PUEDE que Marjorie cediese, pero seguía sin estar convencida. Cada vez que Helena volvía acompañada de St. Ives, se comportaba como si viera a un lobo con un humor engañosamente amistoso, pero que, a no dudar, en cuanto el hambre lo acuciara de nuevo, abriría sus fauces para engullir a su presa.
—No hay nada que temer, se lo aseguro. —Helena, a su lado, le apretó el brazo.
Se encontraban en el salón de baile de lady Harrington, rodeadas de acebo y hiedra; unas hojas colgantes se arremolinaban, en elaborada ornamentación, alrededor de las columnas, mientras que bayas rojas titilaban desde las guirnaldas que adornaban las paredes.
St. Ives acababa de llegar. Tras ser anunciado, se detuvo en lo alto de los escalones que descendían hasta el salón de baile, escudriñó a la multitud, localizó a la anfitriona y siguió buscando… hasta que la vio.
A Helena el corazón le dio un brinco, y se instó a no comportarse como una tonta. Pero cuando el duque empezó a descender, con la elegante languidez de siempre, no pudo sofocar la excitación que le recorría las venas.
—Sólo me está ayudando a decidir sobre un esposo adecuado.
Repitió la frase para tranquilizar a Marjorie, aun cuando ni por un minuto se creía lo de «sólo». Puede que le hubiera dicho al duque que no sería su amante, pero él jamás lo había admitido o aceptado. Sin embargo, le había dicho que la ayudaría a encontrar marido. Creía que era sincero. No era difícil vislumbrar la lógica del duque. Una vez estuviera bien casada con un lord convenientemente complaciente, él, St. Ives, sería el primero de la fila para convertirse en su amante.
Y, en semejante posición, sería el doble de difícil ofrecerle resistencia.
Un estremecimiento de certeza —un presentimiento de peligro— la recorrió de arriba abajo. Tan pronto la hubiera ayudado en conseguir un matrimonio como el que buscaba, sería aún más peligroso para ella. Así que, allí estaba, inclinando la cabeza sobre su mano, hablándole cortésmente a Marjorie, y más tarde invitándola a dar un paseo… Aceptó; hubiera o no peligro. Helena ya no podía dar marcha atrás con facilidad.
No podría escapar fácilmente de su red.
Comprenderlo le abrió los ojos, la hizo estar más alerta. Él se dio cuenta; Helena lo percibió en su mirada, en la manera con que le acariciaba el rostro con sus ojos azules.
—No tengo intención de morderla, mignonne… no por ahora.
Ella lo miró de soslayo, viendo la diversión pintada en los hermosos ojos de Sebastian.
—Marjorie está preocupada —dijo.
—¿Por qué? Ya he dicho que la ayudaré a buscar marido. ¿Qué hay de inquietante en ello?
Helena lo miró con la frente arrugada.
—Le aconsejo que no intente aparentar candidez, excelencia. No le va nada.
Sebastian rio. Ella seguía deleitándolo, continuaba atrayéndolo en algún plano que muy pocas habían tocado. La dirigía entre la muchedumbre, parándose aquí y allá para charlar, para señalarle a este o a aquel, para admirar la escultura en hielo de un ángel situado en una enramada de acebo de la terraza, el plato fuerte de la decoración de la casa.
El duque sintió el deseo de acelerar el paso, de abreviar aquella fase y echar a correr hasta una en la que pudiera tocarla, acariciarla, besarla de nuevo… Aunque dadas sus intenciones, tal cosa no sería prudente. Era un maestro consumado en los juegos de sociedad, y el resultado de este en concreto sería bastante menos importante que otros escarceos anteriores.
Una vez dieron la vuelta completa a la estancia, el duque la condujo a un lateral.
—Dígame, mignonne, ¿por qué permanecía todavía en aquel convento?
—Mi hermana estaba enferma, así que me quedé para ayudar a cuidarla. —Tras un momento de duda, añadió—: Estamos muy unidas, y no quise abandonarla.
—¿Cuánto más joven es?
—Ocho años. Por entonces sólo tenía ocho.
—Así que ahora tiene quince. ¿Está aquí en Londres con usted?
Helena negó con la cabeza.
—Ariele fue una niña enfermiza, y aunque su pecho ha mejorado mucho y sigue haciéndolo con el paso de los años, parecía una locura arriesgarse a traerla a Gran Bretaña en invierno. En nuestra casa los inviernos son más templados.
—¿Y dónde está su casa?
—Cameralle es nuestra hacienda principal. En La Camargue.
—Ariele. Un nombre bonito. ¿También lo es ella?
De una chaise longue cercana se levantaron dos damas, dejándola libre. Sebastian condujo a Helena hasta allí, esperó a que se compusiera las faldas ámbar y luego se sentó a su lado. Dada la diferencia de altura, si ella se ponía meditabunda y bajaba la mirada, él no podría captar su expresión ni seguir sus pensamientos.
—Ariele es más hermosa que yo.
—Tal vez por su tez y su color de pelo, pero no puede ser más hermosa de cara o de figura.
Helena replicó con rapidez.
—Parece muy seguro al respecto, excelencia.
—Mi nombre es Sebastian y, dada mi reputación, me asombra que ose cuestionar mi opinión.
Helena rio y miró alrededor.
—Ahora quizá me diga cómo es que, dada su reputación, ellas, las mesdames, las anfitrionas, no hacen… —Hizo un gesto.
—¿Un drama de mi interés en usted?
—Exactement.
Porque ellas no podían imaginar lo que el duque estaba a punto de hacer y habían renunciado a intentar adivinar. Sebastian se inclinó hacia atrás, estudiando el perfil de Helena.
—Siguen observando, pero hasta ahora no se ha visto nada digno de convertirse en cotilleo.
Las palabras, arrastradas con morosidad, penetraron en la mente de Helena. Otra premonición de peligro le rozó la piel.
Giró la cabeza, lenta, suavemente, y le miró a los ojos azules.
—Porque vos os habéis asegurado de que así sea.
Él le devolvió su consideración con una mirada enigmática y firme, pero inescrutable.
—Estáis adormeciéndolas, esperando a que se den por vencidas, hasta que se aburran y dejen de vigilar.
Podía haber sido una pregunta, aunque Helena no albergaba el menor atisbo de duda. De repente sintió una presión en el pecho que le dificultó la respiración.
—Estáis jugando conmigo —dijo con un jadeo. Un cierto dejo de lo que aquello significaba para ella debió de teñir su tono. Algo destelló en la mirada del duque, y su semblante se endureció.
—No, mignonne. Esto no es un juego.
Helena aborrecía los juegos de los hombres poderosos. Tras haber escapado de uno, ahora se encontraba involucrada en el juego de otro. ¿Cómo había ocurrido tan rápida y absolutamente en contra de su voluntad?
Aunque Sebastian seguía relajado, elegantemente sentado a sus anchas, el ceño oscurecía su mirada. Buscó los ojos de Helena, pero ella había aprendido a ocultar sus secretos.
El duque aguzó la mirada; se estiró para cogerle la mano.
—Mignonne…
—Estás aquí, Sebastian.
Las miradas de ambos se encontraron. Ella sintió cómo los dedos del duque se cerraban sobre su mano… que no soltó cuando una dama, una gruesa dama inglesa, de cara redonda enmarcada por unos tirabuzones castaños, se acercó a ellos con altivez. Iba tan cargada de alhajas que apenas se podía advertir la extraña sombra del vestido. Helena creyó haber oído suspirar a Sebastian.
La dama se paró delante de la chaise longue. Lentamente, con una lentitud que era la máxima expresión de su desagrado, Sebastian estiró sus largas piernas y se levantó. Helena lo imitó.
—Buenas noches, Almira —dijo el duque. Con cierto retraso, Almira se agachó en una reverencia. Inclinando la cabeza en respuesta, Sebastian miró a Helena—. Querida condesa, permítame presentarle a lady Almira Cynster, mi cuñada.
La mirada de Helena se cruzó con la de él, reparó en la irritación que reflejaban sus ojos y luego miró a la dama.
—Almira… La condesa D’Lisle.
Sebastian esperó y Helena también. Con un enfado mal disimulado y muy poca gracia, Almira volvió a hacer una reverencia. Aguijoneada en su carácter, Helena sonrió con dulzura y le hizo una demostración de cómo debía ejecutarse el saludo de cortesía.
Tras incorporarse, captó una mirada de admiración en los ojos de Sebastian.
—Entiendo que St. Ives ha estado presentándola a todo el mundo. —La mirada plana y fría de lady Almira la inspeccionó con descaro, con grosería.
—El señor duque ha sido de lo más amable.
Lady Almira apretó los labios.
—Por supuesto. No creo haber tenido el placer de conocer al señor conde D’Lisle.
Helena sonrió con serenidad.
—No estoy casada.
—Ah, creía… —Lady Almira se interrumpió, confundida.
—De acuerdo con la ley francesa, ante la ausencia de herederos varones, la condesa heredó el título de su padre.
—Ah. —Almira pareció aún más confundida, si es que ello era posible—. ¿Así que no está casada?
Helena negó con la cabeza.
La cara de Almira se ensombreció; se volvió hacia Sebastian.
—Lady Orcott está preguntando por ti.
Sebastian arqueó una ceja.
—¿De veras? —La réplica dejaba traslucir su total desinterés.
—Te ha estado buscando.
—Vaya. Si te cruzas con ella, dile que estoy aquí.
Helena se mordió la lengua. La cáustica contestación de Sebastian no produjo un efecto visible en su cuñada.
Almira se movió, encarando por completo a Sebastian y dando la espalda a Helena.
—Quería decirte que Charles ha empezado a subir las escaleras. Cada día que pasa se hace más fuerte. Deberías venir y verlo.
—Qué fascinante. —Sebastian movió la mano con que sostenía los dedos de Helena y miró en su dirección—. Creo, querida, que lady March nos hace señales. —Lanzó una rápida mirada a Almira—. Habrás de disculparnos, Almira.
Era una orden que ni siquiera pasó inadvertida a la aludida. Con la contrariedad dibujada en el rostro, lady Cynster se agachó en una reverencia dirigida a ambos y retrocedió.
—Te espero en los próximos días.
Con un atisbo de impertinencia, giró sobre los talones y se alejó.
Helena contempló su marcha junto a Sebastian.
—¿De verdad lady March, a quien nunca he visto, nos estaba haciendo señas?
—No. Venga, vayamos por aquí.
Volvieron a pasear. Helena le miró a la cara, que parecía una máscara de educado aburrimiento.
—¿El hijo de lady Almira es quien terminará por heredar su título?
Ni un ápice de emoción asomó al rostro del duque. Bajó la vista para mirarla y luego la dirigió al frente. No dijo nada.
Helena arqueó ligeramente las cejas y no insistió.
Se confundieron con la multitud. Más tarde, otro caballero, grande, delgado y de misteriosa elegancia, los descubrió y se movió para interceptarlos. O mejor dicho, descubrió a Sebastian. Sólo cuando salió de entre la muchedumbre vio a Helena.
Los ojos del caballero se iluminaron; sonrió y dio un paso hacia ella casi con tanta elegancia como Sebastian.
El duque suspiró.
—Querida condesa, permítame presentarle a mi hermano, lord Martin Cynster.
—Enchanté, mademoiselle. —Martin cogió la mano que le ofrecía Helena y se la llevó a los labios—. No es de extrañar que fuera tan difícil encontrar a mi hermano.
Tenía una sonrisa franca, divertida y despreocupada. Helena le correspondió.
—Es un placer conocerlo, milord.
Martín era bastante más joven que Sebastian, aunque de su actitud resultaba evidente que no se sentía intimidado por aquel al que todos los que Helena había conocido hasta entonces se acercaban con cierta cautela.
—Quería preguntarte —Sebastian arrastró las palabras, haciendo que su hermano dejara de mirar a Helena— si te habías recuperado de la noche en casa de Fanny.
Martin se ruborizó.
—¿Cómo demo…? ¿Dónde diantres te has enterado de eso?
Sebastian se limitó a sonreír.
—Si te empeñas en saberlo —continuó Martin—, te diré que acabé la noche antes de tiempo. Pero esa condenada mujer marca las cartas… te lo aseguro.
—Siempre lo hace.
Martin parpadeó.
—Bueno, podías haberme avisado.
—¿Y arruinarte la diversión? No soy tan quisquilloso y ahora tampoco tu guardián, a Dios gracias.
Martin sonrió burlón.
—Fue divertido, he de admitirlo. Me llevó un rato descubrirle las trampas.
—Por supuesto —Sebastian lanzó una mirada a Helena—, pero me temo que estamos aburriendo a mademoiselle D’Lisle.
—Bien, este no es un lugar deslumbrante, precisamente. —Martin se volvió hacia Helena—. Es una lástima que haya llegado tan avanzado el año, demasiado tarde para Vauxhall o Ranelagh. Pero ojo, el baile de disfraces de la vieja lady Lowy está cerca… Y siempre resulta una velada inolvidable.
—Ah, sí, creo que he recibido una invitación. Los vestidos serán interesantes.
—¿De qué se disfrazará? —preguntó Martin.
Helena rio.
—Se me ha advertido que no lo revele.
Martin retrocedió un paso, mirándola como si estuviera almacenando sus rasgos físicos en la memoria.
—No necesitas tomarte tantas molestias —le informó Sebastian.
—¿Cómo sino voy a encontrarla?
—Es sencillo. Encontrándome a mí.
Martin parpadeó dos veces. Sus labios formaron un «ah».
—Ah, ma petite, estás aquí. —Marjorie se acercaba sonriente, pero, como siempre, recelosa de la presencia de Sebastian. Le resultó más fácil sonreír y darle la mano a Martin; luego se volvió hacia Helena—. Hemos de irnos.
A regañadientes, Helena se despidió. Sebastian se inclinó sobre su mano.
—Hasta mañana por la noche, mignonne.
El susurro fue demasiado bajo para que los otros lo oyeran y la mirada que había en sus ojos sólo era para ella.
Helena se incorporó tras la reverencia e inclinó la cabeza. Luego se giró y junto con Marjorie, se deslizó entre la muchedumbre. Martin se acercó a Sebastian.
—Me alegra haberte encontrado. —Cualquier atisbo de frivolidad había desaparecido—. No sé hasta dónde puedes soportar las tonterías de Almira, pero George y yo ya hemos tenido suficiente. ¡Su comportamiento es insoportable! Qué manera de escandalizar; tú ya te has metido bajo tierra y, de hecho, Arthur también, si a eso vamos. Dios sabe por qué se casó con ella.
—Sabemos porqué. —Sebastian bajo la mirada, estirándose el encaje de un puño.
Martin resopló.
—Pero el porqué nunca se produjo, ¿no es así? Jamás estuvo embarazada…
—Mira el lado bueno. De esta manera sabemos que Charles es, en efecto, hijo de Arthur.
—Puede que sea el vástago de Arthur, pero es Almira la que lo tiene en sus manos. Dios mío, desde que nació el chico no ha oído otra cosa que los critiqueos de Almira. Ya sabes cómo nos odia.
—No nos odia.
—Odia todo lo que somos. Es la persona más prejuiciosa que he conocido. Si tú y Arthur pasáis a mejor vida, y Charles hereda siendo menor de edad… —Martin resopló y miró hacia otro lado—. Digamos sólo que ni George ni yo dormimos tan bien por las noches.
Sebastian estudió la cara de su hermano.
—No me había dado cuenta. —Tras un instante de duda, añadió—: Ni tú ni George tenéis de qué preocuparos. —Hizo una mueca—. Ni Arthur, si a eso vamos.
Martin arrugó el entrecejo.
—¿Qué…? —De pronto, se le despejó el semblante; la luz volvió a sus ojos—. ¿Vas a hacer algo al respecto?
—Desengáñate acerca de que apruebo que Almira sea la próxima duquesa de St. Ives.
Martin, boquiabierto, abrió los ojos como platos.
—No me lo creo. ¿Hablas en serio?
—Estaba convencido de tener una constitución de hierro. Almira me ha hecho ver que estaba equivocado. Tenía la esperanza de que la maternidad la mejorase. —Sebastian se encogió de hombros—. Todo parece indicar que, también aquí, mi optimismo fue excesivo.
Martin, todavía con la boca abierta, miró hacia la dirección por donde se había ido Helena.
—Estás buscando esposa.
La mirada que le dirigió Sebastian podía haber cortado el vidrio.
—Te estaría sumamente agradecido si puedes evitar que semejantes palabras salgan de tus labios. Ante nadie.
Martin le miró fijamente, y empezó a comprender.
—¡Por todos los diablos, claro! —La sonrisa burlona volvió a aparecer. Miró alrededor, a la sofisticada concurrencia, a los ojos, a las sonrisas que, incluso ahora, eran subrepticiamente dirigidas hacia los dos hermanos—. Si llega a saberse semejante chismecillo…
—Lo lamentarías aún más que yo. Vamos. —Sebastian echó a andar hacia la puerta—. Han abierto una nueva casa de juegos en Pall Mall. Si te interesa, tengo una invitación.
Martin se puso a su vera, sonriendo más abiertamente que antes.
—A mi modo de ver, mignonne, podría acabar casada con alguien mucho peor que lord Montacute.
Helena miró de reojo a Sebastian mientras paseaban bajo los árboles. Ella y Marjorie habían ido a caminar entre la gente elegante en lo que, a todas luces, parecía la última tarde divertida del año. Sebastian se les había unido y le había ofrecido el brazo a Helena. Habían dejado a Marjorie hablando con unos amigos para disfrutar de un paseo por el Serpentine, el lago de Hyde Park. Mientras caminaban, él le fue presentando a varios maridos potenciales.
—No creo —dijo Helena— que pudiera soportar a un caballero que se pone una casaca rosa chillón y remata el estropicio añadiendo un encaje rosa.
Deslizó la mirada por la casaca de Sebastian, azul marino con sobrios adornos dorados en puños y bolsillos. El encaje, como siempre, era de un blanco inmaculado y de exquisita confección.
—Además —dijo mirando al frente—, está el asunto de su título.
Sintió la mirada acariciadora de Sebastian.
—Es barón.
—En efecto. Pero mi tutor ha estipulado que el hombre que escoja ha de ostentar, por lo menos, una posición igual a la mía.
Miró disimuladamente a Sebastian, que captó la mirada.
—Conde o más.
El duque suspiró, levantó la cabeza y miró en derredor.
—Mignonne, habría sido de gran ayuda que me lo hubiera dicho antes. Entre la gente elegante no hay muchos condes o marqueses, ya no digamos duques, que arrastren lánguidamente su soltería.
—Alguno debe de haber… alguno hay.
—Pero hemos de satisfacer otros requisitos, ¿no es así?
Los requisitos de Helena no eran los mismos que los suyos, aunque, por desgracia, la satisfacción de los primeros también lo era de los segundos. Un marido permisivo, que la permitiera regir su matrimonio, no provocaría un escándalo si ella decidía tomar un amante. Por supuesto, ¿quién sabía? Ella podría. Pero cualquier amante que escogiera sería de la misma clase: un hombre que le consintiera los caprichos y que no esperase que ella le consintiese los suyos.
En otras palabras: el hombre que caminaba a su lado, no.
—Empecemos por el título. Esto estrechará el campo.
—Lo hará, por supuesto. —Sebastian contempló los grupos de personas que se esparcían por la gran extensión de césped mientras paseaban lentamente—. ¿Las estipulaciones de su tutor alcanzan a los vizcondes? Después de todo, en la mayoría de los casos, terminarán siendo condes.
—Hummm… es posible, supongo. Si cumplen los demás requisitos.
—En ese caso déjeme presentarle al vizconde Digby. Es el heredero del conde de Quantock, que posee notables propiedades en el oeste del país. Un hombre estimable, según he oído.
La condujo hasta un grupo de caballeros y damas, la presentó de forma general y, entonces, como sólo él sabía hacerlo, se las arregló para situarla al lado del vizconde. Tras diez minutos de presenciar la cohibida adoración del vizconde, Helena atrajo la mirada de Sebastian.
—¿Bien? —le preguntó el duque cuando se alejaron dando un paseo.
—Demasiado joven.
Aquello la hizo merecedora de una mirada glacial.
—No sabía que hubiera un límite de edad.
—No lo hay. Sólo es demasiado joven.
—El vizconde Digby tiene veintiséis años… Es más viejo que usted.
Helena movió la mano con un gesto de desdén. Miró alrededor.
—¿Quién más está aquí?
Al cabo de un momento, Sebastian suspiró.
—Mignonne, no está usted facilitando una labor de por sí difícil.
Ni él tampoco. Helena pensó que pasar tanto tiempo con él, con su a menudo demasiado perspicaz entendimiento y su experiencia acumulada en todo tipo de relaciones sociales, no estaba propiciando que los demás hombres —más jóvenes, menos experimentados— se mostraran bajo una luz favorable.
Si una se acostumbraba al oro, era improbable que se dejara deslumbrar por la hojalata.
La presentó a otro vizconde, un joven hedonista, tan ensimismado en su propia belleza que no advirtió la de Helena. Tras escuchar su opinión sobre aquel encuentro con aire resignado, no exento de paternalismo, el duque la condujo hasta otro grupo.
—Permítame presentarle a lord Were. —Sebastian esperó a que intercambiaran las reverencias de rigor y luego preguntó a Were—: ¿Alguna noticia de Lincoinshire?
Were era, según juzgó Helena, de una edad aproximada a la de Sebastian. Iba bien vestido pero con sobriedad, y tenía un semblante agradable y una sonrisa alegre.
El interpelado hizo una mueca.
—Nada todavía, pero las sanguijuelas me dicen que será cualquier día.
Sebastian se volvió hacia Helena.
—Lord Were es el heredero de su tío, el marqués de Catterly.
—El viejo diablo está a punto de estirar la pata —le informó Were.
—Entiendo.
Helena pasó los siguientes diez minutos charlando de cuestiones generales con su señoría. No se le escapó la creciente impaciencia de Sebastian. Por fin el duque la alejó de allí. Ella lo siguió a regañadientes.
—Parece un hombre amable —dijo.
—Lo es.
Miró de reojo a Sebastian, sin saber cómo interpretar el dejo de dureza en su voz. Como siempre, su cara no le reveló nada. El duque mantenía la mirada al frente.
—Será mejor que la devuelva a la señora Thierry antes de que empiece a imaginar que la he raptado.
Helena asintió con la cabeza, deseosa también de regresar; llevaban paseando casi una hora.
A pesar de conocer el fin último que le movía a buscarle un marido complaciente, Helena había concluido que, pensándolo bien, no había razón para rechazar su ayuda. Una vez que encontrara al candidato adecuado, que reuniera las condiciones de Fabien y las suyas y se casara con él, cualquier relación posterior con Sebastian seguiría dependiendo, después de todo, de ella misma.
Todavía podría decir que no.
Era demasiado sensata para decir que sí.
Durante la última semana había pasado bastante tiempo con el duque, viendo cómo los demás reaccionaban ante él, confiada en que, con independencia de todo lo demás, Sebastian terminaría por aceptar su negativa. A pesar de su reputación, no era el tipo de hombre que forzara, o incluso presionara, a una mujer para llevársela a la cama.
Echó una breve ojeada a la expresión de Sebastian y bajó la mirada para ocultar su sonrisa. La idea era ridícula; el orgullo, la arrogancia y la seguridad en sí mismo del duque le impulsaban a ganar siempre.
La idea le hizo recordar a Fabien. Sebastian y él eran muy parecidos, aunque por supuesto había diferencias.
Un grupo de damas, resplandecientes en sus elegantes vestidos de paseo, les hicieron señas. Se detuvieron para conversar. A Helena le hizo gracia que, según avanzaba la última semana, su aceptación por el bando femenino de la alta sociedad no hubiera dejado de aumentar. Algunas —sobre todo las madres con hijas casaderas por colocar— todavía la veían como a una forastera demasiado hermosa, aunque muchas otras se habían mostrado deseosas de darle la bienvenida a sus círculos. Contrariamente a la reiterada opinión de Marjorie, la escolta de St. Ives, más que entorpecerla, la había ayudado.
Habló con lady Elliot y lady Frome, y luego se giró hacia lady Hitchcock. El grupo cambió de integrantes varias veces. Por último, Helena se volvió para encontrarse con la condesa de Menteith.
La condesa sonrió; Helena ya había aceptado una invitación para una visita matutina. La condesa miró de reojo hacia el grupo en el que Sebastian hablaba con la señorita Abigail Frith.
—Apuesto a que St. Ives saldrá hacia Twickenham mañana. No tendrá ningún compromiso con él, supongo.
Helena parpadeó.
—Pardon?
Sin dejar de sonreír hacia Sebastian, lady Menteith bajó la voz.
—Abigail está en el consejo de un orfanato, y el señor del pueblo está amenazando con obligar al juez a cerrarlo. El señor afirma que los niños se crían como salvajes y roban. Por supuesto, no es así… lo que quiere es comprar la propiedad. Y el muy malvado ha escogido esta semana para iniciar su ofensiva, sin duda esperando arrojar a los huérfanos a la nieve cuando no haya nadie para verlo. St. Ives es la última esperanza de Abigail y de los huérfanos.
Helena siguió la mirada de lady Menteith hasta el lugar donde, de manera evidente, Sebastian interrogaba a la señorita Frith.
—¿Colabora a menudo en asuntos ajenos a sus intereses?
Lady Menteith rio en voz baja.
—Yo no diría que eso es ajeno a sus intereses. —Puso la mano en el brazo de Helena y bajó aún más la voz—. Pero por si todavía no lo ha adivinado, aunque en algunos aspectos pueda ser el diablo disfrazado, St. Ives es un buenazo con las mujeres en apuros.
Helena la miró perpleja.
—Bueno, la está ayudando a usted, presentándola en todas partes, prestándole su influencia. En un aspecto similar, la mitad de nosotros le debemos nuestro agradecimiento, si no algo más. Ha estado rescatando damiselas en apuros desde que llegó a la ciudad. Si lo sabré yo… Fui una de las primeras.
Helena no se pudo contener.
—¿Que la rescató a usted?
—Es una manera de hablar. Me temo que en aquellos tiempos era tonta e ingenua; acababa de casarme y me creí capaz hasta de tomar rapé. Pensando que estaba de moda, como de hecho lo estaba, me dediqué a jugar a las cartas. Pero no tengo cabeza para el juego y terminé perdiendo los diamantes Menteith. Sólo Dios sabe lo que hubiera dicho, y hecho, Menteith si se entera. Afortunadamente no lo hizo; no, hasta que se lo dije años más tarde. En aquel momento me hallaba desesperada; y St. Ives se dio cuenta. Me sonsacó la historia y al día siguiente hizo que me devolvieran los diamantes.
—¿Los compró para devolvérselos?
—No; los volvió a ganar para mí, lo cual, considerando el villano que me los había arrebatado, fue bastante mejor. —Lady Menteith apretó el brazo de Helena—. Rara vez entrega dinero, a menos que no haya otro remedio. Para muchas de nosotras, es nuestro caballero andante. Mañana saldrá para Twickenham y mantendrá una conversación con el juez, y esto será lo último que oigamos del cierre del orfanato. —Hizo una breve pausa y añadió—: No querría que pensara que todas las damas acuden a él con sus problemas. Nada más lejos de la realidad. Pero cuando no hay otra salida, es inmensamente tranquilizador saber que hay una última persona que, si es posible, te ayudará. Y con la mayor discreción. Incluso si le pregunta abiertamente por los diamantes Menteith, aun después de tantos años, no dirá una palabra. Y mañana por la noche habrá olvidado todo lo relacionado con Twickenham.
Helena estaba fascinada.
—¿Hace lo mismo con los caballeros en apuros?
La condesa captó su mirada.
—No, que yo sepa.
Helena sonrió. Sebastian, con una ceja levantada, se acercó a ellas.
—Haríamos mejor en continuar —dijo—. La señora Thierry estará inquieta.
Un eufemismo; Helena asintió con la cabeza. Se despidieron y volvieron a toda prisa a la avenida de los carruajes. Su aparición juntos, advirtió Helena, mereció poca atención, aun de los cotillas más furibundos que, encaramados en sus coches, intercambiaban los últimos rumores.
Llegaron al carruaje y Sebastian le ofreció la mano. Aunque aliviada por su vuelta, incluso Marjorie parecía menos preocupada que antes. Él hizo una reverencia y las dejó, dirigiéndose lánguidamente a su coche, que le esperaba un poco más adelante en la avenida.
Helena le observó marchar. No pudo imaginar a Fabien ayudando desinteresadamente a alguien.
Ahora que le habían abierto los ojos, Helena empezó a ver bastante más. En la velada de aquella noche, en la mansión de lady Crockford, contempló a Sebastian mientras se dirigía hacia ella; observó cómo era detenido una y otra vez por diversas damas. Antes había dado por sentado que era él quien se paraba a hablar; ahora comprobó que eran ellas quienes lo hacían, ellas quienes atraían su mirada con una sonrisa.
Palabras delicadas, sonrisas de agradecimiento.
Por lo general, las damas no era de la clase que uno podría imaginar atrayendo la mirada errante del duque. Muchas eran mayores que él; otras, demasiado torpes o poco agraciadas para haber sido posibles candidatas a las atenciones de Sebastian.
Se había abierto camino a través de los salones londinenses con una espada de doble filo. Pura masculinidad arrogante por un lado, amabilidad inesperada por el otro.
La mirada del duque se encontró con la de Helena, que reprimió un estremecimiento.
Tras unírseles, intercambiar reverencias y algunas palabras con Marjorie y Louis, se volvió hacia Helena. Había arqueado una ceja.
La condesa D’Lisle sonrió y le ofreció la mano.
—¿Qué tal un paseo?
—Como quiera.
Sebastian la condujo a través de la multitud e intentó ignorar su proximidad, la calidez sutil de la esbelta figura, el tacto ligero de aquellos dedos en los suyos. Intentó ahuyentar el perfume francés de la joven que, sin ninguna sutileza, despertaba sus instintos depredadores.
El pasar tanto tiempo con ella le estaba inquietando, al levantar expectativas que, sin embargo, quedaban insatisfechas. Sólo el supremo desagrado que le suponía arreglar sus asuntos ante la atenta mirada de la alta sociedad le contenía de perseguirla abiertamente. La noticia de que él fuera a casarse provocaría una conmoción, pero si esperaba sólo unas semanas, hasta que las Navidades estuvieran más cerca y la gente elegante abandonara la capital, entonces las necesarias formalidades de su propuesta y la aceptación de Helena se podrían solventar en privado.
Infinitamente preferible, dado que no estaba del todo seguro respecto a ella.
Una sorpresa y un reto: ella seguía siendo ambas cosas.
Con la ventaja que le proporcionaba su estatura, escudriñó entre los invitados, advirtiendo la presencia de algún caballero potencialmente útil para pasar el rato, para distraerla. Tendría cuidado de evitar a Were. Aquello había sido un error de cálculo; Were era un amigo, y él nunca había sido aficionado a crearse problemas. Helena no volvería a tener otra oportunidad para considerar la opción de Were, no si él podía evitarlo.
Estaban despidiéndose de un grupo de damas que les habían abordado, cuando George surgió de la multitud. Una ojeada a la cara de su hermano fue suficiente para decirle que Martin había abierto la boca, con una persona al menos.
El placer de George era genuino; sonrió a Helena y no esperó a ninguna presentación.
—Lord George Cynster, condesa. —Hizo una reverencia extravagante sobre la mano que se le tendía—. Encantado de conocerla, absolutamente encantado. —El brillo de su mirada expresaba bien a las claras que no mentía.
—Me siento igual de complacida en conocerlo, milord. —Divertida, Helena lanzó una mirada a Sebastian—. ¿Cuántos hermanos tiene, excelencia?
—Para mi desgracia, tres. George y Arthur, el marido de Almira, a la que ya conoce, son gemelos. Martin es el pequeño.
—¿Ninguna hermana?
Helena volvió la mirada a George. No era tan alto como Sebastian, aunque tenía una complexión parecida. Su pelo era negro, pero tenía los mismos ojos azules. Y una idéntica aura de incierta peligrosidad. En Martin, esta era menos evidente; en Sebastian, más poderosa, más patente. Helena concluyó que era un rasgo que se desarrollaba con los años y la experiencia; le pareció que George acababa de entrar en los treinta.
—Una.
La contestación provino de Sebastian, y ella descubrió que la mirada del duque estaba fija en la multitud que se apiñaba a sus espaldas.
—Y a menos que yerre en mis conjeturas…
Sebastian dio unos pasos de lado, alargando el brazo hacia la muchedumbre, para cerrar los dedos sobre el codo de una dama que pasaba a toda prisa. Alta, vestida con elegancia, con el pelo negro recogido en alto, la dama se volvió, las cejas arqueadas con altivez, presta a aniquilar a quienquiera que fuera el temerario que le ponía las manos encima. Pero al punto su expresión se transmutó en alegría.
—¡Sebastian! —La dama cogió las manos del duque y se salió de la multitud—. No hubiera esperado encontrarte todavía en la ciudad.
—Eso, mi querida Augusta, es del todo evidente.
Augusta arrugó la nariz y se dejó arrastrar para unírseles. Sonrió abiertamente a George.
—También está George… ¿Cómo te va, querido hermano?
—Así, así —le devolvió la sonrisa—. ¿Dónde está Huntly?
Augusta hizo un gesto hacia atrás.
—Por ahí, en alguna parte. —Sus ojos se habían detenido en Helena; lanzó una rápida mirada a Sebastian.
—Augusta, marquesa de Huntly… Helena, condesa D’Lisle. —Sebastian esperó a que intercambiaran reverencias y luego, dirigiéndose a Helena, añadió—: Como sin duda habrá deducido. Augusta es nuestra hermana. Sin embargo… —volvió la vista hacia Augusta— lo que no acabo de entender, Augusta, es por qué andas dando vueltas por Londres en tu estado actual.
—No te inquietes, estoy perfectamente bien.
—Eso dijiste la última vez.
—Y a pesar de cundir el pánico, al final todo salió perfecto. Edward está cada día mejor. Si te empeñas en saberlo, y supongo que lo exigirás, me encontraba muy deprimida en Northamptonshire. Huntly estuvo de acuerdo en que un poquito de vida social no me haría daño.
—Así que has viajado a Londres para asistir a bailes y saraos.
—Bueno, ¿qué habrías hecho tú? No sería lo mismo si hubiera alguna actividad social en Northamptonshire.
—Está casi en la otra punta del mundo.
—En cuanto a diversiones bien podría estarlo. Y, en cualquier caso, si Huntly no tiene inconveniente, ¿por qué debería importarte a ti?
—Porque antes de que estuvierais casados enrollaste los hilos de Herbert en tus dedos y todavía no le has soltado.
Lejos de negarlo, Augusta contestó:
—Como creo que bien sabes, es la única manera de conservar un marido, querido Sebastian.
El duque sostuvo la mirada de su hermana. Ella levantó la barbilla hacia él, pero cambió de opinión y apartó los ojos.
Helena llenó el hueco, atrayendo la mirada de Augusta.
—¿Tiene hijos?
Augusta le sonrió.
—Un varón. Edward. Está en casa, en Huntly Hall, y le echo de menos.
—Una situación fácil de solucionar —terció Sebastian.
Ellas lo ignoraron.
—Edward acaba de cumplir dos años. Es un granujilla.
—Sale a su madre. —Cuando Augusta torció el gesto, los labios de Sebastian se curvaron y le tiró de un mechón del pelo—. Mejor eso que ser un aburrido como Herbert, supongo.
Augusta hizo un mohín.
—Si tienes intención de ser desagradable con mi adorable Herbert…
—Me limitaba a constatar un hecho, querida. Has de admitir que Huntly carece absolutamente de, esto… malicia, mientras que, si algo somos en nuestra familia, es superdotados en la materia.
Augusta rio.
—Ya puedes decirlo.
—En efecto, ¿quién mejor?
Helena escuchó cómo entre Sebastian y George conseguían sacarle una lista de posibles compromisos a Augusta y la fecha en que había previsto volver a Northamptonshire.
—Entonces os veremos en Somersham en Navidad. —Augusta miró a Sebastian—. ¿Queréis que lleve a Edward?
Los dos hermanos la miraron como si le hubieran crecido dos cabezas.
—¡Por supuesto que lo llevarás! —exclamó George—. Queremos ver a nuestro sobrino, ¿no es así?
—Exactamente —dijo Sebastian—. Pero he observado que has estado hablando con Almira. Por favor, no hagas caso de lo que haya podido decirte en relación a mis deseos sobre la Navidad o cualquier otra cosa. Por supuesto que espero ver a Edward en Somersham… Coiby le ha estado buscando un regalo y le decepcionaría que nuestro sobrino no apareciera para reclamarlo.
Helena observó que la expresión de Augusta pasaba de la prevención al alivio y, de ahí, a la alegría, aunque la mención de Coiby la hizo fruncir el ceño.
—Nada de caballos… es demasiado joven. A Huntly ya le he prohibido incluso pensar en ello.
Con un capirotazo, Sebastian se quitó una pelusa de la manga.
—Herbert no hizo mención alguna a tu prohibición, así que he ordenado a Coiby que busque un poni; uno lo bastante pequeño para que Edward se pueda sentar encima y dejarse llevar. Ya tiene edad para eso.
Helena reprimió una sonrisa cuando Sebastian simuló no darse cuenta del conflicto suscitado en Augusta entre el placer de madre y la desaprobación también maternal. El duque la miró de soslayo.
—Puedes darme las gracias en Navidades.
Augusta levantó las manos.
—Eres incorregible. —Apoyándose en los brazos de su hermano, se estiró y le plantó un beso en la mejilla—. Del todo.
Sebastian le dio una palmadita en el hombro.
—No, sólo soy tu hermano mayor, mucho más mayor. Cuídate —le dijo cuando Augusta retrocedía, saludando con la cabeza a Helena y George—; y no olvides que, si oyera que has estado excediéndote, soy muy capaz de despacharte, quieras o no, a Huntly Hall. —Augusta le fulminó con la mirada y Sebastian añadió—: Yo no soy Herbert, querida.
Augusta arrugó la nariz, pero todo cuanto respondió fue:
—Le garantizo que no le causaré semejante molestia, excelencia.
Cuando se dio la vuelta, susurró quedo a Helena:
—Es un tirano… ¡Cuidado con él! —Pero lo dijo sonriendo.
—Todo estupendo —refunfuñó George, observando cómo Augusta desaparecía entre la multitud—, pero la mantendré vigilada, por si acaso.
—No es necesario —dijo Sebastian—. Puede que Herbert sea incapaz de refrenar a Augusta, pero sabe muy bien que en mi caso no es así. Si desea que abandone la capital pronto y Augusta pone dificultades, estoy seguro de que me lo hará saber.
George sonrió burlonamente.
—Puede que sea un tipo aburrido, pero el viejo Herbert tiene la cabeza sobre los hombros.
—En efecto. Razón por la cual consentí en la elección de Augusta. —Sebastian captó la mirada de Helena—. Ha sido muy paciente, querida. ¿Desea bailar?
Ella había estado encantada escuchando, aprendiendo, embebiéndose de sus relaciones, todo lo cual le había mostrado otras facetas de él, pero se limitó a sonreír y le ofreció la mano, intercambió una reverencia con George y dejó que Sebastian la condujera hasta la pista de baile.
Como siempre, bailar con él fue una distracción; tan absoluta, que perdió el contacto con el mundo, y en ese momento sólo existieron ellos, dando vueltas, ejecutando reverencias, trazando elegantes figuras, las manos unidas, las miradas fundidas. Al final del baile, el corazón de Helena latía sólo un poco más deprisa y su respiración era apenas más profunda.
Cuando encontró la mirada del duque, su conciencia la devolvió a la realidad. Lo suficiente para sentir los pensamientos que anidaban tras el inocente azul de aquellos ojos, tras aquella mirada de párpados caídos que le repasaba los ojos y los labios.
Labios que ahora vibraban; Helena miró los de Sebastian, largos, delgados, y recordó con claridad cómo los había sentido al contacto con los suyos.
La tensión entre ambos se acentuó, estremeciéndolos; entonces, los labios de Sebastian se curvaron. El duque la hizo salir de la pista de baile, mirando alrededor una vez más.
Helena apenas tuvo tiempo de respirar antes de que otra dama —una morena de ojos negros— se acercara majestuosamente hasta ellos.
—Buenas noches, St. Ives.
Sebastian saludó con la cabeza.
—Therese.
La dama tenía poco más de treinta años. Más que hermosa era atractiva y sabía vestirse para sacarle partido a su peculiar belleza. Al igual que había hecho Augusta, se estiró y besó a Sebastian en la mejilla.
—Preséntame.
Helena, más que oírlo, sintió el suspiro de Sebastian.
—La señorita condesa D’Lisle… Lady Osbaldestone.
La dama se agachó en una graciosa reverencia; Helena le devolvió la cortesía, consciente de su mirada astuta y profunda.
—Therese es una especie de prima —explicó Sebastian.
—Unos lazos lejanos de los que me aprovecho sin ningún pudor —añadió lady Osbaldestone, hablándole a Helena—. Razón por la cual, habiendo oído que la última sorpresa de St. Ives era presentar a una condesa en sociedad, tenía yo que conocerla, por supuesto. —Miró de soslayo a Sebastian; Helena no pudo descifrar la expresión de sus ojos negros—. Muy interesante.
Lady Osbaldestone sonrió, volviendo a mirar a Helena.
—Una nunca sabe qué encontrará Sebastian la siguiente vez, pero…
—Therese.
La suavidad con que fue pronunciado el nombre contenía suficiente amenaza para detener el flujo del discurso no del todo ingenuo de lady Osbaldestone. La dama hizo una mueca y se volvió hacia el duque.
—Aguafiestas. Pero no puedes esperar que me vuelva ciega.
—Es una pena.
—En cualquier caso —gran parte de la mordacidad de la dama se evaporó—, quería agradecerte tu ayuda en aquel pequeño asunto de mi interés.
—¿He de entender que se ha resuelto a satisfacción?
—En grado sumo, gracias.
—¿Y acertaría si presumo que Osbaldestone sigue sin enterarse?
—No seas bobo, pues claro que no sabe nada. Es un hombre. Nunca lo entendería.
Sebastian arqueó las cejas.
—¿De veras? ¿Y yo soy…?
—St. Ives —replicó la dama—. El imperturbable.
Una leve sonrisa curvó los labios de Sebastian. Lady Osbaldestone se volvió hacia Helena.
—Es asombroso la cantidad de secretos de mujeres que atesora.
Helena estaba perpleja de que le confiaran tantísimos secretos. La idea de que una dama confiara voluntariamente en Fabien sobrepasaba lo ridículo.
Se puso a conversar con lady Osbaldestone, que acababa de visitar París, resultó que tenían conocidos comunes. A pesar de su lengua afilada, la dama era tan interesante como entretenida y Helena disfrutó del breve paréntesis, si bien consciente de que Sebastian estaba alerta, sus ojos azules fijos en lady Osbaldestone.
Esta demostró estar igualmente al tanto de la circunstancia, así que al final se volvió hacia él.
—Muy bien, muy bien, ya me voy. Pero deja que te diga que te estás volviendo transparente.
Dedicó una reverencia a Sebastian, le hizo una inclinación a Helena y se alejó majestuosamente.
Helena miró de refilón a Sebastian cuando este volvió a cogerle la mano. ¿Se atrevería a preguntarle qué era eso de que se estaba volviendo transparente?
—Parece una dama muy bien informada.
—Por desgracia. No sé cómo la aguanto… Es la mujer más enervantemente astuta que conozco.
Helena vacilaba aún en si pedirle una explicación, cuando se dio cuenta de que había pasado la mayor parte de la noche con él, aprendiendo más sobre él y fascinándose más y más… Algo que no era necesario en absoluto. Levantó la cabeza y miró en derredor.
—¿Sabe si ha venido lord Were?
Se produjo un silencio incómodo y ella hubiera jurado que Sebastian se ponía tenso. Pero entonces el duque murmuró:
—No lo he visto.
¿Se lo estaba imaginando o bajo la suavidad de su voz había acero?
—Quizá si damos un paseo…
La condujo por un lateral del salón, bordeando a la multitud que, congregada en el centro, rodeaba una curiosa pieza decorativa compuesta de unos faroles dorados en forma de estrella, que circundaban y soportaban un belén de porcelana y dorados. Al ver a las damas así apiñadas, Helena se percató de que, debido muy posiblemente a la festividad navideña, muchas habían optado por el rojo chillón o el verde bosque.
Entre la multitud descubrió a Louis, que no le quitaba ojo de encima. Vestido de negro, como siempre, a imagen de su tío Fabien, se mantenía a cierta distancia del gentío. Por lo general, estaba siempre a la vista. A pesar de la reputación de Sebastian, no había interferido de forma manifiesta en el acompañamiento del que le hacía objeto.
Se encontraban cerca de las puertas del salón. Más allá de la primera fila de personas. Helena no podía ver nada; pero Sebastian sí.
—Puede ver…
—No veo a nadie que pudiese interesarle para satisfacer sus objetivos.
Para su sorpresa, la arrastró hacia un lado, donde había un hueco, oculto en parte por unas macetas con palmeras. El lugar estaba desierto.
El día había sido magnífico; la noche, muy fría. Más allá del cristal, el plateado claro de luna se derramaba sobre caminos y arbustos, y un sutil manto de nieve, como un baño de diamantes, cristalizaba en cada hoja y brizna de hierba. Aquella visión la embriagó; todo resplandecía, tocado por un brillo natural infinitamente más poderoso, más evocador de aquella época que los esfuerzos de los simples mortales que pululaban a sus espaldas. La escena, tan nostálgica, la llevó de vuelta a aquel momento, siete años atrás… Al instante de su primer encuentro.
Reprimió un estremecimiento y se volvió para descubrir que Sebastian la estaba contemplando con expresión indolente pero mirada penetrante.
—He pensado, mignonne, que aún no me ha honrado con una relación completa de las condiciones concernientes al noble que su tutor aceptará como su esposo. Me ha contado que tal dechado de virtudes ha de ostentar un título igual al suyo. ¿Qué más?
Helena arqueó las cejas, no por la pregunta en sí —que ya estaba preparada para contestar—, sino por el tono, inusitadamente conciso y tajante, tan diferente a su habitual manera de arrastrar las palabras cuando estaba con la gente. Una voz más parecida a la empleada para hablarle a su hermana.
Los labios del duque hicieron un rápido movimiento; más una mueca que una sonrisa.
—Ayudaría a establecer cuál es el pretendiente más adecuado. —Había suavizado el tono.
Encogiéndose de hombros en su fuero interno, volvió a mirar por los cristales.
—El título ya lo he mencionado. Las otras dos condiciones que mi tutor exige son propiedades extensas y buenos ingresos. —Con el rabillo del ojo vio cómo Sebastian asentía con la cabeza.
—Condiciones del todo sensatas —dijo él.
Apenas le sorprendió que pensara así; en algunos aspectos, él y Fabien podrían ser hermanos, tal como había comprobado por la despótica actitud mostrada hacia su hermana, por más que lo hubiera movido el cariño.
—Luego, por supuesto, están mis propias preferencias. —No había necesidad de contarle la orientación exacta de las mismas. Sebastian esbozó una sonrisa rapaz.
—Por supuesto. —Hizo una reverencia—. No deberían olvidarse sus preferencias.
—Es por eso —dijo ella, dejando de mirar por las ventanas— que me gustaría ver a lord Were. —Se dispuso a volver al salón.
Sebastian se interpuso en su camino.
El silencio se prolongó, tenso de repente, inopinadamente tirante. Helena levantó la barbilla y encontró la mirada del duque, los párpados caídos sobre un azul tan intenso que parecía que los ojos le ardían. Sus nervios se agitaron, atávicos sentimientos le gritaron que estaba sirviendo de cebo a algo salvaje, impredecible…
Algo que escapaba a su control.
Dangereux.
La advertencia de Marjorie le atravesó susurrante la mente.
—Were.
El nombre fue pronunciado en un tono monocorde, que ella nunca antes había oído. Sebastian la tenía atrapada con la mirada y Helena no podía soltarse.
Sebastian deslizó un dedo bajo la barbilla de la joven y le levantó la cara hacia él. Estudió su expresión; clavó la mirada en sus labios y volvió a subir a los ojos.
—¿Todavía no se le ha ocurrido, mignonne —murmuró—, que usted podría conseguir un mejor partido que un simple marqués?
De golpe, más como reacción a lo que sentía que a lo que sabía. Helena notó que le ardían los ojos. El dedo se mantenía firme bajo su barbilla; los ojos azules, ávidos; la mirada, acalorada.
Acelerado, el corazón de Helena palpitó sordamente, hasta que un alboroto a espaldas de Sebastian captó su atención.
En el borde de la multitud, Marjorie se libraba de un manotazo de Louis, que la había agarrado; del ceño de ella y de las rápidas palabras que le dirigió a él, se deducía que Louis la había estado reteniendo. Arreglándose el chal con una sacudida, Marjorie avanzó con altivez.
Sebastian la vio y apartó la mano de la cara de Helena.
—Ma petite, es hora de irnos. —Marjorie lanzó una mirada de censura hacia el duque y luego se volvió hacia Helena con expresión decidida—. Vamos.
Con una imperceptible inclinación de la cabeza hacia Sebastian, Marjorie se alejó con rapidez.
Confundida, Helena le hizo una reverencia y con una última mirada a Sebastian y un «adiós» susurrado, siguió a Marjorie. Cuando pasó por delante de Louis, este tenía cara de pocos amigos.