Noviembre de 1783. Londres.
COLLETE se había negado a revelar su nombre, el de su loco inglés, aunque allí estaba, alto, delgado y tan guapo como siempre, si bien es cierto que siete años mayor. Rodeada por las conversaciones de circunstancia en su deambular de un grupo al siguiente. Helena se detuvo, paralizada.
A su alrededor, el sarao de lady Morpleth se desbordaba. Estaban a mediados de noviembre, y la gente elegante había vuelto su interés colectivo hacia las Navidades. El acebo abundaba; el aroma de las plantas perennes inundaba la atmósfera.
En Francia, la cercanía de la nuit de Noel hacía tiempo que no era más que otra excusa para la extravagancia. Aunque los lazos entre Londres y París se estaban debilitando, en esto seguían coincidiendo: por lo que a oropel, fascinación, riqueza y esplendor hacía, los entretenimientos de los elegantes rivalizaban con los de la corte francesa. En términos de alegría sincera los superaban, porque aquí no existía la amenaza del descontento social, ni la canaille se congregaba más allá de los muros. Aquí, los de alta cuna y los bastante ricos para pertenecer a la élite, podían reír, sonreír y disfrutar abiertamente del torbellino de actividades que saturaban las semanas que conducían a la celebración de la Navidad.
La pequeña estancia en que se había aventurado Helena estaba a rebosar; cuando se paró para observar el salón principal, la cháchara incesante se apagó en su mente.
Enmarcado por el arco de la puerta que comunicaba ambas piezas, él —el inglés montaraz que le había dado el primer beso de su vida— se detuvo para charlar con una dama. Sus labios se curvaron en una sonrisa sutil, todavía finos, aún indolentemente expresivos. Helena recordó la sensación de aquellos labios.
Siete años.
Lo examinó con la mirada. En los jardines del convento no lo había visto lo bastante bien como para advertir ahora algún cambio, y seguía moviéndose con la elegancia sigilosa que ella recordaba, sorprendente en alguien tan grande. Los ángulos del pálido rostro parecían más duros y austeros. El pelo —cuyo color pudo apreciar ahora— era de un castaño melifluo, los ondulados mechones recogidos en una coleta sujeta con una cinta negra.
Iba vestido con discreta suntuosidad. Cada prenda llevaba el sutil sello de un artífice, desde la espumilla del caro encaje de Malinas del cuello y la abundante caída del mismo encaje sobre sus grandes manos, hasta el corte exquisito de la casaca gris plata y los calzones de un gris más oscuro. Otros habrían llevado la casaca ribeteada de encaje o galón; él, sin más adorno que los grandes botones plateados. El chaleco, de un gris oscuro profusamente bordado en plata, resplandeciente a cada movimiento de su dueño, combinaba con la casaca para crear la ilusión de un envoltorio de pulcra elegancia, guardián de un premio aún más pecaminosamente lujoso.
Dominaba aquel salón atestado de encajes, plumas, trenzados y joyas, y no sólo a causa de su estatura.
Si los siete años le habían dejado alguna marca, era en su presencia: aquella aura indefinible que se adhiere a los hombres poderosos. Se había hecho más fuerte, más arrogante, más inflexible. Los mismos siete años la habían convertido a ella en una experta, para quien la fuerza era tan evidente como el color de la piel.
Fabien de Mordaunt, conde de Vichesse, el aristócrata que se había aprovechado de diversos lazos familiares para convertirse en su tutor, irradiaba idéntica aura. Los últimos siete años habían hecho de ella una mujer hastiada y recelosa de los hombres poderosos.
—Eh, bien, ma cousine, ¿cómo va todo?
Helena se dio la vuelta y saludó fríamente con la cabeza.
—Bonsoir, Louis.
No era su prima, ni siquiera había entre ellos un parentesco lejano, pero se contuvo de recordárselo con altivez. Louis era menos que nada; sólo su guardián, una mera extensión de su tío y tutor, Fabien de Mordaunt.
Podía ignorar a Louis; a Fabien nunca había aprendido a olvidarlo.
Los ojos negros de Louis recorrieron el salón.
—Hay aquí algunos candidatos con probabilidades. —Con una inclinación, acercó su cabeza empolvada para susurrar—: He oído que está presente un duque inglés. Soltero. St. Ives. Haría bien en conseguir que se lo presentaran.
Helena arqueó levemente las cejas y echó un vistazo al salón. ¿Un duque? A veces Louis resultaba útil. Vivía entregado a las conspiraciones de su tío y, en este caso, ella y Fabien estaban persiguiendo el mismo propósito, si bien es cierto que por razones diferentes.
Durante los últimos siete años —casi desde que el inglés la besara— Fabien la había utilizado como a una marioneta en sus juegos. Su mano era un premio muy buscado por las familias ricas y poderosas de Francia; había sido casi prometida en matrimonio más veces de las que podía recordar. Pero la inestabilidad de Francia y las vicisitudes que atravesaban las fortunas de las familias aristocráticas, tan dependientes de los caprichos del rey, habían determinado que la consolidación de una alianza por medio del matrimonio ya no fuera una opción suficientemente atractiva para Fabien. Le había resultado más tentador jugar a utilizar la fortuna y persona de Helena como señuelo para atraer a los influyentes hacia su red. Una vez que obtenía de ellos todo lo que quería, Fabien los desechaba y, una vez más, la enviaba a los salones de París para captar la atención de su siguiente conquista.
Durante cuánto tiempo habría continuado el juego, era algo que Helena no quería ni pensar. ¿Hasta que fuera demasiado vieja para servir de señuelo? Por fortuna, al menos para ella, la creciente agitación reinante en Francia, el descontento latente, habían dado que pensar a Fabien. Depredador por naturaleza, poseía una notable intuición. Y no le había gustado el aroma que flotaba en el ambiente. Helena había llegado al convencimiento de que Fabien estaba considerando un cambio de táctica aun antes del intento de rapto.
Aquello había sido aterrador. Aun ahora, de pie al lado de Louis en medio de un salón de moda de otro país, tuvo que luchar para reprimir un escalofrío. Había estado paseando por los huertos de Le Roe, el castillo de Fabien en el Loira, cuando tres hombres habían intentado llevársela.
Debían de haber estado al acecho, aguardando el momento oportuno. Helena luchó y se resistió en vano. De no ser por Fabien, la habrían raptado. Su tutor montaba a caballo a poca distancia de allí y, al oír sus gritos, había acudido al galope en su ayuda.
Podía clamar contra el dominio que ejercía sobre ella, pero Fabien había protegido lo que consideraba suyo. A sus treinta y nueve años, todavía estaba en excelente forma. Uno de aquellos bribones resultó muerto y los otros dos habían huido. Fabien los persiguió, pero lograron escapar.
Aquella noche, ella y Fabien habían hablado sobre su futuro. Cada minuto de aquella conversación quedó grabado en la memoria de Helena. Fabien le había informado de que los hombres eran sicarios de los Rouchefould. Al igual que Fabien, los intrigantes más poderosos sabían que se cernía una tormenta sobre Francia; cada familia, cada hombre poderoso intentaba apoderarse de cuantas propiedades, títulos y alianzas pudiera. Cuanto más aumentaran su poder, más probabilidades tendrían de capear el temporal.
Ella se había convertido en un blanco. Y no sólo para los Rouchefould.
—Las cuatro familias más importantes me han formulado serias peticiones por tu mano. Las cuatro. —Fabien había clavado sus ojos negros en Helena—. Como puedes darte cuenta, no estoy aux anges: las cuatro suponen un inoportuno problema, un problema, por supuesto, y lleno de riesgos. Fabien no quería escoger, comprometer la fortuna de Helena, y por ende su apoyo, con ninguna de las cuatro. Si favorecía a una, las otras tres le rebanarían el cuello a la primera oportunidad. Metafóricamente hablando, seguro; de manera literal, pudiera ser. Helena había comprendido que los planes de manipulación de Fabien se habían vuelto contra él. Y además, ella pensaba cobrarse una justa venganza.
—Ya no hay posibilidad de acordar una alianza para ti dentro de Francia, aunque la presión para otorgar tu mano no hará más que aumentar. —Fabien la había mirado pensativamente; luego, continuó con un ronroneo aterciopelado—: Por lo tanto, estoy pensando en abandonar este por ahora insatisfactorio ruedo y movernos hacia campos potencialmente más productivos.
Helena parpadeó. Fabien sonrió, más para sí que para ella.
—En estos tiempos de penuria, lo más beneficioso para la familia sería crear lazos más sólidos con nuestros parientes lejanos del otro lado del Canal.
—¿Quieres que me case con un refugiado político? —Helena se había asustado. Por lo general, los refugiados políticos eran de posición social baja y carecían de propiedades.
Fabien le lanzó una fugaz mirada de desaprobación.
—No. Quería decir que si fueras objeto de las atenciones de un noble inglés, uno de condición y fortuna iguales a los tuyos, no sólo aportaría una solución al presente dilema, sino también un contacto valioso para la incertidumbre del futuro.
Helena había seguido mirándolo fijamente, atónita y sorprendida, con las ideas agolpándose en su cabeza.
Malinterprentando su silencio, Fabien añadió entonces:
—Por favor, recuerda que la nobleza inglesa se compone en su mayor parte, si no en su totalidad, de familias descendientes de William[1]. Podrías verte obligada a aprender su espantosa lengua inglesa, pero todo el que merece ser tenido en cuenta habla francés e imita nuestras costumbres. No sería tan incivilizado como para que resultara insoportable.
—Conozco el idioma. —Fue todo cuanto se le ocurrió decir, mientras se abría ante ella un panorama que jamás hubiera imaginado. Escapar. Libertad. Siete años de trato con Fabien habían sido una buena escuela. Refrenó su excitación, impidió que aflorara a su semblante y a su mirada. Volvió a concentrarse en su tutor—. ¿Estás diciendo que deseas que vaya a Londres y busque una alianza con un inglés?
—No con cualquier inglés; tiene que ser uno de condición y fortuna por lo menos iguales a las tuyas. En su idioma, un marquis o duke de considerable fortuna. No es necesario que te recuerde lo que vales.
A lo largo de su vida nunca se le había permitido olvidarlo. Había arrugado el entrecejo —dejando que Fabien creyera que la causa era la desgana de ir a Gran Bretaña y confraternizar con los ingleses— mientras concebía su plan. Pero había un obstáculo en su camino. Así pues, dejó que la desilusión y la contrariedad riñeran su rostro y su voz, y dijo:
—Muy bien, voy a Londres, entro majestuosamente en los salones, me muestro encantadora con los milores ingleses y entonces… ¿qué? Después de que todos me deseen, decidirás que no me case con este; y luego, más tarde, tampoco con aquel otro. —Lanzó una exclamación de desdén, cruzando los brazos y desviando la mirada—. No tiene sentido. Preferiría volver a mi casa de Cameralle.
No se atrevió a mirar a hurtadillas para ver cómo reaccionaba Fabien ante su interpretación, aunque notó sobre ella, tan penetrante como siempre, su oscura mirada.
Al cabo, para su sorpresa, su tutor rio.
—Muy bien. Te daré una carta de autorización. —Se sentó al escritorio, de donde extrajo una hoja de pergamino y cogió la pluma. Leyó mientras escribía—: «Por la presente, confirmo que como tutor legal tuyo consiento en que te cases con un miembro de la nobleza inglesa de posición y fortuna similares a las tuyas, pero con mayores propiedades e ingresos que tú».
Helena lo había observado firmar, incapaz de creer en su suerte. Tras espolvorear el documento, Fabien lo enrolló y se lo tendió a su pupila, que había conseguido no arrancárselo de un manotazo. Lo aceptó con aire de fingida resignación, aviniéndose a marchar a Londres y buscar un marido inglés.
Ahora, el documento estaba oculto en su baúl, cosido dentro del forro: era el pasaporte hacia la libertad y el sostén de su vida.
—El conde de Withersay es un hombre afable. —La mirada sombría de Louis se había fijado en la corpulencia del conde, a la sazón en el grupo que Helena acababa de abandonar—. ¿Ha hablado con él?
—Es lo bastante viejo para ser mi padre. —Y no la clase adecuada de hombre. Helena examinó a la multitud—. Encontraré a Marjorie y me enteraré de más cosas sobre el duque. Aquí no hay nadie más que resulte apropiado.
Louis resopló.
—Durante una semana ha estado rodeada de la flor y nata de la nobleza británica; creo que se está volviendo demasiado caprichosa en sus exigencias. Si tenemos en cuenta los deseos de su tío, creo que puedo encontrar una infinidad de aspirantes a su mano.
Helena volvió la mirada hacia Louis y dijo:
—Fabien y yo hemos hablado de sus deseos. No necesito que… ¿cómo se dice?… arruines mis planes. —Su voz sonó fría. Sosteniendo la mirada de obstinación de Louis, elevó la cabeza con altivez—. Volveré a Green Street con Marjorie. No hay razón para que te sientas obligado a acompañarnos.
Rodeó a Louis para alejarse. Permitiéndose esbozar una sonrisa, se deslizó entre la muchedumbre. Marjorie, la señora Thierry, esposa del caballero Thierry, un pariente lejano, era la carabina que se le había asignado. Helena la divisó en el otro extremo del salón y se dirigió hacia allí, consciente de las miradas masculinas que la seguían. Menos mal que, en aquella época, con la sociedad absorta en un torbellino frenético, su llegada había pasado bastante más inadvertida que en otras circunstancias. El salón estaba lleno de damas dengues y caballeros locuaces, espíritus animosos volando a lomos de la combinación del ponche especiado de la anfitriona y los buenos augurios de esos días; resultaba fácil deslizarse por su lado con un movimiento de la cabeza y una sonrisa.
Fabien había dispuesto que Helena y Louis vivieran con los Thierry en régimen de alquiler en la mejor zona de la ciudad. Ni Fabien ni Helena habían tenido que preocuparse jamás por la falta de recursos. Sin embargo, los Thierry no nadaban en la abundancia y se mostraron sumamente agradecidos al señor conde de Vichesse por proporcionarles alojamiento y comida, sirvientes y una asignación que les permitiera entretener a los numerosos amigos y conocidos hechos durante su estadía —sencilla a la par que lamentablemente cara— de un año en Londres.
Los Thierry eran muy conscientes de la influencia de Fabien de Mordaunt, incluso en Gran Bretaña. El tutor de Helena tenía un brazo notablemente largo, y los Thierry estaban impacientes por prestar cuantos servicios requiriese el señor conde, pictóricos de felicidad por presentar su pupila a la gente elegante y asistirla en la consecución de una oferta de matrimonio aceptable.
Helena había alimentado con prudencia la gratitud de los Thierry. Pese a que Marjorie mostraba cierta inclinación a someterse a los dictámenes de Louis, no dejaba por eso de ser una fuente de información sobre los miembros de la gente elegante de Londres que reunían los requisitos necesarios.
Tenía que haber alguno conveniente.
Encontró a Marjorie, una treintañera rubia, delgada pero elegante, manteniendo una animada charla con una dama y un caballero. Se les unió. Al cabo, cuando la pareja se hubo ido, Marjorie la llevó aparte.
—¿Withersay?
Helena meneó la cabeza.
—Demasiado viejo. —Demasiado rígido, demasiado difícil—. Louis me ha dicho que se halla aquí un duque… St. Ives. ¿Qué hay de él?
—¿St. Ives? Oh no, no, no. —Con los ojos como platos, Marjorie sacudió la cabeza y agitó las manos por si no fuera suficiente. Lanzó una mirada en derredor y luego se acercó para susurrar—: St. Ives no, ma petite. No es para usted… De hecho, no es para ninguna mademoiselle criada entre algodones.
Helena arqueó las cejas, invitando a más detalles.
Marjorie se inclinó aún más.
—Tiene una reputación de lo más escandaloso. Así ha sido durante años y años. Es duque, sí, y rico, y posee enormes propiedades, pero ha declarado que no se casará. —El breve ademán de Marjorie indicó lo incomprensible que le resultaba semejante cosa—. Esto, la sociedad lo acepta. He oído que tiene tres hermanos, y que el mayor ya está casado y tiene un hijo… —Siguió otro encogimiento de hombros muy francés—. Así que el duque no reúne en absoluto los requisitos y, de hecho, es… —se detuvo, buscando la palabra correcta—, dangereux. —Suspiró.
Antes de que Helena pudiera replicar, Marjorie levantó la vista, le cerró la mano sobre la muñeca y bisbisó:
—¡Mire!
Helena siguió su mirada hasta el caballero que acababa de cruzar el arco del salón principal.
—El señor duque de St. Ives —informó Majorie.
Su inglés montaraz, el de los labios serenos y enérgicos, delicados a la luz de la luna.
La imagen misma de la elegancia, la arrogancia y la fuerza. El duque escudriñó la habitación. Antes de que su mirada las alcanzara, Marjorie arrastró a Helena para dar un paseo en dirección opuesta.
—Ahora ya lo sabe. Dangereux.
Helena lo comprendía, en efecto; sin embargo, todavía recordaba aquel beso y su promesa inherente, en el sentido de que, si se entregaba, sería para siempre respetada. Muy seductora: más intensa que cualquier súplica de un amante. El inglés era un calavera, y había perfeccionado su arte, no le cabía duda. Peligroso… Lo admitiría y, prudentemente, le dejaría seguir su camino.
Jamás sería tan tonta de escapar de un hombre poderoso para echarse en brazos de otro. La libertad se había convertido en algo demasiado valioso para ella.
Por fortuna, el duque se había declarado fuera de competición.
—¿Se encuentran presentes otros a los que debiera considerar?
—¿Ha conocido al señor marqués?
—¿Tanqueray? Sí, y no creo que satisfaga las condiciones del señor conde. Por lo que sugirió, tiene deudas.
—Es muy posible. Pero ese es un arrogante, así que no lo sé con certeza. Veamos… —Atravesando la entrada a otro salón, Marjorie se detuvo y miró en todas direcciones—. No veo a ninguno aquí, pero es demasiado temprano para irnos. Sería una ofensa. Debemos deambular otra media hora por lo menos.
—Otra media hora, pues. Nada más.
Dejó que Marjorie la condujera hasta un grupo animoso. La conversación era entretenida, pero como recién llegada, Helena observó y permaneció la mayor parte del tiempo en silencio. Nadie la conocía lo suficiente para saber que el retraimiento no era su táctica habitual; esa noche se sentía feliz de contener la lengua y dejar a su mente divagar.
Ya había sido la marioneta de Fabien durante bastante tiempo, aunque la sociedad y la ley la encomendaban a su control, dejándola sin iniciativa. Este viaje era su mejor, y quizá la única, oportunidad de escapar; una ocasión que el destino le había ofrecido y que ella había mejorado utilizando su ingenio, una ocasión que estaba decidida a no desperdiciar. Con la declaración escrita de Fabien, firmada y sellada, podía casarse con el noble inglés que escogiera, siempre que satisficiera las condiciones de aquel en cuanto a posición, propiedades e ingresos. A su modo de ver, las condiciones eran razonables; había nobles ingleses que podrían cumplir esos requisitos.
Tenían que tener título, renombre y ser ricos… y dóciles: el cuarto requisito que Helena había añadido a los tres de Fabien para definir al marido perfecto para ella. No iba a consentir seguir siendo una marioneta de cuyos hilos tirase un hombre. En adelante, si había que tirar de ciertos hilos, sería ella quien lo hiciera.
No se casaría sólo para convertirse en otra propiedad de un hombre, en una cosa cuyos sentimientos no fueran dignos de tenerse en cuenta. A Fabien no le importaban las emociones ajenas más allá de cómo pudieran afectar a sus planes. Era un déspota, un tirano que aplastaba sin piedad a quien se le resistía. Helena lo había calado desde el primer momento, sobreviviendo a su tutela gracias a que lo entendía, a él y a sus motivaciones, y a que había aprendido a poner sordina a su ansia de independencia.
Nunca había sido tan tonta de embarcarse en una cruzada que no pudiese ganar. Sin embargo, esta vez la suerte estaba de su lado. Conseguir liberarse de Fabien, verse libre de todos los hombres poderosos era un objetivo alcanzable.
—Bien hallada, querida condesa.
Gastón Thierry apareció a su lado. En deferencia al rango de Helena, le hizo una profunda reverencia, sonriendo con cordialidad al incorporarse.
—Si está libre, he recibido una infinidad de peticiones de presentación.
A Helena le hizo sonreír el brillo de sus ojos. El caballero era un manirroto con encanto. Le ofreció la mano.
—Si su señora esposa nos disculpa…
Se despidió de Marjorie y el resto del grupo saludando gentilmente con la cabeza, dejando que Gastón la guiara.
Como había supuesto, las peticiones procedían de varios caballeros, pero si tenía que pasar horas en los salones de lady Morpleth, también podía entretenerse. Todos hicieron cuanto estuvo en su mano para complacerla, esforzándose por captar su interés, relatando los últimos rumores y describiendo los grandes espectáculos navideños de algunos anfitriones ingeniosos.
Y se interesaron por sus planes.
A ese respecto. Helena se mostró vaga, lo que no hizo sino aumentar el interés de los caballeros, como bien sabía ella.
—Ah, Thierry… presénteme.
La lánguida petición llegó desde sus espaldas. Helena no reconoció la voz, aunque supo a quién pertenecía. Tuvo que hacer un esfuerzo para no girarse como una exhalación. Lentamente, con suavidad, se dio la vuelta, el cortés distanciamiento le infundió expresión.
Sebastian bajó la mirada hacia el semblante de Madonna que no había olvidado a lo largo de siete largos años. Su expresión era tan distante, tan reservada como la recordaba; para alguien como él, un desafío irresistible, aunque dudaba que ella lo supiera. Esos ojos… Esperó a que levantara los párpados y su mirada subiera hasta él.
Verdes. Del verde más pálido. Ojos absolutamente extraordinarios en su claridad cristalina. Ojos que tentaban, que permitían a un hombre asomarse a su alma.
Si ella lo permitía.
Había esperado siete años para ver de nuevo aquellos ojos. Pero no vio ni el más ligero atisbo de reconocimiento en ellos, como tampoco en la expresión de Helena. Sebastian curvó los labios en señal de agradecimiento; la había visto observarlo, sabía que lo había reconocido. Tal como a él le había ocurrido con ella, desde luego.
Lo que había reclamado su atención fue el pelo de Helena. Negro como la noche, una espuma de espesos mechones que le enmarcaban la cara, rozando los hombros. La había recorrido con la mirada, abarcando su figura, exhibida de manera provocativa por un vestido de seda verde mar con el tontillo y la saya de brocado. Su mente había estado calculando… hasta que vio su cara.
El silencio se hizo tenso. Sebastian echó una mirada a Thierry y arqueó una ceja, consciente del motivo de las reticencias del hombre. El caballero cambió el pie de apoyo como un gato andando sobre ascuas.
Entonces, la dama lanzó una mirada a Thierry y levantó una de sus más que picudas y autoritarias cejas.
—Ejem —dijo Thierry, gesticulando—. El señor duque de St. Ives, la señorita condesa D’Lisle.
Sebastian tendió la mano; Helena posó los dedos en ella y se agachó en una pronunciada reverencia.
—Señor duque.
—Condesa. —Tras dedicarle una inclinación de la cabeza, la ayudó a incorporarse. Reprimió el impulso de cerrar las manos sobre aquellos delicados dedos—. ¿Ha llegado recientemente de París?
—Hace una semana. —Echó un vistazo alrededor con tanta seguridad en sí misma como recordaba el duque—. Es mi primera visita a estas tierras. —Su mirada acarició la cara de Sebastian—. A Londres.
Helena dio por supuesto que la había reconocido, pero en su semblante no encontró nada que lo confirmara. Los rasgos angulosos, esculpidos, recordaban a una máscara de piedra, erradicando cualquier expresión reveladora; los ojos eran tan azules como un cielo estival, en apariencia inocentes, aunque bordeados por unas pestañas tan largas y exuberantes que disipaban cualquier inocencia. Los labios mostraban una contradicción similar; largos y delgados, expresaban algo más que el atisbo de una férrea voluntad, aunque, distendidos como estaban en ese momento, sugerían un sutil sentido del humor, un ingenio de seco entendimiento.
No era joven. De entre todos los que en aquel momento la asediaban, él era sin duda el de mayor edad, el más maduro. Con todo, irradiaba una vitalidad masculina y vibrante que condenaba al resto de presentes al anonimato, haciendo que se fundieran con el tapizado de las paredes.
Dominante. Helena estaba habituada a la presencia de un hombre así, se había acostumbrado a defenderse de una voluntad poderosa. Levantó la barbilla y lo miró con calma.
—¿Ha visitado recientemente París, milord?
Los ojos y los labios lo delataron, pero sólo porque ella lo estaba observando atentamente. Un destello, un tenue y fugaz movimiento, eso fue todo.
—No en los últimos años. Hubo una época, hace unos años, en que pasaba parte del año allí.
El duque recalcó con sutileza las tres últimas palabras; sin lugar a dudas, la había reconocido. Un escalofrío de certidumbre recorrió a la condesa. Como si lo percibiese, la mirada de Sebastian abandonó sus ojos y bajó, acariciadora, hasta sus hombros.
—Reconozco que estoy sorprendido de que no nos hayamos conocido antes.
Helena esperó a que volviera a mirarla a los ojos.
—No voy a París con frecuencia. Mis propiedades están en el sur de Francia.
Las comisuras de la boca de Sebastian se levantaron; su mirada ascendió hasta el pelo de ella, para volver de nuevo a sus ojos y luego, bajar una vez más.
—Lo suponía.
El comentario era bastante inocente. De hecho, la tez de Helena era más propia del sur que del norte de Francia. El tono del duque, sin embargo, tuvo la suficiente profundidad, fue lo bastante susurrante como para deslizarse dentro de ella, tensar alguna cuerda interior y dejarla vibrando.
Helena lanzó una mirada a Gastón, todavía inquieto y alerta.
—Disculpe, excelencia, pero creo que es hora de irnos. ¿No es así, monsieur?
—En efecto, en efecto. —Gastón cabeceó como el muñeco de una caja de sorpresas—. Si el señor duque nos disculpa…
—Por supuesto. —Cierto regocijo destellaba en sus ojos azules cuando volvieron a posarse en la cara de Helena.
Esta hizo caso omiso, agachándose en una reverencia; Sebastian la correspondió y la incorporó. Antes de que ella pudiera retirar la mano, él le susurró:
—Entiendo que permanecerá en Londres, condesa. Al menos por el momento.
Ella dudó e inclinó la cabeza.
—Por el momento.
—Entonces tendremos oportunidad de conocernos mejor.
Helena levantó la mano; mirándole los ojos, el duque le rozó los nudillos con los labios. Soltándola con suavidad, inclinó la cabeza.
—Una vez más, au revoir, mademoiselle.
Para alivio de Helena, Gastón no había oído aquel «una vez más». Él y Marjorie estaban tan inquietos porque hubiera conocido a St. Ives —por la petición de este de que le presentaran—, que no se dieron cuenta de la expresión abstraída de su protegida. No advirtieron los dedos de Helena recorriendo los nudillos que el duque había besado. Para cuando llegaron a Green Street y entraron en el recibidor, Helena ya había recuperado el autodominio.
—Otra noche perdida. —Bostezó en el momento en que la doncella se acercaba con presteza a cogerle la capa—. Quizá mañana tengamos más suerte con los encuentros.
Marjorie la miró.
—Mañana es la fiesta de lady Montgomery. Será una fiesta multitudinaria. Todo el que es alguien estará allí.
—Bon. —Helena se giró hacia las escaleras—. Me parece que será un buen sitio para ir de caza. —Y dio las buenas noches a Gastón.
Marjorie se le unió cuando subía las escaleras.
—Querida mía… El señor duque no es un partí recomendable. No sería conveniente animarle a que coquetee. Estoy segura de que lo comprende.
—¿El señor duque de St. Ives? —Marjorie asintió y Helena agitó desdeñosamente la mano—. Sólo se estaba entreteniendo… Y creo que le divertía desconcertar a Thierry.
—Eh, bien… Es posible, lo admito. Tal como es… Bueno, está advertida y, por tanto, preparada de antemano.
—Por supuesto. —Helena se detuvo en la puerta de su dormitorio—. No se preocupe, madame. No soy tan tonta como para perder el tiempo con un hombre como su excelencia St. Ives.
—¡Por fin se han conocido! —Louis se quitó el fular y se lo lanzó al ayuda de cámara. Luego se aflojó el cuello de la camisa—. Estaba empezando a temer que tuviera que hacer la presentación yo mismo, pero finalmente Helena se cruzó en su camino. Todo discurrió tal como predijo el tío Fabien.
Él se acercó a ella.
—En efecto, mosieur. Su tío es de una clarividencia asombrosa en tales asuntos.
Villard se acercó para ayudarle a quitarse la casaca.
—Le escribiré mañana. Querrá saber la buena nueva.
—Descuide, mosieur, que me aseguraré de que su misiva sea despachada con la máxima celeridad.
—Recuérdamelo mañana. —Mientras se desabotonaba el chaleco, Louis musitó—: Ahora, a por la siguiente etapa.
Helena se encontró con el duque de St. Ives en la fiesta de lady Montgomery, en la recepción de lady Furness y en el baile de los Rawleigh. Por pura casualidad, cada vez que salía a caminar por los jardines él estaba allí, paseando con dos amigos. En efecto, durante los cuatro días siguientes, allá donde fuese, el duque estaba presente.
Por tanto. Helena no se sorprendió cuando el duque se unió al grupo con el que estaba conversando en el salón de baile de la duquesa de Richmond. Surgió a su derecha, y los demás caballeros, intimidados, le cedieron el sitio, como si tuviera algún derecho al puesto. Ocultando su irritación —tanto hacia los demás caballeros como hacia él—, Helena sonrió sin inmutarse y le ofreció la mano. Y se hizo fuerte para resistir la reacción que la atravesó, rauda, desde los dedos de la mano hasta los de los pies, cuando, sin dejar de mirarle a los ojos, el duque besó los nudillos.
—Bon soir, querida.
¿Cómo se podía articular unas palabras tan sencillas e inocentes para que sonaran tan perversas? ¿Sería la luminosidad de sus ojos azules, su seductora voz de tenor o la fuerza contenida de su tacto? Helena lo ignoraba, pero no le parecía bien que las cuerdas de su sensualidad fueran tañidas con tanta habilidad.
Pero continuó sonriendo, y lo dejó seguir a su lado y unirse a ellos. Cuando el grupo se disolvió para mezclarse con el resto de la concurrencia, ella se entretuvo. Sabía que él la estaba mirando, siempre alerta. Cuando, al cabo de un fugaz instante de duda, el duque le ofreció la mano. Helena posó los dedos encima con una sonrisa sincera.
Empezaron a pasear; apenas habían andado unos metros, cuando Helena le susurró:
—Deseo hablar con usted.
No le miró a la cara, pero estaba segura de que los labios del duque se habían movido en un rápido rictus.
—Así lo suponía.
—¿Hay aquí algún lugar, en este salón, en el que todos nos puedan ver pero que nadie nos oiga?
—En una pared hay una serie de nichos descubiertos.
La condujo hasta uno que albergaba un confidente en forma de S que en ese momento estaba desocupado. La ayudó a sentarse en el asiento que daba hacia la sala y luego se repantigó en el otro.
—Considéreme todo oídos, mignonne.
Helena lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué pretende?
Las elegantes cejas del duque se arquearon.
—¿Pretender?
—¿Qué es lo que espera conseguir, persiguiéndome de esta manera?
Los ojos del duque la miraron desafiantes, sin ambages, mirada con mirada, pero sus labios no estaba rectos. Se llevó una mano al corazón con languidez.
—Mignonne, me hiere profundamente.
—Lo haría si pudiera. —Helena refrenó apenas su genio—. ¡Y no soy su mignonne!
Ni su mascota, ni su amor.
Sebastian se limitó a sonreír con condescendencia, como si supiera mucho más que ella.
Helena aferró el abanico y reprimió el impulso de atizarle. Había previsto una respuesta así —una ausencia de respuesta— e iba preparada. Sin embargo, la sorprendió su repentina irritación, la facilidad con que él la había enfurecido. En circunstancias normales no se enfadaba, no se dejaba afectar con tanta rapidez.
—Como sin duda habrá adivinado, omnisciente como es, estoy buscando marido. Sin embargo, no ando detrás de un amante. Deseo dejar esto bien sentado entre nosotros, excelencia. Pese a sus intenciones, a pesar de su experiencia, no hay posibilidad alguna de que yo vaya a sucumbir a sus legendarios encantos.
Al respecto, Helena había oído más que suficiente de boca de una preocupada Marjorie, e imaginado aún más de los murmullos y miradas de admiración. Incluso hablando a la vista de todos como estaban, si no fuera porque tenía veintitrés años y era de alta cuna, habría corrido el peligro de ser tachada de «libertina».
Clavó la mirada en él, en espera de una respuesta frívola, una pulla, un cruce de espadas. En cambio, él la observó meditabundo, con detenimiento, dejando que el instante se dilatara antes de levantar levemente las cejas.
—¿Cree que no?
—Creo que no. —Retomar las riendas de la conversación fue un alivio—. Aquí no hay nada para usted, ninguna esperanza en absoluto, así que no hay razón para que os peguéis a mis faldas.
Los labios del duque se distendieron en una abierta sonrisa.
—Yo… eh… me pego a vuestras faldas, mignonne, porque me divertís. —Bajó la mirada, recomponiendo el encaje que se desbordaba sobre su mano blanca—. Entre la gente elegante hay pocas que lo puedan conseguir.
Helena reprimió un bufido.
—Hay muchas más que dispuestas a intentarlo.
—¡Ay!, pero carecen de habilidad.
—¿No serán vuestras exigencias demasiado altas, quizá?
Él levantó la cabeza y la miró.
—Pudiera ser. Pero se puede demostrar que no son inalcanzables.
Los ojos de Helena se entrecerraron hasta convertirse en hendiduras.
—¡Sois una plaga!
Sebastian sonrió, divertido.
—No es esa mi intención, mignonne.
Helena apretó los dientes para no gritar: ¡no era su mignonne en absoluto! Pero había previsto incluso esto, la intransigencia del duque. Conseguir que un tirano habitual acepte la derrota y se marche… No había esperado conseguirlo en la primera acometida. Tomó aire y refrenó su genio.
—Muy bien. —Levantó la cabeza con un gesto—. Si insiste en pegarse a mis faldas, también puede que me sea de utilidad. Conoce a todos los caballeros elegantes. Me atrevería a decir que sabe mejor que nadie lo concerniente a sus propiedades y circunstancias. Tal vez me sea de ayuda para seleccionar un marido adecuado.
Por un instante, Sebastian no supo qué decir. Aquella situación demostraba su tesis de que ella, y sólo ella, poseía la habilidad de asombrarle de verdad… y, sí, de hacerle reír. El impulso, aun cuando no cediera ante él, parecía inesperadamente bueno. Refrescante.
Sin embargo, no se había ganado su reputación por mostrarse lento en descubrir —y atrapar— las oportunidades.
—Será un enorme placer para mí, mignonne.
Helena le lanzó una mirada de sospecha, pero el duque mantenía sus intenciones lejos de sus propios ojos. Con la mano en el pecho, le hizo una reverencia:
—Será un honor ayudarla a inspeccionar el terreno.
—Vraiment?
—Vraiment. —El duque sonrió, absolutamente dispuesto a satisfacerla. ¿Qué mejor manera de asegurarse que no conociera a nadie interesante? Y ahora podría permanecer pegado a ella mientras reflexionaba…
Alargó las manos y cogió las de Helena.
—Venga. Baile conmigo.
El duque se levantó, rodeó el confidente y la ayudó a incorporarse; Helena se sorprendió a sí misma consintiendo, a pesar de que las palabras de él habían sido una orden, no una petición. A pesar de que, hasta entonces, había evitado bailar sólo para eludir enfrentarse a la sensación que le provocaba el tacto de los largos dedos del duque al cerrarse sobre los suyos.
Cerca, unas parejas se estaban preparando para empezar a bailar; se unieron a ellos. Sonó el primer acorde y Helena se agachó en una reverencia; el duque la correspondió con una inclinación de la cabeza. Luego unieron las manos y empezó el baile.
Fue peor de lo que había imaginado. No pudo dejar de mirarlo, incapaz de apartar los ojos de su cara, aun cuando sabía que sería prudente simular que su atención se dirigía a todos en general y no fijarla en él. Pero la prudencia no tuvo ninguna posibilidad contra el magnetismo del duque. Al igual que un imán de sensualidad, él la atrapó con tal intensidad que incluso los danzantes que los rodeaban, la multitud, el mismo salón, se desvanecieron en la mente de Helena.
Sebastian se movía con la gracilidad de un dios, con increíble seguridad y extraordinario control. Ella habría jurado que Sebastian apenas reparaba en la música. Era lo bastante experto y experimentado como para no necesitarlo. Helena llevaba bailando el minuete desde los doce años, pero nunca uno como este, que la hacía sentir como si bailara en un sueño donde cada movimiento, cada gesto y cada cruce de miradas mantenían la fuerza. Una fuerza que nunca había sentido y visto ejercer con semejante pericia consumada.
Era una red que el duque había arrojado sobre ella. Helena lo sabía, y en algún rincón de su desconcertada mente sabía que, cuando terminara el baile, podría y debía caminar libremente. Pero mientras giraban y evolucionaban describiendo majestuosas figuras, estaba atrapada, cautiva.
Fascinada.
Se daba cuenta de la respiración acelerada, de la sensibilización de su piel; consciente del cuerpo, los pechos, los brazos, las caderas, las piernas, como nunca antes lo había sido. Consciente de que la fascinación era recíproca.
Una experiencia embriagadora, que la dejó con un ligero aturdimiento cuando la música, finalmente, se detuvo. El duque la ayudó a incorporarse de su reverencia. Helena se había medio girado hacia él.
—Deseo volver junto a la señora Thierry.
Con el rabillo del ojo vio cómo el duque esbozaba una mueca; buscó y encontró su mirada, y se dio cuenta de que su semblante no era de triunfo, sino de comprensión indulgente.
Dangereux.
La palabra le recorrió, susurrante, la mente. Sintió un escalofrío.
—Vamos. —Alargó la mano—. La llevaré hasta ella.
Con los dedos apoyados en la mano del duque, se dejó conducir a través del salón. Dejándola con la mayor corrección al lado de Marjorie, él intercambió una reverencia con Louis, que se hacía el interesante junto a la señora Thierry; por último, con gran ceremonia, le hizo una reverencia a Helena y se retiró.
—Mon Dieu, Helena…
Ella levantó la mano, interrumpiendo las palabras de Marjorie.
—Lo sé… Pero hemos llegado a una especie de acuerdo. Él acepta que no sea su amante, pero, como me encuentra muy divertida y no hay manera de rechazarlo si no desea ser rechazado, ha consentido en ayudarme a encontrar un caballero apropiado para casarme.
Marjorie se la quedó mirando fijamente.
—¿Que está de acuerdo en…? —Sacudió la cabeza—. Ingleses… están locos.
Louis se irguió.
—Loco o no, puede ser un aliado valioso, una fuente de información de lo más útil. Si se muestra dispuesto a ser indulgente… Después de todo, es mucho más viejo…
Marjorie resopló.
—Tiene treinta y siete años y, si es verdad la mitad de lo que he oído, los de veintisiete lo tendrían difícil para mantener su ritmo.
—Sea como fuere… —Louis se estiró el chaleco; él tenía veintisiete—, si Helena le ha dejado claro que no será su última conquista y todavía sigue pensando en mostrarse servicial, sin duda sería de idiotas no aprovecharnos de su ayuda. Estoy seguro de que mi tío, el señor conde, nos animaría a aceptar la oferta del señor duque.
Helena inclinó la cabeza.
—A ese respecto, estoy de acuerdo.
Fabien siempre estaba dispuesto a utilizar cualquier herramienta que le saliera al paso.
Marjorie parecía vacilante, pero acabó por suspirar.
—Si estáis seguros de que el señor conde lo aprobaría… Eh, bien, seguiremos ese camino.