque no le soltaba la mano, pero ella no se atrevía a liberarse de un tirón.

Sebastian miró al círculo de caballeros, todos más jóvenes y mucho menos poderosos que él.

—Por supuesto. —La miró desafiante—. Creo que estos caballeros nos excusarán, querida. Me apetece ver el Serpentino en vuestra agradable compañía.

Vio su pecho a punto de estallar de una encendida indignación que a Sebastian se le antojó curiosamente seductora. Volviendo a echar una mirada al círculo, les dedicó una inclinación de la cabeza, sabiendo que nadie osaría cruzar las espadas con él.

De pronto distinguió a la señora Thierry. Aunque formaba parte del grupo, hasta entonces se había mantenido oculta a su mirada. Para su sorpresa, ella le sonrió y luego se acercó a Helena.

—De hecho, ma petite, ya llevamos demasiado tiempo tomando el aire en este lugar. Estoy segura de que el señor duque la acompañará de vuelta a nuestro carruaje. La esperaré allí.

Sebastian no podría haber dicho quién estaba más sorprendido, si él o Helena. La miró de soslayo, pero la joven había enmascarado su reacción con una absoluta inexpresividad. Sin embargo, sus encantadores labios formaron una línea más bien adusta cuando, tras despedirse de los caballeros, le dejó que la condujera hacia el agua.

—Sonría, mignonne, o aquellos que nos vean creerán que hemos tenido una pelea.

—La hemos tenido. No me complace vuestra compañía.

—Ay, qué pena. ¿Qué puedo hacer para conseguir que vuelva a sonreírme de nuevo?

—Puede dejar de perseguirme.

—Me encantaría hacerlo, mignonne. Lo confieso, cada vez encuentro más aburrido seguirla.

Helena lo miró con expresión de sorpresa.

—Dejará de intentar… —Hizo un gesto con la mano.

—¿Seducirla? —Sebastian la desafió con la mirada—. Por supuesto —sonrió—. Una vez que sea mía.

La palabra francesa susurrada por Helena no fue del todo cortés.

—Jamás seré suya, excelencia —le espetó.

Mignonne, ya hemos discutido esto muchas veces… Algún día será definitivamente mía. Si fuera honesta consigo misma, admitiría que lo sabe.

Los ojos de Helena despedían fuego. Lanzándole una mirada de furia, reprimió una réplica y, acto seguido, clavó la mirada al frente con altivez.

Si hubieran estado en una habitación con un jarrón a mano, ¿se lo habría arrojado? Sebastian se sorprendió preguntándoselo y entonces se sorprendió de la situación. Nunca antes había provocado una rabieta en sus amantes; sin embargo, en Helena… Su genio era una parte tan intrínseca de ella, tan reveladora de su fuego interior, que eso mismo le impulsaba a él a avivarlo para luego sumergirse en su energía y convertirla en pasión.

Era consciente de que su talante imperturbable, la tranquilidad de sus reacciones ante los arrebatos de Helena, la irritaban todavía más.

—No hay mucha gente por aquí. ¿Es prudente que estemos a solas? —Los senderos a ambos lados del Serpentino estaban casi desiertos.

—Es fin de año, mignonne. La gente está ocupada con los planes para el torbellino final. Y el día apenas anima.

Estaba nublado, con una brisa tenaz que transportaba los primeros fríos rigurosos del invierno. La mirada de Sebastian se deslizó por la gruesa capa de Helena y murmuró:

—Sin embargo, por lo que hace al decoro, los chismosos se han cansado de observarnos a la espera de un escándalo. Han vuelto sus ojos hacia otro lado.

Helena le lanzó una mirada incierta, como si estuviera calibrando qué riesgos corría con el duque en un lugar casi desierto.

Él se vio obligado a sonreír.

—No… aquí no la estrecharé entre mis brazos.

Por un momento ella pareció dudar, pero sus ojos le confirmaron al duque que aceptaba su palabra. Al cabo. Helena dijo:

—No soy un caballo al que hay que pasear para que no se enfríe.

Con amabilidad, él la condujo por el siguiente sendero, emprendiendo el regreso a la avenida de los carruajes.

—Las palabras de la señora Thierry contenían una desafortunada alusión.

—Ha malinterprerado sus palabras. —Helena lo miró con ceño—. Ha cambiado de opinión respecto a usted. ¿Ha hablado con ella?

—Si lo que quiere decir es si he comprado su cooperación, no. Nunca he hablado con ella en su ausencia.

—Hummm.

Caminaron en silencio y cuando la avenida de los carruajes estaba ya a poca distancia, el duque murmuró:

—He disfrutado de nuestro paseo, mignonne, pero quiero algo más de usted.

Helena le lanzó una mirada cortante… Y furiosamente obstinada.

—Pues no lo tendrá.

Sebastian sonrió.

—No es eso. Todo lo que deseo hoy por hoy es que me prometa que esta noche, en el baile de lady Hennessy, me reservará dos piezas.

—¿Dos piezas? ¿No está mal visto?

—En esta época del año nadie parará mientes en el asunto. —Miró al frente—. Además, la última noche me negó a propósito dos bailes. Dos esta noche es una compensación justa.

Helena elevó la cabeza con altivez.

—Usted llegó tarde.

—Siempre lo hago. Si llegara temprano, a mis anfitrionas les daría un síncope.

—No es culpa mía que haya tantos caballeros ansiosos por ser mi pareja que no quede ningún baile para usted.

Mignonne, no soy crédulo ni joven. Concedió todos los bailes deliberadamente. Por eso me prometerá dos bailes para esta noche.

—Se ha olvidado del «o de lo contrario…».

El duque bajó el tono.

—Pensaba dejarlo a su imaginación. —Le leyó la mirada—. ¿Hasta dónde se atreve, mignonne?

Helena dudó y luego, con suma altivez, dijo:

—Muy bien, quizá consiga sus dos bailes, excelencia.

—Sebastian.

—Ahora me gustaría volver junto a la señora Thierry.

El duque no dijo nada más y la llevó hasta el carruaje de los Thierry, donde se despidió.

El cochero sacudió las riendas y Sebastian se quedó mirando cómo el carruaje se perdía por la avenida.

Habían estado discutiendo cuatro días; él intentando seducirla, ella resistiendo con mordacidad. Un caballero le habría hablado para convencerla de que su intención era casarse. Tal como estaban las cosas…

Pero él era un noble, no un caballero. La sangre de los conquistadores corría por su venas. Y a menudo dictaba sus actos.

Incluso era imposible considerar la simple petición de su mano; ni aun sabiendo que ella estaba valorando con frialdad a los candidatos, y que él, más que ningún otro en la alta sociedad del momento, satisfacía los requisitos.

Con el rostro endurecido, dio la vuelta y se dirigió a su carruaje.

La resistencia de Helena —de una energía inesperada— sólo había hecho que subieran las apuestas, que Sebastian concentrara sus instintos depredadores con más ahínco, que se le hiciera aún más imperioso el ganar. A ella.

Quería que lo aceptara con sus limitaciones, por lo que eran ambos más allá del refinamiento social, desposeídos de su rango, hombre y mujer, una ecuación tan vieja como el tiempo. Quería que lo deseara; al hombre, no al duque, y no porque tuviera un rango superior a ella y sus propiedades e ingresos fueran considerables.

Que lo deseara tanto como él a ella.

Sebastian quería un asomo de rendición, algún signo de entrega. Algún indicio de que ella sabía que era suya.

Sólo eso conseguiría aplacar su necesidad.

Una vez que ella reconociera lo que había entre ellos, entonces le hablaría de matrimonio.

El lacayo esperaba de pie, sosteniendo la puerta del carruaje. Sebastian dio orden de regresar a Grosvenor Square y subió. La puerta se cerró tras él.

Helena se armó de valor, hizo una reverencia a Sebastian, se incorporó y unieron las manos, girando en la primera figura del primer baile con él.

«Piensa en algún otro —se ordenó a sí misma—. No le mires a los ojos. No dejes que su proximidad anegue tus sentidos».

Cuando, en el carruaje camino del baile, se quejó de su arrogancia al exigirle dos bailes, Marjorie había sonreído, moviendo la cabeza en un gesto de animosa condescendencia, como si St. Ives no fuera uno de los principales calaveras de la alta sociedad. Como si no fuera aquel al que la misma Marjorie había catalogado de dangereux.

Más sorprendente había resultado aún la complacencia de Louis. Se suponía que era su protector. Helena reprimió un bufido. Sospechaba que Louis no era del todo consciente de la reputación del duque, ni de su determinación a evitar el matrimonio. Cuando St. Ives había llegado para reclamar su baile, Louis había parecido estúpidamente petulante.

El agravio, había descubierto Helena, era la mejor defensa contra Sebastian. Envalentonada, lo miró desafiante.

—Doy por sentado que en breve abandonará Londres.

Los labios del duque se curvaron.

—En efecto, mignonne. Pasada la próxima semana, junto con el resto de la alta sociedad. Dejaré Londres para irme al campo.

—¿Y dónde pasará las fiestas?

—En Somersham Place, mi principal propiedad. Está en Cambridgeshire. —Describieron un giro, tras lo cual él preguntó—: ¿Adónde tienen previsto retirarse, mignonne?

—Los Thierry todavía no lo han decidido. —Al cruzarse con él durante el baile. Helena advirtió la sonrisa de Sebastian. Por lo visto, esa noche todo el mundo se mostraba petulante.

El diablo la movió a preguntar:

—¿Ha regresado a Londres lord Were? —Levantó los ojos, desafiante. Con el semblante endurecido, Sebastian captó su mirada.

—No, ni se le espera en un futuro próximo.

Dieron una vuelta más; Helena no podía apartar la vista del duque, no se atrevía. Los movimientos del baile parecían un trasunto de su relación: manos que se rozaban, separación, ella que se alejaba girando, sólo para tener que volver a él…

Regresó, envuelta en el frufrú de las faldas al hacer un giro delante de él, luego una pausa, las manos levantadas. Sebastian se acercó por detrás, cerró los dedos sobre los suyos y apretaron el paso, al unísono con las demás parejas.

—No me tiente, mignonne. Esta noche lord Were no está aquí para salvarla —dijo con un suave murmullo, tanto amenaza como promesa: plumas cayendo sobre sus hombros desprotegidos, que extendieron la carne de gallina por la piel desnuda.

Helena volvió la cabeza ligeramente y contestó con un murmullo.

—Ya se lo he dicho, excelencia, no soy para usted.

Tras un instante de silencio, Sebastian susurró:

—Será mía, mignonne… No lo dude jamás.

La soltó y se separaron, fluyendo con el baile; cuando Helena se alejó, los dedos del duque le acariciaron la nuca brevemente.

Ella sintió la caricia en la punta de los pechos, como la estela de una llamarada que discurriera bajo su piel. Se obligó a sonreír con naturalidad y a sostener su mirada.

Acabado el baile, él y se llevó la mano de Helena a los labios.

—Pronto, mignonne… Pronto.

¡Jamás!, se prometió ella, mas no sería fácil contradecirlo.

No podía romper la promesa de concederle otro baile, aunque si el duque no pudiera encontrarla…

Conversó, rio, sonrió y maquinó en silencio. Como siempre Louis estaba al acecho; sin pensarlo, ella le pidió el brazo.

—Pasee conmigo, primo.

Con un imperceptible encogimiento de hombros, Louis accedió. Helena lo dirigió hasta el extremo más alejado del salón, allí donde, escudriñando entre la multitud con ojos severos, sin dejar de cuchichear ni por un instante, se sentaban las matronas con aspecto de ogro, las cejas prestas a levantarse ante el menor indicio de escándalo.

—He estado pensando —dijo Helena— que lord Were podría convenirme como marido. ¿Se ha formado alguna opinión sobre este caballero y si Fabien aceptaría una proposición de él?

—¿Were? —Louis frunció el entrecejo—. ¿Ese caballero grande y moreno, algo corpulento, aficionado a las casacas marrones?

Ella nunca le hubiera llamado corpulento.

—Está a punto de convertirse en marqués, lo cual satisfará la exigencia de título de Fabien. En cuanto al resto, me parece harto apropiado.

—Hummm… Por lo que he oído, este Were no está muy bien considerado. Es callado, retraído… modesto. —Louis dijo esto último con sorna—. No creo que el tío Fabien considerase sensato por tu parte que te unieras a un hombre débil.

—¿Débil? —Para ella, esta palabra era la mayor garantía. Pero dijo—: Bien visto. Debo pensar más sobre ello.

En la esquina de la estancia, más allá de las matronas, había una puerta entornada.

—¿Adónde vamos? —preguntó Louis cuando Helena le conducía hacia allí.

—Quiero ver qué hay más allá. El aire de este salón está tan viciado…

Cuando sonaban los primeros compases de un minueto —el segundo baile con Sebastian—, atravesó la puerta seguida de Louis.

Louis la siguió a lo que resultó una galería, cuyas ventanas dominaban los jardines. Tres parejas, al reclamo de la música, pasaron junto a ellos de vuelta al salón, dejando la galería desierta a excepción de ellos.

Bon! —sonrió Helena—. Aquí hay mucha más paz.

Louis arrugó el entrecejo, pero se concentró en un aparador, donde se puso a examinar la licorera y los vasos situados en la parte superior. Helena deambuló por el estrecho espacio, atraída por las ventanas.

Estaba de pie, mirando las estrellas, cuando un sonido apenas perceptible llamó su atención.

Una voz grave, arrastrando las palabras, dijo:

—De Sévres.

Ella se volvió para ver a Louis haciendo una pronunciada reverencia con la cabeza. Sebastian surgió con aire despreocupado de las sombras de la puerta.

Se dirigió a Louis.

—La señorita condesa tiene comprometido este baile conmigo, pero como necesita pasar un rato en un ambiente más tranquilo, me quedaré con ella aquí. No dudo que usted tiene sus propios compromisos en el salón.

Aun a través de la penumbra. Helena captó la aguda mirada que le dirigió Louis.

—Por supuesto, excelencia. —Louis dudó un instante, volviendo a mirar a Helena. Esta no podía creer que la fuera a abandonar.

—Puede estar plenamente seguro —Sebastian volvió a arrastrar las palabras— que la señorita condesa estará a salvo conmigo. Se la devolveré a la señora Thierry cuando termine la pieza. Hasta entonces, su tiempo me pertenece.

—Muy bien, excelencia. —Luis volvió a inclinar la cabeza, giró sobre los talones y se fue. Cerró la puerta tras él.

Enmudecida, Helena se quedó mirando de hito en hito la puerta. Louis no podía ser tan estúpido como para creer que estaría segura a solas con un hombre de la reputación de Sebastian.

—Como ve, mignonne, el hecho es que nos ha dejado solos.

El ligero regocijo en la voz de Sebastian avivó su furia. Cuando el duque cruzó la galería en su dirección, ella lo encaró. Levantó la barbilla, ignorando el pánico que la recorría.

—Es una insensatez.

—He de convenir que sí, pero usted lo ha escogido, mignonne. —Se paró delante de ella, sonriendo… Una inconfundible sonrisa depredadora—. Si el minuete no es de su agrado, podríamos intentarlo con otro compás.

Helena estudió su mirada, indescifrable bajo la escasa luz.

—No. —Retrocedió un paso para cruzar los brazos; el duque se estiró para cogerle las manos, con suavidad. Helena lo miró con ceño—. No entiendo en absoluto por qué hace esto.

Los labios de Sebastian se torcieron en un rápida mueca.

Mignonne, le aseguro que soy yo quien no entiende por qué se comporta así.

—¿Yo? Creía que el motivo de mi comportamiento era evidente. Le he dicho más de una vez que no seré su amante.

Sebastian arqueó una ceja morena.

—¿Acaso se lo he pedido?

Helena arrugó la frente.

—No, pero…

Bon, ya tenemos esto más claro.

—No tenemos nada claro, excelencia… Sebastian. —Se corrigió cuando el duque abría los labios—. Admita que me persigue, que desea seducirme…

—Alto.

Así lo hizo, confundida por su tono; ni cansino, ni cínico… sólo franco.

Sebastian la estudió; luego, suspiró.

—¿La ayudaría en algo, mignonne, si le diera mi palabra de que no culminaré su seducción en ninguna recepción social a la que podamos acudir; por ejemplo, este baile?

Su palabra… Helena sabía sin necesidad de preguntarlo que él haría honor a la misma hasta la muerte. Sin embargo…

—Hace algún tiempo dijo que no estaba jugando conmigo. ¿Es eso verdad?

Los labios de Sebastian se torcieron, mitad en una sonrisa irónica, mitad en una mueca.

—Si es usted una marioneta, mignonne, yo también, y es algún poder superior el que nos mueve en este escenario terrenal.

Helena reflexionó, respiró hondo y asintió con la cabeza.

—Muy bien. Pero si, en effet, no es su intención seducirme, entonces ¿qué…?

Levantó las manos, las palmas hacia arriba, ignorando el ligero apretón del duque, que cambió la forma en que las sujetaba y las rodeó con las suyas.

Helena vio asomar de nuevo la sonrisa de Sebastian, aún rapaz, todavía demasiado subyugante para su tranquilidad espiritual.

—La música acabará enseguida. En lugar de mi baile, solicitaría un favor.

Helena dejó que la sospecha asomara a su rostro.

—¿Y de qué favor se trata?

La sonrisa del duque se ensanchó.

—Un beso.

La condesa volvió a pensar.

—Ya me ha besado dos veces… No, tres.

—Ah, pero esta vez deseo que sea usted quien me bese.

Helena inclinó la cabeza, estudiándolo. Si iba a ser ella quien besara…

—Muy bien. —Se zafó de las manos de Sebastian, que la soltó. Se acercó a él con descaro. A causa de la diferencia de estatura, tuvo que deslizar las manos sobre el pecho del duque, sobre los hombros y entrelazarlas alrededor de la nuca, apretándose contra él.

Pasivo, Sebastian la observó con sus párpados caídos. Rezando para que no se notara el repentino sobresalto del contacto —senos con pecho, caderas con muslos—, ignorando con valentía el contraste fascinante entre la sedosa suavidad de la casaca y el duro cuerpo que cubría, le bajó la cabeza, se puso de puntillas y posó los labios en los de Sebastian.

Lo besó y él le devolvió el beso, pero sólo en idéntica medida. Tranquilizada, hechizada por el placer. Helena repitió el beso, un poco más firme, algo más largo. Los labios de Sebastian devolvieron el goce, para luego apartarse ligeramente. Helena no pudo resistir la tentación.

Sabía… a hombre. Diferente, atractivo. La lengua de Sebastian encontró la de Helena, replegada. Otra clase de baile, de juego, el flujo y el reflujo de un contacto físico, uno bastante más íntimo que el tomarse las manos.

Era novedoso, excitante. Helena quiso saber más, aprender más. Sentir más.

Diez minutos más tarde —diez cautivadores y fascinantes minutos de total abandono—, Helena dio señales de vida con un gritito ahogado. Con los labios separados y el corazón desbocado, se quedó mirando de hito en hito los ojos de Sebastian, relucientes bajo los párpados. Luego se fijó en sus labios: largos, delgados, ligeramente curvados… tan expresivos.

Tan satisfactorios.

Helena tragó saliva.

—La música ha parado, milady.

—Como prefiera.

En algún momento, los brazos del duque la habían rodeado, apoyándola contra él. Pese a estar atrapada en unos músculos que le parecieron de acero, jamás se había sentido tan cómoda, tan segura… tan desinteresada por la seguridad.

Suspiró y lo besó de nuevo; una última vez, sólo para grabar la sensación en su memoria; para dejar que la sensación de Sebastian, firme como una roca bajo sus mejores galas, le calara hasta los huesos; para deleitarse en cómo su cuerpo, más blando, se amoldaba al de él.

El duque la atrajo con más fuerza, pero sin intentar retenerla. Helena intentó zafarse.

Ella le miró a los ojos.

—Ahora puede bajarme —le dijo.

—¿Está segura de que ha terminado? —Lo dijo sin sonreír.

—Bastante segura —contestó.

Él dejó que se deslizara hasta el suelo, posándola sobre los pies.

—Mis felicitaciones, mignonne. —Le cogió la mano y se la besó—. Ha jugado limpio.

Certainement. —Irguió la cabeza, venciendo el mareo—. Creo que deberíamos volver al salón.

Se dio la vuelta hacia la puerta, pero el duque la retuvo por el brazo.

—No por ese camino. Hemos estado aquí solos demasiado tiempo. Será mejor ir por otro lado para que las matronas no nos vean regresar.

Helena dudó, y luego asintió con la cabeza. Él le había dado su palabra; si los diez últimos minutos habían demostrado algo, era que podía confiar en Sebastian.

La condujo por un laberinto de pasillos y volvieron al salón por el extremo opuesto. La devolvió al cuidado de la señora Thierry, fugazmente sorprendido por la evidente aprobación de la dama. Luego, dándose por satisfecho, se retiró.

Si Helena Rebecce de Stansion podía resistir, sin ningún riesgo, la tentación de gozar de todo cuanto él le ofrecía, se comería el sombrero. Y si, una vez que lo hubiera disfrutado, él no era capaz de convencerla de que admitiese ser suya…

No atinó a idear un castigo apropiado, pero no importaba. No estaba dispuesto a fracasar.

—Todo está yendo bien… Fabulosamente bien. El plan del tío Fabien, bajo mi orientación, se está desarrollando justo como debiera. —Louis se quitó el chaleco y lo lanzó hacia Villard.

Villard dejó de recoger las prendas y murmuró:

—¿Así que ella ha llamado su atención?

—La tiene en el punto de mira, esto seguro. Ahora está cazando en serio. Hasta esta noche —Louis movió la mano— puede que fuera un simple interés ocioso. Pero ya no está haraganeando. Y ella, la presa, ha echado a correr. ¡La cacería ha empezado!

—¿Qué tal, si se me permite sugerirlo, una nota a su tío informándole de las buenas nuevas?

Luis asintió con la cabeza.

—Sí, sí, tienes razón. Al tío Fabien le gustan los resultados positivos. Hemos de informarle. —Hizo un gesto con la mano a Villard—. Recuérdame que sea lo primero que haga por la mañana.

—Si se me permite decirlo, señor, el paquebote rápido sale a primera hora de la mañana. Si la escribiera ahora mismo, y un jinete partiera esta noche, el señor conde recibiría sus buenas noticias con varios días de antelación.

Louis se dejó caer en la cama y miró de hito en hito a Villard.

El ayuda de cámara añadió con calma:

—Y al señor conde le gusta que se le tenga lo más al corriente posible de las noticias.

Louis seguía con la mirada fija; con una mueca, hizo un gesto a Villard.

—Tráeme mi maletín. Redactaré el comunicado ahora, y podrás ocuparte de que salga de inmediato.

Villard hizo una reverencia.

—Muy bien, señor.