EL crujido de un tablón del suelo atravesó el profundo sueño que envolvía a Helena con su calidez. Parpadeó en la oscuridad. El silencio le indicó que faltaba mucho para el amanecer. Se dio cuenta de que no estaba en Cameralle, de que Ariele no reposaba en el cuarto contiguo.
Advirtió que la calidez que la envolvía procedía de Sebastian, sumido a su lado en un sueño pesado.
Oyó otro crujido, más cercano, y demasiado vacilante para ser natural. Sebastian había corrido las cortinas de la cama. Deslizándose con sigilo bajo el pesado brazo que él le había puesto encima, buscó la separación de las cortinas para, apartándolas con cuidado, atisbar fuera.
Por un momento creyó que Louis se había colado subrepticiamente en el dormitorio. A punto estaba de dejarse llevar por el pánico cuando su vista se adaptó a la oscuridad y pudo ver al hombre, la mano en el picaporte de la puerta abierta, escudriñando la habitación. La débil luz reveló la verdad.
Phillipe, el hermano pequeño de Louis. El que había ido a buscar a Ariele a Cameralle y se la había llevado a Fabien.
El pánico fue la menor de las emociones que la asaltaron. Phillipe entró y cerró la puerta con cuidado. Volvió a escudriñar y su mirada terminó posándose en la cortina de la cama. Dio un paso en aquella dirección.
Helena se tapó la boca con la mano, reprimiendo un instintivo «¡No!».
Miró a Sebastian, que seguía profundamente dormido, con la respiración acompasada y regular.
Pero ella estaba desnuda. Miró con desesperación y descubrió la bata en una esquina de la cama, lanzada allí por la violencia de la pasión y ahora revuelta con las mantas. Más allá de las cortinas, oyó el cauteloso acercamiento de Phillipe.
Se estiró y consiguió pellizcar el borde de la bata y tirar de él. Rápidamente, se lo puso por los hombros, rezando para que Sebastian no se despertara, para que Phillipe advirtiese que las anillas harían ruido y no corriera las cortinas.
Con la bata apenas cubriéndole el cuerpo y rezando con más fervor, se movió por la cama con sigilo.
Oyó la maldición susurrada por Phillipe, que había visto moverse las cortinas. Con todo el cuidado de que fue capaz, Helena se deslizó fuera de la cama por la abertura de las cortinas.
Tan pronto salió y vio a Phillipe —el semblante pálido, los ojos muy abiertos—, le indicó con la mano que retrocediera y le impuso silencio llevándose el dedo a los labios. Con la otra mano se ciñó la bata, tirando para librarla del todo de las mantas. Por fin, descalza sobre el suelo, consiguió que la prenda cayera hasta cubrirle las pantorrillas y que las cortinas se cerraran tras ella casi por completo.
Helena se percató de la abertura que quedaba entre las cortinas, miró hacia las anillas y se preguntó si arriesgarse a cerrarlas por completo. Sebastian no se había despertado… todavía. Pero el brazo de ella no llegaba a la barra para correrlas con cautela.
Se volvió hacia Phillipe, su preocupación más apremiante. El corazón le palpitó cuando empezó a caminar por el suelo sin hacer ruido, indicando a Phillipe que retrocediera, que se dirigiera hacia la puerta, allí donde las sombras eran más densas. Era el punto más alejado de la cama. Helena volvió a echar una rápida ojeada hacia el tajo de oscuridad que era la abertura entre las cortinas. Tenía que sopesar sus opciones con cuidado, por el bien de Ariele. Por un lado, fuera, en el pasillo, estaría más segura, pero ¿cuánto podía confiar en Phillipe, sabiendo que era uno de los títeres de Fabien?
—¿Qué estás haciendo aquí? —Su bufido apenas fue un susurro, aunque el pánico, la acusación y la desconfianza sonaron con claridad. Para su sorpresa, Phillipe se estremeció.
—No es lo que usted cree.
Aun cuando lo dijo en un susurro, Helena arrugó la frente y le hizo gestos de que bajara la voz.
—¡No sé qué pensar! Háblame de Ariele.
Phillipe palideció más y a Helena el corazón le dio un vuelco.
—Está… bien. Por el momento.
—¿Qué quieres decir? —Le cogió el brazo y lo zarandeó—. ¿Fabien ha cambiado de idea?
Phillipe entrecerró los ojos.
—¿Cambiar? No. Sigue queriendo… —El disgusto y el dolor de su expresión le resultaron muy familiares a Helena.
—Pero ¿no ha cambiado de idea sobre las Navidades… sobre lo de darme plazo hasta la Nochebuena para que le lleve la daga?
Phillipe parpadeó.
—¿Daga? ¿Es eso lo que tiene que conseguir?
Helena apretó los labios.
—¡Sí! Pero, por piedad, dime si ha cambiado sus planes. —Volvió a sacudirle el brazo—. ¿Es esa la razón de tu presencia aquí?
Phillipe se concentró y por fin pareció comprender la pregunta. Meneó la cabeza.
—No… no. Sigue pensando en Navidades, el muy villano.
Helena lo soltó y lo estudió con atención.
—¿Villano? —Cuando él apartó la mirada, apretando los labios. Helena dijo—: Es tu tío.
—¡No es tío mío! —Escupió las palabras, maceradas en una mezcla, a partes iguales, de furia y repulsión. La miró y, aun a la débil luz. Helena pudo distinguir la furia que ardía en sus ojos negros—. Es un monstruo… un tirano sin sentimientos capaz de apoderarse de una niña y —gesticuló con violencia— usarla para obligarla a usted a robar para él.
—En eso estamos de acuerdo —murmuró Helena—. ¿Pero qué te ha traído aquí?
—He venido a ayudar. —Phillipe le sostuvo la mirada a través de las sombras. La desesperación tiñó su voz—. Quiero salvar a Ariele. Cuando me envió a buscarla, yo no sabía para qué la quería. Pensé que sólo le preocupaba su seguridad en Cameralle, sola con unos pocos sirvientes. —Sonrió amargamente—. Peor para mí. Pero se me han abierto los ojos y he visto cómo es en realidad cuando me enteré de sus planes.
Phillipe le cogió la mano, sujetándosela en gesto de súplica entre las suyas.
—Usted es la única esperanza de Ariele. Si hubiera otra forma… —volvió a gesticular, buscando las palabras— de librarla de su dominio, algo que pudiera hacer para ponerla a salvo, lo haría. Pero no hay nada. La ley es la ley; ella está en su poder. Y en este momento corre un grave peligro.
El terror volvió a apoderarse de Helena; le apretó la mano.
—¿Lo sabe ella?
Phillipe negó con la cabeza.
—No. No creo que ni siquiera se lo imagine. Es un alma tan dulce, tan pura e inmaculada.
Si Helena no se hubiera percatado ya de las emociones que movían a Phillipe, su expresión cuando le habló de Ariele se lo habría confirmado más allá de toda duda. Una cosa que Fabien, en su inteligencia fríamente calculadora, no había previsto ni podía controlar. La ironía no se le escapó a Helena.
—Así pues, las cosas siguen como hasta ahora. Debo conseguir esa daga y llevársela en Nochebuena.
—Yo sólo sabía que le había encomendado una misión, y que si fallaba… —Phillipe arrugó la frente—. Fabien pensaba que las posibilidades de que usted tuviera éxito eran más bien escasas.
Helena le devolvió una mirada ceñuda.
—No creo que sea algo imposible. —No podía creerlo, no debía creerlo.
—Entonces, ¿por qué no le ha llevado esa cosa, esa daga? Como no volvió enseguida… Esa es la razón de que haya venido. Pensé que tal vez había algún problema.
—A ese respecto… —Helena hizo una mueca. Había un problema, pero, en cualquier caso, lo haría; tenía que hacerlo. Por Ariele—. Fabien afirma que la daga está aquí, en alguna parte de esta gran casa, y en eso creo que no se equivoca. Pero ni Louis ni Villard la han encontrado; entre todos, hemos buscado en todos los lugares lógicos, excepto en uno. Debe de estar allí. Esta noche me dirigía hacia allí, a buscarla, pero…
Phillipe le agarró la mano.
—Venga… vayamos allí ahora. Podemos buscar mientras la casa está dormida, encontrarla, cogerla y huir antes de que se despierte alguien. Tengo un caballo…
—No. —Helena intentó liberar la mano de un tirón, pero Phillipe se la aferró—. Necesitamos más ventaja que esa, o el señor duque nos dará alcance y Ariele no se salvará.
Confundido, Phillipe la miró fijamente a la cara.
—Está atemorizada por el duque —dijo—. No lo habría esperado de usted. —Enderezándose, con el reproche reflejado en el rostro, la miró con altivez—. Pero eso no es problema. Ahora estoy aquí, puede decirme dónde está la daga. La cogeré, regresaré y liberaré a Ariele.
Sólo su ingenua sinceridad le salvó del genio de Helena.
—¡No! No lo entiendes. —Se mordió la lengua refrenando el impulso de decirle que todavía era un chiquillo, un muchacho inocente que intentaba inmiscuirse en los juegos de los hombres poderosos—. ¿No crees que Louis ya habría cogido la daga y se habría marchado hace tiempo para ganar puntos ante tu tío si fuese tan sencillo? Fabien ha ordenado que he de ser yo quien la coja. Yo y nadie más que yo.
—¿Por qué? Si quiere la daga, ¿qué importa el mensajero?
Helena suspiró.
—Tendrá sus razones. Algunas puedo vislumbrarlas, otras sólo suponerlas. —La idea de que perjudicar y herir a Sebastian era, con casi absoluta certeza, prioritaria en la lista de Fabien, abrumaba su corazón.
Phillipe debió de percibir la profunda renuencia de Helena. Volvió a cogerle la mano.
—Pero conseguirá pronto esa daga, ¿verdad? —La miró fijamente, todo el semblante una ferviente súplica; luego se relajó y sonrió, un gesto desgarrador por su simplicidad—. Claro que sí, por supuesto que lo hará. Es usted buena y leal, valiente y generosa… no permitirá que su hermana sufra en las garras de mi tío. —Le apretó la mano y se la soltó, sonriendo con más confianza—. Así que cogerá la daga la próxima noche… Lo hará, ¿verdad?
Helena se dio cuenta de la confianza serena con que Phillipe la miraba y se sintió vagamente agradecida de que Ariele hubiera encontrado un caballero tan leal. ¡Ojalá tuviera ella uno parecido, que acudiera en su rescate!
Phillipe esperaba con paciencia su respuesta; Helena sabía cuál debía ser.
Aunque todavía dudó. Intentó no acordarse de la calidez, de lo compartido, de la gloria alcanzada… del poderoso amor de las horas recién pasadas. Se esforzó por apartar de la mente esa belleza. No lo consiguió. Intentó alejar a Sebastian de sus pensamientos, de su corazón, y supo que jamás lo conseguiría. Sintió que el corazón se le estaba partiendo lentamente en dos.
Al sentir que las lágrimas le anegaban los ojos, irguió la espalda, separó los labios y empezó a asentir con la cabeza. Un suspiro profundo atravesó la habitación.
—Mignonne, debería haber hablado conmigo.
Helena soltó un grito ahogado, se llevó la mano a la boca y se quedó mirando la cama de hito en hito. Una mano blanca, de dedos largos, apartó la cortina con un chirrido que resonó en toda la habitación.
Sebastian estaba tendido en la cama, apoyado en un codo. Una manta le cubría hasta la cintura, dejando a la vista la musculatura del pecho. La mirada del duque se detuvo en Helena un instante y luego se movió hasta Phillipe.
—¿Eres pariente del conde de Vichesse? —El tono era tranquilo; por debajo, bramaba una sutil amenaza.
Phillipe tragó saliva. Con la cabeza alta, dio un paso adelante e hizo una rígida reverencia.
—Es mi tío. Louis (a quien creo residiendo aquí) es mi hermano, para mi vergüenza. Yo soy Phillipe De Sévres.
Helena escuchó las palabras, pero no miró a Phillipe; no estaba segura de poder mirarle a los ojos. ¿Qué debía de estar pensando, al encontrar a Sebastian, a todas luces desnudo, en su cama?
Pero esa era la menor de sus preocupaciones. Su mirada estaba fija en Sebastian y apenas podía pensar. El suspiro del duque, sus palabras… ¿qué significaban? La había descubierto. Estaba claro que lo había oído todo. Habían hablado en francés, pero él lo dominaba con soltura. Ahora lo sabía todo y pensaría lo peor de ella. Sin embargo, aún la había llamado su mignonne.
Los ojos del duque volvieron a ella. Pasaron unos segundos. Helena sintió su mirada, notó que estaba esperando, pero no fue capaz de adivinar qué. Le pareció que Sebastian estaba deseando que ella entendiera, que le leyera el pensamiento… ¡como si pudiera!
Como Helena se limitó a seguir allí, literalmente sin habla, clavada en el sitio, el duque volvió a suspirar, apartó las mantas y rodó para levantarse de la cama. La rodeó y se dirigió hacia Helena.
Ella sintió que se le abrían los ojos como platos y que seguían abriéndose. Abrió la boca para protestar, pero no encontró las palabras. Se le cortó la respiración.
¡Estaba desnudo! Y…
¿No tenía vergüenza ese hombre?
Evidentemente no. Caminó hacia ellos como si fuera vestido con púrpura y oro, como si fuera el emperador que una vez quiso ser.
Ignoró a Phillipe por completo.
Cuando estuvo suficientemente cerca para mirarla a los ojos. Helena abrió la boca para explicarse, para decir algo…
No le salió nada.
Levantó las manos para protegerse, pero las dejó caer débilmente.
Sebastian se detuvo delante de ella. Como siempre, su cara permanecía inescrutable y sus ojos estaban demasiado ensombrecidos para que Helena pudiera leerlos.
Derrotada, con el corazón en la garganta, se apartó. Jamás podría explicarse.
Él levantó una mano y le volvió la cara hacia él, examinándola, buscando fugazmente en sus ojos. Entonces, inclinó la cabeza y le rozó los labios con la boca, consiguiendo que los labios de ella le respondieran con la más dulce de las caricias. Se entretuvo lo justo para tranquilizarla.
Luego se apartó y la observó.
—Vuelva a la cama, mignonne, antes de que se enfríe —le dijo. Ella se quedó mirándolo fijamente.
El duque miró hacia el tocador, a las dos cartas metidas entre el espejo y el joyero. Volvió a mirar a Helena y arqueó una ceja.
—¿Me da su permiso? —pidió.
Ella dudó, estudiando su cara, pero luego inclinó la cabeza. ¿Cómo lo había sabido? ¿En qué estaba pensando?
Sebastian se dirigió al tocador.
La mente de Helena era un torbellino y la cabeza le daba vueltas. Hacía rato que había dejado de respirar. Lo de la cama no era tan mala idea. Sin mirar a Phillipe, volvió a cruzar la habitación. Ciñéndose la bata, subió a la cama, todavía caliente por el calor de Sebastian.
Un escalofrío repentino la sacudió; prescindiendo de cualquier fingimiento, se arrebujó en las mantas. Sintió un poco del hielo paralizante que había impedido que se derritiera.
Observó a Sebastian coger las cartas.
—Haría mejor en sentarse De Sévres. —Sin mirarlo, le hizo un gesto con la primera carta que abrió hacia una silla junto a la pared—. Aclarar este asunto nos va a llevar su tiempo.
El duque advirtió la vacilación de Phillipe, la rápida mirada que el chico lanzó a Helena, pero al final fue hasta la silla y se dejó caer. Una ojeada a la cara de Phillipe cuando este volvió a mirar a Helena, le confirmó que el chico estaba absolutamente confundido. No sabía qué pensar, mucho menos qué hacer. A grandes rasgos, se parecía a su hermano mayor —pelo negro, bastante atractivo, una versión dos años o así más joven—, aunque había algo mucho más sincero, honesto y franco en Phillipe.
Después de oír su historia, Sebastian no vio motivo para no confiar en él. Al decidirse a abortar los planes de Fabien, Phillipe había mostrado sus cartas con una enternecedora, aunque impulsiva, ingenuidad.
La carta que Sebastian sostenía estaba escrita con una delicada letra infantil. La dejó en la mesa, encendió la lámpara y cogió la segunda carta.
Reconoció el trazo severo de Fabien aun cuando habían pasado muchos años desde que lo viera por última vez, con ocasión de la última oferta por la daga ceremonial. Si no recordaba mal, aquella había sido la décima de tales ofertas, cada una superando la anterior a regañadientes. Todas le habían hecho sonreír. Y se había deleitado rechazándolas con extrema cortesía.
Así pues, Fabien había urdido otro plan para hacerle pagar por su altivez. En realidad debería haberlo imaginado. No había esperado que fuese de esa manera, aunque quizá también debería haberlo previsto. Fabien tenía un sutil sentido de la ironía, como él.
Cogió la otra carta de Fabien.
—Usted recibió estas cartas después de llegar aquí. —No era una pregunta—. ¿De manos de quién?
Helena dudó antes de contestar.
—De Louis.
Su desconcierto hizo sonreír a Sebastian, pero ella no le podía ver. Helena seguía sin entender.
No importaba; al final lo comprendería.
Leyó la carta de Ariele, palabra por palabra. Era importante que reuniera cada trozo de información; cualquier cosa podría ser importante.
Tras terminar de leerla, volvió a la otra carta. La amenaza de Fabien. Incluso conociendo el contenido, aun habiendo deducido de la nota añadida por Ariele la naturaleza de la amenaza, las manos le temblaban. Tuvo que desviar la mirada y fijarla en la llama de la lámpara para poder controlar la cólera. Fabien no estaba allí para que pudiera despedazarlo con sus manos. Eso vendría después.
Cuando hubo recuperado el control para manejar su reacción por lo mal que se lo había hecho pasar a Helena —¡todo por una ridícula daga!—, dobló la carta y la dejó en el tocador.
Dedicó un instante a ordenar mentalmente los hechos y atisbar las razones que había detrás de las reacciones de Helena, para extraer consuelo y tranquilidad del hecho de que ella le hubiera dado largas al asunto, de que hubiera pospuesto el momento de la traición, aferrándose a él todo lo posible. Aun cuando se trataba de su hermana, la persona a la que más quería, cuya seguridad se había puesto de manera tan deliberada en el otro platillo de la balanza.
Helena había cuidado de Ariele durante muchos años y por tanto la reacción ante cualquier amenaza contra su hermana era algo instintivo, profundamente arraigado. Fabien, como siempre, había escogido bien.
Para su desgracia, un poder mayor se había sumado a la partida.
Con rapidez, con la facilidad congénita que poseía, agudizado hasta la excelencia por el mundo en que había jugado durante tantos años, ensambló las líneas básicas de un plan. Tomó nota de los hechos importantes y los elementos esenciales.
Se dio la vuelta y se acercó a la cama. Recogió su bata del suelo y se la puso con un ligero movimiento de hombros.
Su mirada se cruzó con la de Helena, que preguntó:
—¿Me dará la daga?
Sebastian vaciló. Si le decía que Ariele estaba segura, que la amenaza de Fabien era un farol, planeada y ejecutada con maestría con la única finalidad de obligarla a hacer lo que a él se le antojara, ¿le creerían Helena o Phillipe? Llevaba cinco años sin ver a Fabien, pero dudaba que los hombres cambiasen… y menos en ese aspecto. Él y Fabien siempre habían compartido los mismos gustos, lo cual era, en gran medida, la causa de su rivalidad.
Era también la razón de que Fabien hubiera enviado a Helena; había sabido cebar la trampa. Por desgracia, en este caso la presa iba a cazar al cazador. Sebastian no sintió ninguna tristeza.
Sin embargo, aparte del hecho de volver a triunfar sobre su viejo adversario, había un tema mucho más importante que considerar. A menos que Helena creyera que él podía derrotar a Fabien, nunca se sentiría totalmente segura, completa y absolutamente libre.
Incluso en el futuro podría seguir siendo una presa para Fabien; y eso Sebastian no lo consentiría, no podría permitirlo.
—No. —Se ató el cinturón de la bata con fuerza—. No le daré la daga. No es así como se jugará la partida. —Helena bajó la cabeza y su mirada se apagó—. Iremos a Le Roe y rescataremos a Ariele.
El repentino cambio de expresión en Helena, la esperanza que inundó su rostro, le hizo sonreír.
—Vraiment? —Se inclinó hacia delante, escudriñándole los ojos con ansiedad.
—¿Habla en serio? —Phillipe había empezado a levantarse y ahora lo miraba con una repentina ansiedad que a Sebastian no le gustó ver. ¿A él le habría ocurrido lo mismo de haber estado Helena en Le Roe?
—Por supuesto. —Volviéndose hacia Helena, añadió—: Si le diese la daga y usted se la entregara a Fabien, ¿qué ganaría?
Helena arrugó el entrecejo.
—A Ariele.
El duque se sentó en la cama, apoyándose contra el poste de la esquina. La observó.
—Pero seguiría estando bajo la férula de Fabien… las dos. —Miró a Phillipe—. Todos. Continuarían siendo sus marionetas, bailando al son que él quisiera.
Phillipe arrugó la frente, se sentó y asintió con la cabeza.
—Lo que dice es verdad; sin embargo… —levantó la mirada—, ¿cuál es la alternativa? Usted no conoce a Fabien.
Sebastian enseñó su sonrisa de depredador.
—Lo conozco muy bien. De hecho, lo conozco bastante mejor que ustedes dos. Sé cómo piensa, cómo reaccionará. —Miró a Helena—. Como expresó usted con tanta elegancia, mignonne, conozco bien los juegos de los hombres poderosos.
Helena lo estudió ladeando la cabeza. Esperó.
Sebastian sonrió de nuevo, esta vez con indulgencia.
—Procedamos, mes enfants. Están a punto de ser instruidos en los juegos de los hombres poderosos. —Miró a Phillipe para confirmar que estaba atento—. Primera norma: quien toma la iniciativa tiene ventaja. Estamos a punto de obtenerla. Fabien cree que Helena volverá en Nochebuena con la daga. No la esperará antes de esa fecha. —Miró a Helena—. Con independencia de los sentimientos que usted pueda o no dispensarme, él esperará que le desafíe tanto como para demorarse hasta el último día. Como Louis está con usted, Fabien tendrá la certeza de que nada inesperado ocurrirá sin que sea informado de ello con tiempo para adoptar las medidas necesarias.
Sebastian miró a Phillipe, preguntándose si debía decirle que había sido manipulado por un maestro, que su presencia allí era simplemente otro de los pequeños toques de Fabien. Decidió que no. Volvió a mirar a Helena.
—Así pues, en este momento el señor conde se siente bastante ufano, imaginando que sus planes se desarrollan tal como estaba previsto y que todo saldrá como desea.
Helena lo estaba mirando de hito en hito. El duque sonrió.
—En cambio… veamos. Hoy es diecisiete. Podemos estar en Francia mañana por la mañana si los vientos nos son favorables. Le Roe está (corríjanme si me equivoco) a menos de un día de viaje rápido de la costa, digamos, desde Saint-Malo. Llegaremos a la fortaleza de Fabien mucho antes de lo que nos espera. ¿Quién sabe? Podría ser que ni siquiera estuviera.
—Y entonces ¿qué? —preguntó Helena.
—Entonces buscaremos los medios de sacar a Ariele de allí; supongo que no esperará que le dé un plan detallado antes de ver las fortificaciones. Y luego regresaremos a mayor velocidad aún que la que hayamos empleado en llegar.
—¿De verdad cree que es posible?
Él la miró a los ojos, sabiendo que no se estaba refiriendo sólo al rescate de Ariele. Inclinándose hacia ella, le cogió las manos y se las apretó con delicadeza.
—Créame, mignonne, lo es.
Él la liberaría de las ataduras de Fabien, y a su hermana, y también a Phillipe. Podía entender que después de tantos años a ella le resultara muy difícil de imaginar.
Helena se recostó ligeramente, pero dejó sus manos entre las de Sebastian.
Las campanas de los relojes de la casa los distrajeron. Tres campanadas, las tres de la madrugada. Sebastian se incorporó.
—Bien, hay mucho que hacer si queremos estar en Francia mañana por la mañana.
Helena y Phillipe lo miraron. Con rapidez y concisión, Sebastian esbozó los puntos concretos que necesitaban saber. Su tono era paciente, abiertamente paternal, pero por una vez Helena no se ofendió. Junto con Phillipe, asimiló cada palabra del duque, siguió los derroteros de su razonamiento, contempló la victoria por él descrita.
—De este modo, sin que Louis lo sepa, Phillipe y yo nos marcharemos rumbo a Newhaven…
Helena se irguió con un respingo.
—¡Yo también voy!
Sebastian le sostuvo la indignada mirada.
—Mignonne, será mejor que permanezca aquí. A salvo.
—¡No! Ariele es responsabilidad mía… y usted no conoce Le Roe como yo.
—Sin embargo, Phillipe sí… —Sebastian miró al joven para descubrir que negaba con la cabeza.
—No. No conozco bien la fortaleza. Louis ha pasado años allí, pero yo me he unido al servicio de mi tío recientemente.
Sebastian hizo una mueca.
—Y hay otro problema —añadió Phillipe con timidez—. Ariele. No sabe lo que sabemos nosotros. No creo que si me presentara ante ella en plena noche, o en cualquier otro momento, viniera conmigo. Pero Helena… Siempre hará lo que diga Helena.
Helena confirmó su razonamiento.
—Vraiment. Dice la verdad. Ariele es dulce, pero no idiota; no abandonará la seguridad de Le Roe si no es por una buena razón. Y no sabe nada de los planes de Fabien.
La expresión de Sebastian se endureció, y ella leyó su oposición con toda claridad. Se acercó y le tomó la mano.
—Y es probable que desee partir sin ningún alboroto, en silencio y sin demasiado equipaje, n’est-ce pas?
Los labios de Sebastian se torcieron en una mueca. Le devolvió el apretón de manos.
—Juega duro, mignonne. —Suspiró—. Muy bien. Vendrá también. Tendré que pensar la manera de asegurarnos de que Louis se demore.
Sebastian añadió aquel punto a su lista mental. Cuando había pensado en que Helena fuera testigo de la derrota de Fabien, lo había hecho de manera figurada. Su instinto le indicaba que ella debía quedarse atrás, a salvo, pero quizá sería mejor que los acompañara. De esta manera, compartiría la derrota de Fabien, y de cara al futuro, para alguien de su temperamento, aquello podría ser importante.
Los relojes dieron la media. Se levantó.
—Hay mucho que hacer y poco tiempo para ello. —Cruzando la habitación, tiró del cordón de la campanilla. Miró a Phillipe—. Haré que dispongan una habitación para usted; pida cuanto necesite. —Miró a Helena—. Ambos me harían un favor si permanecieran en sus habitaciones hasta que envíe por ustedes. Vístanse de viaje. Saldremos a las nueve en punto. Por cierto, sólo podrá llevar una pequeña bolsa, nada más.
Helena asintió con la cabeza.
Llamaron a la puerta. Sebastian la abrió sólo un poco, bloqueando el umbral con el cuerpo, para ordenar a un somnoliento lacayo que fuera a buscar a Webster.
Cerró la puerta y se volvió hacia Phillipe.
—Mi mayordomo, Webster, es de absoluta confianza. Le conducirá a una habitación y le atenderá él mismo. Cuantos menos sepamos de su presencia aquí, menos probabilidades hay de que Louis y su sirviente se enteren.
Phillipe asintió con la cabeza.
Sebastian se paseó delante del mortecino fuego hasta que llegó Webster, que se ocupó de Phillipe con su habitual imperturbabilidad, conduciéndolo fuera de la habitación.
Cuando se cerró la puerta, Helena observó cómo Sebastian se daba la vuelta y se acercaba a la cama con lentitud. Estaba absolutamente confundida; no podía centrar sus pensamientos en nada. Prevalecían las emociones: un alivio inmenso, confusión, incertidumbre. Culpa. Excitación. Incredulidad.
Sebastian estaba maquinando con la mirada abstraída. De pronto miró a Helena.
—Esa declaración que obtuvo de su querido tutor, mignonne. ¿Puedo verla?
Helena parpadeó, sorprendida por el giro. Señaló su baúl, que reposaba vacío en una esquina.
—Está debajo del forro, en el lado izquierdo de la tapa.
El duque abrió el baúl y palpó el forro. Helena oyó el desgarrón cuando él rompió la tela y el crujido al extraer el pergamino. Incorporándose, Sebastian volvió al tocador, desplegó el documento, lo alisó y lo leyó a la luz de la lámpara.
Al contemplar su cara en el espejo. Helena vio que los labios del duque se torcían en una rápida mueca. Luego sonrió y meneó la cabeza.
—¿Qué es esto? —Le lanzó una mirada y agitó el pergamino—. Fabien nunca dejará de sorprenderme. Dice que cuando usted le pidió esto, él se sentó sin más y lo redactó, ¿no?
Helena hizo memoria y asintió con la cabeza.
—Oui. Lo consideró un momento… —Arrugó el entrecejo—. ¿Por qué?
—Porque, mignonne, al escribir esto y entregárselo, estaba arriesgando muy poco. —Volvió a examinar el documento y luego la miró—. Usted no me dijo que había utilizado las palabras «más extensas que las suyas».
—¿Y?
—Sus propiedades están en La Camargue, una tierra llana y extensa. ¿Qué extensión tienen sus tierras?
Helena lo dijo y el duque sonrió.
—Bon. Somos libres, entonces.
—¿Por qué?
—Porque las mías son «más extensas que las suyas».
Helena puso ceño y sacudió la cabeza.
—Sigo sin comprender.
Sebastian dejó el documento y cogió la lámpara para bajar la llama.
—Piense que Inglaterra es un país mucho más pequeño que Francia. —Sebastian volvió a la cama.
—¿Quiere decir que no hay muchos caballeros ingleses cuyas propiedades sean más grandes que las mías?
—Aparte de mí (y Fabien sabía que yo había declarado que no me casaría), las únicas posibilidades que se me ocurren serían los duques reales, ninguno de los cuales merecerían su aprobación; y otros dos, los cuales ya están casados y son lo bastante viejos como para ser su padre.
—¿Fabien sabía esto?
—Con absoluta seguridad. Es la clase de información que se sabe al dedillo.
—¿Y usted?
Negó con la cabeza, respondiendo de manera intuitiva la pregunta que realmente quería hacerle Helena.
—No, mignonne… Renuncié hace años a los juegos que se permite Fabien. —Se paró al lado de la cama, estudiando la expresión de Helena—. Todavía conozco las reglas y puedo enfrentarme al mejor, pero… —Se encogió de hombros—. La verdad, esa clase de actividad se hace pesada. Encontré mejores cosas que hacer con mi tiempo.
Seducir mujeres; ayudar a mujeres. Helena vio cómo se quitaba la bata y dejaba que esta resbalara al suelo. Se dejó caer sobre las almohadas cuando Sebastian apartó las mantas y se deslizó a su lado.
Helena permaneció inmóvil, preguntándose…
Sebastian la colocó suavemente medio debajo de él. Helena suspiró, al sentir los dedos del duque buscar la abertura de su bata y abrírsela. Se puso sobre ella y bajó su cuerpo hasta el suyo, piel contra piel.
La ráfaga de calor la conmocionó. Aturdida, apenas si encontró el aire suficiente para decir:
—Así que el documento… ¿está diciendo que no vale nada?
Él la miró a la cara y le acarició el cuerpo.
—En absoluto. Para nosotros es un premio. —Sebastian estudió sus ojos y sonrió; inclinó la cabeza y con los labios le tocó la frente arrugada—. Su documento es un as, mignonne, y vamos a utilizarlo para matar los triunfos de Fabien de la manera más satisfactoria posible.
Que todavía tuviera intención de casarse con ella, aun después de enterarse de todo su engaño, le parecía imposible. Pero el duque había sido muy claro. A Helena, la culpa le seguía pesando en el corazón.
Las manos de Sebastian se movían sin rumbo, seduciendo los sentidos de Helena, robándole la conciencia. Sería tan fácil sucumbir a su hechizo, entregarse a él y dejar correr el problema.
Pero no podía.
Helena le cogió la cara entre ambas manos y la mantuvo así para, incluso en la oscuridad, distinguir cada matiz.
—Me ayudará de verdad… realmente me ayudará a rescatar a Ariele. —No era una pregunta; no dudaba de que lo fuera a hacer—. ¿Por qué?
Sebastian le sostuvo la mirada.
—Mignonne, ya le he dicho (bastante a menudo) que usted es mía. Mía. —Al repetirlo, le abrió suavemente los muslos y se colocó en medio—. En todo el mundo no hay ninguna mujer a quien yo esté más dispuesto a ayudar y proteger que usted.
Helena no alcanzó a distinguir en el azul de sus ojos el fuego y el sentimiento que lo sustentaba.
—Pero yo… puse los intereses de otra persona en primer lugar.
La mirada de Sebastian no titubeó.
—Si hubiera actuado como lo hizo por Fabien, o por otro hombre, sí, me habría sentido traicionado. Pero lo hizo por su hermana… por amor, por responsabilidad. Por cariño. De todos los hombres del mundo, ¿no supuso que yo lo entendería?
Ella le miró a los ojos y vio. Al menos, se permitió creer.
—Debería haber confiado en usted… contárselo todo.
—Pero temía por su hermana.
Inclinó la cabeza y la besó, larga y profundamente. Dejando claro que el asunto estaba zanjado.
No fue hasta unos minutos más tarde cuando Helena, tomando aire suficiente, murmuró:
—¿Me perdona?
Encima de ella, Sebastian le acarició la cara con la mano.
—Mignonne, no hay nada que perdonar.
En ese momento. Helena supo no sólo que la amaba, sino también el porqué. Atrajo su cabeza con la mano y lo besó con delicadeza, manteniendo a raya el fuego que ya estaba crepitando entre ellos.
—Seré suya —susurró contra sus labios—. Siempre. No importaba lo que estuviera por suceder.
—Bon.
Sebastian asumió el control del beso, al tiempo que le sujetaba las caderas y la penetraba. Se bebió el grito ahogado de Helena cuando, inexorable, su acero caliente la llenó por dentro. Hasta el fondo.
Luego se apartó y empezó el baile.
Helena se entregó a ello, a él; se rindió por completo. Le abrió su cuerpo, su corazón. Le ofreció su alma.
En el oscuro capullo de la cama, en sus alientos entremezclados, sollozos quebrados y gruñidos sordos, cuando sus cuerpos calientes se movieron al unísono, cuando el ritmo se incrementó y la profundidad de la pasión y el deseo de Sebastian estalló en ella, embistiéndola, complaciéndola, nació un entendimiento más profundo.
Mientras que su rendición fue una ofrenda a Sebastian, la posesión fue, a su vez, el regalo de él. Ella percibió que Sebastian perdía el control, que su deseo se liberaba, y lo condujo al clímax, mientras sollozaba y lo mantenía pegado a ella absorbiendo todas sus sensaciones. Entonces tuvo que preguntarse quién era el poseído y quién el poseedor.
Ninguno, concluyó cuando la ola se rompió y los arrastró, dejándolos jadeantes. Cuando se separaron, fortalecidos por un esplendor debilitado, recordó lo que había dicho Sebastian hacía tiempo. Estaban hechos para eso. El uno para el otro; él para ella, ella para él.
Las dos caras de la misma moneda; unidos por una fuerza que ni siquiera un hombre poderoso podría romper.
Sebastian se deslizó fuera de la cama dos horas más tarde. Se puso la bata y fue hasta el tocador, donde cogió la declaración de Fabien para releerla. Miró hacia Helena; seguía profundamente dormida. Tras un instante de duda, dobló el documento y abandonó la habitación en silencio.
Cuando llegó a sus aposentos, mandó llamar a Webster, dando instrucciones mientras se bañaba, afeitaba y vestía. Dejando a su ayuda de cámara, Gros, con el encargo de llenar una pequeña bolsa con todo lo que necesitaría durante el viaje se dirigió al estudio.
Una vez allí, se dedicó a colocar los cimientos de su plan.
La primera carta que escribió era una petición personal al obispo de Lincoln, un viejo amigo de su padre. Una vez que hubieran vuelto de Francia con Ariele, no había razón para retrasar más la boda. Terminó la carta, la espolvoreó y la puso a un lado, junto con la declaración de Fabien. Helena había conseguido aquel premio; él estaba dispuesto a utilizarlo.
Hizo sonar la campanilla para que acudiera un lacayo y lo envió a buscar a Webster. Imperturbable como siempre, Webster hizo entrar en el estudio al servicio de mayor rango. Se sentaron. Con claridad y rapidez, Sebastian los puso al corriente. Luego hablaron e hicieron sugerencias y, por fin, decidieron diversas estratagemas para retrasar a Louis y Villard.
—Doy por sentado que el ayuda de cámara es un títere del conde. Pero tened cuidado de que, mientras vigiláis al pez más grande, no se os escape el pequeño.
—Por supuesto que no, excelencia. Puede confiar en nosotros.
—Bien. Insisto en que no quiero que retraséis a De Sévres y su criado de manera descarada. Lo que deseo es que les desconcertéis sobre la exacta localización de la condesa y de mí. Si se dan cuenta de que han sido deliberadamente retrasados, adivinarán adónde hemos ido y nos seguirán a toda prisa. —Hizo una pausa antes de añadir—: Cuanto más tiempo duden, más seguros estaremos yo, vuestra futura ama, su hermana y el caballero que nos ha traído noticias la noche pasada.
Fue recompensado por la visión de un ligera curva en los labios de Webster y un brillo de triunfo en sus ojos grises. El mayordomo llevaba años —desde que Arthur se casara— recordándole calladamente que cumpliera con su deber y los salvara a todos.
Apenas capaz de contener su satisfacción mientras mantenía su máscara de imperturbabilidad, Webster hizo una profunda reverencia.
—¿Podremos expresarle nuestras felicitaciones, excelencia?
—Podéis. —Y añadió—: Pero sólo a mí.
Encantados, así lo hicieron todos y luego se marcharon. Sebastian volvió a su lista mental de tareas.
Tras despejar el escritorio de asuntos urgentes, habló brevemente con su ayudante y le ordenó que llevara a los Thierry a su presencia.
Comparecieron, confusos y algo esperanzados. Mientras se sentaban en las sillas situadas delante del escritorio, Sebastian los estudió. Luego les contó lo imprescindible para que supieran —lo suficiente para que comprendieran la situación— que habían sido cómplices involuntarios de una conspiración para robarle. Se quedaron tan aterrados como había previsto y tuvo que interrumpir sus horrorizadas protestas para asegurarles que él sabía que ellos eran inocentes.
Entonces les dio a elegir: Inglaterra o Francia.
Inglaterra, con su apoyo; Francia como cómplices del inminente fracaso de Fabien.
Dado que ya eran auténticos refugiados políticos antes de que los reclutara Fabien, no les costó nada optar por Inglaterra.
Sebastian les sugirió que permanecieran en Somersham hasta que él y Helena regresaran, y entonces podrían hacer planes para el futuro de ambos. Aunque ignorante de los planes de Sebastian, habló mucho en favor de Gastón Thierry su ofrecimiento de que ellos podrían ayudar a retrasar a Louis.
Sebastian le tendió la mano y los envió a hablar con Webster. La última persona con quien tenía que hablar entró revoloteando en el estudio cinco minutos más tarde.
—¿Deseabas hablar conmigo, querido muchacho?
Sebastian se levantó sonriente y, con un gesto de la mano, indicó a Clara los sillones que había delante del fuego. Ella se sentó en una butaca y él permaneció de pie junto a la chimenea, un brazo apoyado en la repisa. Le contó mucho más de lo que había revelado a los Thierry.
—¡Bueno! Hace tiempo que lo sabía todo, por supuesto. —Con los ojos resplandecientes y una sonrisa iluminándole la cara. Clara se levantó y lo besó en la mejilla—. Es perfecta… bastante perfecta. Me alegro mucho. Y puedo afirmar sin temor alguno que la familia estará encantada. Verdaderamente encantada.
—Por supuesto, pero ¿entiendes que cuando regresemos sólo deseo ver por aquí a la gente que habitualmente nos visitaba por Navidad y a aquellos que relacionaré en mi carta a Augusta, no a todo el clan?
—Ah, claro, claro. Sólo un poco de gente. Podemos invitar al resto más tarde, cuando mejore el tiempo. —Clara le dio una palmadita en el brazo—. Ahora, lo mejor es que os pongáis en camino si queréis llegar a Newhaven esta noche. Estaré aquí cuando volváis, y también Augusta y los otros. Nos encargaremos de todo.
Con otra palmadita y advirtiéndole que tuvieran cuidado, Clara salió radiante de la habitación.
Sebastian hizo sonar la campanilla para que acudiese Webster.
—¿Dónde está Louis De Sévres? —preguntó cuando llegó el meritorio personaje.
—En el salón del desayuno, excelencia.
—¿Y su criado?
—En el comedor del servicio.
—Muy bien; tráeme a la señorita condesa aquí y haz que un lacayo lleve el equipaje al carruaje. Envía a otro para que conduzca al señor Phillipe a los establos por la puerta lateral.
—De inmediato, excelencia.
Sebastian estaba sentado en el escritorio cuando Webster hizo pasar a Helena; tras lo cual, el mayordomo se retiró y cerró la puerta.
—Mignonne. —Se levantó y rodeó el escritorio. Vestida con un traje de viaje y con una pesada capa en el brazo. Helena se acercó a él con la mirada en guardia y vigilante.
—¿Es hora de partir?
Sebastian sonrió y le cogió la mano.
—Casi. —Le besó los dedos enguantados y se volvió hacia las dos cartas que seguían abiertas sobre el escritorio—. He tomado la declaración… No quise despertarla.
—Supuse que lo había hecho. —Con la cabeza inclinada, elevó la mirada hacia él y esperó.
—En este país, para que nos podamos casar, la manera más rápida es conseguir una licencia especial, una dispensa. He escrito a un obispo bien predispuesto, pero, en apoyo de mi petición, dado que es usted francesa y tiene un tutor, necesitaré incluir la declaración de Fabien. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Puedo hacerlo así?
Helena sonrió con lentitud.
—Oui. Sí. Por supuesto.
El duque sonrió.
—Bon. —Le soltó las manos y estiró el brazo para coger la vela y el sello de lacre.
Mientras ella observaba, Sebastian puso su sello en la carta.
—Hecho. —Dejó la carta encima de su misiva a Augusta y de otra carta dirigida a la Corte real.
—Webster la enviará con un jinete.
Sebastian observó la segunda carta, preguntándose si debía mencionarla. Se volvió y se encontró con la mirada de peridoto de Helena: nítida y despejada, aunque todavía conservaba una persistente preocupación.
—Venga. —Le cogió la mano—. Pongámonos en camino.