Capítulo 13

HELENA no se movió hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Luego rodeó la cama endoselada, sabiendo que Ariele estaría durmiendo de espaldas a la puerta. Apartó las cortinas con sigilo y vio el bulto bajo las mantas. El pelo castaño claro de Ariele brillaba desparramado en las almohadas.

Sonriendo y emocionada, se acercó.

—¿Ariele? Ariele… despierta, mon petit chou.

Las pestañas castañas aletearon y unos ojos más verdes que los de Helena miraron con dificultad. Ariele sonrió adormilada. Los párpados volvieron a cerrarse.

Helena la sacudió con suavidad.

Los ojos de Ariele se abrieron por completo. Se quedó mirando de hito en hito a Helena, la sorpresa reflejada en el rostro. Entonces, con una exclamación de alegría, se abalanzó a los brazos de Helena.

—¡Eres tú! Mon Dieu! Creí que estaba soñando.

—Chsss. —Helena la abrazó con fuerza, cerró los ojos por un momento de extasiamiento y dio gracias. Entonces apartó a Ariele y le dijo—: Tenemos que irnos. Vite. Phillipe y otra persona, el inglés con el que me voy a casar, esperan al otro lado de la puerta. Pero hemos de darnos prisa. Tienes que vestirte. Con ropa oscura.

Ariele nunca había sido corta de entendederas. Salió disparada de la cama antes aun de que Helena hubiera terminado de hablar. Buscó en el armario y sacó un traje marrón; se lo enseñó a Helena.

—Sí, perfecto.

—¿Dónde vamos? —Ariele se puso el vestido a toda prisa.

—A Inglaterra. Fabien está loco.

—¿Loco? —Ariele ladeó la cabeza—. Asquerosamente arrogante, sí, pero… —Se encogió de hombros—. ¿Así que no sabe que nos vamos?

—No. —Helena se acercó para ayudarla con los lazos—. Hemos de ser muy sigilosas. Y sólo puedes llevar una pequeña bolsa… Sólo tus cepillos y otras cosas importantes.

—No traje muchas cosas de Cameralle. Esperaba ir a casa por Navidades.

Helena terminó de atarle los lazos y la abrazó.

Ma petite, pasará algún tiempo antes de que volvamos a ver nuestro hogar…

—Sí, pero ¡vaya aventura!

Helena dejó que Ariele se cepillara la larga cabellera mientras cogía una bolsa pequeña del armario, metía dentro todos los pequeños objetos del tocador y corría hasta el reclinatorio para coger el devocionario y el crucifijo.

Un golpecito en la puerta las hizo mirar hacia allí. Era Phillipe, que atisbó dentro. Vio a Ariele y entró. Sebastian lo siguió. Helena lo miró fijamente, sintió su fuerza y eso calmó sus nervios. Todo iría bien.

Sebastian, aliviado de que todo discurriera bien, volvió la vista hacia Phillipe y la muchacha que supuso Ariele. El joven le susurraba con entusiasmo, explicándole su participación en todo aquello. La jovencita escuchaba con atención.

Ariele era más alta que Helena, más grande en conjunto, aunque no más que la media de su edad. El pelo le caía por la espalda como una cortina de oro viejo. Su perfil era tan perfecto como el de Helena. El duque observó los gestos de sus manos, rápidos y delicados, tranquilizando a Phillipe y acallando sus disculpas.

Ariele percibió su presencia y se dio la vuelta. Sonrió con timidez. Sebastian se adelantó y le extendió la mano.

Ariele reaccionó de manera instintiva y colocó la suya encima. El duque le hizo una reverencia. Ariele se sacudió la sorpresa y le correspondió graciosamente.

Él la ayudó a incorporarse.

—Es un honor conocerla, querida, pero deberíamos dejar las cortesías para más tarde. Hemos de irnos de inmediato. —La miró a los ojos, de un tono verde más oscuro que los de Helena—. Si todo discurre como hemos planeado, tendremos años para conocernos mejor.

Ariele inclinó la cabeza, mirándolo casi retadora. El fuego brillante que ardía en Helena no se había perdido en Ariele. Sebastian sonrió con dulzura; inclinándose, besó la frente de Ariele con suavidad.

—No me discuta, ma petite. Todavía no está… al nivel de su hermana.

Ariele emitió un sonido que sólo podría describirse como una risita de satisfacción. Lanzó una breve mirada a Helena, la cara ardiendo con una pregunta inocente. No resultaba extraño que Phillipe estuviera locamente enamorado.

Sebastian le soltó la mano y retrocedió.

—Vamos. No nos entretengamos.

Helena había permanecido clavada en el sitio observando a su hermana y al duque. De nuevo empezó a moverse afanosa, cogió el cepillo de la mano de Ariele, lo metió en la bolsa y aseguró el cordón con fuerza. Miró a Sebastian.

—Estamos listas.

El duque le cogió la mano y besó sus dedos tensos.

—Bien.

Abandonaron el cuarto, cuatro sombras silenciosas deslizándose por la durmiente casa. Al igual que antes, Phillipe abría la marcha; Ariele, con la capa puesta y la capucha ya levantada, le pisaba los talones, como si el joven hubiera sido enviado a llamarla y ella obedeciera malhumorada. Recorrieron los pasillos con rapidez y en silencio. A pocos metros por detrás, Helena, también totalmente encapuchada, era seguida por Sebastian y ambos se mantenían en la sombra todo lo que les era posible.

El corazón le palpitaba con fuerza y ella se sentía mareada. Eran casi libres… todos. Y a Ariele le gustaba Sebastian. Las dos personas que más amaba se llevarían bien. El alivio se mezclaba con la ansiedad; una pertinaz inquietud pesaba sobre aquella incipiente alegría.

Llegaron a la galería y empezaron a cruzarla.

Unos pasos confiados fue todo el aviso que recibieron antes de que Fabien apareciese por el otro extremo de la galería. Habían dado tres grandes zancadas antes de que Fabien se detuviera y se quedara mirando de hito en hito. La luz de la luna hizo brillar su pelo rubio. Con botas y espuelas, vestido, como era habitual, completamente de negro, llevaba los guantes de montar en una mano y el estoque en la otra.

Por un instante todos se quedaron paralizados a la luz de la luna. Helena oyó un juramento mascullado en voz baja y vio a Sebastian adelantarse. Cuando fue desenvainado con un siseo sibilante, su estoque destelló amenazador en el tenso silencio.

De inmediato fue contestado por un siseo similar cuando el de Fabien centelleó en la noche.

Lo que siguió —Helena no se percataría hasta más tarde— duró sólo unos minutos, aunque en su mente cada movimiento fue lento y pesado, cargado de significados, sutiles insinuaciones y presagios. Como la sonrisa que curvó los labios de Fabien cuando reconoció a Sebastian, y la infame luz que destelló en sus ojos negros.

Fabien estaba considerado un consumado espadachín y la angustió por un instante, pero se recuperó. Recordó la confianza que Sebastian había mostrado en relación a los desafíos de sus jóvenes pretendientes, y se acordó de que, en efecto, ninguno lo había retado.

La memoria le permitió poner las ideas en orden, mantener el pánico a raya. Phillipe había reculado hacia las ventanas, tirando de Ariele hacia él.

En el centro de la galería, bañados por el claro de luna, Sebastian y Fabien describían círculos, esperando ambos a que el otro hiciera el primer movimiento.

Lo hizo Fabien con una repentina embestida; el choque del acero hizo estremecer a Helena, pero mantuvo los ojos abiertos, fijos en la escena, viendo cómo Sebastian paraba el golpe sin aparente esfuerzo.

Fabien era unos centímetros más bajo y más ligero, más rápido con los pies. Sebastian sin duda era el más fuerte y tenía una llegada más larga.

Fabien entró a fondo de nuevo, y una vez más el duque desvió su estocada sin dificultad.

El corazón de Helena latía con fuerza; miró los pies de los contendientes y se dio cuenta de que… Contuvo la respiración, avanzó pegada a la pared y corrió hacia el final de la galería, donde cerró las puertas y echó la llave. Giró en redondo y miró para ver a Phillipe y Ariele haciendo lo mismo en el otro extremo. Si los criados oían los ruidos y acudían, las puertas cerradas les harían ganar un tiempo precioso.

Sebastian era consciente del problema. Vio la sonrisa burlona de Fabien y supo que su viejo amigo también lo era.

Con independencia del resultado de su esgrima, cuanto más tiempo estuvieran ambos bailando a la luz de la luna, menos probabilidades tendrían ellos de escapar.

Y sólo se trataba de un juego. Ninguno de los dos mataría; no estaba en su naturaleza. Triunfar sí, pero ¿qué sentido tenía ganar si uno no podía regodearse con el vencido? Además, ambos eran nobles. La muerte de cualquiera de los dos podría resultar difícil de explicar para el otro, en especial si uno estaba en suelo extranjero. La muerte no valía la pena. Así que dirigirían sus esfuerzos a desarmar, herir y ganar.

Pero en el juego más importante, la ventaja en ese momento era de Fabien. Sebastian desvió una estocada de tanteo y concentró la mente en arrancarle el estoque a Fabien.

Confiado en que, pasara lo que pasase, sólo estaba arriesgando el brazo, Fabien se mostraba ansioso por entablar combate. Los dos eran antiguos maestros: para Fabien ese encuentro debería haberse producido mucho antes. El francés tenía rapidez, pero Sebastian poseía fuerza y una agilidad que disimulaba como táctica. Hizo retroceder a Fabien, volviendo a esquivar un golpe, rehusando seguir el amago de la respuesta de Fabien en favor de una estocada que obligó a su oponente a retirarse con rapidez.

Fabien amagaba, intentaba engañarle para que abriera la guardia y confiaba en su rapidez para mantenerse a salvo. Ese era su estilo. Sebastian se abstuvo de fintar, y se centró en su propio estilo, sencillo y directo. Necesitaba terminar aquello con rapidez; pero la única manera segura de superar las habilidades de Fabien era engañarlo, y eso significaba tiempo.

Significaba minutos de escaramuzas, los suficientes para desgastar y engañar a Fabien. Implicaba hacer retroceder a Fabien hacia una esquina de la galería, no hacia aquella donde Helena observaba con la espalda contra las puertas. Sebastian deseó que estuviera en cualquier otra parte, pero no podía desviar la atención de Fabien para echarla de allí.

En el instante en que tuvo colocado a Fabien donde quería, le lanzó una serie imparable de estocada-contraestocada que lo hizo retroceder, de manera que de repente el francés se encontró arrinconado, teniendo delante un rival más fuerte y más alto.

Fabien buscó una vía de huida.

Sebastian se la proporcionó.

Amagó a su izquierda.

Fabien vio la brecha, se echó a un lado y entró a fondo…

Sebastian oyó un grito ahogado. Obligado ya, se retiró, giró la muñeca y lanzó una estocada ascendente. En ese mismo instante vio una mancha marrón acercándose por su izquierda.

Con todo su peso contra la espada, el cuerpo lanzado en la entrada a fondo, no pudo pararse.

Sólo pudo ver con horror que Helena aparecía entre ellos, tapando el espacio donde había estado la parte izquierda del pecho de Sebastian, a donde ella creía que apuntaba Fabien.

Helena miró a Fabien y vio el horror reflejado en su cara.

Demasiado tarde; el francés ya no podía detener su embestida. Su estoque se clavó en el hombro de Helena.

Sebastian la oyó gritar cuando la punta de su espada cubría los últimos centímetros, incapaz de impedir el giro de su muñeca, que desvió la punta diez centímetros hacia dentro.

Fabien intentó apartarse con un giro, pero no pudo impedir la certera estocada. La punta le atravesó la casaca y se hundió en su cuerpo, deslizándose por una costilla…

Sebastian tiró el estoque antes de completar el golpe mortal. Soltó el arma, que cayó con estrépito al suelo, y se precipitó a sostener a Helena.

Fabien trastabilló y se derrumbó contra la pared, resbalando hasta el suelo, una mano apretada contra el costado, el semblante más pálido que la misma muerte. Sebastian depositó a Helena en el suelo y le extrajo la espada de Fabien, consciente de la mirada desesperada del francés. Sabía que no había tenido intención de herirla.

Ariele y Phillipe llegaron hasta ellos como una exhalación. Sebastian se armó de valor para enfrentarse a un ataque de histeria, pero Ariele se limitó a examinar la herida. Luego empezó a rasgar el volante de sus enaguas y ordenó a Phillipe que le trajera el fular de Fabien.

Phillipe se acercó con cautela, pero Fabien, moviéndose con debilidad, le entregó la prenda sin hacer ningún comentario.

La opinión de Sebastian sobre Ariele mejoraba a pasos agigantados. Mientras sostenía contra el pecho a Helena, observó cómo la jovencita improvisaba con eficacia una almohadilla y la ataba sobre la herida. La muchacha miró a Sebastian con ojos interrogadores. El duque asintió con la cabeza.

—Vivirá —dijo.

Siempre y cuando recibiera los cuidados apropiados.

Helena se había desvanecido a causa del susto y el dolor. Cediéndole el sitio a Ariele, Sebastian se levantó y se acercó hasta Fabien. Se agachó y recogió su estoque. Luego extendió un pañuelo y limpió la hoja.

Fabien no había apartado la mirada de Helena. Ahora la levantó hacia Sebastian.

—¿Le dirá que no tuve intención de que ocurriera esto?

Sebastian le sostuvo la mirada.

—Si no lo sabe ya…

Sebastian cerró los ojos y se estremeció.

Sacre Dieu! ¡Mujeres! ¡Las cosas que hacen…! —Hizo un gesto de dolor, pero continuó con voz débil—. Ella siempre ha sido impredecible.

Sebastian murmuró tras una leve vacilación:

—Se parece mucho a usted… ¿no lo ha pensado nunca?

Mais, oui… Por supuesto. Conspira, trama y piensa con rapidez, aunque apenas llega a nuestro nivel.

Sebastian resopló de incredulidad. Miró a su antiguo enemigo y supo que la herida que le había infligido le ocasionaría dolores e incomodidades durante semanas. Se consoló pensando que eso, junto con todo lo que vendría, era justo pago por todo lo que Helena había sufrido; que, con independencia de sus deseos, no podría exigir una retribución física mayor.

—Usted y sus juegos… Hace años que yo los dejé. ¿Por qué persiste usted?

Fabien levantó la mirada y se encogió de hombros… Otra mueca de dolor.

—Por hastío, supongo. ¿Qué otras cosas hay para alegrar la vida?

Sebastian meneó la cabeza.

—Es usted un idiota.

—¿Idiota? ¿Yo? —Fabien intentó sonreír, pero el dolor se lo impidió. Volvió a cerrar los ojos con fuerza, pero todavía pudo inclinar la cabeza hacia donde estaba tendida Helena—. Según parece, no soy yo quien ha sido pillado en la más antigua de las trampas.

Sebastian lo miró y se preguntó si mencionarle que él había sido atrapado en la misma trampa muchos años atrás. Pero en el caso de Fabien no había habido un final feliz, sólo una prolongada y cada vez más profunda pena. Su Marie había resultado demasiado débil para tener hijos, y ahora estaba agonizando. El persistente enfado de Sebastian empezó a diluirse. Rehusando tocar el tema o mencionar que conocía su secreto, tan celosamente guardado, envainó el estoque. Miró a Helena.

—Hablará la sangre, supongo.

Fabien arrugó la frente y le miró. Sebastian no se dignó explicarse. Fabien volvió a mirar a los otros.

—He de saber una cosa. Qué propiedades son más grandes, ¿las de ella o las suyas?

—Las mías.

Fabien suspiró.

—Bueno, ha ganado este asalto, mon ami. —Su voz se debilitó; cerró los ojos—. Pero todavía tiene que conseguir la libertad. —Sus facciones se relajaban y perdió el conocimiento.

Agachándose, el duque examinó brevemente la herida de Fabien; comprobó que era delicada, pero que su vida no corría grave peligro. Se incorporó y le hizo una seña a Phillipe, señalando hacia una puerta al final de la galería.

—¿Qué hay al otro lado?

Era la biblioteca. Dejaron a Fabien sobre una chaise longue delante de la chimenea apagada, manos y pies atados con los cordones de las cortinas y amordazado con su pañuelo. No tardarían en encontrarlo.

Volvieron junto a Ariele y Helena, que había recobrado el conocimiento y estaba muy dolorida. Phillipe la examinó y luego se volvió hacia Sebastian.

—¿Qué haremos ahora?

El duque lo explicó rápida y sucintamente. Del silencio procedente más allá de las puertas, supusieron que la servidumbre no había oído nada.

—Pero si nos han oído, tú —señaló a Phillipe— y Helena acabáis de llegar con Fabien. Os había mandado llamar con presteza para encontrarse con vosotros en Montsurs, pero os retrasasteis, así que habéis llegado ahora mismo. Os ha ordenado a ambos que llevéis a Ariele a París y se ha retirado, dejándolo en vuestras manos… Su deseo es que Ariele parta inmediatamente. Y ha ordenado que no se le moleste porque le duele la cabeza.

—Una migraña. —La voz de Helena ascendió, débil pero nítida—. Es víctima de las migrañas; los criados saben que arriesgan sus cabezas si lo molestan cuando las padece.

—Perfecto. Tiene una migraña y os ha dejado con órdenes concretas de llevarnos a Ariele ahora mismo. El «ahora», por razones que desconocéis, es vital; Fabien ha insistido en eso. —Sebastian miró a Ariele—. No te sientes nada feliz por haber sido despertada para viajar a París. —Dirigió la mirada a sus pies, a los chanclos que se había puesto—. Baja las escalera pisando fuerte, refunfuñando y con cara de pocos amigos. Si necesitas tapar algún sonido, llora. Parecerá que Helena te sujeta, pero serás tú quien la sujete a ella. —Miró a Helena—. ¿Puede caminar, mignonne?

Ella asintió con la cabeza, apretando los labios.

Sebastian aceptó su palabra. No se le ocurría otra manera de sacarla sana y salva de aquella fortaleza.

Bon. —Miró a Phillipe—. Así que es el momento de que pidas el carruaje. Baja a toda prisa las escaleras, haciendo ruido, y asusta a todo el mundo. No respondas ninguna pregunta sobre cómo has llegado hasta aquí… Haz caso omiso de las mismas. Has de mostrarte centrado en llevarte de aquí a Ariele, tal como te ha ordenado tu tío. Si la servidumbre se muestra reacia, diles que Fabien está reposando en su dormitorio con una migraña… y sugiere que si quieren vayan a comprobarlo. —Se detuvo, estudiando al muchacho—. Cuando te pregunten, compórtate como lo haría Fabien o yo. Has estado ayudando a que Ariele se ponga en movimiento, pero ahora es Helena la que la acompaña, y quieres el carruaje ahora, para que no haya más retraso…

Phillipe asentía con la cabeza.

—Sí, comprendo.

Sebastian continuó, esbozando la última fase de su plan. Por último, palmeó a Phillipe en el hombro.

—Ve, pues. Estaremos escuchando desde aquí y bajaremos cuando llegue el carruaje. Así evitaremos que Helena permanezca de pie más tiempo del necesario.

Phillipe hizo un gesto con la cabeza y abrió las puertas de la galería. Se asomó fuera y, mirando hacia atrás, volvió a asentir con la cabeza y se marchó.

Escucharon sus pasos, confiados y firmes, debilitados a medida que se alejaba presuroso. Sebastian se agachó junto a Helena, que le agarró la manga y le miró a los ojos.

—¿Y usted? ¿Cómo se reunirá con nosotros?

Sebastian le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—No tengo intención de perderla de vista, mignonne. En cuanto estén en el coche, me uniré al grupo.

Helena asintió, reuniendo fuerzas para la circunstancia que se avecinaba. Aunque había sangrado abundantemente por la herida, y la sangre había calado la almohadilla, la capa era lo bastante oscura para disimularlo.

Oyeron el escándalo organizado por Phillipe al despertar a gritos a los criados. El mayordomo se mostró reacio a obedecer sus órdenes, pero Phillipe le trató con una arrogancia tan prepotente que hubiera hecho sentirse orgulloso a Fabien.

Consiguió el coche exigido. Desde las sombras del vestíbulo superior, Sebastian y Ariele, con Helena apoyada entre los dos, observaban el frenético ir y venir de Phillipe, tal como si estuviera esperando que apareciera Fabien para preguntarle con suavidad por qué no se habían puesto en marcha todavía.

Su temor resultó contagioso. Diez minutos después de que se hubiera enviado volando a un lacayo a los establos, el ruido de cascos preludió la llegada del coche. Sebastian apretó los labios contra la sien de Helena, la sostuvo un momento más y finalmente se apartó.

—¡Moveos! —les dijo.

Ariele lo miró y luego, impostando mal humor, se puso a protestar, arrastrando los pies como si fuera llevada a la fuerza, sin soltar ni un momento a Helena, que se aferraba a ella.

En el vestíbulo inferior, Phillipe miraba hacia arriba.

—¿Dónde estáis? —preguntó a nadie en particular—. ¡Vamos!… ¡Vamos! —Empezó a subir las escaleras a grandes zancadas, hasta que Helena y Ariele aparecieron en lo alto—. ¡Aquí estáis! —Siguió subiendo. Llegó hasta Ariele y la rodeó para ayudar disimuladamente a Helena—. Al coche, venga. No cause más problemas. No querrá que baje el tío, ¿verdad?

Al bajar las escaleras, Helena jadeó y se tambaleó.

Ariele la sostuvo con fuerza y protestó con más vehemencia, un tanto jadeante.

Sebastian rezaba, observando desde arriba entre las sombras. Vio que Helena levantaba la cabeza, un movimiento casi imperceptible. Siguieron bajando.

El mayordomo todavía parecía inquieto. Miró a Helena, que agitó la mano con impaciencia.

—¡Tenemos que partir inmediatamente! —Su voz sonó aguda, dificultada por el dolor, aunque el servicio lo interpretó como irritación.

Fue suficiente. Como una exhalación, les dejaron expedito el camino, abriéndoles solícitos la puerta de par en par, congregándose después en el umbral para observar cómo, abrazados, los tres bajaban los peldaños de la entrada.

El repiqueteo de los cascos contra los adoquines del patio delantero ocultó los pasos de Sebastian. Bajó con rapidez los escalones, deslizándose a continuación entre las sombras. Todo el mundo estaba en el porche delantero; estirando el cuello, sólo podía ver el coche. La sincronización iba a ser vital.

La primera que subió fue Helena, seguida por Ariele. Phillipe puso el pie en el estribo, se volvió hacia el mozo que se aferraba a la percha en la parte trasera del coche, le dijo que bajara y, al mismo tiempo, hizo señas al lacayo para que levantara los escalones y cerrara la puerta del coche. Perplejo, el lacayo obedeció, mientras Phillipe se dirigía a la parte trasera del coche para hablar con el mozo.

Entonces Sebastian salió por la puerta principal, con confianza, dando grandes zancadas, los tacones de las botas repicando contra el suelo de mármol. Asustados, el mayordomo y sus subalternos, todos con ropa de dormir, giraron en redondo prestos a inclinarse servilmente ante su amo.

Los ojos se les abrieron como platos y las mandíbulas se les desencajaron.

Sebastian miró a todos con altivez y pasó por en medio sin desviarse. Se replegaron, sin atreverse a preguntar nada.

Siguió caminando con presteza, bajó los escalones con su habitual zancada, acortando la distancia que le separaba del coche. Se cruzó con el lacayo que, confundido, regresaba a la casa. Fue consciente de que el hombre se giraba y aminoraba el paso para observarlo. Los demás seguían congregados en el porche, haciendo otro tanto, desconcertados por lo que estaba sucediendo y sin saber qué hacer.

Sebastian vislumbró el semblante pálido de Helena a través de la ventanilla del coche. Lo habían conseguido; estaban fuera.

Con paso decidido, lanzó una mirada a Phillipe y le hizo un gesto con la cabeza. Phillipe se volvió hacia el mozo.

Sebastian llegó al coche y con un ágil movimiento trepó al pescante. Sorprendido, el cochero se volvió hacia él. El duque le arrebató las riendas y le dio un empellón, lanzándole sobre el césped al otro lado del coche.

A continuación arreó los caballos y el coche arrancó como una exhalación. Echó una rápida mirada atrás, vio al mozo despatarrado en el suelo y a Phillipe aferrado en el puesto de aquel.

Miró al frente y fustigó los caballos. Oyeron gritos y exclamaciones procedentes del porche, pero los sonidos no tardaron en desvanecerse cuando el coche tomó a toda velocidad la curva que conducía a la cancela.

La verja estaba abierta.

Otro carruaje se disponía a entrar.

Un cabriolé, con el caballo cubierto de sudor. Sebastian esbozó una sonrisa al reconocer al cochero del cabriolé y al pasajero que se aferraba al pasamanos y señalaba con horror al carruaje que se les venía encima.

El cabriolé atravesó la cancela. La anchura del sendero no permitía el paso de más de un carruaje. A la vera del camino había un estanque de patos.

Sebastian fustigó los caballos y dirigió el carruaje directamente contra el cabriolé.

Louis aulló y tiró de las riendas.

El cabriolé resbaló y cayó por el talud hacia el estanque. Villard salió volando, yendo a caer en el centro del estanque.

El carruaje pasó rápidamente sin aminorar la marcha y traspuso la cancela.

Dentro del coche, Helena oyó los gritos e, ignorando las punzadas de dolor, se obligó a abrir los ojos. Miró a través de la ventanilla y vio a Louis jurando al saltar del cabriolé para aterrizar en el fango.

Luego, la cancela de Le Roe pasó ante su vista como una exhalación, y ella supo que finalmente era libre. Ella y Ariele. Totalmente libres. Aquello fue como una droga que se propagó por todas sus venas. Sus párpados se cerraron.

En ese momento el coche dio un brinco al pasar por un bache. El dolor la atravesó y la oscuridad se levantó como una ola que la engulló.

Se despertó al calor, la suavidad y el consuelo de un lejano aroma a repostería. Pastelillos de frutos secos. Dulces. Sabrosas frutas confitadas.

Esos aromas la transportaron en volandas a la infancia, a los recuerdos de Navidades pretéritas. A la época en que vivían sus padres y los largos pasillos de Cameralle se llenaban de una alegría sin fin, de risas, entusiasmo y una paz ubicua y dorada.

Durante unos minutos flotó suspendida en el tiempo, visitante fantasmal que volvía para saborear pasadas alegrías. Luego la ensoñación se fue desvaneciendo poco a poco.

Pero la paz permaneció.

Inexorable, el presente la trajo de vuelta a su seno, recordándole que estaba famélica. Recordó todo lo ocurrido; sintió un dolor en el hombro, la rigidez y las limitaciones del vendaje.

Abrió los ojos y vio una ventana. En el alféizar había nieve; también entre las hojas de cristal y, sobre el vidrio, dibujos helados. Sus ojos se acostumbraron a la luz gris; miró más allá, hacia las sombras de la ventana… y de pronto vio a Sebastian sentado en una silla.

La estaba observando. Como ella no dijo nada, él le preguntó:

—¿Cómo se siente?

Helena parpadeó y respiró hondo. Soltó el aire con lentitud, aliviando de paso el dolor.

—Mejor —dijo.

—Le duele el hombro todavía. —No era una pregunta.

—Sí, pero… —Se movió sobre la almohada con cuidado—. No es tan malo. Es razonable, creo. —Y arrugó la frente—. ¿Dónde estamos? —Levantó la cabeza—. ¿Y Ariele?

Los labios de Sebastian se curvaron ligeramente.

—Está abajo, con Phillipe. Se encuentra bien y a salvo. —Acercó la silla a la cama.

Helena extendió la mano; el duque la apretó entre las suyas.

—Así que… —Todavía estaba confundida, aunque indescriptiblemente aliviada por el calor de aquellas manos—. ¿Todavía estamos en Francia?

Oui. No podíamos ir muy lejos, de manera que reajusté nuestros planes.

—Pero… —lo miró con los ojos entrecerrados— debíamos habernos dirigido directamente a Saint-Malo.

Él le dirigió una paciente mirada.

—Usted estaba herida e inconsciente. Envié un mensaje al barco y vinimos aquí.

—Pero Fabien nos seguirá.

—Sin duda, pero enviará su gente a Saint-Malo o a Calais. Buscará en el norte, imaginando que hemos tomado esa dirección. En cambio, hemos venido al sur y lejos de la costa.

—Pero… ¿cómo volveremos a Inglaterra? —Se incorporó trabajosamente contra las almohadas, aguantando el dolor punzante—. Usted tenía que volver para las Navidades… para su reunión familiar. Y si Fabien nos está buscando, no podemos permanecer aquí. Debemos…

Mignonne, por favor, cállese.

Cuando obedeció, indecisa, Sebastian continuó:

—Todo está arreglado. Cuando estemos listos para partir, mi barco nos estará esperando en Saint-Nazaire. Estaremos en casa a tiempo para la Navidad. —Sus ojos, muy azules, le sostuvieron la mirada—. No hay nada que pueda hacer, sólo recuperarse. Hasta entonces no podremos irnos. ¿Hay algo más que quiera saber?

Ella lo miró, reflexionando sobre la aspereza que había teñido su tono.

Suspiró y le apretó la mano.

—Soy una mala experiencia, ¿verdad?

Sebastian gruñó.

—Me ha quitado unos cuantos años de encima. Y a Fabien.

Helena frunció el entrecejo, recordando.

—No pretendía herirme, ¿verdad?

—Nunca pretendió hacerle daño. Ni a Ariele.

—¿Ariele? Pero… —Buscó en el rostro de Sebastian y la mirada se le aclaró—. ¿Fue una estratagema?

—Muy cruel, quizá, pero sí… Era la manera más segura de conseguir que usted hiciera lo que él quería.

Sebastian advirtió que los pensamientos de ella retrocedían, que recordaba y recapacitaba. Helena meneó la cabeza.

—Es un hombre extraño.

—Es un hombre insatisfecho. —Al mirarla, tendida en la cama, Sebastian supo que era verdad. Comprendió lo que costaba satisfacer a los hombres como él y Fabien.

Helena lo miró.

—Todavía hay algo que no sé… Cuénteme cómo se hizo con su daga.

Sebastian sonrió. Miró la mano de Helena, que reposaba entre las suyas. Entrelazó los dedos con los de ella, que se los llevó a los labios para besarlos suavemente.

—La gané —levantó los ojos hacia los de Helena— la noche en que usted y yo nos vimos por primera vez.

Helena pareció perpleja.

Vraiment? ¿Ese fue el motivo de que anduviera detrás de los zarcillos de Collette?

Oui. Le gané una sustanciosa suma de dinero al hermano pequeño de Fabien, así que este me localizó para exigirme un desquite. Nosotros los ingleses éramos conocidos por nuestras disparatadas apuestas. Fabien manipuló la situación para que yo no pudiera negarme, al menos no sin desprestigiarme. Sin embargo, no esperaba que yo volviera a la mesa de juego y exigiera la daga para cubrir mi apuesta. Se había hecho acompañar por gloriosos caballeros de Francia… y ante ellos, tuvo que aceptar, ya que su honor estaba en juego.

—Pero envió aviso al convento.

—Naturalmente. Sabía que lo haría. Simulé estar borracho y me fui dando tumbos a mi hotel… y de allí directo al convento. —La miró a los ojos—. Para conocerla a la luz de la luna.

Helena sonrió, no sólo con los labios, sino también con sus ojos de peridoto, ya despejados de preocupaciones. Había más color en sus mejillas que al despertarse. Sebastian le dio un apretón en la mano y se levantó.

Bon. Puesto que ya está despierta y tranquila, iré a buscar a Ariele y le diré a la mujer del posadero que está preparada para comer.

Su sonrisa era todo cuanto esperaba Sebastian.

—Gracias. —Con cuidado, se incorporó para sentarse; él la ayudó—. Comeré y luego podremos marcharnos.

—Mañana.

Lo miró y luego miró por la ventana.

—Pero…

—Comerá y descansará y recuperará fuerzas. Si está bien por la mañana, partiremos.

Helena le sostuvo la mirada y leyó su determinación. Así pues, suspiró y apoyó la espalda en las almohadas.

—Como os plazca, excelencia.

—Por supuesto, mignonne… Se hará exactamente lo que yo disponga.

Así fue, naturalmente. Helena se preguntaba si alguna vez conseguiría acostumbrarse a la sensación de ser arrastrada por una voluntad más poderosa que la suya.

El resto del día transcurrió apaciblemente. Por la tarde, se levantó y se aventuró escaleras abajo para visitar la pequeña posada familiar, que Sebastian había encontrado en un rincón del valle del Sarthe. Por las cercanías no pasaba ningún camino principal y la familia estaba agradecida por sus huéspedes. Helena estaba segura de que ignoraban que estaban alojando a un duque inglés y a una condesa francesa.

Tenían la posada para ellos solos; una nevada reciente había reducido las actividades del exterior a lo estrictamente necesario. El salón de la posada era cálido y acogedor, y resultaba placentero sentarse junto al fuego, al lado de Sebastian y contemplar cómo jugaba al ajedrez con Phillipe.

Quedaban sólo unos pocos días para la nuit de Noel y la posada rebosaba ya de una atmósfera de calma y de paz, con una promesa de dicha. Cuando se sentó junto a Sebastian, Helena se encontró libre de preocupaciones e inquietudes; por primera vez desde la muerte de sus padres, se sintió libre para relajarse y disfrutar, libre para dejar que la paz y la esperanza de dicha fluyeran seguras y le inundaran el alma.

Al cerrar los ojos, sintió manar en su interior la promesa de aquellos días.

Al día siguiente insistió en que se encontraba bastante bien para viajar. Sebastian la estudió con ojo crítico, pero acabó consintiendo. Después de un copioso desayuno, se pusieron en marcha a través de la nieve derretida y descubrieron que el camino se iba despejando a medida que avanzaban hacia el sur. Llegaron a Saint-Nazaire a última hora de la tarde. El barco de Sebastian estaba fondeado en el muelle, cabeceando; con alivio para todos, lo divisaron desde los acantilados que se levantaban sobre la ciudad.

Embarcaron y las velas fueron izadas. Y así, la estilizada nave puso rumbo a casa.

Fue una travesía sin incidentes, gran parte de la cual transcurrió para ella en el camarote de Sebastian. Si fue alguna treta para hacerla descansar o, como Helena sospechó cada vez con más convicción, una reacción tardía ante el peligro en que él la había visto, el caso es que aquellas horas se llenaron de una pasión cálida, más posesiva y abierta que cuantas le habían precedido.

Sus advertencias de que Ariele ocupaba el camarote contiguo surtieron poco efecto en el duque. Cuando se encontró en cubierta con su hermana, que paseaba en la quietud del anochecer, esta se limitó a esbozar una sonrisa bastante cómplice, y la abrazó.

Que su hermana no iba a vivir intimidada por Sebastian era evidente; él la trataba con una indulgencia fraternal, y Ariele reía y le tomaba el pelo. Helena los observaba con el corazón pictórico.

Tras un día y otra noche, el velero fondeó en Newhaven con la marea de la mañana. Un carruaje les estaba esperando. Después del desayuno, con ambas hermanas arropadas en pieles y chales de seda, emprendieron la última etapa de su viaje al hogar.

El hogar.

A medida que los kilómetros se desvanecían bajo los cascos de los briosos caballos de Sebastian, Helena pensó en la noción de hogar. ¿Cameralle? En realidad, había abandonado el hogar de su infancia hacía tiempo. ¿Le Roe? Aquella fortaleza nunca había sido un hogar, no en el sentido de un lugar de consuelo, un sitio al que volver al final del viaje. Un lugar de satisfacción.

¿Somersham?

Su corazón decía que sí, aun cuando su mente todavía dudaba. No de él, pero, a medida que atravesaban Londres, no pudo ignorar el hecho de que ambos, él y ella, encarnaban posiciones que afectaban a algo más que a sus individualidades.

Familia. Sociedad. Política. Poder.

El mundo de Sebastian y el suyo. Se había equivocado al imaginar que podría escaparse alguna vez; ese mundo estaba en su sangre tanto como en la de él.

El carruaje giró y ella miró hacia fuera, mientras accedían con estrépito a una plaza elegante. Los caballos aminoraron el paso y se detuvieron ante la entrada de una impresionante mansión.

Helena miró a Sebastian.

Él le sostuvo la mirada y dijo:

—St. Ives House. Estamos en Grosvenor Square.

Ella observó la imponente casa.

—¿Su residencia en Londres?

—La nuestra. Nos detendremos aquí media hora. Hay asuntos que requieren mi atención; continuaremos en cuanto los haya atendido.

Ariele, que había estado durmiendo, se estiró y se arregló el vestido; haciendo una mueca ante la visión de su penoso estado.

—No importa —le dijo el duque cuando pasó por su lado para descender, y le puso fugazmente la mano en la cintura. Tendió una mano y ayudó a Helena a bajar, y luego a Ariele—. Mi tía Clara está en Somersham, y mi hermana Augusta también. Estarán encantadas de ayudarte a organizar tu vestuario. Pero aquí no hay nadie ahora, así que no tienes de qué preocuparte.

Helena sintió alivio ya que estaba ligeramente desaliñada. Sebastian las condujo por la escalinata. El día era sombrío y lúgubre; en el vestíbulo ardían unas antorchas que iluminaban el tragaluz.

Un mayordomo de aspecto envarado abrió la puerta y, al verlos, reprimió una sonrisa de placer. Hizo una profunda reverencia con la cabeza.

—Bienvenido a casa, excelencia.

Sebastian, conduciendo a Helena al cálido y acogedor ambiente de elegante lujo, arqueó una ceja dirigiendo una aguda mirada al mayordomo.

—¿Qué ocurre, Doyie?

—Hemos recibido invitados, excelencia. —Con una calma absoluta, Doyie desvió la mirada hacia Helena.

Sebastian suspiró.

—Esta es la condesa D’Lisle… pronto será su ama. Y estos son su hermana, la señorita De Stansion y el caballero De Sévres.

Miró alrededor cuando el mayordomo le cogió la capa y, acto seguido, hizo lo propio con la de Helena.

—¿Dónde diablos está el lacayo?

—Me temo, milord, que en este momento su presencia ha sido requerida en la biblioteca.

Sebastian volvió a clavarle la mirada.

—Doyie…

La puerta que había a su izquierda se abrió.

—Francamente, Doyie, ¿qué pretendes con esto? ¿Por qué no has enseñado a ese nuevo miembro del servicio…?

Lady Almira Cynster se quedó paralizada en el umbral del salón y, atónita, miró de hito en hito a Sebastian. Luego enrojeció.

—¡Sebastian! ¡Vaya! Creía que estabas en el campo o… —Las palabras se fueron apagando al caer en la cuenta de los demás. Despachó desdeñosamente a Phillipe y Ariele con un vistazo, pero cuando clavó los ojos en Helena, su mirada se ensombreció. En su rostro se dibujaron unas líneas de intransigencia.

—¿Qué estás haciendo aquí, Almira? —le espetó el duque. Eso hizo que ella volviera a mirarle a la cara. Helena contuvo un estremecimiento; hacía semanas que no oía semejante tono en Sebastian.

—Yo… eh, bien… —Almira hizo un gesto impreciso, enrojeciendo aún más.

Tras un breve e incómodo silencio, Sebastian murmuró:

—Doyie, por favor, acompañe a la señorita y al caballero De Sévres a la biblioteca… No; quizá la sala de estar sea más de su agrado. Y que se les sirva un refrigerio apropiado. La señorita condesa y yo nos reuniremos con ellos enseguida. Partiremos dentro de una hora hacia Somersham.

—Por supuesto, excelencia. —Doyie hizo una reverencia y condujo a Ariele y Phillipe por el largo vestíbulo.

—Bien, Almira, podríamos continuar en mi salón, ¿no crees?

Almira se volvió con una exclamación de enfado y, sin ninguna elegancia, regresó al salón para dejarse caer en medio de un sofá tapizado en seda. Asumiendo que si se iba a convertir en la esposa de Sebastian tendría que tratar con aquella mujer. Helena reprimió el impulso de escabullirse para ir junto a Ariele y Phillipe, y dejó que Sebastian la condujera al salón.

Surgió un lacayo y cerró las puertas tras ellos. De haber sido cualquier otra dama, Helena se habría sentido consternada de que se la viera con aquel traje marrón, lavado sí, y con el agujero del hombro remendado por Ariele, pero, con todo, arrugado y desaliñado. Sin embargo, Almira… La verdad es que no podía considerar a aquella mujer como alguien de cuya opinión debiera preocuparse.

Cuando ambos se acercaron al sofá, Helena vio que en la mesilla había un tetera, tazas y platillos, así como dos bandejas con galletas y pastas. Había cuatro tazas, todas con el té servido, tres de ellas sin tocar.

Sebastian contempló el despliegue y arqueó una ceja.

—Repito… ¿qué haces aquí, Almira? —Su tono fue más suave, menos intimidador.

Almira volvió a expresar contrariedad.

—Estoy practicando, ¿no lo ves? Algún día tendré que ocuparme de todo esto. De hecho, nosotros deberíamos estar viviendo ya aquí. Es un escándalo tener una casa tan grande sin una dama que la dirija.

—Estoy de acuerdo, al menos con tu última afirmación. Así que estarás encantada de saber que la señorita D’Lisle ha consentido en convertirse en mi esposa. Mi duquesa.

Almira alargó una mano para coger la taza, pero se controló y levantó la mirada.

—¡Pero qué dices! —Su cara reflejaba desprecio—. Todo el mundo decía que te ibas a casar con ella, pero acabas de pasar casi una semana por ahí solo con ella. —Soltó un bufido y levantó la taza—. Pierde cuidado que no me lo trago. No puedes casarte con ella… Ahora no. ¡Piensa en el escándalo! —Sonrió con regodeo mientras bajaba la taza.

Sebastian la contempló y suspiró.

—Almira, ignoro por qué no aciertas a darte cuenta, pero ya te lo he dicho con anterioridad: hay una enorme diferencia entre las leyes no escritas que gobiernan la conducta de alguien como yo, o la señorita D’Lisle, y aquellas que rigen para la burguesía. —Su tono no dejaba dudas en cuanto a la diferencia—. Por lo tanto, no dudes de que se requerirá tu presencia para que asistas a nuestra boda, y en un futuro no demasiado lejano.

Con la delicada taza entre las manos, Almira se lo quedó mirando de hito en hito, perpleja. De repente, dejó la taza y exclamó:

—¡Charles! Ven a ver a tu tío.

Se puso de pie de un brinco. Sebastian la detuvo levantando una mano.

—Lo llevaréis a Somersham como de costumbre. Lo veré allí.

Almira hizo un mohín.

—Allí habrá más gente. Es tu heredero. Debes pasar más tiempo con él. Ahora está aquí.

—Aquí, ¿dónde? —repuso él con repentina aprensión—. Qué pregunta más tonta. Supongo que en la biblioteca.

—Bueno, ¿y qué? Algún día será…

Sebastian se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta.

—¡Pues lo será! —Almira echó a correr tras él.

A rastras, su mano apresada en la de Sebastian, Helena le oyó mascullar al abrir de golpe la puerta del salón:

—No si está en mi mano el evitarlo.

La biblioteca estaba dos puertas más allá; un lacayo los vio acercarse y abrió las hojas de par en par. La escena con que se encontraron habría resultado ridícula, de no ser extraña. Tres lacayos de pie formaban un corro alrededor de un niño pequeño, sentado en una alfombra a cierta distancia de la chimenea. El pequeño se limitaba a permanecer sentado, apesadumbrado el rostro, la mirada inexpresiva clavada en los anaqueles oscuros que cubrían la larga biblioteca.

Al niño se le reconocía de inmediato como hijo de Almira: la misma cara redonda, la barbilla huidiza, idéntica rubicundez.

Almira se adelantó como una exhalación y alzó al niño en brazos. Para sorpresa de Helena, el niño no mostró ninguna reacción, limitándose a mover su inexpresiva mirada hacia ella y el duque.

—¡Mira! —Almira tendió el niño a Sebastian casi con agresividad—. ¡No tienes por qué casarte! ¡No hay necesidad! Ya tienes un heredero…

—¡Almira!

Conmocionada, Almira parpadeó y cerró la boca.

Helena miró a Sebastian y notó cómo contenía la ira, cómo trataba de encontrar el mejor enfoque. Entonces él le soltó la mano y tomó a Almira por el codo.

—Vamos. Es hora de que os vayáis a casa. —La condujo hasta la puerta de la larga estancia—. La señorita D’Lisle y yo nos casaremos en Somersham. Llevarás a Charles allí y asistiréis los dos a la boda. A partir de ese día Helena será mi duquesa y ya no será apropiado que vengas aquí cuando estemos fuera. ¿Has entendido?

Almira se detuvo y Helena pudo percibir su confusa frustración.

—¿Será tu duquesa?

—Sí. —Sebastian hizo una pausa antes de añadir—: Y su hijo será mi heredero.

Almira volvió a mirarlo, dejando filtrar poco a poco su indiferencia anterior.

—Bien, pues. —Con Charles en brazos, se volvió hacia la puerta, que un lacayo mantenía abierta—. Por supuesto, si ella va a ser tu duquesa, ya no tengo porqué venir a hacerme cargo de esta casa.

—En efecto.

—Adiós, entonces. —Y se marchó sin mirar atrás.

Sebastian hizo un gesto, y los lacayos —todos, según advirtió Helena, enormemente aliviados— salieron de inmediato. Cerraron la puerta tras ellos. Con expresión distante, Sebastian volvió hasta ella. Meneó la cabeza, levantó la vista y la miró a los ojos.

—Lo lamento. Pero puedo prometerle que no habrá más dificultades.

Helena sonrió.

Sebastian la miró a los ojos, suspiró y le tomó las manos.

Mignonne, si me dice sin más lo que piensa, funcionaremos bastante mejor que si se limita a dejar que lo adivine.

Ella lo miró con el entrecejo arrugado. El siguiente suspiro de él fue menos paciente.

—Vuelve a estar preocupada… ¿Sobre qué?

Helena parpadeó, reprimió una sonrisa y, retirando las manos de las de Sebastian, caminó hasta la ventana, que dominaba una extensión de césped. Los arbustos que la rodeaban estaban húmedos y brillantes, tachonados de llorosas gotas de lluvia.

Le debía tanto al duque… Su libertad, y la de Ariele. Estaba más que deseosa de entregarle el resto de su vida en recompensa; de soportar sus modales autoritarios, de someterse a aquella posesividad que le caracterizaba. Sería lo menos que, en justicia, podía darle a cambio.

Sin embargo, quizá le debiera aún más.

Algo que sólo ella podía concederle.

Quizá también le debía la libertad de él.

—Hace tiempo, en Somersham, usted dijo que había una pregunta que no me haría hasta que yo estuviera preparada para darle una respuesta. —Levantó la cabeza e inspiró hondo sorprendiéndose de sentir tanta presión en el pecho—. Deseo que sepa que entendería si ya no sintiera realmente el deseo de hacerme esa pregunta. —Levantó una mano para impedir que la interrumpiera—. Soy consciente de que debe casarse, pero hay muchas mujeres que podrían ser su duquesa. Mujeres ante quienes usted no estaría obligado como lo está conmigo. Como yo lo estoy con usted.

Contempló el jardín, obligándose a decir, con voz tranquila y nítida:

—Usted nunca quiso casarse, quizá porque jamás ha deseado estar atado, como lo estará si lo hace. Si nos casamos, jamás será libre; las cadenas estarán siempre ahí, sujetándonos, uniéndonos.

—¿Y usted qué? —La voz de Sebastian sonó profunda—. ¿No estará igualmente atada, igualmente atrapada?

Los labios de Helena se curvaron levemente.

—Ya conoce la respuesta. —Lo miró y encontró su mirada azul—. Independientemente de que nos casemos o no, siempre seré suya, nunca me liberaré de usted. —Y añadió—: Y lo prefiero así.

La declaración —y su oferta de libertad— pendió entre ambos. Helena respiró con lentitud y volvió a mirar el césped, los arbustos brillantes.

Sebastian la contempló, inmóvil; al cabo de un momento. Helena notó que se acercaba. La rodeó con los brazos y apretó. La abrazó e inclinó la barbilla contra su sien.

Luego, en voz baja, habló:

—Ningún poder sobre la Tierra podría hacer que la abandonara. La fuerza que gobierna los cielos jamás me dejaría vivir sin usted. Y eso no quiere decir como duque y amante, sino como amantes cotidianos: marido y mujer. —Aflojando la presión, la volvió hacia él y la miró a los ojos—. Es la única mujer con la que he pensado en casarme, la única que puedo imaginar como mi duquesa. Y sí, me siento encadenado; y no, no noto la diferencia, pero por usted (por el premio que supone tenerla como esposa) llevaré esas cadenas encantado.

Helena le escrutó los ojos; por una vez, las emociones de Sebastian aparecieron sin máscara, grabadas con claridad en aquel azul ardiente. Ella reconoció la verdad que encerraban, y la aceptó. Pero aun así…

—Almira mencionó un escándalo. Dígame la verdad, ¿está en lo cierto?

Los labios de Sebastian se curvaron en una sonrisa un tanto irónica.

—Nada de escándalos. Puede que en Francia sea diferente, pero aquí… En realidad no se considera un escándalo viajar con la prometida de uno.

—Pero no estamos… —Escrutó los ojos de Sebastian—. ¿Qué me está diciendo?

—No estaba seguro de cuánto tiempo estaríamos fuera, así que envié un anuncio al noticiario de la Corte.

Helena abrió los ojos a medida que iba creciendo su comprensión.

—¿Antes de que abandonáramos Somersham?

—Antes de sentirse agraviada, considere esta cuestión. —Tomándole las manos, se las llevó a los labios y le atrajo la mirada con los ojos—. Si me rechaza ahora, me expondrá a las burlas de toda la gente elegante. He depositado mi corazón y mi honor a sus pies, públicamente… Son suyos para, si así lo desea, pisotearlos.

La estaba manipulando una vez más; Helena lo sabía. ¿Pisotear su corazón? Todo cuanto deseaba era acariciarlo.

—¡Hummmm! —No resultaba fácil arrugar el entrecejo cuando el corazón latía a un ritmo vertiginoso. Levantando la barbilla, asintió con la cabeza—. Muy bien… ya puede hacerme la pregunta.

Sebastian sonrió, sin triunfalismo, sino con un profundo agradecimiento; a Helena le dio un vuelco el corazón.

Mignonne, ¿quiere ser mía? ¿Se casará conmigo y será mi duquesa… mi pareja en todas las actividades, mi esposa para el resto de mis días?

Un sí parecía demasiado sencillo.

—Ya conoce mi respuesta.

Sebastian movió la cabeza y ensanchó la sonrisa.

—Jamás sería tan tonto de darla por supuesto. Debe decírmela.

Helena no pudo evitar reírse. Luego dijo:

—Sí.

Sebastian arqueó una ceja.

—¿Sólo sí?

Helena sonrió deliciosamente. Levantó los brazos y los entrelazó alrededor de su nuca.

—Sí con todo mi corazón. Sí con toda mi alma.

No había nada más que decir.

En perfecta armonía, viajaron a Somersham, tal como había decretado Sebastian, pero al llegar descubrieron que, por poderoso que fuese él, todavía había cosas que escapaban a su control.

La enorme mansión estaba repleta de familiares y amigos, todos ansiosos por oír lo que tuvieran que comunicarles.

—Dije que sólo la gente de siempre —masculló Sebastian. Dirigió una mirada ceñuda a Augusta cuando, sonriente y vivaracha, le besó en la mejilla—. ¡Y has reunido a media alta sociedad! —añadió el duque.

Augusta le puso mala cara.

—No fui yo quien envió la noticia a la Corte. Después de eso, ¿qué debía hacer? No supondrás que la alta sociedad no se interesaría por tus nupcias, ¿verdad?

—Por supuesto, querido niño —intervino Clara exaltada—. ¡Es una ocasión memorable! Claro que todo el mundo quería estar aquí. No podíamos impedirles que vinieran.

Augusta abrazó a Helena afectuosamente.

—¡Estoy tan contenta! ¡Como todo el mundo aquí! Y espero que no piense que somos demasiado entrometidas, pero Clara y yo sabíamos lo que pasaría (mi hermano jamás dejaría que una nimiedad como el vestido de novia se interpusiera en su camino), así que hemos hecho arreglar el viejo vestido de boda de mi madre. Quedará bien; hemos utilizado los vestidos que usted dejó aquí para hacer los ajustes; y Marjorie ha sido de gran ayuda. Espero que le guste.

—Estoy segura.

A Helena le daba vueltas la cabeza, pero no dejaba de sonreír. Presentó a Ariele, que fue recibida con júbilo por Augusta.

—¿Dieciséis? ¡Oh, querida, lo pasarás maravillosamente bien!

Cuando fue presentado, Phillipe arrugó la frente, lo cual era comprensible, pero Augusta no se dio cuenta. Ariele le dedicó una sonrisa fugaz que le animó. Antes de que Helena se diese cuenta, Augusta la reunió con Ariele e hizo un gesto hacia su hermano.

—Tendrás que arreglártelas solo por un rato, excelencia. Las damas han estado esperando para conocer a Helena y antes querrá cambiarse. —Mientras animaba a Helena y Ariele a dirigirse hacia las escaleras, miró por encima del hombro—. Quizá quieras inspeccionar la biblioteca. La última vez que miré habían descorchado tu mejor brandy. Ya sabes, aquel francés que habías hecho traer por barco…

Sebastian maldijo en voz baja. Miró con cara de pocos amigos a su hermana, que no se inmutó. Con una imprecación sorda, se dirigió a la biblioteca.

El vestíbulo delantero y las habitaciones principales estaban engalanadas con coronas de acebo y otras plantas perennes, y el bullicio y la alegría propias de esos días se vieron realzados por la excitación de la boda. En las chimeneas ardían gruesos leños y el aroma de la repostería navideña y el ponche caliente flotaban en el aire.

Tenían la Navidad encima; una época para la confianza, para la entrega. Un tiempo para compartir.

Todo el mundo congregado en la gran casa sentía la inexorable ascensión de la marea, experimentando alegría y júbilo.

Y fue el día de Nochebuena por la mañana, con la nieve cubriendo la hierba, crujiente a causa de una fuerte helada y tachonada de diamantes, un obsequio del sol que brillaba en el límpido cielo. Helena, de pie en la capilla de los jardines de Somersham Place, hizo los votos que la atarían a Sebastian, a su hogar y a su familia por siempre jamás. Le oyó hacer los suyos de protegerla y respetarla, también para siempre.

En una atmósfera de paz y dicha, de amor y alegría, en la época del año en que esas emociones dominan y tocan todos los corazones, se convirtieron en marido y mujer.

Retirado el fino velo que había sido de la madre de Sebastian, Helena se volvió hacia él, advirtiendo las enjoyadas luces que jugueteaban sobre sus cabezas cuando el sol brilló, bendiciéndoles a través de la ventana rosa. Se echó en sus brazos y sintió cómo se cerraban alrededor de ella. Supo que estaba segura.

Supo que era libre para vivir su vida bajo la protección de un tirano cariñoso.

Levantó la cara y se besaron.

Y las campanas tañeron, lanzadas al vuelo, jubilosas, para saludar aquel día especial y para honrar al amor que ataba los corazones de Sebastian y Helena.

La escarcha adherida al cristal de la ventana trazaba dibujos, junto a los cuales Sebastian se hallaba escribiendo, sentado. Era la mañana siguiente y la enorme casa, en calma, dormía perezosamente los invitados, demasiado agotados por el jolgorio del día anterior para levantarse tan temprano.

En el amplio dormitorio ducal lleno de detalles lujosos, con su enorme cama de doseles, los únicos sonidos que rompían el silencio era el rasgueo de la pluma sobre el pergamino y el crepitar ocasional del fuego. A pesar de la helada que asediaba más allá del cristal, la temperatura de la habitación era lo bastante agradable como para que se hubiera sentado a escribir sólo con la bata puesta.

Sobre el escritorio, junto a su mano, había una daga vieja y gastada en una vaina de piel. La empuñadura, de oro y recargada, tenía un rubí estrellado del tamaño de un huevo de paloma. Aunque sólo al peso valía una fortuna, no había balanza que pudiera medir el verdadero valor de esa daga.

Al terminar la carta, Sebastian dejó la pluma y miró hacia la cama. Helena no se había movido; podía ver la maraña de rizos negros extendida sobre su almohada, tal como él los había dejado media hora antes, cuando se había levantado.

Helena había sido recibida en el clan de los Cynster con una alegría que había trascendido la dicha propia de aquellos días. Durante el desayuno nupcial, que había durado todo el día, la había visto alcanzar su plenitud; subyugando con sus ojos, risas y sonrisas a Martin y George, convirtiéndolos en sus vasallos; intercambiando miradas con Augusta, conspiradora y compañera, ya amigas incondicionales. La había visto tratar con calma y gentileza a Almira, con una comprensión de la que él carecía y cautivar a Arthur, el más reservado de todos.

En cuanto al resto —familia lejana, amigos y relaciones reunidos para ser testigos y juzgar—, todos pensaban que era un tipo con suerte, tal como Therese Osbaldestone le había dicho sin rodeos, pese a lo poco que todos sabían y habían visto, excepto quizá Therese. Después de todo, Helena era demasiado parecida a él.

Nunca había sido capaz de dar por sentado el amor de Helena, de suponer su amor como un derecho. Por poderoso que él pudiera ser, por noble y rico que fuera, seguiría habiendo una cosa que no podía exigir. Así que él siempre estaría allí, vigilando, siempre presto a protegerla, a garantizar que siguiera siendo suya para siempre.

Tal era la vulnerabilidad de un conquistador.

Sin duda Therese diría que tenía cuanto se merecía.

Con una sonrisa, volvió a mirar la carta. La leyó.

Con la presente le devuelvo un objeto al cual, según creo, tiene usted derecho. Recordará las circunstancias en que el mismo, hace siete años, llegó a mis manos. Lo que nunca ha sabido fue que, al enviarme al convento de las Jardineras de María, me puso en el camino de su pupila, a la sazón allí residiendo.

Esta, amigo mío, fue la única información de la que usted carecía. Nos habíamos conocido antes de que usted la enviara a recuperar su pieza, conocido e intercambiado una promesa. Al enviarla a mí para recuperar la daga, nos dio la oportunidad de actualizar aquella antigua promesa, de ahondar en ella como no habíamos tenido oportunidad de hacer con anterioridad.

Ahora hemos alcanzado nuestro propio acuerdo. En este momento me hallo en posesión de algo que vale infinitamente más que su daga; y, por eso, he de agradecérselo. Nuestro futuro, el de ella y el mío, se lo debemos a usted.

Por tanto, ruego que acepte la daga que adjunto —suya de nuevo—, como prueba de nuestro agradecimiento.

Le interesará saber que su pupila no sufrió serias molestias a causa del accidente que estropeó, de forma tan desgraciada, nuestra reciente visita. Su energía e ingenio no han sufrido menoscabo; algo de lo que puedo dar fe personalmente.

Y sí, mon ami, ella es ahora la duquesa de St. Ives.

Bonne chance, y hasta la próxima vez que se crucen nuestras espadas.

Sonrió al imaginar a Fabien leyéndola. Firmó al pie y espolvoreó la carta. En ese momento, un frufrú de tela le hizo volverse hacia la cama.

Apartándose la melena, Helena sonrió, lánguida y sensual, y se hundió de nuevo en las almohadas.

—¿Qué estás haciendo?

Sebastian esbozó una amplia sonrisa.

—He escrito una carta a tu tutor.

—Ah. —Helena levantó una mano y le hizo una seña, haciendo brillar el anillo de oro que Sebastian le había colocado en el dedo el día anterior—. Creo que ahora es a mí a la primera que debes atender, excelencia.

En sus labios, el tratamiento, pronunciado con marcado acento francés sonó a descarada invitación.

Sebastian dejó la carta y volvió a la cama.

A ella.

Al calor de sus brazos.

A la promesa contenida en su beso.