7

Laura pasó la brocha con la lustrosa pintura blanca esmaltada por el rodapié, mientras sujetaba un trozo de cartón en la otra mano para no manchar el amarillo de las paredes que ya había terminado.

La radio que Gabe había tenido en la cocina de la cabaña estaba en el suelo, en una de las esquinas, sintonizando una emisora que ponía animadas canciones de rock. Había dejado el volumen bastante bajo, para poder oír a Michael si se despertaba.

No sabía lo que la entusiasmaba más, lo mucho que estaba avanzando la habitación del niño, o el hecho de poder doblarse y agacharse. Incluso había podido gastar parte de sus ahorros en comprarse dos pantalones con la talla de antes de su embarazo; le estaban un poco ajustados en la cintura, pero era optimista.

De repente, deseó que todos los aspectos de su vida recuperaran la normalidad con tanta facilidad. Gabe aún estaba enfadado con ella.

Se encogió de hombros mientras volvía a meter la brocha en el cubo de pintura. Él era un hombre con genio y bastante temperamental, nunca había intentado ocultárselo o negarlo, y lo cierto era que ella se había equivocado al no confiar en que él haría lo correcto. Pero ya le había pedido perdón, y aunque sabía que no debería permitir que la afectara su continua frialdad, no podía evitarlo.

De alguna forma, eran dos desconocidos como nunca lo habían sido en la pequeña cabaña de Colorado. No era por la casa, aunque ella seguía culpando en parte a su tamaño y su elegancia; anteriormente, la falta de espacio les había obligado a compartir, a acercarse, a depender el uno en el otro. Sentir que alguien dependía de ella, aunque sólo fuera para dar una taza de café en el momento justo, se había convertido en algo importante para Laura.

Sin embargo, en aquella casa enorme no tenía que hacer casi nada, aparte de ocuparse de Michael. Gabe y ella podían pasar horas bajo el mismo techo, sin saber apenas de la existencia del otro.

Pero la diferencia no estaba en las paredes, en las ventanas y en los suelos, sino en ellos mismos. Ella seguía siendo Laura Malone, una chica de clase baja, la misma que había ido de casa en casa sin tener la posibilidad de vivir realmente en ningún sitio. La misma que había ido de familia en familia, sin tener la posibilidad de pertenecer a algún lugar.

Y él era… Laura soltó una carcajada con cierta amargura. Él era Gabriel Bradley, un hombre que había sabido cuál era su lugar desde el mismo momento de su nacimiento, que nunca tendría que preguntarse si seguiría en el mismo sitio al día siguiente.

Eso era lo que Laura quería para Michael, lo único que le importaba. Le traían sin cuidado el dinero, el apellido y la enorme casa con las cristaleras y las elegantes terrazas, lo importante era pertenecer, sentirse parte de algo, encontrar el sitio de uno en la vida. Era algo que ella siempre había deseado, de modo que estaba decidida a que su hijo lo tuviera, y por su parte estaba dispuesta a esperar… a pertenecerle a Gabe.

Al parecer, Gabe y ella sólo eran capaces de aunar esfuerzos en las cuestiones relacionadas con Michael.

Laura esbozó una sonrisa, ya que no había ninguna duda de que él adoraba al niño. No se agachaba junto a la cuna ni se paseaba por la habitación a las tres de la madrugada por pena o por obligación, sino porque era un hombre con una gran capacidad para amar, y le había entregado todo su amor a Michael, sin ningún tipo de reserva. Gabe era una persona atenta, cariñosa y participativa… cuando se trataba de Michael.

Pero cuando estaban juntos sin el niño, el ambiente siempre se cargaba de tensión.

Ni siquiera se tocaban. Aunque vivían en la misma casa y dormían juntos, no se tocaban casi nunca, y cuando lo hacían era de forma totalmente fortuita e impersonal.

Como una familia, habían ido a comprar todas las cosas que Michael podía necesitar… los muebles para su cuarto, sábanas, un juguete que tocaba una canción de cuna al darle cuerda, y un montón de peluches a los que seguramente el niño tardaría meses en prestar atención.

Había sido muy fácil, incluso divertido, discutir sobre sillas y parquecitos, y elegir juntos los artículos que iban comprándole al niño. Laura nunca había esperado poder darle tantas cosas a su hijo, o poder compartir la experiencia.

Sin embargo, al volver a casa había vuelto a aparecer la tensión entre ellos.

Se dijo que era una tonta; al fin y al cabo, había recibido un hogar, protección y cuidados, y sobre todo un padre tierno y cariñoso para su hijo. Desear más de lo que tenía era lo que siempre la había llevado a sufrir decepciones en el pasado.

Pero no podía evitar anhelar que Gabe volviera a sonreírle de nuevo… a ella, no a la madre de Michael ni a la modelo de uno de sus cuadros.

Quizás era mejor seguir así, como un par de amigos que compartían un interés común, aunque no sabía cómo iba a reaccionar cuando él la buscara como mujer. Sabía que el momento llegaría tarde o temprano, porque el deseo de él era obvio, y era un hombre demasiado viril para seguir compartiendo la cama con ella sin tocarla.

Su experiencia con el acto sexual le había enseñado que el hombre exigía y la mujer se sometía. Gabe podía desearla sin amarla, sin sentir siquiera algo de afecto por ella, y Laura sabía perfectamente bien la falta de amor y de cariño que podía haber en la cama de un matrimonio. Un hombre como Gabe tendría muchas exigencias, y ella cedería, porque lo amaba demasiado para negarle algo. Y de ese modo, el ciclo que había conseguido romper volvería a empezar de nuevo.

Gabe la contempló desde la puerta, consciente de que algo iba muy, pero que muy mal. Por la expresión de su rostro y la postura de sus hombros, era obvio que Laura estaba muy inquieta. Su nerviosismo parecía ir en aumento conforme iban pasando los días, y aunque ella fingía que no pasaba nada, a él no podía engañarlo.

Era algo que lo enfurecía, y cuanto más controlaba su genio, más se incrementaba su enfado. No le había levantado la voz ni una sola vez desde el día que habían llegado a la casa, pero ella parecía estar esperando un arrebato de genio por su parte.

Le había dado todo el espacio que le había sido humanamente posible, y eso le estaba matando. Dormir con ella, sentir que se volvía hacia él en medio de la noche y que sólo los separaba el fino algodón de su camisón, había dado un nuevo significado al insomnio.

Había empezado a trabajar en medio de la noche, y a pasar el tiempo libre en su estudio o en la galería de arte, con tal de resistir la tentación de reclamar lo que ya le pertenecía legalmente.

Laura aún seguía muy delicada, tanto física como emocionalmente, y por eso no se atrevía a pedirle nada. Sin importar lo egoísta que pudiera haber sido en el pasado, no podía justificar de ninguna manera satisfacerse a expensas de ella… o asustarla dejando que viera con cuánta desesperación, con cuánta violencia la deseaba.

Aun así, sabía que dentro de ella había una pasión explosiva, la había visto reflejada en sus ojos. Laura lo necesitaba tanto como él a ella, y no estaba seguro de si alguno de los dos alcanzaba a entender realmente adónde podía llevarles aquel anhelo.

Podía ser paciente. Sabía que el cuerpo de ella necesitaba tiempo para recuperarse del parto, y sería capaz de dárselo; sin embargo, no sabía si podría esperar a que se curaran las heridas de su mente.

Deseaba con todas sus fuerzas ir hacia ella, sentarse a su lado y acariciarle el pelo, quería reconfortarla, pero no tenía ni idea de cómo expresar lo que sentía en palabras. De modo que se metió las manos en los bolsillos, y le dijo:

—¿Aún no has acabado por hoy?

Sobresaltada, Laura se salpicó una mano con pintura y se apoyó en los talones.

—No te he oído llegar.

—No te levantes. Vaya, estás hecha un cuadro.

Gabe entró en la habitación, y contempló las luminosas paredes antes de volverse de nuevo hacia ella. Llevaba un par de viejos vaqueros suyos, y se los había asegurado en la cintura con un poco de cuerda de tender la ropa. También se había puesto una de sus camisas, que le quedaba enorme, y el dobladillo estaba rasgado a la altura de su cadera.

—¿Esa ropa es: mía?

—Pensé que no habría problema —Laura agarró un trapo, y empezó a limpiarse la pintura de la mano—. Ya estaba manchada de pintura, así que era obvio que habías trabajado con ella.

—A lo mejor no conoces la diferencia entre pintar y… —señaló la pared con un gesto, y añadió—: Pintar.

Ella estuvo a punto de disculparse, pero entonces se dio cuenta de que Gabe estaba bromeando. Al ver que él ya no parecía estar de mal humor, pensó que a lo mejor eso significaba que volvían a ser amigos de nuevo.

—No, no tengo ni idea. Pensé que a lo mejor tus pantalones me darían algo de inspiración artística.

—Podrías haber acudido a la fuente.

Laura dejó la brocha encima del bote abierto de pintura, y sintió un gran alivio. Aunque él no lo sabía, Gabe había encontrado las palabras perfectas para tranquilizarla.

—Nunca podría haberle sugerido al famoso Gabriel Bradley que malgastara su genialidad en un simple zócalo.

Gabe pensó que todo parecía muy fácil cuando ella estaba así, tan relajada, y con un brillo travieso en los ojos.

—Está claro que tenías miedo de que te pusiera en evidencia.

Laura esbozó una sonrisa un poco vacilante, ya que hacía días que Gabe no la miraba de aquella forma, entonces él se agachó a su lado, y ella se apresuró a ponerse de rodillas.

—¡Gabe, no! Te vas a manchar de pintura, y estás muy guapo.

—¿En serio? —dijo él, con la brocha en la mano.

—Sí —Laura intentó quitársela, pero él no la dejó—. Siempre te pones muy elegante para ir a la galería de arte.

—Vaya —dijo él, con expresión de disgusto.

Laura se echó a reír.

—Bueno, es verdad —dijo, mientras contenía el impulso de pasarle la mano por el flequillo—. Es un aspecto muy diferente al de fornido hombre de campo que tenías en Colorado, aunque aquel también me gustaba mucho.

Gabe no supo si sonreír o soltar un comentario burlón.

—¿Fornido hombre de campo?

—Sí, con tus pantalones de pana, tu camisa de franela, el pelo alborotado y la cara mal afeitada. Creo que a Geoffrey le habría encantado fotografiarte con un hacha…

Laura lo contempló, comparando su apariencia en la cabaña con la que tenía en ese momento. De pronto, se dio cuenta de que aún estaba cubriendo con la mano la suya en el mango de la brocha, y se apresuró a apartarla mientras luchaba por acordarse de lo que había estado diciendo.

—Ahora no estás vestido para trabajar en medio de las montañas, y estuve metida en el negocio de la moda el tiempo suficiente para reconocer la ropa de buena calidad. Los pantalones que llevas son de lino, y te los vas a manchar.

Aunque Gabe era plenamente consciente de la súbita tensión en los dedos de ella, y había visto la mirada que había aparecido en sus ojos, se limitó a enarcar una ceja.

—¿Estás diciendo que soy descuidado?

—Sólo cuando pintas.

—Le dijo el cazo a la sartén —rezongó él. Haciendo caso omiso del respingo que dio cuando le acarició la mejilla con un dedo, lo levantó frente a ella para demostrar que tenía razón.

Laura frunció la nariz al ver la pintura blanca en su dedo… e intentó ignorar el reguero de calor que le había dejado su caricia en la piel.

—Yo no soy una artista —con el trapo en una mano, lo agarró por la muñeca con la otra para limpiarle la mancha.

Gabe tenía unas manos preciosas, y se imaginó cómo sería sentirlas recorriendo su cuerpo lentamente, acariciándola como si le importara de verdad la mujer que había debajo de la piel. Se humedeció los labios, y levantó los ojos para mirarlo.

Estaban sentados el uno junto al otro encima de un trapo, y ella tenía aferrada una de sus manos. Asombrada, notó que el pulso de Gabe se aceleraba, y vio en sus ojos lo que él le había ocultado durante días: deseo, puro y simple. La intensidad que percibió en él la puso un poco nerviosa, pero incapaz de resistirse, se inclinó hacia él.

El trapo se le cayó de la mano.

Michael empezó a llorar.

Gabe y Laura se apartaron bruscamente, como niños pillados in fraganti con la mano en la caja de galletas.

—Debe de tener hambre, y seguramente habrá que cambiarle el pañal —dijo ella, al levantarse.

Gabe la detuvo agarrándola de la mano.

—Me gustaría que volvieras aquí cuando acabes.

Laura sintió una mezcla de deseo y nerviosismo que la confundió.

—Vale. No te preocupes por el zócalo, lo acabaré después.

Laura estuvo más de una hora con Michael, y se sintió decepcionada al ver que Gabe no iba, como solía hacer, a tomar en brazos al niño y a jugar con él antes de que volviera a dormirse. Esos eran los mejores momentos, los que compartían con sencillez en familia; sin embargo, al tapar al niño con las mantas se recordó que Gabe no podía dedicarles cada minuto que tuviera libre al niño y a ella.

Dejando al niño séquito y tranquilo, fue al cuarto de baño contiguo para refrescarse un poco. Después de lavarse y quitarse la pintura que le manchaba la cara, se miró en el espejo de cuerpo entero que había enfrente de la enorme bañera.

Vestida con ropa masculina que le quedaba enorme y con el pelo recogido en una coleta, no tenía un aspecto nada sexy, y sin embargo, por un instante Gabe había parecido completamente seducido en la habitación de Michael.

¿Era eso lo que ella quería?

Preguntándose cómo podía saber lo que realmente quería, Laura presionó los dedos contra sus ojos mientras intentaba desenmarañar sus sentimientos, pero estaba completamente confundida. A veces intentaba imaginarse cómo sería estar con Gabe, hacer el amor con él, pero entonces se acordaba de cómo había sido en el pasado, cuando el acto no había tenido nada que ver con el amor.

Sabía que no debía dejar que los recuerdos siguieran inmiscuyéndose en su vida, se dijo que era una persona demasiado sensata para caer en ese error… o al menos, quería serlo. Había asistido a terapia, y había hablado con asesoras y con otras mujeres que habían padecido situaciones muy similares a la suya. Como había tenido que mudarse constantemente, no había podido permanecer en ningún grupo en concreto durante demasiado tiempo, pero la habían ayudado inmensamente.

Saber que no era la única persona en el mundo que había pasado por algo así, ver y hablar con otras mujeres que habían conseguido cambiar sus vidas, le había dado las fuerzas necesarias para seguir adelante.

Ella sabía, al menos desde un punto de vista intelectual, que lo que le había pasado había sido el resultado de la enfermedad de un hombre sumada a su propia inseguridad, pero era muy diferente saberlo que aceptarlo y superarlo, que arriesgarse a tener otra relación.

Quería ser una persona normal, y estaba decidida a conseguirlo. Ese había sido el lema común de todas las sesiones a las que había asistido en diferentes ciudades. Junto con el miedo, la rabia y el enfado consigo misma, había habido una necesidad desesperada de volver a ser una mujer normal.

Pero era muy difícil dar ese paso enorme y aterrador hacia el futuro. Con los ojos fijos en el reflejo de sus propios ojos en el espejo, Laura se recordó que era algo que tenía que hacer por sí sola, que nadie podía hacerlo por ella. Pero con Gabe y sus sentimientos por él, sabía que tenía una oportunidad de conseguirlo… si estaba dispuesta a correr el riesgo.

Sabía que no sabría lo unidos que podían llegar a estar, lo mucho que podían significar el uno para el otro, si no se permitía desear compartir su intimidad con él.

Laura se mordió el labio inferior, y se volvió para contemplar el lujoso cuarto de baño, que era casi tan grande como algunas de las habitaciones en las que había vivido a lo largo de los años. Estaba decorado completamente en blanco, y era un espacio reluciente que invitaba al relax y a la complacencia.

Podía hundirse en el agua caliente y profunda de la bañera, y permanecer allí hasta que su piel estuviera sonrosada. Aún tenía un bote casi entero de un seductor perfume francés que Geoffrey le había comprado en París, podía ponerse un poco, y entonces… entonces, ¿qué?

No tenía nada hermoso o femenino que ponerse, la única ropa que no había llevado a casas de empeño o a tiendas de segunda mano durante su huida a través del país era de premamá. Los dos pares de pantalones y las blusas de algodón no contaban.

En todo caso, ¿qué importaba si tenía o no un armario lleno de picardías de encaje? Seguiría sin saber qué decir o hacer, ya que hacía mucho tiempo que no pensaba en sí misma sólo como mujer, a lo mejor nunca lo había hecho; además, quizás sería mejor reestablecer la antigua camaradería con Gabe, antes de que intentaran tener relaciones sexuales.

Si eso era lo que él quería… y lo que ella quería, claro.

Laura salió del cuarto de baño y fue a buscarlo.

Al llegar a la habitación de Michael, se quedó con la boca abierta al ver que el zócalo ya estaba terminado, las latas de pinturas cerradas y los pinceles y las brochas limpios. Se volvió hacia Gabe, y lo vio doblando tranquilamente un trapo.

—Has acabado de pintar —consiguió decir al fin.

—Sí, parece que lo he conseguido sin ningún incidente.

—Ha quedado precioso, como siempre me había imaginado —Laura entró en la habitación, y empezó a colocar mentalmente los muebles—. Creo que debería unos poner unas cortinas blancas, aunque supongo que poner gasas y encajes quedaría demasiado femenino para un chico, ¿no crees?

—Sí, creo que sí. No hace frío, así que he abierto las ventanas. No quiero poner a Michael en la habitación hasta que se vaya del todo el olor a pintura.

—Claro —dijo ella distraídamente, mientras pensaba en si sería buena idea poner la cuna entre las dos ventanas.

—Ahora que hemos acabado con la pintura, quiero darte una cosa… considéralo un regalo atrasado del día de la madre.

—Pero si ya me diste un ramo de rosas…

Él se sacó una cajita del bolsillo, y contestó:

—En ese momento no tuve el tiempo ni la oportunidad de comprar nada más, estábamos viviendo de lo que habías guardado en una maleta y nos pasábamos el día en el hospital; además, las flores fueron de parte de Michael, y esto es de parte mía.

Eso hacía que el regalo fuera más especial, más íntimo. Laura se sintió de nuevo atraída hacia él como un imán, pero otra vez se resistió a ceder a la tentación.

—No tienes por qué comprarme nada, Gabe.

Él no ocultó el familiar brillo de impaciencia en sus ojos.

—Vas a tener que aprender a aceptar regalos.

Laura sabía que él tenía razón, y que no estaba bien continuar con las comparaciones, pero Tony había sido muy pródigo en hacerle regalos carentes de significado.

—Gracias —tomó la cajita, la abrió y se quedó de piedra.

El anillo de diamantes engarzados en oro parecía un círculo de fuego sobre terciopelo. Laura lo recorrió con un dedo en un gesto instintivo, y se sorprendió al comprobar que no se quemaba al tocarlo.

—Es precioso, una maravilla, pero.

—Claro, tenía que haber un «pero».

—Es que es una alianza de matrimonio, y yo ya tengo una.

Gabe le tomó la mano izquierda, y comentó:

—Me sorprende que no se te haya caído el dedo con este anillo.

—Al anillo no le pasa nada —protestó ella, a punto de apartar la mano.

—¿Es que tiene tanto valor sentimental para ti, ángel? —aunque su tono de voz se había suavizado, seguía agarrándole la mano con firmeza. Quizás ese fuera el momento de intentar averiguar lo que ella sentía por él—. ¿Tanta importancia le das a este trozo de metal?

—En su momento nos sirvió, no necesito nada más.

—Fue algo sólo temporal. No te estoy pidiendo que lo tires por la ventana, pero vas a tener que ser un poco práctica. Si no estuvieras siempre encogiendo el dedo, se te caería constantemente.

—Podría llevarlo a que me lo pongan a medida.

—Hazlo si quieres —Gabe se lo quitó del dedo, y lo reemplazó con el anillo de brillantes—. A partir de ahora, tendrás dos anillos de boda —cuando le devolvió el que le había dado en Colorado, Laura lo agarró y lo encerró en su puño—. El nuevo contiene las mismas intenciones y promesas.

—Es precioso —Laura se puso el primer anillo en el índice de la mano derecha, donde le quedaba más ajustado—. Gracias, Gabe.

—La otra vez lo celebramos mejor.

Laura no necesitaba que se lo recordara, pero aun así, cuando él la rodeó con los brazos, su mente se inundó con imágenes de lo sucedido en la cabaña. Cuando su boca cubrió sus labios, la recorrieron un sinfín de emociones.

Los labios de Gabe eran firmes y cálidos, y apenas insinuaban la impaciencia que él sentía. Aunque sus brazos la apretaban con cuidado y ternura, Laura intuía que en el interior de su marido había un volcán ardiente a punto de estallar.

Se apoyó más contra él, y posó una mano en su mejilla en un gesto tranquilizador lleno de comprensión y aceptación.

Aquella caricia hizo que estallara el deseo que lo atormentaba noche y día, e incapaz de contenerse, Gabe tensó los brazos a su alrededor y empezó a devorarle la boca. Laura respondió con un gemido que él apenas logró oír, con un temblor que casi ni notó. Tenso, hambriento, cayó víctima de ella y de sus propios anhelos.

La pasión no era algo nuevo para él, había sentido deseo de forma pasajera, deseo apasionado y con más o menos intensidad; entonces, ¿por qué aquello parecía una experiencia completamente nueva? Había tenido a otras mujeres en sus brazos en el pasado, había sentido su suavidad y había saboreado su dulzura, pero jamás había conocido una suavidad ni había experimentado una dulzura como las de Laura.

La boca de Gabe inició un lento recorrido por su cara, por el contorno de su mandíbula, por su cuello, saboreándola y devorándola. Sus largas manos se deslizaron bajo la camisa que ella llevaba, y empezaron a explorarla en dirección ascendente. Al principio, la delicada línea de su espalda fue suficiente para él, y no deseó otra cosa que sentir la suavidad de su piel y los dulces temblores que la recorrían. Pero de repente, la necesidad de tocar, de poseer, se intensificó y se hizo incontenible, y mientras su boca regresaba de nuevo a los labios de ella, su mano se deslizó hasta cubrirle un pecho.

Laura se quedó sin aliento al sentir el primer roce, pero tras inhalar con rapidez, soltó el aire lentamente. Ni siquiera cegada por el amor y el deseo que sentía por él, había podido llegar a imaginarse la desesperación con la que necesitaría sentir sus manos acariciándola. Aquello era lo que necesitaba, pertenecer a aquel hombre de todas las maneras posibles.

La confusión, las dudas y los miedos se desvanecieron. Ningún recuerdo podía irrumpir en su mente cuando él la abrazaba de aquella manera, ningún susurro del pasado podía burlarse de ella. Lo único que existía para ella era Gabe, y la promesa de una nueva vida y de un amor eterno.

Le temblaban las rodillas, así que se apoyó contra él, y se arqueó en una invitación tan instintiva que sólo él la reconoció por lo que era.

La habitación olía a pintura, y rebosaba luz gracias al sol que entraba por las ventanas desnudas de cortinas. Estaban completamente solos, envueltos en silenció, y Gabe se imaginó recostándola en el suelo, arrancando su ropa hasta que estuvieran desnudos, piel contra piel, en el suelo de parqué. Se imaginó poseyéndola en aquella habitación bañada de luz, hasta que ambos estuvieran exhaustos y repletos.

Quizás con otra mujer lo habría hecho sin prestar atención a cuándo ni a dónde, y mucho menos a como, pero no con esa.

Con un esfuerzo sobrehumano, se obligó a apartarse de ella. Laura tenía los ojos nublados, y la boca suave y plena. Con una contención que no sabía que poseía, Gabe soltó un juramento sólo para sí.

—Tengo que ir a trabajar.

Laura estaba flotando, fluyendo en una neblina tan fina que era invisible, pero al oír sus palabras emprendió el rápido camino de vuelta a tierra firme, completamente confundida.

—¿Qué?

—Que tengo que ir a trabajar —repitió él.

Lentamente, se alejó unos pasos de ella. Estaba furioso consigo mismo por permitir que las cosas llegaran tan lejos, ya que sabía que Laura aún no era físicamente capaz de darle lo que necesitaba de ella.

—Si me necesitas, estaré en mi estudio —añadió.

¿Si le necesitaba?, pensó Laura mientras oía cómo sus pasos se alejaban por el pasillo. ¿Acaso no acababa de demostrarle lo mucho que lo necesitaba? Era imposible que él no se hubiera dado cuenta, que no lo hubiera entendido. Soltó un juramento, se volvió y fue hasta la ventana, se acurrucó en el pequeño y duro asiento y bajó la vista hacia el jardín, que estaba empezando a florecer.

De pronto, se preguntó por qué los hombres la consideraban un mero objeto que podían tomar o rechazar según les conviniera. ¿Acaso parecía tan débil, tan maleable? Sintió una oleada de frustración, y apretó los puños con fuerza. Ella no era una persona débil, ya no, y había pasado mucho tiempo, en cierta forma toda una vida, desde que había sido maleable. Había dejado de ser una niñita atrapada en una red de mentiras de cuento de hadas, era una mujer, una madre, con responsabilidades y ambiciones.

Aunque estaba enamorada, y era posible que su amor resultara ser tan insensato como la vez anterior, no permitiría que la utilizaran, que la ignoraran ni que intentaran moldearla a voluntad.

Al apoyar la barbilla sobre las rodillas, pensó que hablar era muy fácil, pero que ponerse en marcha, pasar de la palabra a la acción, era mucho más difícil. Se dijo que debería ir a ver a Gabe para dejarle las cosas claras, pero tras lanzar una breve mirada hacia la puerta, se volvió de nuevo hacia la ventana. No tenía el valor suficiente para hacerlo.

Ese había sido siempre su problema. Podía decir lo que iba a hacer o a dejar de hacer, pero cuando llegaba la hora de actuar, le resultaba más fácil permanecer pasiva. En una época de su vida, había creído que la pasividad era lo mejor para ella, pero se había dado cuenta de que no era así cuando su matrimonio con Tony se había desmoronado. Se recordó que entonces sí que había tomado una decisión firme y había hecho algo palpable… o al menos había empezado a hacerlo, hasta que había permitido que la presionaran y la convencieran para que fingiese que su intento de conseguir el divorcio nunca había existido.

Había sido así durante toda su vida. De niña no había tenido elección posible, le habían dicho que viviera en un sitio o en otro, y ella no había tenido más remedio que obedecer. Cada casa tenía su propia serie de reglas y sus valores establecidos, y ella había tenido: que acatarlos, como una de esas muñecas de plástico que uno podía doblar y girar hasta ponerla en la posición que le diera la gana.

Aquella niña había permanecido en la mujer, hasta que la mujer había descubierto que llevaba un niño en su vientre.

Laura creía que la única acción positiva que había realizado en su vida había sido proteger a su hijo. Y lo había hecho, se recordó con fiereza. Había sido algo aterrador y muy duro, pero no se había acobardado, y se preguntó si eso significaba que la fuerza que siempre había deseado tener estaba en su interior, enterrada debajo de años de resignación silenciosa. Tenía que creer que era así, y actuar en consecuencia.

Amar a Gabe no significaba, no podía significar que fuera a permanecer apartada a un lado sin rechistar, mientras él tomaba todas las decisiones por ella. Era hora de plantar los pies en el suelo y dejarse oír.

Laura se levantó, salió de la habitación de Michael y avanzó por el pasillo. Con cada paso sentía que su resolución se tambaleaba, y tenía que apuntalarla de nuevo. Cuando llegó a la puerta del estudio, volvió a dudar por unos segundos mientras se frotaba el pecho con el dorso de la mano, donde residía el dolor sordo de la incertidumbre.

Finalmente, respiró hondo, abrió la puerta y entró.

Gabe estaba junto a la larga hilera de ventanas, con un pincel en la mano, trabajando en uno de los cuadros que había estado apilado a medio terminar en la cabaña. Laura se acordaba de él, era una escena en la nieve, un paisaje solitario y desnudo que lograba atraer la atención. La combinación de tonos blancos, fríos azules y plateados reflejaba un cierto aire de desafío.

Laura pensó que el cuadro se adecuaba perfectamente a la situación, ya que un impulso desafiante era precisamente lo que ella necesitaba en ese momento.

Él estaba tan concentrado en su trabajo, que ni siquiera la había oído entrar. No estaba dando largas pinceladas, sino añadiendo con delicadeza detalles tan diminutos, tan exactos, que Laura casi podía oír el sonido del viento.

—¿Gabe? —dijo, asombrada de que hiciera falta hacer tanto acopio de valor para pronunciar un simple nombre.

Él se detuvo de inmediato, y se volvió hacia ella con obvia irritación. Nunca había permitido interrupciones en su estudio… como había vivido solo hasta entonces, jamás había tenido que soportarlas.

—¿Qué pasa? —dijo con voz cortante, sin dejar a un lado el pincel ni apartarse del cuadro.

Era obvio que pensaba continuar exactamente desde donde lo había dejado, en cuanto consiguiera que se fuera de la habitación y lo dejara en paz.

—Tengo que hablar contigo.

—¿No puedes esperar?

Laura estuvo a punto de contestar que sí, pero se detuvo a tiempo.

—No —dijo. Dejó la puerta abierta para poder oír al niño si se despertaba, y fue hasta el centro de la habitación. Sintió que se le formaba un nudo de tensión en el estómago, pero levantó la barbilla y añadió—: Y aunque pudiera esperar, no quiero hacerlo.

Gabe enarcó una ceja, ya que sólo la había oído utilizar aquel tono un par de veces en las semanas que llevaban juntos.

—Vale, pero date prisa, quiero terminar esto.

La oleada de indignación la inundó de forma tan súbita, que Laura no tuvo tiempo de sorprenderse ante su propio arranque de genio.

—Muy bien, entonces voy a resumírtelo en pocas palabras: si voy a ser tu mujer, quiero que me trates como tal.

—¿Perdona?

Ella estaba demasiado enfadada para darse cuenta de que lo había dejado atónito, demasiado furiosa para reconocer su propia sorpresa ante lo que había sido capaz de decir.

—Así que «perdona», ¿eh? No me vengas con esas, tú no has pedido perdón en tu vida. Nunca has tenido que hacerlo, porque siempre haces lo que te da la gana. Eres capaz de ser el hombre más amable y cariñoso del planeta, pero si te apetece ser arrogante, también lo llevas al límite.

Gabe dejó el pincel con movimientos deliberadamente controlados.

—Laura, si quieres decirme algo con todo esto, no acabo de entenderlo.

—¿Me deseas o no?

Él se la quedó mirando sin decir palabra, pensando que acabaría suplicándole que le dejara tocarla si seguía allí de pie, bañada por la luz del sol con los ojos oscuros y desafiantes y las mejillas sonrosadas.

—¿A qué viene eso ahora? —logró decir al fin, con voz aparentemente tranquila.

—Me dices que me deseas y después me ignoras, me besas y te vas sin más —Laura se pasó una mano por el pelo. Cuando sus dedos encontraron la cinta que lo sujetaba se la quitó con impaciencia, y su pálida melena rubia le cayó sobre los hombros—. Sé que nos casamos por Michael, pero quiero que me digas cuál es mi situación, que me digas si voy a ser sólo una invitada que vas a entretener o a ignorar según te convenga, o si voy a ser tu mujer.

—Eres mi mujer, y no te estoy ignorando —contestó Gabe, indignado, al levantarse del taburete en el que estaba sentado—. Lo que pasa es que tengo mucho trabajo pendiente, y me tengo que poner al día.

—No trabajas veinticuatro horas al día, y por la noche… —Laura sintió que su valor empezaba a flaquearle, y soltó apresuradamente la pregunta que necesitaba hacerle—. ¿Por qué no me haces el amor?

Gabe pensó que era una suerte que hubiera dejado el pincel sobre una mesa, porque si no, lo habría partido por la mitad.

—¿Esperas que rinda según tus exigencias?

Las mejillas de ella se ruborizaron de vergüenza. En el pasado, eso era algo que se había esperado de ella, y se sentía mortificada al pensar que acababa de exigirle lo mismo a Gabe.

—No, no he querido decir eso, sólo quería que supieras cómo me siento —retrocedió un paso, y se giró hacia la puerta para salir de allí—. Me voy para que puedas seguir trabajando.

—Laura, espera —se apresuró a decir Gabe. Prefería mil veces su enfado a la humillación que había visto en sus ojos.

Ella se volvió como un torbellino hacia él, y le pidió con fiereza:

—No te disculpes.

—Vale —al comprobar que el fuego en ella no se había apagado del todo, Gabe no supo si sentirse aliviado o no—. Quiero darte una explicación.

—No hace falta.

Cuando ella fue hacia la puerta de nuevo, Gabe la agarró del brazo y la obligó a que se volviera hacia él bruscamente; sin embargo, al ver el miedo inmediato que apareció en sus ojos, soltó una maldición.

—Maldita sea, no me mires así. Nunca en tu vida me mires así —le apretó el brazo con más fuerza sin darse cuenta, y al verla hacer una mueca de dolor, la soltó y dejó caer los brazos a los lados—. Laura, no puedo cambiar de la noche a la mañana mi forma de ser por ti, así que gritaré cuando necesite hacerlo y me pelearé contigo cuando haga falta, pero ya te lo dije una vez y voy a repetírtelo: yo no pego a las mujeres.

El miedo había surgido sin que ella pudiera evitarlo, sentía su amargo y repugnante sabor en la garganta, y tuvo que esperar a calmarse un poco antes de poder hablar.

—No espero que cambies, pero yo tampoco puedo cambiar de repente por ti; además, aunque pudiera hacerlo, ni siquiera estoy segura de lo que quieres de mí. Sé que debería sentirme agradecida…

—¡No quiero tu agradecimiento! —la interrumpió él.

—Sé que debería sentirme agradecida —continuó ella con calma—, y lo estoy, pero en este último año he descubierto algo sobre mí misma. No voy a volver a ser nunca más el felpudo de nadie, ni siquiera el tuyo.

—¿De verdad crees que eso es lo que quiero?

—Gabe, no puedo saber lo que quieres si tú no me lo dices —había conseguido llegar hasta allí, y se obligó a continuar—. Quisiste que confiara en ti desde el principio, pero después de todo lo que hemos pasado juntos, tú aún sigues sin confiar en mí. Si quieres que este matrimonio funcione, vas a tener que dejar de considerarme una obra de caridad, y empezar a verme como una persona.

—No tienes ni idea de cómo te veo.

—A lo mejor tienes razón, puede que las cosas se vuelvan un poco más fáciles cuando consiga entender la imagen que tienes de mí —dijo ella con una sonrisa. En ese momento oyó el llanto del bebé, y miró hacia el pasillo—. Parece que hoy está un poco nervioso.

—Espera, iré a ver qué le pasa en un minuto, no puede tener hambre otra vez —Gabe decidió que, si ella podía ser completamente sincera, él no iba a ser menos. La tomó del brazo para que no se fuera, y le dijo—: Creo que tenemos que aclarar un malentendido. No hemos hecho el amor porque es demasiado pronto, no porque no te desee.

—¿Demasiado pronto para qué?

—Para ti.

Ella empezó a sacudir la cabeza con confusión, pero entonces entendió lo que quería decir.

—Gabe, Michael ya tiene más de cuatro semanas.

—Sé perfectamente bien la edad que tiene, yo estaba allí cuando nació —levantó una mano antes de que ella pudiera protestar, y añadió—: Maldita sea, Laura, vi lo mucho que sufriste, lo duro que fue para ti. No importa lo que yo sienta, no puedo hacer nada hasta que esté seguro de que estás completamente recuperada.

—He tenido un bebé, no una enfermedad terminal —Laura soltó un bufido, pero se dio cuenta de que sus palabras no le habían causado irritación, ni siquiera diversión. No, lo que sentía era un tremendo placer, el único y maravilloso placer de sentirse cuidada—. Me siento bien, estoy perfectamente. De hecho, probablemente no me haya sentido mejor en toda mi vida.

—Eso no importa. Acabas de tener un hijo, y por lo que he leído…

—¿También has leído sobre este tema?

Gabe se indignó al ver su expresión sorprendida, y el brillo de humor en sus ojos.

—No pienso tocarte hasta que esté seguro de que te has recuperado del todo —dijo con voz firme.

—¿Qué quieres, un certificado médico?

—Más o menos —Gabe levantó la mano para tocarle la mejilla, pero se lo pensó mejor y volvió a bajarla—. Voy a ver a Michael.

Se fue sin más, y Laura no supo si sentirse enfadada, divertida o encantada. Lo único que sabía era que su interior rebosaba de emociones, y que todas se centraban en Gabe.