5

Laura no contestó, incapaz de articular palabra, y Gabe permaneció sentado en la chimenea con la mirada fija en su rostro. Su enorme talento se debía en parte a su capacidad de centrarse en una expresión y captar las emociones que se ocultaban bajo la superficie, y quizás por eso era capaz de ocultar sus propios sentimientos a la perfección.

Los troncos chisporroteaban tras él, y el sol de media mañana entraba por las ventanas hasta ir a parar a sus pies. Parecía muy tranquilo, como si acabara de sugerir que podían comerse un plato de sopa al mediodía, y ella no habría sabido decir si lo que le había propuesto realmente le resultaba tan indiferente.

Laura se apoyó en la mesa, y se levantó con cuidado antes de decir:

—Estoy cansada, voy a tumbarme un rato.

—Vale, después hablaremos de esto.

Ella se giró de golpe hacia él, y Gabe no vio ni rastro de angustia ni de miedo en su cara, sino una furia lívida y fulminante.

—¿Cómo puedes decirme algo así después de todo lo que te he contado?

—Puede que lo haya dicho precisamente por eso.

—Vaya, aquí está otra vez el buen samaritano —Laura notó la amargura en su propia voz, pero no pudo hacer nada por esconderla—. El caballero en su caballo blanco, que acude galante y cargado de buenas intenciones para salvar a la inepta mujercita. ¿Crees que debería arrodillarme y sentirme agradecida?, ¿que voy a volver a ponerme ciegamente en manos de alguien, a entrar en la misma pauta lamentable y destructiva, porque un hombre me ofrece una vía de escape?

Gabe intentó controlar su genio, pero decidió dejar que ella lo viera y se levantó de golpe.

—No quiero controlarte, y no pienso dejar que me compares con un maldito maltratador alcohólico.

—Entonces qué quieres, ¿salvar a damiselas en peligro como un caritativo caballero andante?

Gabe soltó una carcajada, pero aún seguía demasiado enfadado.

—Nadie me ha acusado nunca de algo parecido. Una de las razones de mi propuesta es que soy un egoísta. Me conoces lo bastante bien para saber que soy un gruñón, que tengo mi genio y que puedo enfadarme, pero yo no pego ni utilizo a las mujeres.

Laura se esforzó por controlar sus emociones, y logró calmarse un poco.

—Yo no he insinuado eso, ni te he comparado con nadie. Lo único parecido es la situación.

—La situación no se parece en nada, el hecho de que yo tenga dinero es una ventaja para ti.

—No me casé con Tony por su dinero.

—Ya lo sé, de eso no tengo ninguna duda —dijo él, con voz más suave—. Pero en este caso, estoy dispuesto a aceptar que te cases conmigo por el mío.

—¿Por qué?

En los ojos de Gabe relampagueó una extraña expresión, pero desapareció antes de que ella pudiera interpretarla.

—A lo mejor deberías haber preguntado eso antes de nada.

—Puede, pero te lo estoy preguntando ahora —dijo ella, arrepintiéndose como siempre de su arranque de furia y de sus duras palabras.

—Siento algo por ti. No sé lo que es, pero es muy fuerte, mucho más que cualquier otra cosa que haya experimentado en toda mi vida —Gabe levantó un dedo hacia el rostro del lienzo y deseó poder explicarse mejor, pero siempre se había expresado mejor a través de la pintura—. Me siento atraído por ti, y hace poco me he dado cuenta de que ya llevo suficiente tiempo solo.

—Eso puede que sea suficiente, o casi, para algunos matrimonios, pero no lo es para mí… sobre todo teniendo en cuenta la carga que tendrías que soportar.

—Tengo que saldar algunas cuentas pendientes —murmuró Gabe, antes de volverse hacia ella de nuevo—. A lo mejor ayudaros al niño y a ti me sirve para hacer borrón y cuenta nueva.

Al ver la ternura y el dolor en sus ojos, Laura sintió que su enfado se evaporaba por completo.

—Ya nos has ayudado, y nunca podré llegar a pagártelo.

—No quiero que me pagues nada —dijo él con voz cortante, impaciente—. Lo que quiero es a ti, ¿cómo quieres que te lo diga?

—Creo que de ninguna.

Los nervios empezaron a corroerla de nuevo, y se retorció las manos en un gesto de ansiedad. Estaba claro que él estaba hablando muy en serio, y la posibilidad de que la deseara la entusiasmaba y la aterrorizaba a la vez.

—Ya me equivoqué una vez y fue terrible, ¿es que no lo ves?

Gabe se acercó ella, le separó las manos con ternura y las mantuvo en las suyas.

—¿No te soy indiferente?

—No, pero…

—¿No me tienes miedo?

—No —contestó ella, mientras sentía que parte de la tensión se disipaba.

—Entonces, deja que te ayude.

—Voy a tener un hijo de otro hombre.

—No —Gabe tomó su rostro entre las manos porque quería que ella lo mirara a los ojos—. Si te casas conmigo, el niño es de los dos, tanto en privado como de cara al público. Totalmente.

—Vendrán a por él —dijo ella, con lágrimas en los ojos.

—Deja que vengan. No volverán a tocarte, y no van a llevarse al niño.

Gabe le estaba ofreciendo seguridad, y Laura se preguntó si realmente aquello que siempre la había eludido podía estar sólo a una promesa de distancia. Abrió la boca, a punto de aceptar su ofrecimiento, pero entonces sintió un nudo en el estómago y posó una mano en la mejilla de él.

—¿Cómo voy a hacerte algo así?

La respuesta de Gabe fue cubrir sus labios con los suyos. Laura fue incapaz de negar el deseo y el anhelo que los unía, ya que lo saboreó cuando su boca la devoró, y lo sintió cuando la mano de él se deslizó por su pelo para detenerse posesivamente en su nuca. De forma instintiva, deseosa de dar además de recibir, Laura llevó la otra mano a su rostro en un tierno gesto de consuelo.

Era obvio que ella no era la única que tenía que luchar contra sus propios demonios, ni la única que necesitaba amor y comprensión. Gabe era una persona fuerte, y resultaba fácil olvidarse de que él también podía estar pasándolo mal. Laura lo atrajo con más fuerza hacia sí, intentando ofrecerle su calor.

Gabe deseó poder hundirse en ella, en su dulzura, en su generosidad. Eso era lo que quería captar sobre el lienzo, su calidez y su espíritu, aunque sabía que jamás sería capaz de plasmarlo. Aquella parte fundamental de su belleza no podía pintarse, pero podía ser protegida y adorada.

—Me necesitas —murmuró al apartarse ligeramente—. Y yo te necesito a ti.

Laura asintió y apoyó la cabeza en su hombro, porque aquellas palabras lo habían dicho todo.

Empezó a nevar de nuevo, y pasaron tres días hasta que Gabe pudo arriesgarse a ir al pueblo. Laura lo observó mientras apuraba su taza de café y se ponía el abrigo.

—Volveré lo más rápido posible.

—Prefiero que te tomes tu tiempo y vayas con cuidado.

—El todoterreno es como un tanque —Gabe aceptó los guantes que ella le dio, pero no se los puso—. No me gusta dejarte sola.

—Gabe, llevo mucho tiempo cuidando de mí misma.

—Las cosas han cambiado. Seguramente, mis abogados ya me han enviado la licencia de matrimonio.

Ella empezó a trastear de inmediato con los platos del desayuno, y comentó:

—Eso sí que sería rapidez.

—Les pago para que sean eficientes, y ya han pasado tres días desde que me puse en contacto con ellos. Si puedo arreglarlo, me gustaría traer a un juez de paz.

A Laura se le cayó un vaso de la mano, y fue parar al agua jabonosa.

—¿Hoy?

—No has cambiado de idea, ¿verdad?

—No, pero…

—Quiero que mi nombre esté en la partida de nacimiento —al verla dudar, Gabe sintió una punzada de pánico—. Sería menos complicado si nos casáramos antes de que nazca el niño.

—Sí, supongo que tienes razón.

Sin embargo, todo parecía muy precipitado… como su primer matrimonio, que había sido un torbellino de flores, champán y seda blanca.

—Entiendo que prefieras algo más festivo, pero en estas circunstancias…

—No, no me importa —se volvió hacia él, y consiguió esbozar una sonrisa—. Si puedes arreglarlo para celebrar la boda hoy, no hay problema.

—De acuerdo. Laura, me gustaría que descansaras un poco hasta que vuelva, no has dormido bien.

Ella volvió a girarse hacia el fregadero. Había vuelto a tener la pesadilla, y no había conseguido pegar ojo hasta que Gabe se había metido en la cama con ella.

—No te preocupes, procuraré no cansarme.

—No creo que un beso te quite demasiadas fuerzas, ¿verdad?

Laura sonrió, se volvió con las manos aún chorreando y levantó los labios hacia los suyos.

—Aún no estamos casados, y ya me besas como si lleváramos veinte años de matrimonio.

Gabe cambió el ambiente distendido con sólo mordisquearle juguetonamente el labio inferior. En cuestión de segundos, Laura estaba aferrándose a él, en un abrazo que no tenía nada de despreocupado.

—Eso está mejor —murmuró él—. Ve a tumbarte, estaré de vuelta en menos de dos horas.

—Ten cuidado.

Gabe cerró la puerta, y al poco tiempo Laura oyó el motor del todoterreno. Fue a la sala de estar, y vio cómo se marchaba.

Por extraño que pareciera, no se sintió sola a pesar de que en la cabaña se había hecho un silencio absoluto. Soltó una suave carcajada al admitir para sí que estaba un poco nerviosa, aunque se dijo que era lo normal para una futura novia. Si Gabe se salía con la suya… y empezaba a sospechar que casi siempre era así… se casarían esa misma tarde.

Laura se dio cuenta de que su vida iba a volver a cambiar por completo, pero esa vez sería mejor, porque ella se aseguraría de que fuera así.

Llevaba toda la mañana sintiendo un ligero dolor en la parte baja de la espalda, y se llevó una mano a la zona para intentar calmarlo. Pensando que seguramente se debía al colchón y a la noche inquieta que había pasado, fue a echarle un vistazo al retrato.

Gabe lo había terminado el día anterior, lo sabía porque él le había advertido que no lo tocara, porque la pintura tardaría un par de días en secarse del todo. Se sentó en el taburete que él solía utilizar, y contempló su propio rostro.

De modo que así era como la veía, pensó. Tenía la piel pálida, con sólo una ligera sombra de color en los pómulos, y aquella blancura, aquella cualidad traslúcida, era en parte lo que hacía que pareciera el ángel que él la llamaba a veces. Parecía como si estuviera atrapada en una ensoñación, una de las muchas en las que se había sumergido durante las horas en que Gabe la pintaba. Como ya le había dicho, la vulnerabilidad que se reflejaba en sus ojos y alrededor de su boca era excesiva, y aunque la pose y la inclinación de su cabeza revelaban fuerza e independencia, la mirada triste de sus ojos negaba aquella firmeza.

Laura decidió que estaba leyendo demasiado en un simple cuadro, y al sentir de nuevo el dolor, se levantó y empezó a pasearse por la cabaña mientras se frotaba la base de la espalda.

En un par de horas, iba a casarse allí mismo. No habría una multitud de conocidos, ni un pianista tocando canciones románticas, ni un reguero de pétalos de rosa, pero iba a ser una novia a pesar de no tener toda aquella parafernalia. Quizás no podía hacer que fuera una ceremonia festiva, pero decidió que al menos se celebraría en un sitio ordenado y empezó a arreglar un poco la cabaña.

Finalmente, el dolor en su espalda hizo que se acostara un rato, y dos horas más tarde oyó que el todoterreno se acercaba. Se quedó allí tumbada un poco más, intentando aliviar la incomodidad que sentía, y se dijo que más tarde se daría un largo baño para ver si se le pasaba. Salió a la sala de estar justo cuando Gabe entraba con una pareja bastante mayor.

—Laura, te presento al señor y a la señora Witherby. Él es un juez de paz.

—Hola, muchas gracias por venir hasta aquí.

—No se preocupe, forma parte de mi trabajo —dijo el señor Witherby, ajustándose las gafas empañadas—. Además, su futuro marido no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta.

—No le haga caso a este viejo cascarrabias, le encanta quejarse —comentó la señora Witherby, mientras le daba unas palmaditas a su esposo en el brazo y miraba a Laura con atención.

—¿Quieren algo?, ¿un café?

—No se preocupe, el señor Bradley ha traído un montón de provisiones. Usted siéntese y deje que él se encargue de todo —la mujer tomó del brazo a Laura con una de sus frágiles manos, y la llevó hasta el sofá—. El hombre está tan nervioso como un pato en Navidad, deje que se mantenga ocupado un rato.

Laura no pudo imaginarse a Gabe nervioso por nada, pero supuso que los Witherby esperaban aquella reacción de un hombre a punto de casarse. Al oírlo trastear con bolsas y cacharros en la cocina, sugirió:

—A lo mejor tendría que ir a echarle una mano.

—No, es mejor que se quede aquí sentada —la señora Witherby le indicó con un gesto a su marido que se sentara también, y añadió—: Una mujer tiene derecho a que la mimen cuando está embarazada, Dios sabe que no tendrá demasiado tiempo para sentarse cuando nazca el niño.

Agradecida, Laura se movió ligeramente para intentar aliviar el dolor de su espalda.

—¿Tienen hijos?

—Seis, además de veintidós nietos y cinco biznietos.

—Y otro de camino —anunció el señor Witherby, mientras sacaba una pipa.

—Guarda ahora mismo esa cosa apestosa —le ordenó su mujer—. No quiero que fumes en una habitación donde hay una mujer embarazada.

—No iba a encenderla —le contestó el hombre, antes de empezar a mordisquear la boquilla.

Satisfecha al ver que su marido se comportaba, la señora Witherby se volvió hacia Laura.

—Qué cuadro tan bonito, ¿es que su futuro esposo es un artista? —comentó, señalando un paisaje que podría venderse por una cantidad de seis cifras.

Su futuro esposo. Laura sintió una punzada mezcla de pánico y placer al oír aquellas palabras.

—Sí, Gabe es un artista.

—Me gustan los cuadros, tengo uno de una playa encima de mi sofá —dijo la mujer.

Gabe entró en la habitación con un montón de flores en los brazos, y se aclaró la garganta al sentirse un poco incómodo.

—Las vendían en el mercado —dijo.

—Y él las compró todas —dijo la señora Witherby, divertida, mientras se levantaba del sofá—. ¿Tiene un jarrón?, su prometida no puede acarrearlas todas.

—No, creo que… no lo sé.

—Hombres —la mujer suspiró, y le guiñó el ojo a Laura—. Démelas, yo me ocupo de ellas. Usted vaya a hacer algo útil, como poner algo más de leña en el fuego. No quiero que su futura esposa se resfríe.

—Ahora mismo, señora.

Gabe no recordaba haberse sentido tan inútil en toda su vida. Fue a la chimenea, deseando ocuparse con algo.

—No deje que le intimide, muchacho. Se ha pasado cincuenta y dos años dándome la tabarra —le dijo el señor Witherby, que seguía cómodamente sentado en una silla.

—Alguien tenía que hacerlo —exclamó la señora Witherby desde la cocina.

El hombre soltó una carcajada, y comentó:

—¿Está seguro de que sabe dónde se está metiendo?

Gabe se limpió las manos en los pantalones y sonrió.

—No.

—Muy bien, de eso se trata —Witherby se echó a reír, y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla—. Essie, ¿quieres acabar de una vez? A estos señores les gustaría casarse un día de estos.

—Mantén la lengua en la boca, ya has perdido los dientes que te quedaban —dijo la mujer, al entrar en la sala de estar con una regadera llena de flores. La colocó en el centro de la mesita de café, asintió con aprobación, y le dio a Laura un único clavel.

—Gracias, son preciosas —empezó a levantarse, y estuvo a punto de soltar un gemido al sentir otra punzada de dolor en la espalda.

Gabe se acercó a ella y se colocaron juntos frente al fuego, mientras la leña crepitaba y el aroma de las flores se mezclaba con el del humo. Las palabras que pronunciaron fueron simples y ancestrales, y a pesar de la cantidad de bodas a las que había asistido, la señora Witherby se secó las lágrimas de los ojos.

«Para amarte, honrarte y respetarte».

«En la riqueza y en la pobreza».

«Y prometo serte fiel».

Gabe le colocó un anillo muy sencillo, una simple banda de oro que le quedaba demasiado grande, y al mirarlo Laura sintió que algo crecía en su interior, algo cálido, dulce y trémulo. Entrelazó los dedos con los suyos, y repitió las mismas palabras con una sinceridad que provenía directa del corazón.

—Puede besar a la novia —dijo Witherby.

Gabe ni siquiera lo oyó. Ya estaba, era irrevocable, y hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánto significaba para él.

Con la mano de Laura aún en la suya, la besó y selló la promesa.

—Felicidades —la señora Witherby posó sus labios resecos en la mejilla de Gabe, y después en la de Laura—. Señora Bradley, ahora siéntese mientras yo le preparo una taza de té, antes de que su marido nos lleve de vuelta a casa.

—Gracias, pero no tenemos té.

—He comprado un paquete —dijo Gabe.

—Sí, y todo lo que se le ponía por delante. Venga, Ethan, ven a echarme una mano.

—¿Es que no puedes preparar una taza de té tú sola?

La señora Witherby puso los ojos en blanco.

—Ha casado a más de quinientas parejas, y no entiende nada de romanticismo. Ethan, ven a la cocina y deja cinco minutos de intimidad a estos jóvenes.

El hombre refunfuñó que quería irse a cenar, pero obedeció a su mujer.

—Son muy amables —murmuró Laura.

—No creo que hubiera conseguido apartarlo de la tele, si ella no lo hubiera sacado de la casa.

Permanecieron en silencio durante unos segundos, sin saber qué hacer.

—Gracias por pensar en las flores… y en el anillo —dijo ella al fin.

Gabe le levantó la mano, y contempló la joya.

—En Lonesome Ridge no hay ninguna joyería, pero en la ferretería venden estos en una caja junto a un montón de clavos. Puede que el dedo se te ponga verde.

Ella se echó a reír, consciente de que iba a atesorarlo aún más.

—Aunque no te lo creas, puede que me hayas salvado la vida al comprarme el té.

—También te he traído palomitas.

Laura se enfadó consigo misma por no poder controlarse, pero se echó a llorar.

—Lo siento, no puedo evitarlo.

Gabe no supo cómo reaccionar. Estaba un poco nervioso, y las lágrimas de ella no ayudaron a que se tranquilizara.

—Mira, ya sé que no ha sido la boda del siglo exactamente, podríamos organizar una fiesta o un banquete cuando volvamos a San Francisco.

—No, no es eso —Laura se pasó las manos por la cara, pero las lágrimas siguieron cayendo—. Ha sido preciosa, maravillosa… no sé cómo darte las gracias.

—Para empezar, podrías dejar de llorar —Gabe se sacó un pañuelo enorme del bolsillo, que la mayoría de las veces solía usar como trapo cuando pintaba, y se lo ofreció—. Laura, estamos legalmente casados, así que no tienes que agradecerme cada puñado de flores que te dé.

Ella se sorbió las lágrimas, e intentó sonreír.

—Creo que han sido las palomitas.

—Si sigues así, no voy a comprarte más.

—Quiero que sepas… —Laura se secó la cara, mientras intentaba recomponerse—. Quiero que sepas que voy a hacer todo lo que pueda por hacerte feliz, para que nunca te arrepientas de esto.

—Voy a arrepentirme si sigues haciendo que parezca que le he dado a alguien mi salvavidas cuando el barco se hunde —dijo Gabe, súbitamente impaciente—. Me he casado contigo porque he querido, no por nobleza.

—Sí, pero…

—Laura, cállate.

Para asegurarse de que ella le hacía caso, Gabe cerró la boca sobre la suya, y por primera vez Laura se dio cuenta de la verdadera fuerza del deseo y la pasión de aquel hombre. Con un murmullo de sorpresa, lo apretó con más fuerza contra su cuerpo.

Aquello era lo único que Gabe necesitaba para tranquilizarse, pero cuando la tensión empezó a desvanecerse, empezó a surgir en él un deseo irrefrenable.

—Pronto vamos a llegar hasta el final —susurró él contra su boca—. Quiero hacer el amor contigo, y te aseguro que después no te quedarán fuerzas para darme las gracias.

Antes de que ella pudiera pensar en una respuesta adecuada, la señora Witherby apareció con el té.

—Ahora, deje que la pobrecilla descanse un poco y que se lo tome antes de que se enfríe —la mujer dejó la taza sobre la mesa que había frente a Laura—. Siento hacer que tenga que salir en el día de su boda, señor Bradley, pero cuanto antes nos lleve de vuelta, antes podrá volver y prepararle a su mujer ese suculento filete que compró para la cena.

La señora Witherby fue a recoger su abrigo, y siguiendo un impulso, Laura sacó una de las flores de la regadera y se la dio.

—Nunca la olvidaré, señora Witherby.

—Gracias —emocionada, la mujer olió la flor—. Cuídese, espero que todo vaya bien con el niño. Ethan, vámonos.

—Volveré en una hora más o menos, las carreteras no están demasiado mal —le dijo Gabe—. Laura, creo que deberías descansar, pareces exhausta.

—Se supone que debería estar resplandeciente, pero te prometo que no levantaré nada más pesado que mi taza de té hasta que vuelvas.

Contempló cómo se alejaba el todo terreno, pasando el dedo una y otra vez por su anillo de casada. Era increíble lo poco que hacía falta para cambiar tanto, se dijo mientras se frotaba la espalda dolorida.

Cruzó la habitación para acabarse el té, y se dio cuenta de que nunca le había dolido tanto, ni siquiera después de un día entero de trabajo en la granja de su tía. El dolor era constante y profundo, y empezó a estirarse y a encogerse una y otra vez. Se impacientó e intentó ignorarlo, pensar en palomitas y en té caliente, pero todo fue en vano.

Llevaba sola menos de diez minutos, cuando tuvo la primera contracción.

No fue la ligera advertencia que mencionaban los libros, sino un dolor agudo y prolongado. Como la tomó desprevenida, no tuvo tiempo de emplear la técnica de respiración para soportarla, así que se tensó y luchó contra el dolor, y se desplomó contra los cojines cuando remitió.

Su frente se cubrió de sudor mientras intentaba convencerse de que era imposible que estuviera de parto. Era demasiado pronto, un mes antes de lo previsto. Seguramente era una falsa alarma, causada por los nervios y por la emoción de aquel día.

Pero el dolor de espalda… luchando por mantener la calma, consiguió sentarse. ¿Era posible que llevara toda la mañana con dolores de parto?

No, tenía que ser una falsa alarma. Tenía que serlo.

Pero cuando tuvo la segunda contracción, empezó a cronometrar.

Cuando Gabe volvió estaba en la cama, pero no pudo llamarlo porque estaba en medio de una dolorosa contracción; sin embargo, el miedo de la última hora se desvaneció un poco. Él estaba allí, y de alguna forma eso significaba que todo iría bien. Oyó que ponía un tronco en el fuego, respiró hondo cuando pasó el dolor, y entonces lo llamó.

Gabe cruzó la sala de estar en tres zancadas al oír el apremio en su voz, pero al llegar a la puerta del dormitorio se paró en seco y sintió que el corazón se le subía a la garganta.

Laura estaba apoyada contra las almohadas, medio tumbada y medio sentada, con el rostro bañado en sudor y los ojos húmedos y casi negros.

—Me parece que no voy a poder cumplir con lo que acordamos —consiguió decir. Al ver el mismo terror que ella sentía reflejado en el rostro de Gabe, intentó esbozar una sonrisa tranquilizadora—. El niño ha decidido adelantarse un poco.

Él no le preguntó si estaba segura, ni empezó a protestar enloquecido que aquello no era una buena idea. Quiso hacerlo, pero en un santiamén estuvo junto a ella, aferrándole la mano.

—Tranquila. Aguanta un poco, voy a llamar para que venga un médico.

—Gabe, no hay línea —dijo ella, con voz nerviosa—. Intenté llamar cuando me di cuenta de que esto iba muy deprisa.

—Vale —luchando por conservar la calma, Gabe le apartó el pelo húmedo de la frente—. Ha habido un accidente, la línea debe de haberse cortado. Iré a por unas cuantas mantas más, y te llevaré en el todo terreno.

Laura apretó los labios con fuerza.

—Es demasiado tarde, no aguantaría el viaje —intentó tragar, pero el miedo le había secado la boca y la garganta—. Llevo horas de parto, toda la mañana, pero no me he dado cuenta. Me dolía la espalda, pero no le di importancia porque pensé que era culpa de los nervios y de lo mal que había dormido.

—Hace horas —murmuró él, al sentarse en el borde de la cama. Por un momento se le quedó la mente en blanco, pero entonces sintió que los dedos de ella se tensaban sobre los suyos—. ¿Cuánto tiempo hay entre contracciones?

—Unos cinco minutos, he estado… —echó la cabeza hacia atrás y empezó a respirar con jadeos cortos y profundos.

Gabe le pasó la mano sobre el abdomen, y notó que se tensaba. Había estado leyendo los libros sobre parto y cuidado de bebés que ella había llevado, y aunque en su momento se había dicho que sólo era para pasar el rato, algo muy dentro le había llevado a intentar entender por lo que estaba pasando. A lo mejor había sido el instinto lo que había hecho que asimilara los consejos, los detalles y las instrucciones, pero al verla sufriendo se olvidó de todo.

Cuando pasó la contracción, Laura tenía la cara aún más sudorosa.

—Cada vez son más frecuentes, no queda mucho tiempo —susurró. Aunque se mordió los labios, no pudo evitar que se le escapara un sollozo—. No puedo perder a mi bebé.

—Al bebé no le va a pasar nada, y a ti tampoco —dijo él, mientras le apretaba la mano tranquilizadoramente.

Iban a necesitar montones de toallas, había que esterilizar unas tijeras y también algo de hilo. Si uno lo pensaba con calma, la verdad era que resultaba bastante simple… Gabe esperaba que fuera tan fácil en la práctica.

—Aguanta, voy a por un par de cosas —vio el brillo de duda en sus ojos, y se inclinó sobre ella—. Laura, no voy a dejarte sola. Voy a cuidarte, confía en mí.

Ella asintió, dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.

Cuando Gabe volvió, tenía los ojos fijos en el techo y estaba jadeando. Él dejó unas toallas limpias en el pie de la cama, y la cubrió con otra manta.

—¿Tienes frío?

Ella negó con la cabeza.

—Habrá que mantener caliente al niño, es un poco prematuro.

—He puesto más leña en el fuego, y tenemos un montón de mantas —le limpió la cara tiernamente con un trapo húmedo, y añadió—: Has hablado con médicos y has leído un montón de libros, así que sabes lo que va a pasar.

Laura lo miró, mientras intentaba tragar con dificultad. Sí, sabía lo que iba a pasar, pero leer sobre ello, imaginárselo, era muy diferente a la experiencia real.

—Todos mienten —esbozó una débil sonrisa al verlo fruncir el ceño—. Te dicen que no duele tanto si intentas acompañar al dolor.

Gabe se llevó la mano de ella a sus labios, y la mantuvo allí.

—Grita todo lo que quieras, haz que el techo se venga abajo con tus alaridos. Nadie va a oírte.

—No voy a traer este niño al mundo en medio de gritos —Laura soltó un jadeo, y apretó con fuerza su mano—. No puedo…

—Sí, claro que puedes. Jadea, apriétame la mano. Con más fuerza. Vamos, concéntrate en eso —mantuvo sus ojos fijos en los de ella, mientras Laura expulsaba el aire—. Lo estás haciendo bien, mejor que bien —cuando el cuerpo de ella se relajó, Gabe fue hasta los pies de la cama—. Cada vez hay menos tiempo entre contracciones, ¿verdad? —mientras hablaba, se arrodilló en el colchón y levantó la manta.

—Ya casi se van sucediendo sin apenas descanso.

—Eso significa que ya se está acabando, aférrate a eso.

Laura intentó humedecerse sus labios resecos, pero sentía la lengua hinchada.

—Prométeme que, si me pasa algo…

—No te va a pasar nada —dijo él con brusquedad.

Sus miradas volvieron a encontrarse, la de ella cargada de dolor, la de él de decisión.

—Maldita sea, no voy a perderos a ninguno de los dos, ¿está claro? Los tres vamos a sacar esto adelante. Ahora tienes trabajo que hacer, ángel.

Gabe se estremeció con cada contracción que sacudió su cuerpo. El tiempo parecía ralentizarse mientras ella sufría, y acelerarse cuando descansaba. Él iba de un lado para otro, colocándole bien las almohadas, secándole la cara y arrodillándose a sus pies para comprobar el progreso del parto.

Aunque Gabe oía el fuego crepitando con fuerza en la sala de estar, le preocupaba que la cabaña estuviera demasiado fría. Después empezó a preocuparse por el calor, ya que el cuerpo de Laura parecía una estufa.

Jamás se habría imaginado que el parto podía ser tan duro para una mujer. Sabía que ella estaba exhausta, pero aun así conseguía superar el dolor una y otra vez, y parecía recargar las fuerzas de alguna forma en los breves momentos de respiro entre contracciones. El dolor parecía sacudirla de forma implacable con una dureza terrorífica, y con su propia camisa empapada de sudor, él soltó un juramento en silencio mientras la animaba a que respirara, a que jadeara, a que se concentrara. Todas sus ambiciones, sus alegrías y sus penas se desvanecieron, y sólo existía aquella habitación, aquel momento y aquella mujer.

Gabe creyó que ella se iría debilitando con el cuerpo tan castigado por la nueva vida que luchaba por nacer, pero conforme fueron pasando los minutos, Laura pareció llenarse de energía renovada. Con expresión fiera y valerosa, se echó hacia delante y se preparó para lo que estaba por llegar.

—¿Has pensado en el nombre? —le preguntó, para intentar distraerla.

—He hecho unas listas. Algunas noches, intentaba imaginarme su apariencia, y… oh, Dios.

—Aguanta. Respira, ángel, respira.

—No puedo, tengo que empujar.

—Aún no, aún no. Dentro de poco —desde su posición a los pies de la cama, Gabe la acarició—. Laura, jadea.

Ella intentó mantener la concentración, consciente de que si lo miraba a los ojos y sacaba fuerza de ellos, conseguiría salir adelante.

—No puedo aguantar mucho más.

—No hace falta, ya veo la cabeza —dijo él con voz maravillada, al volver a mirarla—. Puedo verla. Empuja en la próxima.

Mareada, Laura empujó con todas sus fuerzas, y al oír un largo y profundo gemido gutural, no se dio cuenta de que había salido de su propia boca. Gabe le lanzó gritos de ánimo, y ella empezó a jadear de nuevo.

—Bien, muy bien —él apenas reconoció su propia voz, ni sus propias manos. Ambas cosas le temblaban—. Ya tengo la cabeza, tienes un hijo precioso. Ahora los hombros.

Ella se preparó, desesperada por ver algo.

—Oh, Dios —las lágrimas se mezclaron con el sudor, y Laura se cubrió la boca con las manos—. Es tan pequeño…

—Y fuerte como un toro. Tienes que empujar para que salgan los hombros —con la frente cubierta de sudor, Gabe colocó la mano bajo la cabeza del niño y se inclinó hacia delante—. Venga, Laura, vamos a verlo de pies a cabeza.

Ella enterró los dedos en las sábanas, echó la cabeza hacia atrás y dio a luz. Por encima de su propia respiración jadeante, oyó el primer llanto del bebé.

—Es un niño —con ojos húmedos, Gabe sostuvo a la nueva vida que se retorcía en sus manos—. Tienes un hijo.

Mientras las lágrimas le caían por las mejillas, Laura se echó a reír. El terror y el dolor quedaron olvidados al instante.

—Un niño, un niño pequeñito.

—Con unos buenos pulmones, cinco dedos en cada mano y cinco en cada pie —la agarró de la mano, y se la apretó con fuerza—. Es perfecto, ángel.

Con los dedos entrelazados, sonrieron mientras la cabaña se llenaba con el ensordecedor e indignado llanto del recién nacido.

No podía descansar. A pesar de que Gabe quería que durmiera un poco, Laura era incapaz de cerrar los ojos. El niño, que ya casi había cumplido una hora de vida, estaba envuelto en sábanas y acurrucado en la curva de su brazo, y aunque estaba durmiendo, ella no pudo contenerse y trazó su carita con la yema de un dedo.

Era tan pequeño… pesaba dos kilos y medio según la balanza de cocina que Gabe había sacado y limpiado a conciencia, medía cuarenta y cinco centímetros, y tenía un poco de pelusilla rubia en la cabeza. Laura no podía apartar los ojos de él.

—Supongo que sabes que no va a desaparecer de repente, ¿no?

Ella levantó la mirada hacia la puerta y sonrió. Tenía la piel casi traslúcida a causa de la fatiga, y sus ojos resplandecían con un brillo triunfal.

—Ya lo sé —extendió la mano hacia Gabe para que se acercara, y cuando él se sentó en el borde de la cama, le dijo—: Sé que debes de estar muy cansado, pero me gustaría que te quedaras un rato.

—Tú has hecho todo el trabajo —murmuró él, mientras acariciaba con un dedo la mejilla del niño.

—Eso no es verdad, y es lo primero que quería decirte. No lo habríamos conseguido sin ti.

—Claro que sí, yo sólo te he dado ánimos.

—No —Laura le dio un ligero apretón en la mano, para hacer que la mirara a la cara—. Eres tan responsable por esta nueva vida como yo. Sé lo que dijiste sobre lo de poner tu nombre en la partida de nacimiento y sobre lo de ayudarnos, pero quiero que sepas que es mucho más que eso. Tú lo has traído al mundo, y jamás podré decir o hacer bastante. Y no me mires así —Laura soltó una suave carcajada, y se acomodó entre las almohadas—. Ya sé que no te gusta nada que te dé las gracias, y no es lo que estoy haciendo.

—¿De verdad?

—Claro que no —Laura le puso al niño en los brazos, en un gesto más elocuente que las palabras—. Te estoy diciendo que hoy no sólo has conseguido una mujer.

El bebé siguió durmiendo tranquilamente, acurrucado entre ellos.

Sin saber qué decir, Gabe acarició una pequeña manita y la vio cerrarse. Como artista, había creído que entendía lo que era la belleza… hasta ese momento.

—He estado leyendo sobre los bebés prematuros —comentó—. Tiene un peso correcto, y según el libro, un niño que nace después de treinta y cuatro semanas de gestación no tiene por qué tener ningún problema. Aun así, quiero llevaros al hospital. ¿Crees que estarás lo bastante fuerte para ir a Colorado Springs mañana?

—Sí, los dos lo estaremos.

—Entonces, nos iremos por la mañana. ¿Quieres comer algo?

—Me comería un caballo.

Gabe sonrió, pero fue incapaz de devolverle el niño.

—Tendrás que conformarte con un filete de ternera. Y él, ¿no tiene hambre?

—Supongo que cuando la tenga nos lo hará saber.

Igual que Laura antes que él, Gabe sintió la necesidad de trazar la forma de su carita.

—¿Qué me dices del nombre?, no podemos seguir llamándolo «él».

—No, no podemos —Laura acarició la suave pelusilla que le cubría la cabeza, y comentó—: He pensado que a lo mejor te gustaría elegirlo tú.

—¿Yo?

—Sí. Supongo que tienes algún nombre preferido, o de alguien importante para ti, y me gustaría que lo eligieras tú.

—Michael —murmuró Gabe, al contemplar al pequeño dormido.