Epílogo

Los traidores

Sí, hubiera sido agradable que la duquesa y yo viviésemos felices por siempre jamás, que yo cumpliera con mi condena y que, cuando saliese, me aguardara para estrecharme en un emocionado abrazo amoroso. Pero no, a diferencia de los cuentos de hadas, esta parte de la historia no termina bien.

El juez fijó mi fianza en diez millones de dólares, y fue entonces, en los peldaños del tribunal, que la duquesa dejó caer la bomba atómica sobre mí.

Con glacial frialdad dijo:

—Ya no te amo. Todo nuestro matrimonio fue una mentira. —Luego, giró sobre sus talones y llamó a su abogado con su móvil.

Por supuesto que procuré razonar con ella, pero fue en vano. Entre minúsculos sollozos fingidos dijo:

—El amor es como una estatua; le puedes ir quitando trocitos, pero al final no quedará nada.

«Sí, tal vez sea cierto», pensé, «pero esperaste a que me procesaran para llegar a esa conclusión, ¡traidora perra cazafortunas!».

En fin… Nos separamos unas semanas después y yo me exilié en nuestra fabulosa casa de veraneo de Southampton. Era un lugar de lo más bonito para contemplar cómo los muros de la realidad se derrumbaban sobre mí. Oía el rumor de las olas del océano Atlántico y miraba los arrebatadores ocasos sobre la bahía de Shinnecock mientras mi vida se caía a pedazos.

Entretanto, en el frente legal, las cosas eran aún peores. Llevaba cuatro días en libertad cuando el fiscal federal llamó a mi abogado y le dijo que si yo no me declaraba culpable y aceptaba ser testigo del gobierno, la duquesa también sería procesada. Y aunque no especificó qué cargos se le podían imputar, supuse que se trataría de conspirar para gastar obscenas cantidades de dinero. Al fin y al cabo, ¿de qué más era culpable?

De cualquier modo, el mundo estaba al revés. ¿Cómo pretendían que yo, el eslabón más alto de la cadena alimentaria, delatase a todos los que tenía por debajo de mí? ¿Que entregara a una miríada de pececillos compensaba el hecho de que yo fuese el más gordo de los peces? ¿Era una cuestión de aritmética? ¿Cincuenta peces de colores equivalían a una ballena?

Cooperar significaba que yo tendría que usar un micrófono oculto, testificar en juicios y presentarme como testigo contra mis amigos. Tendría que contarlo todo, revelar hasta la última fechoría financiera que hubiese cometido en la última década. Era una idea terrible. Pero ¿qué opción tenía? Si no cooperaba, procesarían a la duquesa y se la llevarían esposada.

La duquesa arrestada y esposada. Al principio me pareció una perspectiva bastante agradable. Tal vez recapacitara sobre su decisión de divorciarse si la procesaban, ¿no? Estaríamos juntos en ese barco. E indudablemente sería un botín mucho menos codiciable para cualquier otro hombre si debía presentarse cada mes a un funcionario encargado de supervisar su libertad condicional.

Pero no, no podía permitir que eso ocurriera. Era la madre de mis hijos, y no había más que añadir.

Mi abogado amortiguó el golpe explicándome que todos colaboran en casos como el mío. Que si iba a juicio y perdía, me caerían treinta años de cárcel. Y que si directamente me declaraba culpable, me condenarían a seis o siete años, y la duquesa quedaría expuesta, lo cual era totalmente inaceptable.

Así que cooperé.

Danny también fue procesado; también él cooperó, como también lo hicieron los muchachos de Biltmore y Monroe Parker. Danny terminó por cumplir una condena de veinte meses, y los demás quedaron en libertad condicional. El siguiente en ser procesado fue el Chino Depravado. También él colaboró, y fue condenado a ocho años de cárcel. Luego, les llegó el turno a Steve Madden, el Zapatero Asaltante, y a Elliot Lavigne, el Degenerado de Categoría Mundial. Ambos se declararon culpables. A Elliot le cayeron tres años de cárcel; a Steve, tres y medio. Y, por fin, le tocó a Dennis Gaito, el Chef de Jersey. Fue a juicio y perdió. Lamentablemente, el juez lo condenó a diez años de prisión.

Andy Greene, alias Choza, quedó libre de culpa y cargo. Y Kenny Greene, alias Cabeza Cuadrada, también. Pero, al parecer, le era imposible mantener la mano fuera de la lata de las galletas, y muchos años después fue procesado por un caso de fraude bursátil que no tuvo nada que ver con Stratton. Como el resto del clan, cooperó; pasó un año preso.

Entretanto, la duquesa y yo volvimos a enamorarnos. Pero, desgraciadamente, no el uno del otro, sino de otras personas. Yo llegué incluso a comprometerme, pero me eché atrás en el último momento. Ella sí volvió a casarse, y sigue casada hasta el día de hoy. Vive en California, a pocos kilómetros de donde vivo yo. Tras algunos años difíciles, la duquesa y yo terminamos por hacer las paces. Ahora nos llevamos muy bien, en parte porque da la casualidad de que es una gran mujer, y en parte porque da la casualidad de que su marido es un gran hombre. Compartimos la custodia de nuestros hijos, a quienes veo casi a diario.

Increíblemente, transcurrieron cinco años entre el comienzo de mi proceso y mi ingreso efectivo en la cárcel. Pasé veintidós meses en un instituto penitenciario federal. Lo que jamás hubiese podido suponer es que esos últimos cinco años serían tan delirantes como los que los precedieron. Pero así fue.