Prólogo

Un niño perdido

1 de mayo de 1987

—En esta empresa eres la última basura —me dijo mi jefe, mientras recorríamos juntos la sala de negocios de LF Rothschild por primera vez—. ¿Tienes algún problema con eso, Jordan?

—No —respondí—. Ninguno.

—Bien —dijo con sequedad y sin detener la marcha.

Caminábamos por un laberinto de escritorios de caoba marrón y negros cables telefónicos, en el piso veintitrés de una torre de vidrio y aluminio de cuarenta y un pisos que se alzaba sobre la legendaria Quinta Avenida de Manhattan.

La sala de negociaciones era un vasto espacio, de unos quince metros por treinta y cinco. Era un ámbito opresivo, atestado de escritorios, teléfonos, monitores de ordenador y yuppies engreídos, unos setenta en total. Se habían quitado las chaquetas de sus trajes y, a esa hora de la mañana —eran las nueve y veinte—, estaban reclinados en sus asientos leyendo sus ejemplares del The Wall Street Journal y felicitándose por ser jóvenes Amos del Universo.

Ser un Amo del Universo me parecía una noble aspiración. Mientras pasaba frente a los Amos, enfundado en mi traje azul barato y mis toscos zapatones, descubrí que anhelaba ser uno de ellos. Pero mi nuevo jefe no tardó en recordarme que no lo era.

—Tu trabajo —miró la insignia plástica de mi solapa barata—, Jordan Belfort, es ser un conector, lo que significa que tendrás que llamar a quinientos números de teléfono al día, tratando de sortear a las secretarias que te atiendan. No debes vender nada, recomendar nada ni crear nada. Lo único que tienes que lograr es que los dueños de las empresas a las que llamas te atiendan. —Se detuvo durante un breve instante antes de escupir más veneno—. Y cuando alguno atienda el teléfono, todo lo que tienes que decir es: «Hola, señor Fulano de Tal, le paso con Scott». Me pasas el teléfono y sigues llamando. ¿Crees que puedes hacerlo, o es demasiado complicado para ti?

—No. Puedo manejarlo —dije en tono confiado, mientras una oleada de pánico del tamaño de un tsunami asesino me inundaba. El programa de entrenamiento de LF Rothschild duraba seis meses. Serían meses duros, demoledores, y durante ese tiempo yo estaría a merced de imbéciles como Scott, el estúpido que parecía haber brotado de las ígneas profundidades de un infierno yuppie.

Atisbándolo por el rabillo del ojo, llegué a la conclusión de que Scott parecía un pez dorado. Era calvo y pálido, y el poco cabello que le quedaba era de un anaranjado color barro. Tenía poco más de treinta años, era más bien alto, con un cráneo estrecho y labios rosados y abultados. Llevaba una pajarita, lo que le daba un aspecto ridículo. Sus ojos pardos y saltones miraban desde atrás de unas gafas metálicas, que realzaban su aspecto de pez.

—Bien —dijo el estúpido pez dorado—. Estas son las reglas: no hay recreos, llamadas personales, ausencias por enfermedad, no se llega tarde, no se holgazanea. Tienes treinta minutos para almorzar —se detuvo para dar efecto a sus palabras—, y lo mejor será que regreses a tiempo, porque hay una cola de cincuenta personas dispuestas a aceptar tu puesto de trabajo si te equivocas.

Caminaba sin dejar de hablar. Yo iba un paso detrás de él, hipnotizado por los puntos luminosos color naranja que se deslizaban sobre los grises monitores de las computadoras, trazando miles de cotizaciones de acciones. En el frontal de la sala, una pared de vidrio daba al centro de Manhattan. Podía ver el Empire State Building frente a nosotros. Era más alto que todos los demás y parecía alzarse hasta el firmamento para rascar el cielo. Era todo un espectáculo, digno de un joven Amo del Universo. Y, en ese momento, llegar a serlo parecía un objetivo cada vez más lejano.

—A decir verdad —farfulló Scott—, no me parece que tengas condiciones para este trabajo. Pareces un niño, y Wall Street no es un lugar para niños. Es un lugar para asesinos. Para mercenarios. En cierto sentido, puede decirse que eres afortunado, porque yo no me ocupo de contratar a la gente. —Soltó una risita irónica.

Me mordí el labio y no dije nada. Era 1987, y parecía que los yuppies imbéciles como Scott gobernaban el mundo. Wall Street estaba en plena fase ascendente, y escupía nuevos millonarios a docenas. El dinero era barato, y un tipo llamado Michael Milken había inventado algo llamado «bonos basura» que cambió la manera de hacer negocios de las empresas estadounidenses. Fue una época de codicia desenfrenada y de alocados excesos. La era del yuppie.

Cuando nos aproximábamos a su escritorio, mi némesis yuppie se volvió a mí y dijo:

—Te lo vuelvo a decir, Jordan: eres el último entre los últimos. No eres más que un conector. —Cada palabra rezumaba desdén—. Y hasta que no hayas pasado la primera eliminatoria, conectar será todo tu universo. Y por eso eres la última de las basuras. ¿Algún problema?

—Para nada —respondí—. Es el trabajo perfecto para mí porque, en efecto, soy la última de las basuras.

A diferencia de Scott, no tengo aspecto de pez dorado, lo que me permitió devolverle la mirada con confianza cuando escrutó mi rostro en busca de indicios de ironía. Pero sí soy más bien bajo y, a los veinticuatro años, aún tenía las blandas facciones propias de un adolescente. Era un rostro que hacía que aún me pidieran la identificación al entrar en un bar. Tenía una buena cabellera castaña, una piel lisa y olivácea y dos grandes ojos azules. No estaba del todo mal.

Pero ¡ay!, cuando le dije a Scott que yo era la última de las basuras, no mentía. El hecho es que así me sentía. El problema era que la primera empresa que había fundado se había ido a pique, y yo con ella. Había sido una incursión mal concebida en la industria de la carne y el pescado y, cuando terminó, me encontré en deuda por el fletado de veintiséis camiones, todos personalmente garantizados por mí, y todos impagados. De modo que me perseguían los bancos, y también una belicosa agente de American Express —por como sonaba, debía de ser barbuda y pesar unos ciento cincuenta kilos— que amenazaba con patearme el culo personalmente si no pagaba cuanto antes. Había evaluado la posibilidad de cambiar mi número de teléfono, pero le debía tanto dinero a la compañía que prestaba el servicio que ni siquiera podía hacer eso.

Llegamos al escritorio de Scott, quien me indicó el asiento contiguo al suyo con nuevas y amables palabras de estímulo:

—Mira el lado bueno —bromeó—. Si por algún milagro no te despiden por vago, estúpido, insolente o por llegar tarde, tal vez algún día llegues a convertirte en corredor de Bolsa. —Sonrió ante su propio humor—. Y, solo para que lo sepas, el año pasado gané más de trescientos mil dólares, y el otro tipo para el que trabajarás ganó más de un millón.

¿Más de un millón? Apenas si podía imaginar lo insoportable que debía de ser el otro tipo. Sintiendo que el corazón me daba un vuelco, pregunté:

—¿Quién es el otro?

—¿Por qué? —contestó mi atormentador—. ¿A ti qué te importa?

«¡Por Dios! —pensé—, ¡habla solo cuando te hablen, idiota!». Era como estar en la infantería de Marina. De hecho, tenía toda la impresión de que la película preferida de este imbécil era Oficial y caballero, y que estaba representando su fantasía de ser Lou Gossett, jugando a ser un sargento instructor a cargo de un infante de marina de pocas luces, que era yo. Pero no compartí ese pensamiento, sino que solo dije:

—Oh, nada. Era solo, eh, curiosidad.

—Se llama Mark Hanna y no tardarás en conocerlo. —Me entregó una pila de tarjetas de archivador de siete por doce centímetros. Cada una de ellas tenía el nombre y el número de teléfono de un adinerado propietario de empresa—. Sonríe y llama —dijo—, y no alces tu puta cabeza hasta que no sean las doce. —Se sentó, cogió un ejemplar del The Wall Street Journal, apoyó sus pies calzados con elegantes zapatos negros de cocodrilo sobre su escritorio y se puso a leer.

Estaba por descolgar el teléfono cuando una mano enorme se apoyó sobre mi hombro. Alcé la vista y me di cuenta al momento de que se trataba de Mark Hanna. Como un verdadero Amo del Universo, hedía a éxito. Era un tipo robusto, de casi un metro noventa de altura y unos cien kilos de peso, casi todos de músculo. Tenía el cabello negro como el azabache, ojos oscuros e intensos, facciones toscas y carnosas y una considerable cantidad de cicatrices de acné. Era bien parecido, de un modo urbano, con algo del aire enrollado propio del Greenwich Village. Irradiaba carisma.

—¿Jordan? —dijo en tono notablemente amable.

—Sí, ese soy yo —repuse con voz sepulcral—. Ultima basura de primera, a tus órdenes.

Lanzó una cálida risa que hizo que las hombreras acolchadas de su traje rayado de dos mil dólares subieran y bajaran. Luego, hablando a un volumen innecesariamente alto dijo:

—¡Bien, veo que ya conociste al tonto del pueblo! —Señaló a Scott con la cabeza.

Asentí con un levísimo movimiento de cabeza. Me guiñó un ojo.

—No te preocupes. El corredor jefe soy yo. Este es un segundón que no vale nada. De modo que no le hagas caso a nada que haya dicho ni a nada que vaya a decir nunca.

Traté, en vano, de no mirar a Scott, quien murmuró:

—¡Púdrete, Hanna!

Mark no se mostró ofendido sino que, dando la vuelta a mi escritorio e interponiendo su mole entre Scott y yo dijo:

—No le hagas caso. Me dicen que eres un vendedor de primera. De aquí a un año ese retrasado te estará besando el culo.

Sonreí, sintiendo una mezcla de orgullo e incomodidad.

—¿Quién te dijo que soy buen vendedor?

—Steven Schwartz, el tipo que te contrató. Me dijo que te defendiste muy bien en la entrevista de selección. —Mark rio al recordarlo—. Quedó impresionado. Dijo que te prestemos atención.

—Sí, yo estaba preocupado por la posibilidad de que no me contrataran, así que pensé que lo mejor sería hacer algo drástico, ya sabes, impresionarlo. —Me encogí de hombros—. Pero me dijo que bajara un poco el tono.

Mark sonrió.

—Bueno, no lo bajes demasiado. La presión es imprescindible en esta actividad. La gente no compra acciones. Hay que vendérselas. No lo olvides nunca. —Hizo una pausa para dar peso a sus palabras—. Don Infeliz, aquí presente, te dijo algo que es cierto: ser conector es lo peor. Yo lo hice durante siete meses y quería matarme cada día. De modo que te contaré un pequeño secreto —bajó la voz con aire conspirativo—: Solo debes fingir que conectas. Holgazanea cuanto puedas. —Sonrió y me guiñó el ojo antes de volver a adoptar un tono normal—. No me interpretes mal: quiero que me pases tantas llamadas como te sea posible, porque eso es lo que me permite ganar dinero. Pero no quiero que esto te lleve a cortarte las venas, porque detesto la sangre. —Volvió a guiñarme el ojo—. Así que tómate muchos recreos. Ve al lavabo y hazte una paja si lo necesitas. Yo lo hacía, y siempre me dio buenos resultados. Supongo que te gusta hacerte pajas, ¿no?

Quedé ligeramente azorado ante la pregunta, pero, según aprendí más adelante, una oficina de negocios de Wall Street no es lugar para finezas. Palabras como «mierda», «joder», «imbécil» y «polla» eran tan comunes como «sí», «no», «quizás» y «por favor». Dije:

—Eh, sí, me encanta hacerme pajas. Quiero decir, a todo el mundo le gusta, ¿no es así?

Asintió con la cabeza con expresión de alivio.

—Bien, así me gusta. Pajearse es fundamental. Y también recomiendo vivamente el consumo de drogas, cocaína en particular, porque te hará llamar más deprisa, y eso es bueno para mí. —Se detuvo, como si tratara de recordar más sabios consejos, pero al parecer no se le ocurrió ninguno—. Bueno, eso es más o menos todo —dijo—. Por ahora, es todo el conocimiento que te puedo impartir. Todo irá bien, novato. Algún día recordarás esto y te reirás; te puedo prometer que es así. —Volvió a sonreír antes de sentarse frente a su propio teléfono.

Al cabo de un momento sonó el timbre que indicaba que el mercado acababa de abrir. Miré mi reloj de pulsera Timex, comprado en JC Penney por catorce dólares la semana anterior. Nueve treinta en punto. Era el 4 de mayo de 1987. Mi primer día en Wall Street.

La voz de Steven Schwartz, director de ventas de LF Rothschild, sonó en los altavoces.

—Muy bien, caballeros. El mercado de futuros parece fuerte esta mañana, se están haciendo compras serias desde Tokio. —Steven solo tenía treinta y ocho años, pero había ganado más de dos millones durante el año pasado. Otro Amo del Universo—. Estamos hablando de una ganancia de diez puntos en la apertura —añadió—, así que, ¡a los teléfonos y a toda marcha!

Y así se desató el pandemonio en el recinto. Los pies abandonaron los escritorios, los The Wall Street Journal fueron a las papeleras, las camisas se arremangaron hasta el codo y los corredores cogieron sus teléfonos y comenzaron a llamar. Yo agarré el mío e hice lo mismo.

Al cabo de pocos minutos, todos daban furiosas zancadas y vociferaban en sus teléfonos haciendo gestos frenéticos, produciendo una ensordecedora algarabía. Era la primera vez que oía el rugido de una sala de negociaciones de Wall Street, y me recordó al de una multitud. Es algo que nunca olvidaré, que cambió mi vida para siempre. Era el sonido de hombres jóvenes embargados por la codicia y la ambición, lanzándose con toda su alma sobre los propietarios de empresas de todo el país.

—A ese precio, Miniscribe es un jodido regalo —chillaba en su teléfono un yuppie de rostro redondo. Tenía veintiocho años de edad, una adicción galopante a la cocaína e ingresos brutos de 600 000 dólares al año—. ¿Quién lo pone en duda, tu corredor de acciones de Virginia Occidental? Tal vez sea bueno para escoger acciones de minería del carbón, pero estamos en la década de 1980. ¡Ahora el negocio es la alta tecnología!

—¡Tengo cincuenta mil de a cincuenta para julio! —gritaba un corredor, a dos escritorios de distancia.

—¡Se quedaron sin dinero! —aullaba uno.

—¡No me estoy haciendo rico con esto! —le juraba otro a un cliente.

—¿Estás de broma? —refunfuñaba Scott a su auricular—. ¡Después de repartir mi comisión con la empresa y con Hacienda, apenas si me queda para darle de comer a mi perro!

Cada tanto, algún corredor colgaba el teléfono con aire de triunfo, llenaba una orden de compra y se dirigía al sistema de tubos neumáticos adosado a las columnas del recinto. Metía el papel en un cilindro de vidrio y contemplaba cómo salía propulsado hacia el techo. Desde allí, la orden llegaba al buró de ventas, en el otro extremo del edificio, donde sería transmitida para su ejecución a la Bolsa de Valores de Nueva York. El techo se había rebajado para colocar los tubos, y yo sentía que me oprimía la cabeza.

A las diez, Mark Hanna ya había ido tres veces a la columna y estaba a punto de hacerlo una cuarta. La forma en que se manejaba por teléfono era asombrosa. Era como si les ofreciera disculpas a sus clientes mientras les arrancaba los ojos.

—Señor, permítame decirle algo —hablaba con el presidente de unas de las quinientas mayores compañías, según la revista Fortune—. Me enorgullezco de entender cómo se llega al fondo de estos asuntos. Y mi objetivo no solo es acompañarlo a entrar en ellos, sino también a salir. —Su tono era tan suave y amable que lindaba con lo hipnótico—. Quiero que, a largo plazo, usted salga beneficiado, usted y su empresa. Y también su familia.

Dos minutos más tarde, Mark despachaba por el sistema de tubos un pedido de un cuarto de millón de dólares por unas acciones llamadas Microsoft. Era la primera vez que yo oía tal nombre, pero parecía tratarse de una empresa razonablemente sólida. Como sea, la comisión de Mark por el negocio fue de tres mil dólares. A mí me tocaron siete dólares.

Cuando dieron las doce estaba mareado y hambriento. De hecho, estaba mareado, hambriento y sudaba profusamente. Pero, sobre todo, estaba enganchado. El poderoso rugido zumbaba en mis entrañas y resonaba en cada fibra de mi ser. Me había dado cuenta de que podía hacer ese trabajo. Podía hacerlo igual que Mark Hanna, probablemente mejor. Sabía que podía ser de lo más convincente.

Para mi sorpresa, en lugar de bajar al vestíbulo y gastar la mitad de mi ganancia en dos hot dogs y una Coca-Cola, me encontré subiendo en el ascensor en compañía de Mark Hanna. Íbamos rumbo al restaurante de cinco estrellas llamado Top fo the Sixes, ubicado en el último piso del edificio. Allí comían los mejores. Era el lugar donde los Amos del Universo se entonaban con martinis mientras se contaban sus hazañas de guerra unos a otros.

En el momento mismo en que entramos en el restaurante, Luis, el maître, se precipitó sobre Mark. Le estrechó la mano con vehemencia mientras le decía qué maravilloso era verlo en esa gloriosa tarde de lunes. Mark le deslizó cincuenta dólares, ante lo cual estuve a punto de tragarme la lengua, y Luis nos condujo hasta una mesa de un ángulo desde donde se veía un fabuloso panorama del Upper West Side de Manhattan y el puente George Washington.

Mark le sonrió a Luis y dijo:

—Danos dos martinis de Absolut, puros. Y trae otros dos en… —miró su Rolex de oro macizo— exactamente siete minutos y medio. Después, sigue trayéndolos cada cinco minutos, hasta que uno de los dos se desmaye.

Luis asintió.

—Por supuesto, señor Hanna. Excelente estrategia.

Le sonreí a Mark y dije, en tono de disculpa:

—Lo siento pero, eh, no bebo. —Me volví a Luis—: Tráeme una Coca-Cola. Eso será suficiente.

Luis y Mark se miraron con una expresión que hacía pensar que yo acababa de cometer un delito. Pero Mark solo dijo:

—Es su primer día en Wall Street, dale tiempo.

Luis me miró, frunció los labios y meneó la cabeza con aire grave.

—Entiendo. No se preocupe. Pronto será usted todo un alcohólico.

Mark asintió con la cabeza.

—Bien dicho, Luis. Pero de todas maneras, tráele un martini, solo por si cambia de idea. En el peor de los casos, me lo bebo yo.

—Excelente, señor Hanna. ¿Su amigo y usted comerán algo o solo beberán?

Me pregunté de qué mierda estaría hablando Luis. La suya era una pregunta ridícula, dado que era la hora del almuerzo. Pero, ante mi sorpresa, Mark le dijo a Luis que no, que él no comería nada, pero yo sí. Luis me entregó un menú y partió en busca de nuestras bebidas. Al cabo de un instante, supe por qué Mark no comería. Metió la mano en el bolsillo, sacó un frasquito de cocaína, le quitó la tapa e introdujo una diminuta cuchara. La sacó colmada de una centelleante pila del más poderoso de los supresores del apetito que haya creado la naturaleza. La aspiró por la fosa derecha antes de repetir el proceso y hacer lo mismo por el lado izquierdo.

Yo estaba aturdido. ¡No podía creerlo! ¡Estaba ahí, en ese restaurante! ¡Con los Amos del Universo! Miré por el rabillo del ojo para ver si alguien lo había visto. Al parecer, ello no había ocurrido, y ahora me doy cuenta de que, de haber sido así, a nadie le hubiese importado una mierda. A fin de cuentas, estaban demasiado concentrados en alterar sus mentes con vodka, whisky, ginebra, bourbon y cualesquiera fuesen los fármacos peligrosos que sus exagerados salarios les permitían adquirir.

—Toma —dijo Mark pasándome el frasquito—. De esto se trata Wall Street. De esto, y de las putas.

¿Putas? Eso sí que me pareció raro. Digo, ¡yo jamás había estado con una! Por otra parte, estaba enamorado de la chica con la que estaba a punto de casarme. Se llamaba Denise y era tan bella por dentro como por fuera. Mi deseo de serle infiel era menos que cero. Y en cuanto a la coca, bueno, sí, había hecho mis cosas en la universidad, pero hacía años que no probaba nada más fuerte que la marihuana.

—No, gracias —le dije, con cierto embarazo—. No me sienta bien. Me… eh… enloquece. No me deja dormir ni comer y… eh… comienzo a preocuparme por todo. Me sienta mal. Mal de verdad.

—No hay problema —dijo, mientras aspiraba otra ración del frasco—. ¡Pero te aseguro que la cocaína ayuda a soportar este trabajo! —Meneó la cabeza y se encogió de hombros—. Esto de ser corredor de Bolsa es una locura. Digo, no me interpretes mal, lo del dinero y todo eso está muy bien, pero no estás creando nada, no construyes nada. De modo que, al cabo de un tiempo se vuelve monótono. —Hizo una pausa, como si procurara dar con las palabras justas—. Lo cierto es que no somos más que vendedores deshonestos. ¡Ninguno de nosotros tiene ni la más remota idea de qué acciones se valorizarán! No hacemos más que arrojar dardos a una diana y, ya sabes, esperar que den en el blanco. Ya te darás cuenta por ti mismo.

Pasamos los siguientes minutos comparando antecedentes. Mark se había criado en Brooklyn, en Bay Ridge, que, hasta donde yo sabía, era un barrio conflictivo.

—Hagas lo que hagas —bromeó—, ni se te ocurra salir con una chica de Bay Ridge. ¡Todas están locas! —Tras administrarse otra dosis del frasquito, prosiguió—. ¡La última vez que salí con una me apuñaló con un lápiz mientras dormía! ¿Te das cuenta?

En ese preciso instante, un camarero enfundado en un esmoquin depositó nuestros tragos sobre la mesa. Mark alzó su martini de veinte dólares; yo, mi Coca-Cola de ocho. Mark dijo:

—Brindo por que el Dow Jones llegue a cinco mil. —Entrechocamos nuestras copas—. ¡Y brindo por tu carrera en Wall Street! —añadió—. ¡Que ganes una puta fortuna y que, tras hacerlo, aún te quede un mínimo trocito de alma! —Sonreímos y volvimos a chocar nuestras copas.

Si, en ese momento, alguien me hubiese dicho que en pocos años yo sería el propietario de ese restaurante, y que Mark Hanna, además de la mitad de todos los corredores de Bolsa de LF Rothschild, trabajaría para mí, le habría dicho que estaba loco. Y si me hubiera dicho que yo aspiraría rayas de cocaína en la barra de ese local mientras una docena de putas finas me contemplaban, admiradas, le habría dicho que había perdido la razón.

Pero eso solo sería el principio. En ese preciso instante, lejos de allí, ocurrían cosas que no tenían nada que ver conmigo. Para empezar, algo llamado «seguro de cartera»[1], que era una herramienta para proteger inversiones, terminaría por poner fin a este frenético ciclo ascendente y haría que el Dow Jones perdiera 508 puntos en un solo día. A partir de entonces, se desencadenaría una secuencia de sucesos casi inimaginable. Wall Street dejaría de funcionar durante un tiempo y la firma de inversiones financieras LF Rothschild se vería obligada a cerrar sus puertas. Y la locura reinaría.

Lo que presento a continuación es una reconstrucción, una reconstrucción satírica, de esa locura, que resultó ser uno de los períodos más desquiciados de Wall Street. Y lo cuento con la misma voz que resonaba en mi cabeza por entonces. Una voz cínica, mendaz, egoísta y, a menudo, despreciable. Una voz que me permitía racionalizar todo lo que se interpusiera entre yo mismo y una vida de desenfrenado hedonismo. Una voz que me ayudó a corromper y manipular a otros y llevar el desmadre y la locura a toda una generación de jóvenes estadounidenses.

Me crie en una familia de clase media de Bayside, Queens, donde palabras como «nigger»[2], «spick»[3], «wop»[4], y «chink»[5] eran consideradas las peores palabrotas, que no debían ser pronunciadas jamás. En el hogar de mis padres, toda demostración de prejuicios era recibida con la mayor severidad. Esas cosas se consideraban propias de seres inferiores, seres carentes de raciocinio. Siempre compartí esa actitud, cuando niño, de adolescente, incluso en plena locura. Pero esas feas palabras comenzaron a brotar de mi boca con notable facilidad a medida que la locura arraigaba. Claro que eso también lo racionalizaba. Me decía que estaba en Wall Street, y que en Wall Street no había lugar para delicadezas ni para remilgos sociales.

¿Y por qué te cuento esto? Porque quiero que sepas quién soy y, aún más importante, quién no soy. Y lo narro porque ahora tengo dos hijos y algún día deberé explicarles muchas cosas. Tendré que explicarles cómo su adorado padre, que los lleva al fútbol y va a las reuniones del colegio y se queda en casa los viernes por la noche y les hace ensalada César, fue alguna vez una persona despreciable.

Y porque tengo la sincera esperanza de que el relato de mi vida sirva de advertencia para ricos y pobres por igual, para todos los que viven con una cuchara en la nariz y pastillas en el estómago, o para cualquiera que esté pensando en utilizar los dones que Dios le dio para malgastarlos, para quienes decidan seguir el mal camino y vivir una vida de hedonismo desenfrenado. Y para todos los que crean que ser llamado el lobo de Wall Street tiene algo de romántico.