NO se presentó ninguna ocasión propicia. En realidad, los días pasaban y Helena se esforzaba poco por favorecer el objetivo de Fabien, centrada como estaba en Sebastian, en sus cualidades más exquisitas, en todo lo que habría conseguido estando a su lado… a todo lo que renunciaría cuando, llegado el momento, tuviera que robar la daga y huir.
Sabía los días que le quedaban, exactamente cuántas horas, y estaba decidida a aprovechar al máximo cada una.
Si hacía una buena mañana, montarían a caballo; de hecho, Sebastian pareció dar por sentado que, a menos que mediara la lluvia, así lo harían. Helena estaba demasiado agradecida por los momentos de puro goce y no se quejó de la expectativa algo altanera del duque de que ella lo acompañaría por norma.
Sin embargo, a pesar de que Helena no se quejó —como él advirtió perspicazmente, como dándolo por sentado—, Helena se sintió decepcionada cuando no apareció en su puerta a la noche siguiente. Ni a la otra.
A la mañana siguiente, cuando regresaban de los establos enfilando el atajo habitual a través del pequeño salón. Helena redujo el paso, se paró y lo encaró.
Sebastian estudió su cara y arqueó una ceja.
—Yo… usted… —Helena levantó la barbilla—. No ha vuelto a venir a mí.
¿Había sido suficiente con una vez? Un pensamiento perturbador… Tanto como la idea de que él hubiera encontrado la experiencia poco satisfactoria. No pudo leer nada, ni en su cara ni en sus ojos.
Al cabo de un momento, él contestó:
—No porque no lo desee.
—Entonces ¿por qué?
Él pareció reflexionar, tomar nota de su tono de voz, de la confusión que Helena se permitía enseñar. Suspiró.
—Mignonne, tengo más experiencia que usted en semejantes asuntos. Y dicha experiencia me sugiere… no, me garantiza que cuanto más nos consintamos, más exigiré y esperaré obtener.
Helena se cruzó de brazos y le miró fijamente a los ojos.
—¿Y eso es malo?
Sebastian le sostuvo la mirada.
—Lo es si al tenerlo le quito a usted cualquier posibilidad de elección sobre la cuestión de que sea mi duquesa. —Endureció el tono—. Una vez que lleve un hijo mío en su seno, no habrá duda, no podrá elegir. Lo sabe tan bien como yo.
Helena lo sabía y lo aceptó, pero… Ladeó la cabeza, intentando ver todo lo que reflejaba la cara de Sebastian.
—¿Está seguro de que esta actitud suya no está, de igual modo, motivada por la esperanza —hizo un gesto— de que me impaciente y consienta en contestar a su pregunta con rapidez y de manera favorable a su deseos?
El duque rio con un tono cínico, no de diversión.
—Mignonne, si buscase un aliciente para apremiarla al matrimonio, puede estar segura de que no sería ese enfoque en concreto el que escogería. —Sus miradas se cruzaron—. El grado de impaciencia que siente no es nada en comparación con el tormento que yo padezco.
Helena lo vislumbró en sus ojos —una necesidad sigilosa—, sintió su fuerza antes de que Sebastian volviera a levantar sus protecciones y la dejara fuera una vez más. Arrugó la frente.
—No me gusta la idea de que se atormente por mí. Debe de haber alguna manera…
Con una mano, Sebastian le cogió la cara y la levantó hacia la suya. Atrajo su mirada.
—Antes de que lleve esa idea demasiado lejos, considere que si la hubiera yo la conocería y sin duda la habría utilizado. Pero, para aliviar mi tormento particular… No, sólo hay un remedio para eso. Y antes de que lo pregunte, no le diré cuánto la deseo, porque eso también es otra forma de coacción. —Estudió la mirada de Helena—. Mignonne, quiero que usted se case conmigo por su deseo de ser mi esposa. Por ninguna otra razón. Mientras pueda, no la apremiaré para que tome esa decisión, no manipularé sus sentimientos de ninguna manera. Incluso lucharé para protegerla de cualquier presión que los demás puedan intentar ejercer.
—¿Por qué? ¿Por qué, si me quiere como duquesa, por qué ser tan paciente? —Dada la naturaleza del duque, esta era una observación harto pertinente.
Los labios de Sebastian se curvaron en una sonrisa irónicamente cínica.
—Hay algo que deseo a cambio. Pero, por mi paciencia, sólo pido una cosa. —El azul de sus ojos se intensificó cuando escudriñó la mirada de Helena—. Quiero que la simple respuesta que finalmente me dé, mignonne, sea suya. Que no sea la lógica deducción de la correcta valoración de los hechos, sino la verdad de lo que realmente desea. —Hizo una pausa y añadió—: Mire en su corazón, mignonne… La respuesta que quiero estará escrita en él.
Estas palabras retumbaron en la cabeza de Helena. Alrededor, todo era silencio y quietud. Se sostuvieron la mirada por un momento. Luego Sebastian inclinó la cabeza.
—Eso es lo que quiero, lo que corresponderé generosamente para obtenerlo. —Sus palabras revolotearon como plumas en los oídos de Helena—. Quiero que me responda sinceramente, que sea sincera con usted y conmigo.
La besó, aun cuando sabía que era una imprudencia que pagaría cara. La de ceder al impulso de tranquilizarla, la de despejar su mente de cualquier duda sobre el amor que él le profesaba. Lo pagaría, y ella era demasiado inocente para saber el precio: el esfuerzo que requería detenerse en un solo beso y dejarla marchar.
Los labios de Helena se separaron de los de Sebastian; pero este la atrajo hacia sí y volvió a besarla, cautivando sus sentidos con toda su pericia.
La retuvo entre sus brazos, suave, cálida y vibrantemente viva. La promesa contenida en el beso de Helena fue confirmada por su lozano cuerpo y por la sensual tensión de su espalda. Sebastian se contuvo de sacar más partido a la circunstancia de que habían llegado media hora antes, por lo que nadie los esperaría todavía; de que el salón era privado y apartado. Del hecho de que, si él quería, la haría suya allí y entonces.
Un tormento, por supuesto. El deseo insatisfecho no era un demonio en cuyo sometimiento tuviera gran experiencia. En ese caso, con ella, Sebastian había decidido suprimirlo, enjaular a la bestia. Por el momento. De esa manera al final sería suya para siempre. Toda suya.
Suya, como anhelaba que fuera, hasta lo más profundo de su sensual alma.
Él era un experto; reconocía la cúspide de la perfección femenina cuando la tenía debajo. Y también estaba bastante convencido de que acabaría queriéndolo todo. Todo lo de ella.
La pasión de Helena. Su devoción. Su amor.
Todo.
Quería apropiárselo sin más, pero lo que deseaba no podía ser tomado por la fuerza.
Tenía que ser entregado.
El choque de la voluntad y el deseo puso a prueba su carácter, nunca dócil, lo tensó y estiró hasta casi romperlo.
Con un jadeo, se apartó de ella. Mientras esperaba que el martilleo en sus venas remitiera, observó cómo, ahora que él los había liberado, Helena recuperaba los sentidos y la conciencia.
Ella agitó las pestañas y levantó los párpados. Lo miró sin alterarse, con ojos cristalinos en los que se leía la confusión y cierta pertinaz desconfianza hacia él.
Acto seguido, parpadeó y bajó la mirada.
La mano de Sebastian todavía le sujetaba la barbilla; le levantó la cabeza para poder verla.
Los ojos de Helena se nublaron. Aun cuando le sostuvo la mirada con calma, las nubes volvieron. Con una leve sonrisa, retiró la barbilla de la mano del duque y le rozó los dedos con un beso.
—Vamos. —Se desasió del brazo de Sebastian—. Será mejor que nos reunamos con los demás.
Y se volvió hacia la puerta. El duque se tragó el impulso de pedirle que volviera, de preguntarle qué le preocupaba. Tras un instante de vacilación, la siguió.
Quería su confianza, deseaba que se sincerase con él, y eso no se podía forzar. Al fin y al cabo, mientras ella no se sintiese segura de él, Sebastian aún lo estaría menos de ella.
En muchos aspectos, la visita de Helena se estaba desarrollando mejor de lo previsto. Thierry y Louis eran aficionados a la caza, y en esa época los bosques de Sebastian estaban a rebosar; había caza de sobra para mantenerlos entretenidos y fuera del camino del duque. Marjorie y Clara habían entablado amistad y, distraídas por sus propios entretenimientos, estaban más que dispuestas a dejar el de Helena en manos de él.
Todo lo cual habría resultado perfecto. Por desgracia, la única persona que no estaba dispuesta a secundar sus planes era la propia Helena.
Sebastian no estaba seguro de que fuera a aceptarlo; y era incapaz de entender el porqué.
Pero tenía que hacer algo con aquellas malditas cartas.
—¿Así que es aquí donde pasa la mayor parte del tiempo?
Levantó la mirada de la página que supuestamente centraba su atención y la dirigió hacia Helena, que entró en el cuarto con desenvoltura. El «aquí» era su estudio. Así pues, Helena había evitado unirse a Marjorie y Clara en una distendida conversación alrededor de la chimenea del salón, prefiriendo distraerlo a él mientras intentaba trabajar.
—Por lo general, sí. Es bastante grande y cómodo, y casi siempre tengo a mano lo que necesito.
—¿De veras? —La mirada de ella se posó en el libro de contabilidad que él tenía delante.
Sebastian se dio por vencido; cerró el libro y lo apartó. No era nada crucial; no en comparación con ella.
Helena sonrió y rodeó el escritorio. Sebastian apartó la silla con cuidado y ella se apoyó contra el mueble.
—Una vez usted me preguntó por qué, hace tantos años, estaba en el jardín del convento, aunque nunca me contó qué estaba haciendo allí.
—Caerme del muro.
—Después de abandonar la celda de Collette Marchand, ¿verdad?
—Ah, sí… la inestimable Collette. —Sonrió al recordarla. Una ceja castaña se levantó con altivez en la frente de Helena.
—¿Y bien?
—Era una apuesta, mignonne.
—¿Una apuesta?
—Recordará que, cuando frecuentaba París, yo era más joven y bastante más montaraz.
—Lo de joven se lo admito, pero ¿cuál fue el objeto de esa apuesta que le hizo enfrentarse a los muros del convento?
—Antes de que terminara aquella semana tenía que conseguir de la señorita Marchand unos zarcillos de cierta singularidad.
—Pero estaba previsto que ella se fuera dos días más tarde, y de hecho se marchó a la mañana siguiente, después de su visita.
—En efecto; era parte del desafío.
—¿Así que ganó?
—Por supuesto.
—¿Y qué recompensa obtuvo?
Sebastian sonrió.
—¿Qué mayor recompensa que el triunfo? Y, aún mejor, sobre un noble francés.
Helena emitió una leve exclamación de desdén, aunque su mirada exhibía una expresión extrañamente distante.
—¿Pasó muchos años cortejando en París?
—Ocho, nueve… Todos mientras usted aún llevaba coletas.
Hummm, pensó Helena. Sebastian lo adivinó en su cara; las nubes congregándose en su rostro, oscureciéndole la mirada. ¿Tenían algo que ver las cartas con sus pretéritas hazañas en Francia? El duque no recordaba haber cruzado su espada con ningún Daurent.
La observó con más detenimiento, contempló su lucha con los demonios interiores. Se había habituado tanto a la presencia de Sebastian que, cuando no se concentraba en él, su máscara se deslizaba y el duque veía más. Lo suficiente para hacerle extender la mano hacia ella.
—Mignonne…
Helena se sobresaltó; se había olvidado de que estaba allí. Por un fugaz instante, Sebastian vislumbró… horror, terror, pero, por encima de todo, flotando, una tristeza profunda y dolorosa. Antes de que pudiera reaccionar, Helena recompuso la máscara y sonrió, con demasiada alegría y excesiva crispación.
El duque aumentó la presión sobre su mano, temeroso de que se levantara e intentara huir.
Con apenas una pausa para pensar, Helena le ganó la baza. Se apartó del escritorio y se deslizó en su regazo.
—Eh, bien… Si ha terminado de trabajar…
El cuerpo del duque reaccionó de inmediato; tras lo cual, el suave, cálido e inconfundiblemente femenino peso se instaló con tanta confianza, tanta seguridad, que los demonios de Sebastian babearon. Mientras luchaba por refrenarlos, le soltó la mano y volvió la cara hacia ella.
Sus labios se unieron.
Helena lo besó con ansia y morosidad, con un anhelo intenso que Sebastian supo verdadero porque él también lo sintió.
Le había dado su palabra de que no la manipularía, pero cuando ella lo hizo ahondar en el beso, en el placer de su boca, Sebastian comprendió que habría sido necesario exigirle idéntica garantía.
La estrechó entre sus brazos y momentos después buscaba con la mano su pecho.
Podía tranquilizarla, complacerla, dejar que lo distrajera. Pero él sabía lo que había visto y no olvidaría.
Agridulces. Así definió Helena los días que siguieron. Amargos cada vez que pensaba en Ariele, en Fabien, en la daga que tenía que robar, en la traición que tenía que cometer. Dulces durante las horas que pasaba con Sebastian, cuando él la abrazaba, durante aquellos breves momentos en que se sentía a salvo, segura, libre del negro hechizo de Fabien.
Pero tan pronto abandonaba el abrazo de Sebastian, la realidad se cernía oscura sobre ella. Y enmascarar su sombrío corazón le suponía un esfuerzo cada vez mayor.
Sebastian los había invitado por una semana, pero esta había transcurrido y nadie se preocupó ni hablaba de marcharse. El invierno había ceñido su manto sobre campos y senderos, pero en Somersham había fuegos crepitantes y habitaciones acogedoras, y abundancia de distracciones que los mantenían entretenidos.
Fuera, el año tocaba a su fin; dentro, la gran mansión parecía desperezarse y cobrar vida. Aun cuando no estaba directamente involucrada, a Helena no le pasaban desapercibidas la excitación reinante en el edificio, la alegría anticipada que manaba de cientos de pequeños preparativos para las celebraciones navideñas y la subsiguiente reunión familiar.
Clara apenas dejaba de sonreír, ansiosa por señalar esta costumbre o aquella, por explicar de dónde procedían el acebo y las ramas que decoraban las habitaciones, por desvelar los secretos ingredientes del ponche navideño.
Una y otra vez. Helena se encontró aparentando expectativas de alegría, mientras que por dentro experimentaba la certeza de la desesperación.
Tras aquel instante de desconcierto en el estudio, cuando, obsesionada por cómo y cuándo había conocido Sebastian a Fabien y le había ganado la daga —teniendo en cuenta a ambos, aquella era la vía más probable por la cual el duque habría llegado a poseerla—, había estado a punto de contárselo todo, para su sorpresa Sebastian al parecer había resuelto entretenerla con las historias de sus antepasados, su familia, su infancia y su vida personal.
Historias que —Helena lo sabía— no había contado a nadie más.
Como aquella vez que se quedó atascado en el enorme roble que había junto a los establos y del que sólo pudo bajar cayéndose. El miedo que había pasado. O lo mucho que había querido a su primer poni, y el terrible dolor que le produjo su muerte, aunque esto último no lo había mencionado con palabras. En su lugar, se había interrumpido, pasando bruscamente a otro tema.
Si él no hubiera estado intentando de forma tan denodada mostrarse transparente, Helena podría haberse preguntado si es que, a pesar de la promesa e incluso de su intención de no manipularle los sentimientos, simplemente lo estaba haciendo. En cambio, todo lo que decía, lo decía de manera directa, a veces incluso a regañadientes, como si estuviera depositando a los pies de Helena todo lo que era, todo su pasado y, por deducción, todo su futuro. Exponía todos los hechos sin ambages, sin juzgarlos, confiando en que ella lo entendiera y juzgara. Como Helena, en efecto, hizo.
Los días transcurrían tranquilos, y Helena sucumbió más que nunca a su hechizo, llegó a ansiar aún con más desesperación poder quedarse con todo lo que Sebastian le estaba ofreciendo, pero sabiendo que no podría.
Deseó, hasta más allá de la desesperación, poder contarle el vil plan de Fabien, pero sus tiernas historias de infancia no hacían olvidar la clase de hombre que el duque era. Despiadado, duro y, en cierta época, rival de Fabien; nada era más probable. Si ella le contaba la verdad de su situación, cabía esperar que él se preguntase si Helena no había sido peón de Fabien desde un principio, y si ahora, con el esplendor de la vida ducal abriéndose ante ella, no habría escogido cambiar de alianza.
Él le había dejado claro qué nivel de compromiso buscaba en ella, aclarando que no quería que lo aceptara a causa de los ingentes beneficios materiales de que podría disfrutar. Después de la confianza que él había depositado en ella, ahora Helena no podía aceptar su propuesta, contarle la verdad, reclamar su protección y dejarle para siempre recelando de sus verdaderas motivaciones.
¿Y qué pasaría si él rehusaba ayudarla? ¿Qué, si ella se lo contaba y él le negaba toda ayuda? ¿Qué, si la naturaleza de la relación del duque con Fabien fuera tal que él la rechazara por completo?
Nunca conseguiría la daga, y Ariele…
Decírselo era un riesgo que no podía asumir.
En su lugar, veía cómo se desvanecían los días, contemplando acercarse inexorablemente el momento de coger la daga. Se aferró a un último arrebato de desafío con obstinación, rechazando negarse aquellos últimos y preciosos instantes en la calidez de la compañía de Sebastian, en la seguridad de su abrazo.
Sus últimas horas de felicidad.
Una vez que lo traicionara y huyera de Somersham, una parte de su vida moriría. Ningún otro hombre podría significar jamás lo que ahora significaba Sebastian para ella, ningún otro podría ocupar su lugar en el corazón de Helena.
El duque había tenido razón en eso. La respuesta a su pregunta ya estaba grabada allí, y Helena sabía cuál era. Y también sabía que jamás tendría la oportunidad de decírsela.
La culpa y un terrible sentimiento de incipiente pérdida lastraban su espíritu, aun en aquellas horas que pasaba cabalgando, riendo, hablando, paseando por la enorme casa en compañía de Sebastian. Mantuvo a raya la oscuridad, la encerró en un pequeño rincón de su mente, mas seguía allí.
También la aferraba el hecho de que ya no volverían a amarse. La postura de Sebastian era que todo aquello tenía que ser digno, y Helena no era tan cruel como para presionarlo; no tenía derecho a ello, a tomar de él aquello a lo que Helena sólo tenía derecho si estaba decidida a ser su esposa. Sin duda, la manera de hacer las cosas de Sebastian era mejor, más prudente y realista.
Pero ella seguía llorando la pérdida de la intimidad que habían compartido. Sólo entonces comprendió el verdadero significado de la palabra «intimidad»; el acto le había afectado de manera más intensa de lo que hubiera imaginado, vinculándolos de alguna manera en algún plano más profundo. Tras experimentarla una vez, siempre desearía volver a experimentar la dicha.
Sabía que nunca lo conseguiría.
Pero no tenía elección: Ariele era su hermana y su responsabilidad.
Sebastian la observaba, desengañado de sus risas y sonrisas. Tras ellas, Helena se veía cada vez más frágil; por el día, la luz de sus ojos se hacía más oscura. El duque había intentado por todos los medios animarla a que confiara en él. En todos los niveles lógicos sabía que Helena confiaba, pero en lo emocional…
Pese a todo, no podía presionarla, ya no por falta de confianza en sí mismo sino simplemente porque él —que nunca antes se había abstenido de realizar un acto necesario a causa de los sentimientos ajenos— no podía torturar los sentimientos de Helena.
No más de lo que ya estaban.
Dudaba de si ella sabía lo que él sabía; de si Helena tenía alguna idea de lo mucho que veía Sebastian cada vez que su mirada se hacía distante y pensativa, antes de que ella reparase en que la estaba observando y entonces subiera la máscara, componiendo una sonrisa.
Eran las cartas, estaba seguro. Todavía seguían en la cómoda, metidas debajo del joyero. Cuando Helena estaba abajo tranquilamente, él había entrado en su habitación numerosas veces para comprobarlo. Ambas mostraban signos de haber sido leídas y plegadas innumerables veces. Había estado tentado, muy tentado, pero no las había leído. Todavía.
Si ella no confiaba en él pronto, lo haría.
Había esperado que confiara en él lo suficiente como para contárselo por propia iniciativa, pero no lo había hecho. Y, para entonces, Sebastian se temía que no lo haría. Lo cual lo dejaba con la pregunta de qué —o quién— era tan poderoso y tenía un dominio tan grande sobre Helena, como para exigirle una obediencia tan absoluta. Una devoción tan inquebrantable.
—Villard dice que la daga no está en la habitación de St. Ives.
Helena siguió con la mirada fija en el paisaje invernal que se abría más allá de las ventanas de la biblioteca. Unas sombras ocres surgían a través de la escarcha que había cubierto la tierra. Louis la había encontrado allí, sola, donde se había retirado para permitir que Sebastian terminara en paz algunos negocios impostergables.
Louis agarró a Helena por el brazo y casi la zarandeó.
—Se lo dije, ha de hacerlo pronto. —Al no obtener respuesta, acercó la cara a la de ella—. ¿Me oye?
Helena se serenó, giró la cabeza y miró a Louis a los ojos.
—Quítame las manos de encima. —Lo dijo con una voz baja, tranquila, sin inflexiones, tras la cual había siglos de autoridad.
Louis lo hizo.
—Se nos acaba el tiempo. —Miró alrededor, comprobando que seguían solos—. Llevamos aquí más de una semana. He oído que se espera la llegada de otros miembros de la familia en los próximos días. ¿Cómo saber cuándo se le agotará la paciencia a St. Ives y decida que debemos irnos?
—No lo hará.
Louis soltó una exclamación de incredulidad.
—Eso lo dice usted. Pero una vez que esté aquí la familia… —Miró a Helena—. Se habla de boda, como cabía esperar, pero todo esto no me gusta. Perder el tiempo es tentar a la suerte. Debe encontrar esa daga enseguida… Esta noche.
—Ya te he dicho que debe de estar en su estudio. —Helena volvió la cabeza y lo miró—. ¿Por qué no la coges tú?
—Lo haría, pero el tío ha manifestado que ha de ser usted y —se encogió de hombros— puedo comprender sus razones.
—¿Sus razones?
—Si lo roba usted, St. Ives no pregonará el asunto en el extranjero. No hará acusaciones públicas ni buscará una venganza ostentosa, porque no querrá que se sepa que fue burlado por una mujer.
—Entiendo. —Se volvió una vez más a su contemplación de las praderas de césped—. Así que debo ser yo.
—Oui… y ha de hacerse pronto.
Helena sintió que la red se cerraba alrededor de ella, sintió la presión. Suspiró.
—Lo intentaré esta noche.
Antes de salir, Helena esperó a que todos los relojes dieran las doce. Aun entonces, no estaba segura de que Sebastian hubiera abandonado el estudio, pero desde la mitad de la escalera podría mirar por encima del pasamanos y ver si se filtraba luz por debajo de la puerta. Decidida, salió; no era tan estúpida como para andar a hurtadillas, así que recorrió el pasillo briosamente, con confianza, dejando que las alfombras amortiguaran sus pasos.
El pasillo conducía a la larga galería. Llegó al final y giró en el vestíbulo que había en lo alto de la escalera…
Y se dio de bruces contra un muro de músculos. Soltó un grito ahogado. Sebastian la agarró antes de que se cayera de espaldas.
—Pero a qué…
A la débil luz que entraba por las ventanas sin cortinas, se percató de que el duque llevaba puesta una bata de seda y supuso que poco más. Sus ojos se dilataron y sus manos se extendieron por el pecho del duque cuando este la atrajo hacia sí. Helena levantó la mirada y se encontró con la de Sebastian.
Vio cómo arqueaba una ceja castaña.
—Mignonne.
¿Adónde va? No lo preguntó, pero las palabras, sin embargo, estaban allí, implícitas en la mirada del duque.
Ella respiró con dificultad, sintió que sus senos se hinchaban contra el pecho de Sebastian.
—¿Qué está haciendo aquí? —balbuceó.
El duque estudio su cara.
—Iba a verla. —¿Y usted?, sugirió su silencio subsiguiente.
El hecho de que, en cierto aspecto al menos, su paciencia se había agotado, se leía con facilidad en sus rasgos, en los ángulos graníticos de la cara. Iluminados por la pálida luz, se mostraban grabados con un deseo brutalmente contenido. Al tacto de las manos de Helena, su cuerpo lo confirmaba: los amplios y cálidos músculos estaban tensos de necesidad.
—Me… —¿… dirigía a verlo? Una mentira. Se humedeció los labios y lo miró—. Quería verlo.
Las palabras apenas habían terminado de salir de sus labios, cuando Sebastian los selló con los suyos. El beso fue de salvaje intensidad, justa advertencia de lo que estaba por llegar.
Helena le rodeó la nuca con los brazos y, celebrando aquel beso, besó a su vez con idéntico fervor.
Condenó los planes de Fabien a una última noche de postergación. Con sumo gusto se entregaría —durante esa última noche de pasión— a los brazos de Sebastian.
Había querido verlo, exactamente por ese preciso motivo. Quería una última oportunidad para demostrarle todo lo que él significaba para ella, aun cuando no pudiera decírselo jamás, no pudiera pronunciar nunca las palabras que Sebastian deseaba oír. Helena se lo podía decir de otras maneras.
Él interrumpió el beso que ya empezaba a arder fuera de su control. Control… vaya broma. Había pensado, a pesar de todo, a pesar de la necesidad galopante que lo atenazaba, que los años acumulados de experiencia le permitirían seguir siendo amo de su deseo.
Pero en un par de minutos Helena había reducido a cenizas toda su contención. Y de manera deliberada.
Aferrada a sus brazos, se apretó contra él, las curvas finas y suaves, los labios exuberantes, la réplica trepadora de los dedos en su nuca, el sube y baja de los senos contra su pecho… Todo, un flagrante canto de sirena tan viejo como el tiempo.
Los ojos de Helena se elevaron relucientes hacia él.
Muy bien.
—Vamos a su habitación. —La voz de Sebastian sonó áspera por el deseo—. Venga.
Le aferró las manos y la condujo con resolución a su dormitorio. No se atrevió a un contacto mayor, tenía que moverse con rapidez si quería alcanzar la privacidad del cuarto. Helena corrió tras él sin protestar, entregada, igualmente concentrada.
Llegaron a la puerta y Sebastian la abrió de par en par. Ella la traspuso y él la siguió.
Cerró la puerta sin volverse, sin apartar la mirada de Helena ni un instante. Oyó el chasquido del pestillo; en el mismo instante en que ella se volvía hacia él y le sonreía como una virgen.
Helena extendió los brazos.
—Venga. Hagamos el amor.
Sobre el tocador, una lámpara ardía tenuemente. Aun a la débil iluminación, el resplandor de la cara de Helena, de sus ojos, era imposible de confundir. Sebastian se acercó a ella sin pensar, atraído por todo lo que podía leer, por todo lo que ella le dejaba ver. Le tomó las manos y las levantó hasta sus hombros, las soltó, deslizó las suyas alrededor de la cintura de Helena y la atrajo hacia él.
Inclinó la cabeza hacia ella.
—Mignonne, si le hago daño, ha de decírmelo.
Ella le deslizó los dedos por el pelo.
—No me lo hará.
Los labios de ambos se encontraron, se fundieron; cualquier intento de racionalidad, de control, se esfumó. Se apretó contra él, lo atrajo a las profundidades de su cálida boca, lo provocó con la lengua, invitándolo sin ningún tapujo a apropiarse de todo lo que quisiese. Lo acompañó en todos los pasos del camino; en cada paso hacia la vorágine del deseo, al interior del remolino de energías emocionales y físicas que estallaban sobre ellos. Que los atrajo, succionándolos, a un mundo donde, triunfantes, la pasión gobernaba y el deseo reinaba.
Sebastian estaba ávido y Helena lo animaba sin ambages a saciarse. Él quería; ella lo tentaba a tomar. Sebastian deseaba poseerla tan absolutamente que Helena jamás pudiese dudar que era de él. Ella lo desafió, lo retó, lo incitó a continuar: deseaba que lo hiciera.
Mareado, Sebastian interrumpió el beso para sentir cómo la bata se deslizaba por sus hombros. El deseo le ardía bajo la piel como una llama de pura sensualidad. Helena extendió los dedos por el cuerpo de Sebastian como si buscara avivar la llama, alimentar el fuego. Respirando con agitación, él contempló su cara, el asombro femenino cuando ella se dio cuenta del tremendo poder que ejercía sobre él, la naciente fascinación cuando se le ocurrió pensar cuánto podría llegar a ejercer.
Helena sonrió y bajó la mirada. Deslizó una mano por el pecho de Sebastian, lentamente, hacia la ingle. El tacto, ligero como una pluma, hizo que él apretara los dientes, que contuviera un gruñido cuando ella lo acarició y, acto seguido, le atrapó el miembro con la mano.
Vio ensancharse la sonrisa de Helena.
Pensó que se moriría cuando, con el pulgar, ella le acarició el glande hinchado y palpitante.
Alargó la mano hacia ella, pero entonces se dio cuenta de que seguía totalmente vestida. Jamás quedaría satisfecho hasta que Helena yaciera desnuda bajo él. La hizo retroceder hasta la cama. Ella le sujetó un costado con una mano, sin soltarle la vara con la otra. Levantó la vista cuando Sebastian la inmovilizó contra un lateral de la cama y la besó con ardor, dejando que sus demonios se regodeasen a sus anchas.
Despojarla del corpiño, tontillo, faldas y enaguas fue cuestión de un minuto; con otra mujer tal vez hubiera perdido el tiempo, alargado el momento. Con ella era incapaz de esperar, no podía.
Helena se quedó casi desnuda, sólo con la fina camiseta, la última barrera entre ambas pieles.
Sebastian se detuvo. Había permanecido desnuda ante él primero; luego, igualmente desnuda, volvería a hacerlo. Pero de momento… Engrilletó sus demonios y miró en derredor, evaluando las posibilidades. Entonces vio lo que buscaba. Lo que ambos necesitaban.
Cuando Helena volvió a cerrarle la mano alrededor del miembro, él bajó la mirada hacia ella, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Gruñó.
Helena interpretó aquello como un consentimiento a aumentar sus atenciones. Aún no había tenido oportunidad de explorar, así que esta vez lo agarró, lo sostuvo con dulzura, lo halagó, lo acarició.
Percibió como la tensión aumentaba en la columna vertebral de Sebastian con cada toque. Sintió cómo, bajo su mano, aquella fuerza rampante se endurecía cada vez más.
Fue consciente del inmenso placer que le proporcionaba su contacto. Decidió complacerle más.
—Basta… —Sebastian cerró la mano sobre la cintura de Helena y le apartó la que mantenía en su cadera. Oscura y ardiente, su mirada encontró la de ella—. Venga. Ahora me toca a mí rendirle homenaje.
Para su sorpresa, Sebastian se dio la vuelta y se dirigió hacia una ventana alta cuyas cortinas estaban sin correr. Fuera estaba helando y el cielo se veía cristalino. El claro de luna, pálido y plateado, se derramaba en la habitación creando un gran charco sobre la oscura alfombra.
Se detuvo en el haz de luz y le indicó que se acercara para que cayera sobre ella. Sebastian no le miraba a la cara sino al cuerpo, velado por la sedosa camiseta. Observó… y sus labios se curvaron en una sonrisa de satisfacción sensual.
—Perfecto —dijo.
Se puso de rodillas delante de ella. Por la diferencia de estatura, su cabeza quedaba a la altura de los pechos de Helena.
Helena lo miró y le enredó una mano en el pelo. Sebastian se inclinó ante ella, levantó ambas manos y las cerró sobre sus senos. Helena cerró los ojos al tiempo que arqueaba el cuerpo, invitándole a acariciarla sin ningún miramiento.
Sebastian lo hizo, con suavidad al principio, pero cuando los pechos de Helena se hincharon y afirmaron, su tacto se volvió posesivo. Le apretó los pezones y Helena jadeó. El duque tiró de los duros brotes antes de soltarlos para, levantando la cara, invitarla al beso.
Helena lo besó, apasionadamente, sumergiéndose en aquel calor, mientras los sentidos se le hundían en la pleamar del deseo. Cerrando los brazos alrededor de la cabeza de Sebastian, lo mantuvo contra ella. Él le sobó los pechos y, de nuevo, buscó con los dedos, encontró, apretó, apretó… hasta que las rodillas de Helena se aflojaron y flaqueó.
Sebastian se apartó y ella dejó caer la cabeza hacia atrás, oyendo su propio jadeo.
Él se levantó y le agarró la cintura, sujetándola con firmeza al tiempo que sus labios, calientes y húmedos, se arrastraban por la barbilla, por el cuello, para finalmente apretarse contra el punto donde el pulso latía aceleradamente. Succionó, lamió y luego su boca volvió a deslizarse hacia abajo.
Sobre la dura ondulación de un pecho.
Los labios de Sebastian, como un hierro al rojo, quemaban a través de la delgada seda. Helena volvió a jadear y apretó la mano sobre la cabeza de él, incitándole a continuar. Expertos y pícaros, los labios se pasearon por encima, apretaron, volvieron a pasearse. Subyugando. Provocando.
Justo antes de que Helena se recuperara para protestar, apretó más y lamió. Encima y alrededor del pezón. La mojó hasta que la seda se adhirió, húmeda, contra el cálido pecho. Luego, con parsimonia, cerró la boca sobre el pezón dolorido y su lengua serpenteó sobre él.
Helena inspiró con violencia, soltó el aire poco a poco, sintió la tensión subiéndole cada vez con más fuerza. El duque soltó aquel seno y repitió la sutil tortura en el otro, hasta que a Helena le ardieron ambos, llenos y prietos.
La seda se deslizó, susurrante, en la noche; Helena bajó la vista y vio cómo Sebastian estiraba la ceñida camiseta sobre su vientre, y allí la aseguraba. Y allí colocó los labios, después de bajarse más, apoyado en sus rodillas. Succionó levemente, lamió, saboreó a través de la seda.
Le recorrió las costillas, la cintura, el ombligo, como si cartografiara sus dominios. A Helena todavía le dolían los pechos, pero el calor se estaba extendiendo, más y más abajo, siguiendo las íntimas atenciones de la que era objeto. Ahondándose.
Una mano dura la sujetó por la cintura cuando Sebastian apretó la boca contra su vientre. Luego, el duque se apoyó sobre sus tobillos y, agarrándole las caderas, tensó la camiseta para poder acariciarla sin estorbos con la boca, sondeando de manera provocativa la hendidura de su ombligo —caliente, húmeda y rugosa, aunque velada en seda—. Ella se estremeció.
Las manos de Sebastian aflojaron su cintura y se movieron sin rumbo, bajaron, luego subieron por debajo de la camiseta, acariciando levemente la parte trasera de los muslos de Helena, antes de cerrarse de manera posesiva sobre los globos de su trasero.
Mientras apretaba la boca contra su vientre, sondeando cada vez más explícitamente, los dedos flexionados manoseaban, la mantenían cautiva. Suya, para saborearla a placer.
Aquello último fue evidente, aún más cuando siguió bajando y le acarició con la boca la oquedad entre los muslos. Helena se quedó sin respiración y soltó un grito ahogado, al tiempo que le sujetaba la cabeza con ambas manos, hurgando con los dedos tensos entre el pelo. Sebastian apartó la cabeza y se movió lo justo para cambiar las rodillas de sitio, insinuantemente, las dos entre los pies de Helena, obligándola a abrir las piernas.
Ella bajó los ojos y observó la cara de Sebastian cuando este le miró el triángulo de rizos negros, velados por la seda, en el vértice de sus muslos. Luego él colocó la boca caliente en aquel punto. Helena se aferró a su cabeza y cerró los ojos. Enredó los dedos en el pelo de Sebastian al sentir el tacto de su lengua; notó la flexión posesiva de sus dedos. Entonces él la inclinó, sujetándola con firmeza… y se dispuso a darle placer.
Todo a través de la seda. La estirada tela añadió un nivel extra de sensaciones, otra fuente de leve abrasión a su ya sensible carne. Sebastian se pegó, succionó, sondeó; la carne se hinchó y humedeció y rápidamente se mojó. Helena se aferró a él, los ojos cerrados, la respiración entrecortada. Luego, abriendo los párpados apenas un resquicio, contempló la cabeza de Sebastian moviéndose contra ella al rendirle culto.
La espiral de tensión se enrolló por todo su cuerpo, aguda y brillante, pero aparentemente sin nada a lo que adherirse; no todavía. Sebastian derramaba placer sobre ella y Helena lo bebía, sintiendo que le calaba hasta los huesos. Percibió el placer del duque al complacerla, al rendirle homenaje tal como había prometido.
Al aumentar la presión, al profundizar en el sondeo, Helena levantó la mirada. Antes de cerrar los ojos, vislumbró unas sombras en el cristal. Miró y se percató de que se estaba observando a sí misma. Aunque débilmente, la escena, al claro de luna, se reflejaba en el cristal, iluminada a cierta distancia por la lámpara situada detrás de ellos. Helena no estaba ni de lado, ni frente a la ventana, sino en una posición intermedia. La luz de la luna se derramaba a través del reflejo; era como si se estuviera viendo a través del mismo velo de seda que le hurtaba el cuerpo a la vista. Sin embargo, veía lo suficiente para distinguir su cuerpo, arqueado entre las manos de Sebastian; las delgadas columnas de sus piernas, obligadas a abrirse; los pies, tocando el suelo lo justo.
Lo vio ante ella, desnudo, los músculos de los hombros refulgiendo a la luz de la luna, el pelo castaño, negro contra la palidez de su cuerpo, moviéndose a medida que la complacía.
Todavía lo estaba contemplando cuando Sebastian se apartó, apoyando la mejilla contra su muslo, haciendo malabarismos con su peso para poder retirar una mano. A Helena se le atascó la respiración y bajó la mirada. Sebastian introdujo la mano libre en la negra hendidura de sus muslos abiertos, miró hacia arriba y le leyó la expresión. Le sostuvo la mirada moviendo la mano y empujando un dedo cubierto de seda dentro de ella, lentamente al principio, luego con más decisión, profundizando más, hasta que a través de la tela fruncida su mano encontró la carne hinchada. Apretó sólo un poco. Helena se quedó sin respiración.
Miró hacia la ventana.
Lo vio observar una vez más su monte de Venus, sintió cómo estiraba el largo dedo, extendía la tela y le separaba los pliegues, apartándolos para dejar al descubierto la palpitante yema de su deseo, cubierta delicadamente por la húmeda seda.
Volvió a empujar el dedo dentro de ella, tras lo cual inclinó la cabeza y puso la boca contra el punto más sensible de Helena.
Succionó.
El placer fue una ráfaga que trepó por ella como una marea. La barrió, atrapó y derribó para luego lanzarla por los aires.
Helena se deshizo entre sus manos, fundiéndose al sentir la boca caliente y el dedo bien dentro de ella. Lo sintió en su interior mientras Sebastian lamía y volvía a succionar. La segunda ráfaga se encabritó como un maremoto y la recorrió con una fuerza devastadora.
Helena oyó un chillido amortiguado procedente de algún lugar cercano. Vagamente, se dio cuenta de que era suyo.
Un mareo maravilloso, la mengua de calor, el lento desvanecimiento del placer la hicieron consciente de la separación de Sebastian. Este levantó la cabeza y retiró el dedo del cálido broche que era el cuerpo de Helena. Con un suave tirón sacó la camiseta de entre sus piernas y, sujetándola todavía, la atrajo hacia él, de manera que ella bajara, deslizándose, hasta que sus muslos abiertos descansaron sobre los de él.
Ahuecó la mano en la cara de Helena, la sujetó con firmeza y la besó con voracidad. El mensaje era explícito: aquello había sido sólo el primer plato.
El deseo se agitó, volviendo a despertar… Helena le devolvió el beso, saboreándose a sí misma en los labios de él. Lo besó con más intensidad.
Helena intentó alargar la mano entre ellos, hacia donde el empuje de la vara de Sebastian contra su vientre era ostensible y prometedor.
Pero él se la retuvo antes de que alcanzara su objetivo.
Helena apartó los labios y suspiró.
—Quiero complacerlo —dijo.
Sebastian le sostuvo la mirada.
—Lo hará. Pero no así. —Sus ojos estaban tan oscuros, cercados de un azul tan ardiente que le envió a Helena un escalofrío de anticipación.
—¿Cómo, pues?
Sebastian la estudió como si sopesara lo que le iba a decir. Por fin, le preguntó:
—¿Puede levantarse?
Helena parpadeó y se echó hacia atrás, intentándolo. Se tambaleó al apoyarse en los pies, pero él la sujetó. Luego se alzó él y alargando la mano hacia abajo, de un tirón acercó un escabel. Ella le observó buscar la posición adecuada para el pequeño mueble, que acercó a la ventana con un suave empujón del pie, hasta dejarlo a poco más de medio metro de la pared.
Luego, la hizo pasar por delante de él y la puso de cara a la ventana, dándole la espalda.
—Arrodíllese en el taburete.
Obedeció. El escabel era de adorno, con una superficie bordada y lo bastante ancho para que ambos estuvieran cómodos y seguros.
Sebastian se arrodilló detrás, cubriéndola, las pantorrillas de Helena entre sus muslos, con las rodillas separadas sobre la alfombra, a ambos lados del escabel. Deslizó una mano alrededor de Helena y la sujetó por la cintura.
—¿Llega al alféizar? —le preguntó.
Podía si se estiraba hacia delante. El ancho alféizar de madera sobresalía a casi medio metro del suelo.
—Sí —confundida, añadió—: ¿Por qué?
El duque dudó y luego murmuró:
—Ya lo verá.
El brazo alrededor de su cintura se tensó, apretándola contra él. Sintió la dura erección de Sebastian contra la base de su columna vertebral. No sabía qué hacer con las manos, así que las estrechó sobre el brazo que le rodeaba la cintura, aferrándose a la mano y el antebrazo de Sebastian.
El duque se movió a sus espaldas y Helena intuyó lo que iba a hacer.
—Si necesita agarrarse, hágalo del alféizar —le dijo él.
Ella obedeció. No iba a preguntar, pero por su mente cruzaban multitud de imágenes estimulantes. Sebastian apartó el dorso de la camiseta y se apretó, piel contra piel, contra ella.
Helena inclinó la cabeza hacia atrás, contra el hombro del duque, murmurando su aliento, moviendo las caderas contra él.
Sebastian soltó una risita breve, irregular, y acto seguido puso los labios allí donde se unían el hombro y el cuello de Helena. Esta inclinó aún más atrás la cabeza, forzando la columna, los pechos empujando hacia delante.
La mano libre de Sebastian se cerró sobre ellos, primero uno, luego el otro, sobándola de manera posesiva hasta que la hizo jadear. Luego, le apretó los pezones y Helena se retorció y resolló. Las manos de Sebastian bajaron hasta el vientre, que acarició de forma estimulante. Sin hablar, Helena suplicó.
Él se inclinó hacia delante, sobre el brazo que mantenía en la cintura de Helena. Las columnas de sus muslos descansaban contra la parte exterior de los de Helena; parecían de acero y su piel cubierta de vello raspaba ligeramente. Con las caderas y muslos sujetos contra él y rodeada por el brazo de Sebastian, ella se sintió cautiva de su fuerza. Atrapada. Para ser tomada de inmediato. Se sujetó con fuerza a los brazos del duque y le hincó los dedos con expectante anticipación cuando él, a su espalda, la tocó, la abrió y se pegó a ella. Entonces la penetró lentamente, hundiéndose centímetro a centímetro en su blandura.
Sebastian no podía respirar. Los pulmones se le cerraron al observar su vara palpitante deslizarse entre las pálidas nalgas de Helena, cada vez más hondo, al sentir el calor hirviente de la bienvenida que se le ofrecía, al percibir a Helena completamente abierta para él, al notar la entrega de su cuerpo, a su sexo estirarse y relajarse y luego contraerse dulcemente. Exhaló con los ojos cerrados, los sentidos tambaleándose, cuando al fin se hundió totalmente en su interior. El suave trasero y los muslos de ella lo acariciaron. Helena le hincó más las uñas y se retorció un poco, probando, no por dolor.
Sebastian sonrió para sus adentros, aunque era incapaz de expresión alguna, los rasgos embargados por la pasión. Flexionó las caderas, salió un poco y empujó… lo bastante para mostrarle cómo se hacía.
El interés de Helena no se hizo esperar y al punto intentó moverse a su ritmo. Sebastian intensificó el abrazo, manteniéndola quieta, saliendo y empujando otra vez.
Y otra vez.
Hasta que Helena no pudo hacer otra cosa que agarrarse con fuerza a su brazo y dejar que su cuerpo lo recibiera. Una y otra vez. El erótico rozamiento aumentó, y ella sollozó, abriéndose aún más, dejando que su cuerpo se rindiera definitivamente a la posesión del duque.
Y desde luego que la poseyó. Cual conquistador, la reclamó y rezó para que el acto quedara grabado en los sentidos de Helena con tanta intensidad como en los suyos. Cerró los ojos y la sensación creció; privado de la vista, los demás sentidos se expandieron para deleitarse en aquel calor resbaladizo, en la humedad, en el desvergonzado apresamiento del que le hacía objeto el cuerpo de Helena.
Cuando volvió a abrir los ojos, dejó que su mirada se detuviera en la espalda cubierta de seda, en los hemisferios del trasero de Helena encontrándose con su plano vientre una y otra vez. El ritmo se intensificó. Sebastian estiró la mano alrededor de Helena y le tomó un seno, oyéndola sollozar. Lo sobó, encontró el pezón y apretó, y ella gimió.
Dejó que la mano deambulara por las curvas que ahora consideraba de su propiedad. Levantó más la camiseta y le acarició el trasero completamente desnudo, siguiendo con suavidad el rastro de la hendidura; percibió su escalofrío. Alargó la mano que tenía en su cintura para acariciarle el vello púbico.
Cuando le separó los labios, empujó a fondo.
Notó cómo la tensión se acrecentaba en Helena, la empujaba, y la sintió tensarse más. La acarició con suavidad, sin tocar el tenso botón, sólo resiguiendo su contorno. Entonces la llenó profundamente y se quedó inmóvil, al tiempo que lo descubría con cuidado.
¡Ah, con qué delicadeza puso la yema del dedo encima!
Luego retomó su ritmo de penetración una vez más.
Las uñas de ella se hundieron en el brazo de Sebastian mientras luchaba por aferrarse a sus sentidos. Duró menos de un minuto.
Cuando Helena se quebró, él apretó con más firmeza, empujó aún más adentro y se detuvo, saboreando las poderosas ondas de su liberación al propagarse por Helena.
Esperó sujetándola doblada sobre su brazo, casi sin resuello. Aguardó a que Helena se agitara, a que la fuerza volviera a su musculatura temblorosa. Luego salió de ella y se irguió, levantándola con él. Entonces, haciendo malabarismos con su cuerpo, la cogió en brazos.
Helena abrió los ojos lo suficiente para ver que la cama se aproximaba con rapidez. Se relajó, desechando la protesta que había estado a punto de expresar. No deseaba que la abandonara, no quería que se fuera mientras ella no tuviese el indescriptible placer de saber que lo había complacido totalmente.
Sebastian se detuvo junto a la cama, apartó las mantas y la colocó en medio del blando colchón. Le quitó la camiseta y paseó la mirada por su cuerpo, el deseo grabado en el rostro. Alargó la mano hacia las mantas y se unió a ella cuan largo era, cubriendo a Helena con su cuerpo mientras forcejeaba con la ropa de cama para convertirla en un capullo que los envolviera, juntos, casi apretados. A continuación, la miró y bajó el cuerpo para tenderse encima, abriéndole los muslos para colocarse en medio. La penetró con una única y poderosa embestida. Luego se puso completamente encima de ella y volvió a empujar.
Liberándose de toda reticencia, Helena le rodeó con los brazos, relajó el cuerpo y movió las piernas para aferrarse a él de forma más profunda, mientras Sebastian se mecía en su interior.
El capullo de mantas se transformó en una cueva, en un lugar de satisfacción de necesidades primarias, de deseo visceral. Conducido, él la amó; cautiva, ella amó a su vez.
Respiraciones entrecortadas, sollozos, gemidos y gruñidos guturales se convirtieron en su lenguaje; la poderosa e insistente fusión de sus cuerpos, en su única realidad. Sebastian deseaba, exigía, tomaba. Incansable, Helena daba; abrió su corazón y le entregó la llave, le dio su cuerpo cuando el calor, arremolinándose, los fundió. Ella le entregó el alma en el momento en que el éxtasis los arrebataba y los sacaba de este mundo.