Capítulo 12

EL coche, tirado por cuatro caballos, corría hacia el sur a través de una campiña inmóvil y silenciosa bajo el puño gélido del invierno.

Sobre la acolchada comodidad de la tapicería de piel, arrebujada en la calidez de las pieles suaves y los chales de seda, con unos ladrillos calientes envueltos en franela bajo los pies. Helena observaba el paso fugaz de aquel mundo helado. Al principio había intentado sentarse erguida, para mantener la columna recta y evitar la tentación de apoyarse en Sebastian, que, firme e inamovible, iba a su lado. Pero, a medida que pasaban las horas, empezó a cabecear; luego, con el bamboleo del carruaje, se adormiló. Al despertarse, descubrió su mejilla protegida por el pecho de Sebastian, su brazo firme y protector rodeándola para evitar que resbalara en el asiento.

Entreabrió los ojos. Sentado enfrente, Phillipe dormía apoyado contra una esquina.

Dejó caer los párpados una vez más, se arrebujó en Sebastian y se deslizó de nuevo en el sueño.

Y soñó. Una confusión de imágenes inconexas, pero dominadas por la desesperación, una esperanza floreciente, un sentimiento de fatalidad y un temor nebuloso.

El estrépito de los cascos contra los adoquines la despertó. Se desperezó, miró la ventanilla y vio una mezcolanza de casas y tiendas.

—Londres —informó Sebastian.

Ella se volvió para mirarlo. Phillipe, advirtió, escudriñaba las calles con interés.

—¿Tenemos que pasar por aquí?

—Por desgracia, así es —contestó el duque—. Newhaven está cerca de Brighton, que se encuentra al sur.

Helena contempló las casas e intentó reprimir su impaciencia. Se esforzó en apartar la idea de que acababan de empezar el viaje, de que tenían que correr, correr o, de lo contrario, fracasarían. Que la velocidad era de una importancia fundamental.

Sebastian cerró una mano sobre las suyas, apretándolas de manera tranquilizadora.

—No hay manera de que Louis pueda alertar a Fabien a tiempo —dijo. Ella escrutó su mirada y asintió con la cabeza. Volvió a centrarse en las casas.

Pocos minutos más tarde, Sebastian hablaba con Phillipe, preguntándole por cierta familia de la nobleza francesa. De ahí, la conversación derivó hacia la debilidad de la monarquía de su país. Phillipe recurrió a Helena. Pronto se encontraron enzarzados en una animada y nada halagüeña disección del clima político francés del momento y de las deficiencias de aquellos que, supuestamente, llevaban el timón del país. Helena sólo percibió el transcurso del tiempo al advertir que las casas empezaban a ralear y que el campo abierto volvía a surgir ante su vista.

Miró a Sebastian, vislumbrando el brillo de sus ojos azules. Volviendo al paisaje, dejando que la conversación decayera por sí misma, meneó la cabeza para sus adentros. Puede que Sebastian ya no participara en juegos como los de Fabien, pero acerca de sus habilidades Helena albergaba pocas dudas. Ahora que era suya, ahora que él la consideraba como tal, ella tendría que acostumbrarse a semejantes toques de manipulación —al suave tensado de sus cuerdas—, todo por su propio bien, claro.

Era un precio que jamás supuso estaría dispuesta a pagar, y sin embargo, por la libertad, por él…

Ser suya… a salvo, segura y libre. Libre para vivir una vida propia según sus deseos. Para cumplir su destino como dama de posición, como la esposa de un hombre poderoso.

¿Qué precio tenía semejante sueño?

Cuando el coche empezó a correr de nuevo, volvió a quedarse dormida.

Tarde, cuando las sombras se fundían con la noche, el carruaje se detuvo delante de una posada que daba a un muelle. Sebastian se apeó y Helena le vio hablar con un marinero que había acudido corriendo. El aire nocturno transportaba con claridad el constante chapoteo de las olas y el olor a salitre. El marinero, tras recibir órdenes de Sebastian, hizo una reverencia y se marchó.

El duque volvió al coche. Abrió la puerta e hizo una seña.

—Venga, tenemos tiempo de cenar antes de que cambie la marea.

Ayudó a Helena a bajar; Phillipe la siguió. Cruzaron el patio adoquinado hacia la puerta de la posada. Dentro, todo era acogedor. El posadero sonrió y les dirigió una inclinación de la cabeza, haciéndolos pasar a un salón privado. La mesa estaba puesta para tres. En cuanto se sentaron, llegaron dos doncellas con unas fuentes humeantes.

Helena miró a Sebastian, que adivinó sus preguntas y sacudió la servilleta.

—De madrugada, envié un jinete por delante —explicó—. Todo está preparado para la travesía. Llegaremos a tiempo.

A pesar de respirar aliviada gracias a la planificación del duque, Helena, presa de terribles temores, no tenía mucho apetito. Sebastian insistió en que al menos se tomara la sopa y unos bocados de pollo. Por su parte, Sebastian y Phillipe dieron buena cuenta de todo.

Una vez que hubieron terminado, el duque la condujo por el patio adoquinado hasta el muelle. El barco de Sebastian, un estilizado velero que parecía listo para deslizarse por el agua, permanecía amarrado, cabeceando, los cabos tirantes como si fuera un caballo ansioso por galopar. Todo estaba preparado, le dijo el capitán al duque mientras ayudaba a Helena a subir por la plancha.

Sebastian dio la orden de zarpar y la condujo a los camarotes.

Helena acababa de bajar la corta escalera que desembocaba en un estrecho pasillo, cuando el barco se impulsó sobre el oleaje y partió. La sensación de poder, de ser propulsada hacia delante —hacia Francia, hacia Ariele—, le proporcionó un inmenso consuelo. Se detuvo y sintió que la esperanza estallaba en su interior, y dejó que la embargase.

Sebastian se volvió para ver si le pasaba algo y Phillipe estaba esperando todavía para bajar. Ella sonrió y avanzó, dejando que el duque la condujera a su camarote al final del pasillo.

Aunque pequeño, el compartimiento era cómodo. Exhibía el sello de la riqueza de Sebastian en los accesorios, en la cama asegurada a la pared, en el brillo de los paneles de roble y en la calidad de la ropa de cama.

Salió de nuevo al pasillo mientras Sebastian conducía a Phillipe a otro camarote; los oyó hablar de la hora probable de llegada. «Será por la mañana», dijo el duque. Phillipe estaba impresionado; le preguntaba por el barco, por su diseño. Helena volvió al camarote.

Se retiró la capucha de la capa, y cogió los cordones del cuello. Había sólo una cama. Y Sebastian esperaría que ella la compartiera con él. Así pues, cómo conseguiría dormir…

En su mente surgieron los muros grises de Le Roe, fríos e imponentes. Ni siquiera el huerto y el parque que lo rodeaban suavizaban sus líneas duras y despóticas.

¿Qué estaría haciendo Ariele? ¿Estaría durmiendo plácidamente con una ligera sonrisa en los labios? El sueño del inocente; confiado, ingenuo…

Un ruido en el pasillo atrajo su atención. Y a continuación, a sus espaldas, la puerta se abrió y se cerró. Oyó un golpe metálico y supo que Sebastian había colocado el cinturón y el estoque en un silla. Luego percibió su presencia detrás de ella, sintió que su pulso se aceleraba como siempre que se le acercaba. El duque apretó su pecho contra los hombros de Helena, y sus muslos contra el trasero. De manera que la cresta de su erección empujó la parte baja de su espalda.

Helena no lo esperaba.

—Esta noche estoy… preocupada.

—Lo sé.

Las manos de Sebastian ciñeron su cintura. Inclinó la cabeza y, con la punta de la lengua, recorrió el borde de la oreja. Helena se estremeció e inclinó la cabeza hacia atrás, y él arrastró los labios hasta el punto donde latía el pulso en la base del cuello.

La lamió al mismo tiempo que sus manos subían para cerrarse, posesivas, sobre el pecho de Helena, sobándola con languidez. Luego le apretó los picos fruncidos.

Helena intentó reprimir la excitación, pero no lo consiguió. Sus senos se hincharon, firmes y calientes, y sus pensamientos saltaron en mil pedazos.

—Hace demasiado frío para que se desnude. —Sugirió el duque con voz ronca, dándole a entender que él prefería hacerlo de aquella manera.

Ella consiguió respirar, pero no pudo librarse de la embriagadora sensualidad de su tono y de sus caricias. Fue incapaz de sustraerse a su hechizo.

—Entonces… ¿cómo? —preguntó con un hilo de voz.

—Levántese las faldas y las enaguas por delante. Hasta las rodillas.

Helena lo hizo. Las manos de Sebastian bajaron hasta su cintura y la ciñó. Helena soltó un gritito ahogado cuando, levantándola, la puso de rodillas sobre el borde la cama.

—Chsss. —Sus labios volvieron al cuello de Helena, al sensible punto bajo la oreja—. Phillipe está en el camarote contiguo.

Una de sus manos volvió a darle placer en los senos y Helena sintió la otra detrás de ella, velada por la ropa, cuando Sebastian empezó a levantarle las faldas.

—No sé si podré…

La mano de Sebastian entró en contacto con el trasero desnudo, acariciándolo; Helena gimió.

Sabía que podría.

Sebastian acabó de levantarle las faldas y le penetró con suavidad… y el mundo se desvaneció. Su ritmo era lento, cuidadoso; el deseo creció como una ola suave y arrastró a Helena hasta un lugar tan sólo existente allí y entonces, en el momento del calor y la pasión. Un lugar lleno de sensaciones, donde el placer crecía, etapa por etapa, paso a paso, inexorable, hasta que al final la imponente ola rompió y la inundó, dejándola estremecida y exhausta… demasiado exhausta para pensar.

Sólo fue vagamente consciente de que él le quitaba la ropa y la tendía en la cama. Luego se desnudó y se unió a ella, que se acurrucó de manera instintiva en la calidez y la fuerza de Sebastian.

La rodeó con el brazo y la apretó contra él.

Helena suspiró y se dejó vencer por el sueño.

La despertó una repentina sacudida.

Miró alrededor y recordó dónde estaba. Se encontraba sola y una tenue luz matizaba el círculo de cielo que se veía a través del ojo de buey.

France!

Intentó retirar las mantas pero en ese momento el velero se escoró bruscamente, se quedó inmóvil por un segundo y, con un golpetazo, volvió a incrustarse en el mar.

Eso era lo que la había despertado. Al tirar de la manta, se percató de que Sebastian las había remetido bajo el colchón, de manera que ella no rodara hasta el suelo. Mientras luchaba por liberarse, la embarcación volvió a cabecear violentamente. Tuvo que agarrarse al lateral de la cama para evitar ser lanzada a través del camarote.

Bregó con el vestido para ponérselo mientras se tambaleaba por el camarote luchando por mantenerse en pie. Lanzó un juramento en voz baja y en francés.

Abandonó el camarote y subió la corta escalera. Al ver el cielo y el mar, se quedó sin palabras.

Gris oscuro, casi negro, el cielo era un remolino; por debajo, las olas avanzaban en largas ondas empenachadas de blanco que rompían sobre la proa del velero y arrasaban la cubierta, rugiendo. A través de la espuma lanzada por las espantosas olas, fustigadas en la cresta por un viento constante, Helena pudo divisar los bajos acantilados; con los ojos entrecerrados, distinguió un grupo de casas en la cabecera de una ensenada situada a cierta distancia.

Sacre dieu —consiguió decir por fin. Si se hubiera atrevido a correr el riesgo de soltar el pasamanos al que se había aferrado, se habría santiguado.

Estaba de cara a proa; el puente y el timón estaban a popa. El golpeteo de las olas decreció súbitamente, hasta convertirse en un simple balanceo. Con la respiración contenida, salió a cubierta. Con paso tembloroso dejó atrás la escotilla y se volvió para entrever el mar más allá de la proa.

Vio abalanzarse la siguiente serie de olas furiosas. La primera hizo inclinar la cubierta. Helena se agarró con fuerza de una bita. Al impacto de la segunda ola, sus pies resbalaron. Miró asustada en todas direcciones, y se dio cuenta de que era lo bastante pequeña como para colarse por la barandilla de cubierta. Se abrazó a la bita desesperadamente.

El embate de la tercera ola le hizo perder el equilibrio. Gritó y sintió que sus dedos resbalaban por la suave y mojada bita. Oyó un grito y un juramento.

Segundos más tarde, justo cuando se abalanzaba la siguiente ola y sus dedos se soltaron, fue arrebatada contra el pecho de Sebastian. Los brazos del duque le rodeaban con firmeza la cintura, apretándola contra él, espalda contra pecho, mientras el yate aguantaba el embate de la ola.

En cuanto pasó, Sebastian avanzó hacia la escotilla, alcanzó la escalera y bajó llevando a Helena como si fuera un fardo.

—Lo siento —se excusó ella cuando la depositó en el estrecho pasillo.

Los ojos de Sebastian refulgían con un azul intenso, los labios apretados mientras permanecía de pie en mitad de la escalera, obstruyéndola.

—De ahora en adelante tenga bien presente lo siguiente. Acepté rescatar a su hermana, y lo haré. Consentí, contrariando mi buen juicio, en que usted me acompañara. Pero si no se ocupa de sí misma y de su seguridad, soy muy capaz de cambiar de idea.

Helena leyó en sus ojos que hablaba en serio, lo vio en la férrea determinación de su gesto. Conciliadora, extendió las manos con las palmas levantadas.

—Le he dicho que lo siento, estoy… No me di cuenta. —Su gesto señaló la tormenta exterior—. Pero ¿no podemos arribar a puerto?

Sebastian suavizó la expresión. Empezó a bajar la escalera pero una ráfaga de viento lanzó una rociada de agua sobre su cabeza. Gruñó, se dio la vuelta y cerró la escotilla de un golpe. Sacudió la cabeza y las gotas volaron. Le indicó que se volviera con un gesto.

—Vamos al camarote.

Una vez allí Helena se dirigió a un pequeño aparador atornillado al mamparo, cogió una toalla del toallero y se la tendió.

Sebastian la cogió. La embestida de una nueva ola la lanzó contra él, que la sujetó contra su cuerpo. Helena sintió su rígida tensión, el enfado contenido que lo dominaba. Entonces Sebastian suspiró y la tensión se disipó. Inclinó la cabeza y apoyó la cara sobre los rizos de Helena. Respiró hondo.

—No vuelva a hacer una insensatez así.

Helena buscó su mirada y vio con claridad, porque él se lo dejó ver, la vulnerabilidad que yacía tras sus palabras. Levantó la mano y le tocó la mejilla.

—No lo haré, descuide —susurró.

Se estiró y le tocó los labios con la boca. Invitado al beso, él se lo devolvió.

Aquella dulce energía manó entre ellos por un instante, al cabo del cual Sebastian levantó la cabeza y la ayudó a dirigirse a la cama. Helena avanzó a trompicones hasta sentarse. Sebastian se acercó al ojo de buey y miró fuera, secándose el pelo con la toalla.

—No podemos entrar a puerto; no con el mar así —dijo—. Y menos con el viento en contra.

Helena ya lo había adivinado. Se desanimó bastante, pero estaba decidida a conseguirlo.

—¿Y no podemos navegar hacia otra parte?

—No sería fácil. Lo más probable es que el viento nos lanzara contra las rocas. —La miró—. Además —señaló el ojo de buey con la cabeza—, eso es Saint-Malo. Es el puerto más cercano a Le Roe y el que más nos conviene. Una vez en tierra, nos llevará un día, quizás un poco más, llegar a Montsurs. —Volvió a mirarla—. Según creo, Le Roe está cerca de allí, ¿no es así?

—Una media hora.

—Bien… estas tormentas nunca duran mucho. Casi es mediodía…

—¿Mediodía? —Se lo quedó mirando fijamente—. Creía que acababa de amanecer.

Sebastian negó con la cabeza.

—Al amanecer estábamos todavía al norte de las islas, navegando tranquilamente. El viento empezó cuando entramos en el golfo. —Lanzó la toalla sobre la cama y se sentó junto a ella—. Así que tenemos que sopesar nuestras posibilidades. Para librarnos del viento tendríamos que poner rumbo norte y rezar para que amaine costa arriba (lo cual es posible que no), o virar al oeste y tener que rodear prácticamente Bretaña para desembarcar en Saint-Nazaire. Ambas opciones nos alejan más de Le Roe que Saint-Malo.

Helena lo consideró.

—Así pues, ¿lo mejor sería permanecer aquí a la espera de que la tormenta pase?

Sebastian asintió con la cabeza.

—Sé que está preocupada —añadió—, pero tenemos que sopesar cada hora con sumo cuidado.

—¿A causa de Louis?

Volvió a asentir, esta vez con más sequedad.

—En cuanto se dé cuenta de que nos hemos ido y abandone Somersham, su ruta será evidente. Irá hasta Dover y cruzará hasta Calais. Es improbable que esta tormenta le afecte.

Helena dejó resbalar la mano entre las de él.

—Pero entonces tendrá que bajar hasta Le Roe. Eso lo retrasará.

—Sí, y esa es la razón por la que creo que deberíamos esperar aquí. Louis sólo puede haber abandonado Somersham esta mañana; en el mejor de los casos, hace unas pocas horas. No habrá conseguido irse antes, no con tanta gente retrasándole.

Helena reflexionó y terminó por suspirar. Asintió con la cabeza.

—Así que tenemos tiempo. —Miró a Sebastian—. Tiene razón; debemos esperar.

Sebastian captó su mirada, buscó en sus ojos y con una mano le cogió la cara. Inclinó la cabeza para acariciarle los labios con los suyos.

—Confíe en mí, mignonne. Ariele estará a salvo.

Confiaba en él, por completo. Y en lo más hondo de su corazón sintió que, en efecto, Ariele estaría a salvo. Con él y ella actuando juntos, decididos a conseguirlo, era incapaz de imaginar que el rescate no se realizara.

Sin embargo, a medida que la espera se prolongaba e iban pasando las horas, afloró otra preocupación. Sebastian estaba dispuesto a introducirse subrepticiamente en Francia y secuestrar a una joven noble francesa bajo las narices de su tutor legal. Y todo por ella. Pero ¿qué pasaría si era capturado?

¿Sería suficiente su noble condición para protegerlo? ¿Algo podría protegerlo de Fabien si caía en sus manos? La discusión acerca del disfraz que adoptarían para viajar por tierra hasta Le Roe no acalló tales incipientes temores.

Phillipe se había reunido con ellos para el almuerzo en el camarote. Un grumete los sirvió y luego se retiró cerrando la puerta.

—Creo que sería mejor si, una vez desembarcados, podemos aducir alguna razón manifiesta para nuestro viaje. Sugiero que tú —Sebastian señaló con la cabeza a Phillipe— te presentes como el joven vástago de una casa noble.

Phillipe escuchaba con atención.

—¿De cuál?

—Sugeriría que la de Villandry. Si alguien pregunta, eres Hubert de Villandry. Las posesiones de tus padres se encuentran en…

—La Garonne. —Phillipe sonrió—. He estado allí.

Bon. Entonces, si surge la necesidad, podrás resultar convincente. —Miró a Helena—. No es que espere ninguna dificultad. Sólo estoy tomando precauciones en previsión de cualquier contingencia.

Ella le sostuvo la mirada y asintió con la cabeza.

—¿Y quién seré yo?

—La hermana de Hubert, por supuesto. —Inclinó la cabeza, estudiándola, y dictaminó—: Adéle. Sí, colará. Usted es Adéle de Villandry, y la razón de que nos acompañe es que, tras un breve viaje por Gran Bretaña durante el último año, Phillipe y yo recalamos en Londres, donde, después de una estancia de meses en la capital con unos parientes, aceptamos acompañarla de vuelta a… —pensó por un momento— al convento de Montsurs.

Helena hizo suyo el falso relato.

—Había decidido tomar los hábitos y fui enviada a Londres en un último esfuerzo para que cambiara de idea.

Sebastian esbozó una sonrisa burlona; alargó el brazo y apretó la mano.

Bon. Eso suena muy convincente.

—Y ¿usted quién es? —preguntó Helena.

—¿Yo? —Una luz maliciosa titiló en sus ojos cuando se puso la mano en el pecho y parodió una reverencia—. Yo soy Sylvester Ffoliott, un erudito ingles, descendiente de una noble y arruinada familia, que se ha visto obligado a tener que abrirse camino en la vida. Fui contratado para guiar a Hubert en su viaje por Gran Bretaña y cuidar de que volviera a la propiedad de los Villandry en La Garonne. Hubert y yo nos dirigiremos hacia allí después de dejarla con las buenas hermanas de Montsurs.

Tanto Helena como Phillipe guardaron silencio, dejando volar la imaginación. Al cabo, Helena asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Servirá.

—Por supuesto. Además, justificará el alquiler de un veloz carruaje para llevarla a Montsurs, así como el regreso subsiguiente del coche mientras nosotros (Hubert y yo) alquilamos unos caballos, la mejor manera de ver el país en nuestro viaje hacia el sur.

Phillipe arrugó el entrecejo.

—¿Por qué dejar el carruaje y cambiar a los caballos?

—Porque los caballos serán más rápidos y más útiles en la huida. —Observó a Phillipe—. Doy por sentado que sabes montar.

—Naturellement.

—Bien. Porque no confío en que tu tío deje que Ariele y Helena se le escabullan de las garras sin intentar recuperarlas.

Ninguno había imaginado que Fabien las dejaría ir graciosamente, aunque al escucharlo de manera tan rotunda provocó que la idea se consolidase en la mente de Helena.

¿Cómo reaccionaría Fabien? ¿Y cómo lo derrotaría Sebastian?

Más tarde, de pie junto a la barandilla de cubierta, miró hacia la costa, observando cómo el sol poniente ribeteaba de fuego las nubes de la tormenta. Tal como había predicho el capitán, la tormenta había pasado, dejando unos jirones de nubes corriendo por el cielo. El viento sibilaba con estrépito entre las jarcias. El sol se hundió y, con un último y ardiente destello, se ahogó en el mar.

A medida que las sombras se cernieron sobre ellos, el silbido del viento se fue debilitando, hasta desaparecer por completo.

Sebastian se acercó a la barandilla y se paró detrás de Helena, a un lado.

—Pronto, mignonne, pronto. Enseguida que el viento vuelva a levantarse.

—Quizá no lo haga… al menos no esta noche.

Helena no vio la sonrisa de Sebastian —aun si le hubiera mirado, era probable que su cara no la mostrara—, pero la adivinó, en su tono indulgente.

—Lo hará. Confíe en mí. Estas aguas rara vez están en calma.

El duque se arrimó más; sin mirar. Helena se recostó contra su cálido cuerpo. Se abandonó al apoyo y la esperanza que auguraba. Sebastian la rodeó con los brazos y cerró las manos sobre la barandilla, encerrándola delante de él. Cómodamente, transmitiéndole seguridad.

Permanecieron así un largo rato, los pensamientos y preocupaciones de ambos abandonados a la silenciosa belleza de la noche.

—Si conseguimos desembarcar esta noche, ¿qué haremos? —preguntó ella.

—Tomaremos habitaciones en una posada y contrataremos el carruaje. Nos marcharemos por la mañana lo más temprano posible.

Helena sintió el pecho de Sebastian expandirse al respirar.

—¿Por qué no marcharnos esta misma noche?

—Demasiado riesgo.

Helena puso ceño. Notó que Sebastian la miraba.

—Cabalgar de noche por los caminos rurales es demasiado peligroso —explicó él—, y no precisamente por su estado de conservación. Atraeríamos la atención, lo que puede que no sea de ayuda. En cuanto a qué ganaríamos… Si partimos de aquí esta noche, llegaríamos allí mañana a mediodía. Demasiado peligroso. Al acercarnos a Le Roe a plena luz del día, corremos el riesgo de que alguien la reconozca e informe de su presencia a Fabien.

Helena hizo una mueca. Se recostó aún más contra él.

—Muy bien, señor duque. Esta noche descansaremos.

De nuevo volvió a percibir su sonrisa indulgente.

Bon, mignonne. —Apretó la boca contra su sien—. Estaremos en camino con las primeras luces del alba.

Como si algún ser celestial hubiera oído la sentencia de Sebastian y se sintiera movido a cumplirla, las jarcias crujieron levemente, cada vez con más ruido, hasta que una ráfaga de viento llegó de no se sabía dónde.

El duque levantó la cabeza. De inmediato, gritos y órdenes resonaron por doquier y la tripulación puso manos a la obra. La cadena del ancla traqueteó, las cuerdas corrieron por las poleas y se izaron las velas, que reaccionaron con entusiasmo a la refrescante brisa.

Helena seguía de pie junto a la barandilla cuando las velas se hincharon y el estilizado velero puso proa a Saint-Malo. Con Sebastian a su espalda, observó la costa de Francia acercarse.

Todo transcurrió tal y como el duque pronosticara. La embarcación fondeó en el puerto de Saint-Malo, pasando inadvertidamente entre otros muchos veleros y embarcaciones de todo tipo que poblaban los muelles de piedra. Desembarcaron como si fueran simples pasajeros, encomendando sus bolsas a un mozo que los siguió detrás mientras cubrían la corta distancia hasta La Paloma, una de las mejores, si no la mejor, de las muchas posadas de que se afamaba el concurrido puerto. Allí encontraron habitaciones confortables.

Pese a la mullida cama. Helena durmió poco. No le había pasado inadvertido el hecho de que Sebastian llevaba, una vez más, el estoque. Como el resto de los caballeros, con frecuencia llevaba algún arma semejante, pero por lo general solía tratarse de alguna ornamental. El estoque que llevaba ahora no era de esas. Era viejo, bastante gastado y nada sobrecargado. Parecía sentirse cómodo, como si antes lo hubiera usado a menudo y estuviera familiarizado con él. Helena había advertido la manera en que la mano de Sebastian caía hasta la empuñadura, descansando allí, los largos dedos curvados distraídamente sobre el metal labrado.

El estoque casi parecía una parte de él, una prolongación de su cuerpo. No era un juguete sino una herramienta, y él sabía cómo utilizarla. El hecho de que hubiera decidido llevarla sugería cosas inquietantes.

Helena suspiró para sus adentros, reconociendo la osadía que era pensar que ella podía protegerlo; era él quien la protegía a ella. Eso quitaba motivos de preocupación… Sin embargo, aun así estaba preocupada.

Cada vez que cerraba los ojos, su mente se desbocaba, imaginando toda clase de dificultades y obstáculos que surgirían en el camino y les harían perder las horas, impidiéndoles llegar a Ariele en el tiempo previsto.

Elena se despertó sobresaltada, con el pulso acelerado y el estómago tenso. Volvió a reclinarse en la almohada y cerró los ojos para intentar dormir.

Cuando en la fría madrugada Phillipe llamó a su puerta, ya estaba vestida y esperaba. Tras tomar una jícara de chocolate —porque Sebastian insistió—, estuvieron en camino antes de que el sol hubiera empezado a despuntar.

Al abandonar el patio de la posada, Sebastian había hecho un gesto a Helena y Phillipe para que subieran al carruaje, murmurando al chico que se sentara al lado de ella. Él había tomado asiento enfrente, pero una vez que hubieron dejado la ciudad atrás, cuando corrían ya por los caminos a campo abierto, hizo una señal a Phillipe para intercambiar los sitios.

Al ponerse a su lado, Sebastian advirtió las oscuras ojeras de Helena. La rodeó con un brazo para apoyarla cómoda y acogedoramente contra su costado. Helena lo miró con la frente arrugada; Sebastian sonrió, y le acarició el pelo con los labios.

—Descanse, mignonne. De nada le servirá esta noche a su hermana si no está completamente despierta y descansada.

La mención del rescate de su hermana y el papel que ella tenía que desempeñar le dio algo en qué pensar y la excusa para dejarse vencer por el cansancio y apoyar la cabeza en el pecho de Sebastian. Cerró los ojos.

No tardó en despertarse. Sebastian la mantenía segura contra él, un peso femenino cálido y suave, mientras contemplaba el paso fugaz de la campiña. Había dedicado la mitad de la noche en buscar el mejor cochero; el hombre valía lo que había pagado por él. Traquetearon durante todo el día, parando sólo media hora al principio de la tarde.

Empezaba a anochecer cuando los muros de la vieja ciudad de Montsurs se alzaron ante ellos. Volviendo a cambiar de sitio con Phillipe, Sebastian ordenó al cochero que los llevara a una caballeriza donde alquilasen caballos. Cuando el coche se detuvo con un estremecimiento junto a un establecimiento de aspecto no demasiado próspero, Sebastian sonrió burlón.

—Perfecto. —Miró a Helena y Phillipe—. Esperen aquí y asegúrense de que los lugareños no los ven.

Asintieron con la cabeza y el duque se apeó. Pasaron los minutos, y ellos se mantuvieron en silencio, vigilantes, cada vez más temerosos. De pronto oyeron ruidos de cascos. Era Sebastian, que volvía tirando de cuatro monturas, todas ensilladas. El dueño de la caballeriza iba a su lado, una ancha sonrisa adornándole la cara.

Sebastian condujo los caballos hasta la parte trasera del coche. Helena y Phillipe aguzaron el oído. El caballerizo estaba indicándole unas direcciones, adornadas con descripciones. Helena reconoció el camino al convento; tuvo que sonreír. Sebastian había pensado incluso en eso; si alguien se interesaba por unos desconocidos que habían comprado caballos aquella noche, el rastro sólo llevaría hasta el convento.

Sebastian reapareció en ese momento, dio las gracias al caballerizo, abrió la puerta y subió, cerrándola rápidamente tras él.

Helena retrocedió para ocultarse en las sombras; no quería que el hombre la viese.

—Ahora, ¿adónde? —le preguntó al duque.

Él la miró arqueando la ceja.

—Al convento, por supuesto.

No estaba lejos, pero a aquellas horas las puertas estaban cerradas y no había nadie que viese detenerse al coche, que los viera bajar y desatar los caballos, que viera a Sebastian pagar al cochero mientras ella y Phillipe esperaban con las riendas en las manos. El hombre cogió las monedas con una sonrisa, azuzó a los caballos y se alejó. De pie en el sendero, observando cómo desaparecía el coche, esperaron hasta que los cascos ya no se oyeron en el camino.

Todos a una, se dieron la vuelta y examinaron el muro del convento. Sebastian se dirigió hacia la sólida puerta y miró a través de la rejilla. Se giró hacia ellos, sonriendo.

—Nadie nos ha visto.

Volvió y cogió las riendas que sujetaba Helena.

—Vámonos.

La levantó hasta la silla, sujetó el caballo mientras Helena se acomodaba y luego montó en el suyo. Con Phillipe encabezando la comitiva, recorrieron el sendero y torcieron hacia Le Roe.

Media hora más tarde, rodearon una colina y la fortaleza surgió ante su vista. Levantándose sobre un pequeño valle, la fortaleza de Fabien se asentaba sobre el saliente de una elevación rocosa, como una extensión de la misma, una extraña y perturbadora atalaya elevándose sobre los fértiles campos.

—Alto. —Sebastian tiró de las riendas y sonrió a Helena cuando se paró a su lado. Le indicó la fortaleza con la cabeza—. ¿Es esa?

Helena asintió.

—Por este lado es inaccesible, pero por el otro hay caminos que serpentean a través de jardines.

—Menos mal. —Sebastian estudió la construcción, la manera en que había sido encajada en la piedra. Como fortaleza, era impresionante—. Si avanzamos más por este camino, correremos el riesgo de ser vistos.

Helena asintió con la cabeza.

—A causa de las revueltas, hay guardias incluso de noche.

—Conozco la rutina de los guardias; nunca cambia —añadió ella.

Phillipe resopló.

—Es verdad. Hay guardias, pero en realidad no esperan que nadie se acerque.

—Tanto mejor si están confiados. —Sebastian examinó los campos circundantes—. ¿Hay algún camino por el que podamos llegar al otro lado?

—Sí. —Helena espoleó su montura—. Hay un sendero que se une a este un poco más adelante; es el que usan las carreras para recoger las manzanas del huerto.

Con Phillipe cerrando la marcha, Sebastian la siguió. Al cabo de unos cien metros, Helena torció por un estrecho sendero lo bastante ancho para que pasara un carro, lleno de profundas rodaduras pero cubierto de vegetación. A menos que se supiera que estaba allí, nadie imaginaría su existencia. Siguiendo a Helena en fila india, Sebastian no dudaba que Fabien lo conocía. Si tenían que huir a toda prisa…

Estaba absorto, haciendo planes para toda suerte de contingencias, cuando Helena tiró de las riendas y se volvió.

—Deberíamos dejar los caballos aquí. Más adelante hay unas cancelas, pero si metemos los caballos en el huerto —indicó con la cabeza la tierra que se levantaba por encima de ellos—, los guardias podrían oírlos.

Con los ojos entrecerrados, Sebastian intentó ver a través de las sombras cambiantes, estudiando las terrazas siempre ascendentes y que, finalmente, se encontraban con lo que parecía un muro de jardín. Aunque bien protegida del camino principal y de cualquier fuerza que pudiera llegar por esa dirección, desde este ángulo la fortaleza parecía mucho más vulnerable.

—Tres bien —murmuró escudriñando la noche—. Dejaremos aquí los jamelgos y continuaremos a pie.

El muro del huerto tenía dos metros y medio de altura, pero fue fácil encaramarse por sus toscos bloques de piedra, incluso para Helena, que llevaba faldas. Trepó por el muro bajo la atenta mirada de Sebastian y se sentó en el borde mientras él se le unía tras una rápida ascensión. Pasando las piernas por encima, Sebastian se dejó caer a tierra. Helena miró hacia abajo, resopló, se dio la vuelta y empezó a descender con más cuidado.

Cuando estaba a medio camino del suelo, Sebastian la desprendió del muro y la depositó en el suelo. Con un gesto de la cabeza a modo de agradecimiento, Helena se sacudió el polvo de las manos, señaló el empinado huerto y echó a andar.

Sebastian avanzaba con sigilo a su lado cuando salieron de la profunda oscuridad para atravesar los espacios abiertos entre los esqueléticos árboles. La luna todavía no había salido, así que sólo tenían que esconderse de la débil luminosidad de las estrellas.

Llegaron a la parte más elevada del huerto y se deslizaron al abrigo de la densa sombra que proyectaba el siguiente muro. Este era algo más disuasorio: de igual altura pero sólida construcción, cada bloque se alineaba perfectamente con el siguiente, lo que dejaba una superficie lisa sin ningún lugar donde afianzar manos y pies. Sebastian lo estudió y miró a Helena, que le hizo señas con la mano de que esperase mientras ella y Phillipe hablaban en susurros. Luego Helena señaló hacia la izquierda y emprendió la marcha a lo largo del muro.

Sebastian la siguió. Helena avanzaba con rapidez, amparada en la sombra del muro, hasta que, considerando que debían de estar al otro lado de la entrada principal, se paró. Se volvió hacia Sebastian, llevándose un dedo a los labios, se dio la vuelta y continuó; unos pocos pasos más la llevaron al otro lado de una cancela de hierro forjado.

Sebastian se paró al hacerlo Helena y levantó la vista hacia la verja. Era tan alta como el muro y estaba rematada por unas puntas muy afiladas. No había manera de salvarla por encima. Miró a Helena y vio que le hacía señas. Se reunió con ella más allá de la puerta; Helena tiró de Sebastian hacia abajo para hablarle al oído.

—Está cerrada pero hay una llave. Cuelga de un gancho justo a esta altura en el otro lado del muro. —Señaló un punto en el muro a unos treinta centímetros de la base y a casi sesenta del marco de la puerta—. ¿Podrá alcanzarla?

Sebastian miró el punto que le indicaba.

—Mantenga ahí la mano.

Se volvió hacia la cancela. Arrodillándose de costado, metió el brazo derecho a través del último espacio entre los barrotes, apoyando la sien contra la barra de hierro; miró la mano de Helena y dirigió los dedos hacia el punto opuesto. Si no conseguía coger la llave con limpieza y se le caía…

Las yemas tocaron metal y Sebastian se quedó inmóvil. Luego, con extrema delicadeza, alargó un poco más el brazo, resiguiendo el contorno de la llave y el cordel, hasta el clavo del que colgaba. Se estiró y deslizó los dedos entre el cordel, cerró la mano y lo sacó.

Extrajo el brazo y miró la pesada llave.

Antes de que pudiera reaccionar, Helena se la quitó de un manotazo, pero Sebastian la hizo agacharse de un tirón.

—¿Y los guardias?

Helena le contestó en un susurro:

—Estos son los jardines de la cocina; sólo los comprueban un par de veces, a primera hora de la noche y poco antes del amanecer.

Sebastian asintió con la cabeza y la soltó. Se levantó y se limpió el polvo de las rodillas mientras Helena deslizaba con cuidado la pesada llave en la vieja cerradura.

Phillipe la ayudó; entre los dos, forcejearon hasta hacer saltar la gacheta. Preocupado por los posibles chirridos, Phillipe abrió la puerta con cuidado. Los goznes chirriaron levemente.

Aliviada, Helena siguió a Phillipe al interior del jardín por el trillado sendero que conducía a la casa. Sebastian, que iba detrás, observó a sus dos impacientes colaboradores avanzar a hurtadillas por el sendero. Suspiró, meneando la cabeza. Cerró la puerta, le echó el pestillo y quitó la llave.

Helena se volvió y le vio meterse la llave en el bolsillo de la casaca. Todos vestían ropas de colores apagados. Bajo una capa oscura, Helena llevaba un vestido marrón oscuro, liso y sin adornos tras haberle quitado todos los bordados para la ocasión. Phillipe iba completamente de negro. Sebastian llevaba una casaca y calzones gris castaño y calzaba botas hasta los muslos de un tono parecido. De día, el color le favorecía, pero a la tenue luz de la noche parecía un fantasma, un ser irreal salido de las sombras. «Con toda seguridad, un producto de mi imaginación», pensó Helena. Con aquellos andares sigilosos, nunca tan acusados, y la elegancia que conferían a su musculoso cuerpo, el duque constituía una sinfonía para sus sentidos.

Sebastian llegó junto a Helena, que tuvo que obligarse a respirar. Con un gesto de la cabeza, le indicó el umbral donde esperaba Phillipe.

—Hemos de evitar las habitaciones de la servidumbre. Podemos llegar al jardín de las rosas por allí. Sólo parte de los aposentos de Marie, la esposa de Fabien, están en esa ala. Como está enferma, es probable que sea el lugar más seguro para entrar.

Cuando rodearon la casa de piedra con más de tres plantas de ventanas mirando sobre ellos, no vieron ningún guardia. A pesar de que era más de medianoche, Sebastian notó un cosquilleo en la nuca. Podía ver la lejana ala hacia la que se encaminaba Helena; mientras seguía su senda, iba examinado las habitaciones más cercanas de la planta baja.

Cuando pasaban a toda prisa junto a un arriate de rododendros, Sebastian retuvo a Helena por el brazo.

—¿Qué hay al otro lado? —Señaló una puerta de dos hojas que se abría a una pequeña zona adoquinada.

—Un salón pequeño —susurró Helena.

Él deslizó los dedos hasta la mano de ella y la agarró; hizo un gesto a Phillipe con la cabeza. Tirando de Helena, atravesó el jardín intermedio y avanzó hasta las sombras junto a la casa.

Helena lo siguió sin rechistar, pero al cabo le preguntó:

—¿Por qué esta?

Sebastian estudió las estrechas hojas.

—Observe.

Dobló las rodillas y apoyó el hombro allí donde las dos hojas se unían en la cerradura. Entonces le dio un empujón seco.

La cerradura saltó con un chasquido y la puerta se entreabrió. Helena se quedó boquiabierta.

—Qué… sencillo —musitó.

Sebastian abrió la puerta, hizo entrar a Helena y la siguió; Phillipe se les unió. Cerró la puerta y miró alrededor. El cuarto era pequeño y de una discreta elegancia. Alcanzó a Helena junto a la puerta principal y le puso una mano en la cintura para impedir que la abriera.

—¿A qué distancia queda la habitación de su hermana?

—La que utiliza habitualmente está en el ala central.

Sebastian miró a Phillipe.

—Ve primero, pero lentamente. Te seguiremos. Camina como si tal cosa; no te escondas. Si apareciera algún criado, pensará que acabas de llegar.

El joven asintió con la cabeza. Sebastian dejó que Helena abriera la puerta. Phillipe emprendió la marcha como se le había indicado y los otros le siguieron, ligeros cual fantasmas.

Se vieron obligados a subir la escalera principal; Helena respiró aliviada cuando llegaron arriba y accedieron a una gran galería. La luna había alcanzado su cenit. La luz plateada se desparramaba a través de los muchos ventanales, iluminando la larga pieza. Helena y Sebastian se pegaron a la pared interior mientras seguían a Phillipe, quien, a una señal del duque, atravesó a toda prisa la galería.

Volvieron a aminorar el paso cuando entraron en un laberinto de palios. La tensión de Helena se alivió aún más y el entusiasmo y la expectación ocuparon su lugar. En pocos minutos vería a Ariele de nuevo, sabría que estaba a salvo.

Sebastian le tiró de la mano y susurró:

—¿Dónde están los aposentos de Fabien?

—Por allí. —Señaló con la mano hacia atrás—. Al final de la galería.

Por delante, Phillipe se había parado delante de una puerta. Miró hacia atrás y esperó a que se reunieran con él.

—¿Es esta? —preguntó el duque.

Helena asintió con la cabeza.

—Entre usted —le dijo él—. Esperaremos aquí hasta que esté segura de que Ariele no se asustará. —Le dio un apretón en el brazo y la soltó—. Asegúrese de que su hermana entiende que es necesario guardar silencio.

Helena volvió a asentir con la cabeza, le sostuvo la mirada y le dio un leve apretón en la mano. Volviéndose hacia la puerta, levantó el pasador con cuidado y se deslizó dentro.