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Seis maneras de matar a un intervencionista

Mi perro necesita una operación… Se me averió el coche… Mi jefe es un imbécil… Mi esposa es aún más imbécil… Los embotellamientos de tránsito me vuelven loco… La vida no es justa… etcétera, etcétera, etcétera…

Sí, en la sede de Alcohólicos Anónimos de Southampton, Long Island, caía un verdadero diluvio de detalles intrascendentes. Ya llevaba una semana en casa y me había prometido a mí mismo hacer un noventa-de-noventa, lo cual significa que me puse la meta de asistir a noventa reuniones de AA en otros tantos días. Y dado que una muy nerviosa duquesa no me sacaba los ojos de encima, no tenía más remedio que hacerlo.

No tardé en darme cuenta de que los noventa días se harían muy largos.

Apenas entré en mi primera reunión alguien me preguntó si me gustaría ser orador invitado, a lo que respondí:

—¿Hablar para el grupo? Sí, ¿por qué no? —En mi fuero interno, me dije que era lo mejor que podía hacer.

Los problemas no tardaron en comenzar. Me ofrecieron una silla ubicada detrás de una mesa rectangular que presidía el recinto. El orientador de la reunión, un hombre de aspecto bondadoso, de unos cincuenta años, se sentó junto a mí e hizo unos pocos y breves anuncios. Luego me hizo la señal para que comenzara.

Asentí con la cabeza antes de decir en voz fuerte y clara:

—Hola, me llamo Jordan y soy alcohólico y adicto a las drogas.

El público, unos treinta borrachos recuperados, dijo al unísono:

—Hola, Jordan; bienvenido.

Sonreí y respondí al saludo moviendo la cabeza. Con gran confianza dije:

—Llevo sobrio treinta y siete días y…

Alguien me interrumpió.

—Perdón —dijo un exborracho de cabello gris y una telaraña de venitas en la nariz—. Tienes que haber estado sobrio durante noventa días para hablar en esta reunión.

¡Vaya, qué viejo hijo de puta insolente! Quedé absolutamente desolado. Sentí como si, al bajar del autobús escolar, descubriera que había olvidado vestirme. Me quedé sentado en esa silla de madera terriblemente incómoda, contemplando al viejo borracho y esperando que alguien me sacara a rastras de mi lugar.

—No, no. No seamos demasiado duros —dijo el orientador—. Dado que ya está aquí, ¿por qué no le permitimos hablar? Escuchar a un recién llegado será un soplo de aire fresco.

Impertinentes murmullos se alzaron entre el grupo, acompañados de insolentes encogimientos de hombros y desdeñosos meneos de cabeza. Se los veía enfadados. También peligrosos. El orientador me pasó un brazo por los hombros y me miró a los ojos, como si dijese: «Está bien. Prosigue».

Asentí, nervioso.

—Bueno —dije a los airados exborrachos—. Llevo sobrio treinta y siete días y…

Otra vez fui interrumpido, pero esta, por un aplauso atronador. ¡Aahh! ¡Maravilloso! ¡El lobo recibía su primera ovación antes de siquiera comenzar! ¡No hacía falta sino esperar a que oyeran mi historia! ¡El local se derrumbaría por los vítores!

Los aplausos se extinguieron poco a poco. Con renovada confianza continué:

—Gracias a todos. Realmente aprecio este voto de confianza. Mi droga favorita eran los qualuuds, pero también tomé mucha cocaína. De hecho…

Nueva interrupción.

—Perdón —dijo mi némesis de nariz venosa—, esta es una reunión de AA, no de Narcóticos Anónimos, NA. Aquí se habla de alcohol, no de drogas.

Observé a mi público. Todos asentían. ¡Oh, mierda! Esa política parecía desactualizada. Estábamos en la década de los noventa. ¿Había personas que se dedicaban al alcohol pero evitaban las drogas? No tenía sentido. Estaba a punto de incorporarme de un salto y huir de allí, cuando una poderosa voz femenina bramó:

—¿No te da vergüenza, Bill? ¿Cómo pretendes expulsar a un muchacho que está peleando por su vida? ¡Eres despreciable! Todos los presentes somos adictos. ¿Por qué no te callas y te ocupas de tus asuntos? ¡Deja hablar al muchacho!

¿Muchacho? ¿Acababan de llamarme «muchacho»? ¡Si ya tenía casi treinta y cinco, por el amor de Dios! Miré en dirección a la voz y vi que provenía de una señora muy anciana con anteojos de abuelita. Me guiñó un ojo. Le devolví el guiño.

El viejo borracho farfulló:

—¡Las reglas son las reglas, vieja bruja!

Meneé la cabeza, incrédulo. ¿Por qué me perseguía la locura dondequiera que fuese? Yo no había hecho nada malo allí, ¿verdad? Lo único que quería era estar sobrio. Pero, una vez más, me encontraba en medio de un alboroto.

—Lo que les parezca —le dije al orientador—. Haré lo que digan.

Al fin me permitieron hablar, aunque salí de la reunión ardiendo en deseos de retorcerle el pescuezo al viejo hijo de puta. Las cosas se pusieron aún peores cuando fui a una reunión de NA. Solo había otras cuatro personas allí. Tres estaban visiblemente drogadas, la cuarta llevaba aún menos días de sobriedad que yo.

Yo quería decirle a la duquesa que eso de AA no era para mí, pero sabía que ello la hubiese desanimado. Nuestra relación se volvía más sólida cada día que pasaba. Ya no peleábamos ni nos insultábamos, golpeábamos, apuñalábamos, abofeteábamos o tirábamos agua. Nada. Solo éramos dos personas normales, viviendo una vida normal con Chandler y Carter y nuestros veintidós sirvientes. Decidimos no quedarnos en Southampton ese verano. Supusimos que lo mejor sería mantenerme aislado de la locura hasta que mi sobriedad arraigara. La duquesa había advertido a todos mis antiguos amigos. Ya no eran bienvenidos, a no ser que estuviesen sobrios. Alan el Químico recibió un aviso personal de Bo y nunca volvimos a saber de él.

¿Y mis negocios? Bueno, sin qualuuds ni cocaína no tenía estómago para ellos, al menos por esos días. Sobrio, problemas como el de Zapatos Steve Madden parecían fáciles de afrontar. Cuando aún estaba en rehabilitación ordené a mis abogados que iniciaran un pleito. Ahora, el acuerdo de depósito en custodia por un tercero había salido a la luz. De momento nadie había ido a arrestarme por ese motivo, y sospechaba que ello nunca ocurriría. A fin de cuentas el acuerdo no era ilegal. El problema, en todo caso, era que Steve no lo había hecho público, lo cual hacía que la responsabilidad fuese suya, no mía. Por otra parte, hacía meses que no se sabía nada del agente Coleman, y yo tenía la esperanza de que esa situación se convirtiera en permanente. Eventualmente tendría que pactar con el Zapatero. Ya me había resignado a ello y, para entonces, me importaba una mierda. Incluso en mi estado emocional más depravado, justo antes de ingresar en rehabilitación, lo que me volvía loco no era el dinero, sino el hecho de que el Zapatero pretendiera robarme mis acciones para quedárselas. Y eso ya no era una posibilidad. Como parte del arreglo se vería obligado a vender mis acciones para pagarme, y ahí terminaría todo. Dejaría que mis abogados se ocupasen.

Hacía poco más de una semana que estaba en casa cuando, al regresar de una reunión de AA, me encontré a la duquesa sentada en la sala de televisión. Era el mismo lugar donde, seis semanas atrás, mi piedra de veinte gramos había desaparecido. Tras mi retorno, la duquesa admitió que había sido ella quien la tiró por el inodoro.

Con una gran sonrisa en el rostro, dije:

—¡Hola, cariño! ¿Cómo te…?

La duquesa alzó la vista y quedé paralizado de espanto. Estaba visiblemente conmovida. Las lágrimas le surcaban el rostro y moqueaba. Sintiendo que el corazón me daba un vuelco, dije:

—¡Por Dios, nena! ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —la abracé.

Su cuerpo temblaba entre mis brazos. Señaló la pantalla del televisor y dijo entre lágrimas:

—Es Scott Schneidermann. Mató a un policía hace unas horas. Estaba tratando de robarle a su padre para comprar coca y le pegó un tiro a un policía que lo quiso detener. —Prorrumpió en un histérico llanto.

Sentí que las lágrimas corrían por mis propias mejillas cuando dije:

—Por Dios, Nadine, estaba aquí hace apenas un mes… no sé… no sé… —Buscaba algo para decir, pero no tardé en darme cuenta de que no había palabras que alcanzaran para describir la magnitud de la tragedia.

Así que no dije nada.

Una semana después, el viernes por la tarde, a las siete y media, comenzaba la reunión de AA en la iglesia de Nuestra Señora de Polonia. Era un fin de semana largo, pues era el día en que se conmemora a los caídos en guerra. Yo esperaba los habituales sesenta minutos de tortura. Pero me quedé atónito cuando el orientador comenzó la reunión dando a conocer una directiva que establecía que, mientras él estuviese de turno, no permitiría los detalles irrelevantes. Explicó que estaba creando una zona libre de detalles porque el propósito de AA era crear esperanza y fe, no quejarse de lo largas que son las colas del supermercado. Luego, alzó un cronómetro de cocina para que todos lo vieran y dijo:

—No me interesa oír nada que requiera de más de dos minutos y medio para ser explicado. Así que háganla corta. —Movió la cabeza para dar énfasis a su anuncio.

Yo estaba sentado cerca del fondo, junto a una mujer de mediana edad que parecía encontrarse en un estado de conservación razonable para tratarse de una exborracha. Tenía el cabello rojizo y rostro rubicundo. Me incliné hacia ella y susurré:

—¿Quién es ese tipo?

—Es George. Es algo así como el líder extraoficial aquí.

—¿De veras? —dije—. ¿De esta reunión?

—No, no —susurró en un tono que expresaba que yo estaba muy mal informado—. No solo aquí, en todos los Hamptons. —Miró a su alrededor con aire conspirativo, como si estuviese a punto de pasarme una información ultrasecreta. Luego, en voz baja, dijo—: Es el propietario de Seafield, el centro de rehabilitación. ¿No lo has visto en la tele?

Meneé la cabeza.

—No miro mucha tele. Pero sí me resulta familiar. Él… ¡Oh, coño! —quedé sin habla. ¡Era Pedro Picapiedra, el hombre de la cabeza inmensa que apareció en la pantalla de mi televisor a las tres de la madrugada inspirándome a tirarle mi escultura de Remington!

Cuando la reunión finalizó esperé a que la multitud se dispersara antes de acercarme a George y decirle:

—Hola, me llamo Jordan. Solo quería decirte que disfruté mucho de la reunión. Estuvo muy interesante.

Me tendió la mano, del tamaño de un guante de béisbol. La estreché obedientemente, rogando por que no me descoyuntara el hombro.

—Gracias —dijo—. ¿Recién llegado?

Asentí.

—Sí. Llevo sobrio cuarenta y tres días.

—Felicitaciones. No es poca cosa. Deberías estar orgulloso. —Se interrumpió y, ladeando la cabeza, se puso a escrutarme atentamente—. ¿Sabes?, me resultas familiar. ¿Cómo has dicho que te llamas?

¡Otra vez lo de siempre! ¡No había forma de escapar de esos hijos de puta de la prensa! Pedro Picapiedra había visto mi foto en los periódicos y ahora se disponía a juzgarme. Había llegado el momento de un cambio estratégico de tema.

—Me llamo Jordan, George, y tengo que contarte algo gracioso. Estaba en la isla, en Old Brookville, y eran las tres de la madrugada… —Le conté la historia de cómo le tiré la estatua de Remington en la cara, ante lo que sonrió y dijo:

—Hay otros mil que lo hicieron. Sony debería pagarme un dólar por cada televisor nuevo que haya tenido que comprar un drogadicto después de romper el anterior al ver uno de mis anuncios. —Rio antes de agregar en tono escéptico—: ¿Así que vives en Old Brookville? Bonito barrio. ¿Vives con tus padres?

—No —dije con una sonrisa—. Estoy casado y tengo hijos. Es que tu anuncio era…

Me interrumpió:

—¿Has venido a pasar el día de fiesta aquí?

¡Caramba! Las cosas no salían según lo planeado. Me había puesto a la defensiva.

—No. Tengo una casa aquí.

En tono de sorpresa:

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

Respiré hondo y dije:

—Meadow Lane.

Echó la cabeza hacia atrás unos centímetros y entornó los ojos.

—¿Vives en Meadow Lane? ¿De verdad?

Asentí lentamente.

Pedro Picapiedra adoptó una expresión sarcástica. Al parecer iba entendiendo mejor. Sonrió y dijo:

—¿Y cuál me dijiste que era tu apellido?

—No te lo dije, pero es Belfort. ¿Te suena?

—Sí —dijo con una risita—. Me suena y mucho. Tú eres el muchacho que fundó… Eh… Cómo se llama… Strathan no se qué.

—Stratton Oakmont —dije inexpresivo.

—¡Sí! Eso. ¡Stratton Oakmont! ¡Vaya! ¡Si pareces un maldito adolescente! ¿Cómo puedes haber causado tanto alboroto?

Me encogí de hombros.

—El poder de las drogas, ¿eh?

Asintió.

—Bueno, vosotros me hicisteis perder cien mil dólares con no sé qué putas acciones que no servían para nada. Ni me acuerdo cómo se llamaban.

¡Mierda! ¡Esto se estaba poniendo feo! ¡Quizá George me golpeara con una de sus manos como guantes de béisbol! Lo mejor sería ofrecerle devolverle su dinero ahora mismo. Iría corriendo a casa y cogería el dinero de la caja fuerte.

—Hace ya bastante que no tengo relación alguna con Stratton Oakmont, pero así y todo tendré mucho gusto en…

Volvió a interrumpirme:

—Mira, realmente estoy disfrutando de esta conversación, pero me tengo que ir a casa. Espero una llamada.

—Oh, lo lamento. No quise molestarte. Regresaré la semana que viene. Quizá podamos hablar entonces.

—¿Por qué? ¿Tienes que ir a algún lado ahora?

—No, ¿por qué?

Sonrió:

—Estaba por invitarte a tomar un café. Vivo a una manzana de tu casa.

Alzando las cejas dije:

—¿No estás enfadado por lo de los cien mil?

—Claro que no, qué son cien mil entre borrachos, ¿eh? Por otro lado me vino bien la deducción de impuestos. —Sonrió y me pasó el brazo por los hombros mientras nos dirigíamos a la puerta. Dijo—: Esperaba que aparecieras en las reuniones uno de estos días. Se cuentan historias muy locas sobre ti. Me alegro de que hayas logrado llegar aquí antes de que fuera demasiado tarde.

Asentí. George añadió:

—De todos modos te invito a casa con una condición.

—¿Cuál? —pregunté.

—Quiero que me digas la verdad sobre lo ocurrido con tu yate. ¿Lo hundiste por el dinero del seguro? —Entornó los ojos con expresión suspicaz.

Sonreí y le dije:

—Vamos. ¡Te lo contaré por el camino!

Y así fue como esa noche de viernes salí de la reunión de Alcohólicos Anónimos con mi nuevo tutor: George B.

George vivía en South Main Street, una de las mejores calles de Southampton. En cuestión de precios estaba un peldaño por debajo de Meadow Lane. Pero aun así la casa más barata costaba unos tres millones de dólares.

Estábamos sentados uno frente al otro ante una mesa de roble pulido muy cara en su cocina de estilo campesino francés.

Yo le explicaba a George mis planes para asesinar al intervencionista Dennis Maynard tan pronto como terminara con mi noventa-de-noventa. Había decidido que George era la persona apropiada para hablar de semejante proyecto cuando me contó una breve anécdota. Uno de los encargados de entregar citaciones judiciales en mano fue a su casa y, cuando George no le abrió, se puso a clavar el documento en su puerta de caoba pulida a mano. George fue a la puerta y aguardó a que el hombre alzase el martillo, disponiéndose a dar otro golpe. En ese instante abrió, le dio al mensajero un puñetazo que lo dejó inconsciente y cerró de un portazo. Todo ocurrió tan deprisa que el tipo no pudo darle una descripción de George a la policía, de modo que no se presentaron cargos.

—… y es jodidamente increíble —decía yo— que este tipo se presente como profesional. Y no me refiero al hecho de que le haya dicho a mi esposa que no me visitara cuando yo me estaba pudriendo en el manicomio. Eso solo es como para mandarle romper las piernas. Pero invitarla al cine y tratar de llevársela a la cama… bueno, ¡eso merece la muerte! —Meneé la cabeza, rabioso, y lancé un hondo suspiro, feliz de poder hablar del tema con alguien.

¡Y además George estaba de acuerdo conmigo! Sí, en su opinión mi intervencionista merecía morir. De modo que pasamos los siguientes minutos debatiendo cuál sería la mejor manera de matarlo. Comenzamos con mi idea de amputarle el pene con un cortapernos hidráulico. Pero George consideró que no sería suficientemente doloroso, porque el intervencionista entraría en shock antes de que su polla cayera sobre la alfombra y se desangraría hasta morir en cuestión de segundos. De modo que pasamos al fuego: quemarlo hasta que muriera. A George le agradó porque sería doloroso. Pero lo preocupaba la posibilidad de daños colaterales, pues el plan incluía incendiar la casa del intervencionista. A continuación evaluamos el envenenamiento por monóxido de carbono, llegando a la conclusión de que emplear un método tan indoloro carecía de sentido. Así que debatimos los pros y los contras de envenenar su comida, que consideramos demasiado decimonónico. Durante un momento pensamos en un sencillo robo frustrado que degenerara en asesinato, para no dejar testigos. Pero decidimos que mejor sería pagarle cinco dólares a un adicto al crack para que se lanzara sobre el intervencionista y le clavara un cuchillo oxidado en las tripas. De ese modo, explicó George, se desangraría lentamente, en particular si la herida era justo por encima del hígado, lo que también la volvería aún más dolorosa.

En ese momento la puerta de entrada se abrió y una voz femenina bramó:

—George, ¿de quién es ese Mercedes? —era una voz amable y dulce, que, por cierto, tenía un feroz acento de Brooklyn.

Al cabo de un momento, una de las personas más simpáticas del planeta entró en la cocina. Así como George era enorme, ella era menuda, de aproximadamente un metro cincuenta y cinco y unos cincuenta kilos de peso. Tenía cabello rubio rojizo, ojos color miel, rasgos pequeños y una perfecta piel irlandesa salpicada de incontables pecas. Parecía tener unos cincuenta años muy bien llevados.

George dijo:

—Annette, te presento a Jordan; Jordan, te presento a Annette.

Quise estrecharle la mano, pero ella me dio un cálido abrazo y un beso en la mejilla. Olía a limpio y fresco, y a algún perfume muy caro que no logré identificar. Annette sonrió y, poniéndome una mano en el hombro, me estudió.

—Bueno, debo reconocer —dijo en tono directo— que al menos no pareces el típico vago que George trae a casa.

Todos nos desternillamos, y a continuación Annette se excusó y se dedicó a sus tareas habituales, consistentes en hacer la vida de George lo más agradable posible. En un instante apareció con café recién hecho, además de pasteles, pastas y donas, y un cuenco de fruta recién cortada. Después se ofreció a prepararme una cena completa porque, dijo, estaba demasiado flaco, a lo que respondí:

—¡Me tendrías que haber visto hace cuarenta y tres días!

Mientras bebíamos nuestro café yo no dejaba de hablar de mi intervencionista. Annette se apresuró a unirse al vapuleo.

—Por lo que parece es todo un hijo de puta —dijo la menuda y fogosa brooklyniana—. Creo que tienes todo el derecho del mundo a querer cortarle las pelotas. ¿No te parece, Gwibbie?

¿Gwibbie? ¡Qué curioso apodo para George! Me gustaba, pero no me pareció apropiado para él. Le habría quedado mejor Yeti, pensé… o quizá Goliat, o Zeus.

Gwibbie asintió con la cabeza y dijo:

—El tipo merece una muerte lenta y dolorosa, así que quiero pensarlo durante la noche. Mañana lo planeamos.

Miré a Gwibbie, asintiendo.

—¡Sin duda! —dije—. ¡Merece una muerte cruel!

Annette le dijo a George:

—¿Y qué le dirás mañana, Gwib?

Gwib dijo:

—Mañana le diré que me lo quiero pensar durante la noche, y que lo planeemos al día siguiente.

Sonrió con expresión artera.

Sonreí y meneé la cabeza:

—¡Sois demasiado! ¡Sabía que me estabais tomando el pelo!

Annette dijo:

—¡Yo no! ¡Creo que merece que le corten las pelotas! —Ahora su voz adquirió un tono muy erudito.

Gwib encogió sus enormes hombros.

—No me gusta juzgar los métodos de mis colegas, pero parece que en esta intervención ha faltado cierta calidez. He realizado cientos de intervenciones y siempre me cercioro de que el paciente entienda cuánto lo quieren, y que todos lo apoyarán si hace lo correcto y deja de intoxicarse. Nunca separaría a una esposa de su marido. Jamás. —Volvió a encoger sus grandes hombros—. Pero aquí la cuestión es que todo terminó bien, ¿verdad? Estás vivo y sobrio, lo que es un maravilloso milagro, aunque dudo de si estás verdaderamente sobrio o no.

—¿A qué te refieres? ¡Claro que estoy sobrio! Llevo cuarenta y tres días, que dentro de unas horas serán cuarenta y cuatro. No he tomando nada. Lo juro.

—Ah —dijo George—, llevas cuarenta y tres días sin beber ni drogarte, pero eso no significa que estés sobrio, ¿verdad, Annette?

Annette asintió:

—Cuéntale lo de Kenton Rhodes[16], George.

—¿El de las grandes tiendas? —pregunté.

Ambos asintieron y George dijo:

—Sí, pero este es el hijo idiota, el heredero del trono. Tiene una casa en Southampton, cerca de la tuya.

Annette se puso a contar la anécdota:

—Sabes, yo solía tener una tienda por aquí, en Windmill Lane; se llamaba Stanley Blacker Boutique. La cuestión es que vendíamos la mejor ropa vaquera, botas Tony Lama…

Al parecer, George no toleraba los detalles irrelevantes ni en su propia esposa, porque la cortó en seco:

—¡Por el amor de Dios, Annette! ¿Eso qué demonios tiene que ver con la anécdota? A nadie le importa qué vendías en tu maldita tienda, ni quiénes eran mis inquilinos hace diecinueve años. —Me miró y alzó la vista al cielo.

George respiró hondo, hinchándose hasta adquirir el tamaño de un refrigerador industrial antes de exhalar con lentitud.

—Así que Annette tenía esa tienda en Windmill Lane, y solía estacionar su pequeño Mercedes justo frente a ella. Un día estaba en la tienda esperando a un cliente cuando vio por la ventana que otro Mercedes estacionaba detrás del suyo y se empotraba en su paragolpes trasero, abollándoselo. Unos segundos después, un tipo acompañado de su novia salió del coche y, sin siquiera dejar una nota, se alejó.

En ese momento Annette me miró y, alzando las cejas, susurró:

—¡El que me abolló el coche era Kenton Rhodes!

George la fulminó con la mirada y dijo:

—Sí, era Kenton Rhodes. Bueno, Annette salió de su tienda y vio que el tipo no solo le había abollado el coche, sino que estaba estacionado ilegalmente, en una zona reservada para los bomberos. Así que llamó a la policía. Fueron y le pusieron un aviso de multa en el parabrisas. Como una hora después, el tipo salió de un restaurante cercano, borracho como una cuba; cuando llegó a su coche vio el aviso de multa. Sonrió, lo quitó, lo rompió y lo tiró a la calle.

Annette no pudo resistirse a la tentación de intervenir otra vez:

—Y el hijo de puta tenía una expresión tan complacida que salí a la acera y le dije: «Te diré una cosa, compañero: no solo has chochado con mi coche y lo has abollado, sino que además has aparcado en un lugar reservado a los bomberos y sacado el aviso de multa tirándolo, ensuciando la calle».

George asintió con expresión solemne.

—Resultó que yo pasaba justo en ese momento y vi a Annette señalando con el dedo al hijo de puta y gritándole. Entonces, oí que él le decía «perra» o algo por el estilo. Así que me acerqué a ellos y dije: «¡Métete ahora mismo en la tienda, Annette!», y Annette así lo hizo, porque sabía qué iba a ocurrir. A todo esto, Kenton Rhodes me dijo alguna cosa muy malsonante mientras se metía en su Mercedes. Cerró de un portazo, puso el motor en marcha, pulsó el botón de cierre automático de la ventanilla, cuyo grueso cristal templado comenzó a subir. Se puso unas enormes gafas de sol Porsche, ya sabes, esas grandes que te hacen parecer un insecto y, sonriéndome, alzó el dedo mayor en dirección a mí.

Reí y meneé la cabeza:

—¿Y tú qué hiciste?

George estiró su cuello grueso como una columna:

—¿Qué hice? Tomé impulso y le di un puñetazo tan fuerte a la ventanilla que la rompí en mil pedazos. Mi puño fue a dar justo sobre la sien izquierda de Kenton Rhodes, dejándolo inconsciente. Su cabeza cayó sobre el regazo de su novia. Aún tenía puestas esas insoportables gafas Porsche, solo que entonces estaban un poco torcidas.

Entre risas, dije:

—¿Te arrestaron?

Meneó la cabeza.

—No exactamente. En este momento la novia chillaba con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Lo has matado! ¡Estás loco!», y bajó del coche de un salto y corrió a buscar un policía. Unos minutos después, Kenton Rhodes comenzaba a despertar y su novia regresaba acompañada de un policía, que resultó ser mi buen amigo Peter Orlando. La novia fue hacia el lado del conductor, ayudó a Kenton Rhodes a salir del coche y le quitó los trozos de cristal de la ropa. A continuación ambos se pusieron a gritarle a Peter Orlando exigiéndole que me arrestara.

»Annette salió corriendo de la tienda gritando: “¡Rompió una multa y la tiró al suelo! ¡Ensucia el vecindario, y además estacionó en un lugar reservado para los bomberos!”, ante lo cual Peter dio la vuelta al coche y se puso a menear la cabeza con expresión grave. Se volvió hacia Kenton Rhodes y le dijo: “Está usted estacionado en un espacio reservado para los bomberos. Saque su vehículo o avisaré a la grúa”. Así que Kenton Rhodes, farfullando en voz baja, maldiciendo a Peter Orlando, se metió en su coche y cerró de un portazo. Encendió el motor, puso el coche en marcha y comenzó a retroceder. En ese momento Pete alzó la mano y gritó: “¡Deténgase! ¡Baje del coche, señor!”. Así que Kenton Rhodes detuvo su coche, salió y dijo: “¿Ahora qué pasa?”, y Pete dijo: “Huelo alcohol en su aliento, señor. Tendré que hacerle un examen de alcoholemia”. Y entonces Kenton Rhodes empezó a decir: “No sabes con quién te estás metiendo”, y toda esa mierda. Un minuto después, cuando Peter lo esposaba tras arrestarlo por conducir borracho, seguía farfullando.

Los tres nos reímos durante al menos un minuto; eran mis primeras carcajadas sobrias en casi diez años. De hecho, no recordaba cuándo había sido la última vez que me había reído tanto. Pero la anécdota, por supuesto, tenía un mensaje: por entonces George estaba sobrio hacía poco tiempo, lo que equivalía a decir que no estaba del todo sobrio. Por más que ya no bebiera aún actuaba como un borracho.

Recuperando al fin la compostura, George dijo:

—Bueno, eres un tipo inteligente, así que creo que has entendido la moraleja.

Asentí.

—Sí, querer matar a mi intervencionista no es propio de un hombre sobrio.

—Exacto —dijo—. No tiene nada de malo pensarlo, hablar de ello o incluso bromear al respecto. Pero llevarlo a cabo… ese es el punto en que surge la cuestión de la sobriedad. —Respiró hondo y exhaló poco a poco—. En este momento llevo sobrio más de veinte años y aún voy a las reuniones cada día. No es solo para no beber alcohol, sino porque, para mí, estar sobrio significa mucho más que no emborracharse. Cuando voy a las reuniones y veo a los recién llegados como tú, me recuerda lo cerca del abismo que estoy, y qué fácil me sería caer. Me sirve como recordatorio diario de que no debo ni tocar una copa. Y ver a los veteranos, gente que lleva más de treinta años de sobriedad más que yo, me recuerda lo maravilloso que es este programa y cuántas vidas ha salvado.

Asentí para mostrar que comprendía, y dije:

—De todos modos no iba a matar a mi intervencionista. Solo necesitaba hablar de ello, descargarme. —Me encogí de hombros y meneé la cabeza—. Supongo que ahora, al recordarlo, te asustarás de haberle hecho una cosa así a Kenton Rhodes. Con veinte años de sobriedad ahora le presentarías la otra mejilla a ese infeliz, ¿no?

George me miró con total incredulidad.

—¿Me estás tomando el pelo? Aun si llevara cien años de sobriedad le pegaría a ese hijo de puta. —Volvimos a prorrumpir en histéricas carcajadas. Y seguimos riendo y riendo durante todo ese maravilloso verano de 1997, mi primer verano de sobriedad.

De hecho, nunca dejé de reír, acompañado de la duquesa, mientras intimábamos cada vez más con George y Annette, y nuestros viejos amigos, uno por uno, iban desapareciendo de nuestras vidas. Cuando cumplí mi primer año de sobriedad, ya no estaba en contacto con casi ninguno de ellos. Aún veíamos a los Beall y a algunos de los antiguos amigos de Nadine. Pero ya no podía compartir mi existencia con personas como Elliot Lavigne, Danny Porush, Rob Lorusso y Todd y Carolyn Garret.

Claro que gente como Choza y Bonnie y Ross, y algunos otros amigos de la infancia, a veces aparecían para alguna cena o algo por el estilo. Pero las cosas nunca volverían a ser las mismas. El tren de la Gran Vida había dejado de circular oficialmente y las drogas, que habían sido el elemento de cohesión, ya no nos unían. El lobo de Wall Street había muerto de sobredosis aquella noche de Boca Ratón, en la cocina de Dave y Laurie Beall. Y si quedaba algo de él se terminó de extinguir bajo la influencia de George B., quien me guio por el camino de la verdadera sobriedad.

Por supuesto que el proceso de exclusión no incluyó a Alan Lipsky, mi amigo más antiguo y querido, que estaba presente desde antes de todo esto, mucho antes de que se me ocurriera implementar mi propia versión de Wall Street en Long Island, llevando el desmadre y la locura a toda una generación de nativos de ese distrito. En el otoño de 1997 Alan vino a decirme que ya no aguantaba más, que estaba harto de hacer perder dinero a sus clientes y que prefería no hacer ningún esfuerzo por mantener con vida a Monroe Parker. Yo estaba totalmente de acuerdo, y Monroe Parker cerró al poco tiempo. A los pocos meses Biltmore siguió sus pasos, poniéndole fin a la era del strattonismo.

Fue por entonces que finalmente concluyó mi pleito con Steve Madden. Terminé por llegar a un acuerdo por poco más de cinco millones de dólares, lo cual distaba mucho del verdadero valor de las acciones. Aun así, como parte del acuerdo, Steve debió venderle mis acciones a un fideicomiso mutuo, de modo que ninguno de los dos obtuvo la totalidad de los beneficios. Y, aunque siempre consideré que quien se salió con la suya fue Steve Madden, lo cierto es que, en total, el negocio me produjo veinte millones de dólares, lo cual no estaba mal, incluso para mis monstruosos estándares.

Entretanto, la duquesa y yo llevábamos una vida más sosegada y modesta. Poco a poco fuimos reduciendo nuestro personal a niveles más razonables, lo que significa que solo quedaron doce empleados. Los primeros en marcharse fueron María e Ignacio. Después les tocó a los Roccos, a quienes, aunque me caían bien, ya no consideraba necesarios. Al fin y al cabo ahora que no alimentaba mi paranoia con cocaína y qualuuds, tener seguridad privada en un vecindario sin delitos parecía un poco ridículo. Bo se tomó el despido con naturalidad, diciéndome que lo único que importaba era que yo hubiese salido vivo de todo eso, cosa que lo alegraba. Y, aunque nunca lo dijo, creo que se sentía bastante culpable, aunque no creo que fuera consciente de la gravedad de mi adicción a las drogas. Al fin y al cabo, la duquesa y yo nos habíamos esmerado por ocultarla lo mejor posible, ¿no? O quizá todos supieran muy bien qué estaba ocurriendo, pero se dijeron que, mientras la gallina siguiese poniendo huevos de oro, ¿a quién le importaba que se estuviera matando?

Claro que Gwynne y Janet se quedaron, y jamás se mencionó el tema de que (después de la duquesa) hubiesen sido mis principales valedores. A veces, es mejor no remover el avispero. Janet era experta en enterrar el pasado; Gwynne era sureña y, bueno, enterrar el pasado es lo que se hace en el Sur. Fuera como fuese, las quería y sabía que ambas me querían. Lo cierto es que la adicción a las drogas es una enfermedad jodida, y las líneas del juicio correcto se difuminan cuando uno está en sus garras, y más cuando lo hace viviendo Vidas de los ricos desequilibrados.

Y, ya que hablamos de principales valedores, estaba, claro, la duquesa de Bay Ridge. A fin de cuentas resultó ser buena, ¿verdad? Fue la única que se enfrentó a mí, la única a la que le importé lo suficiente como para ponerse firme y decir: hasta aquí hemos llegado.

Pero cumplido mi primer año de sobriedad empecé a notar cambios en ella. A veces contemplaba su bello rostro sin que lo notase, y percibía una expresión distante en sus ojos, una especie de mirada perdida, con un matiz de tristeza. Me preguntaba qué pensaría en esos momentos, cuántos rencores no expresados albergaría contra mí, no solo por el horrible episodio de las escaleras, sino por todo lo demás: los engaños, el adulterio, las veces que me quedé dormido en restaurantes, las brutales oscilaciones de ánimo que acompañan la adicción. Le pregunté a George qué creía que estaba pensando mi mujer y si le parecía que yo podía hacer algo al respecto.

Con cierta tristeza en la voz me dijo que todo el asunto aún no había terminado de desarrollarse, que era impensable que, después de lo que Nadine y yo habíamos pasado juntos, pudiéramos esconder todo bajo la alfombra y seguir adelante como si nada. De hecho, en sus años de sobriedad nunca había oído nada como eso. La duquesa y yo habíamos abierto nuevos horizontes en materia de relaciones disfuncionales. Comparó a Nadine con el Vesubio: un volcán en reposo que puede entrar en erupción en cualquier momento. Lo que no se sabe es cuándo lo hará, ni con cuánta virulencia. Recomendó que fuésemos a terapia de pareja, cosa que no hicimos. En cambio, echamos tierra sobre el pasado y seguimos adelante.

A veces encontraba a la duquesa llorando; sentada sola en la sala de exhibición de ropa de maternidad, con lágrimas corriéndole por las mejillas. Cuando le preguntaba qué le ocurría, me decía que no entendía por qué todo eso había tenido que suceder. ¿Por qué le había vuelto la espalda, prefiriendo hundirme en las drogas? ¿Por qué la había tratado tan mal durante tantos años? ¿Y por qué era tan buen marido ahora? En cierto modo ello empeoraba las cosas, decía. Cada acto de bondad de mi parte la hacía sentir aún más resentimiento y preguntarse por qué no podía haberme comportado así durante todo nuestro matrimonio. Pero entonces hacíamos el amor, y todo volvía a estar bien… hasta la próxima vez que la sorprendía llorando.

Aun así, aún teníamos a nuestros niños, Chandler y Carter, y encontrábamos solaz en ellos. Carter acababa de festejar su tercer cumpleaños. Estaba más guapo que nunca, con su cabello platino y sus increíbles pestañas. Era un niño de Dios, que gozaba de una protección especial desde aquel terrible día en el hospital North Shore, cuando nos dijeron que crecería privado de sus facultades. Lo irónico era que, a partir de entonces, nunca tuvo ni un resfriado. El agujero de su corazón casi estaba cerrado y jamás le produjo problema alguno.

¿Y Chandler? ¿Cómo estaba mi muñequita, la exbebé genio, la que había curado la pupa de papá con un beso? En algún momento se había ganado el apodo de «la CIA» porque se pasaba buena parte del día oyendo las conversaciones ajenas y recogiendo información. Acababa de cumplir los cinco años y era muy adelantada para su edad. Era toda una vendedora, y recurría al sutil poder de la sugestión para ejercer su voluntad sobre mí, cosa que, debo admitir, yo no le hacía demasiado difícil.

A veces me quedaba mirándola mientras dormía, preguntándome qué recordaría del desbarajuste y la locura que rodearon sus primeros cuatro años, ese período formativo de crucial importancia. La duquesa y yo siempre procuramos protegerla, pero los niños son observadores particularmente agudos. De hecho, de vez en cuando, Channy, por algún motivo, sacaba a colación el episodio de las escaleras, comentando siempre qué feliz estaba de que yo hubiese ido a «Atlántica» para que mamá y papá volvieran a estar bien. En tales momentos yo me echaba a llorar en mi fuero interno, pero ella siempre cambiaba de tema enseguida, pasando a hablar de cosas irrelevantes, como si el recuerdo no la tocase en lo más vivo. Algún día yo tendría que explicar muchas cosas; no solo lo de las escaleras, sino todo lo demás. Pero ya habría tiempo, mucho tiempo, para hacerlo y, mientras tanto, lo más prudente parecía ser dejarla disfrutar de la beatitud de la ignorancia infantil, al menos por un tiempo más.

Una tarde, Channy y yo estábamos en la cocina de Old Brookville. Ella me tiraba de los pantalones diciendo:

—¡Quiero ir a Blockbuster a buscar el nuevo vídeo de Rugrats! ¡Me lo prometiste!

Lo cierto era que yo no le había prometido nada, pero su afirmación me hizo respetarla aún más. Mi hija de cinco años era una consumada vendedora, y pretendía persuadirme de modo activo, desde una posición de fuerza, no de debilidad. Eran las siete y media de la tarde.

—Bueno —le dije—, vamos ahora, antes de que mamá llegue a casa. ¡Vamos, muñeca! —le tendí los brazos y, saltando a ellos, me enlazó los suyos en torno al cuello con una deliciosa risita.

—¡Vamos, papi! ¡Date prisa!

Le sonreí a mi perfecta hija e inhalé profundamente. Su aroma era delicioso. Chandler era hermosa, por dentro y por fuera, y no me cabía duda de que llegaría a ser una mujer fuerte, que dejaría su marca en el mundo. Había algo en ella, cierto fulgor en los ojos que tuvo desde el día que nació, que me decía que era así.

Decidimos ir en mi pequeño Mercedes, su coche favorito, cuya capota bajamos para disfrutar de esa hermosa tarde de verano. Faltaba poco para el primero de mayo, y el tiempo era muy bueno. Era una noche despejada y sin viento y en el aire se olía un presagio de otoño. A diferencia de ese día fatal, hacía dieciséis meses, le puse el cinturón de seguridad a mi preciosa hija y salí por la senda de entrada sin chocar contra nada.

Cuando pasamos por entre los pilares de piedra del portón, noté un coche estacionado frente a mi propiedad. Era un sedán de cuatro puertas, un Oldsmobile, tal vez. Cuando pasé frente a él, un hombre blanco de edad mediana, de cráneo estrecho y corto cabello gris peinado con raya al costado, sacó la cabeza por la ventanilla del conductor y dijo:

—Disculpe, ¿esta es Cryder Lane?

Pisé el freno. ¿Cryder Lane?, pensé. ¿De qué habla? No había ninguna calle que se llamara así en Old Brookville ni, por cierto, en ningún lugar de Locust Valley. Miré a Channy y sentí una punzada de pánico. Deseé que los Roccos aún trabajasen para mí. Había algo extraño y perturbador en la situación.

Meneé la cabeza y dije.

—No, esto es Pin Oak Court. No conozco ninguna Cryder Lane. —En ese momento vi que había otras tres personas en el coche, y mi corazón se desbocó… ¡Mierda!, ¡venían a secuestrar a Channy!… Tendí el brazo, cruzándolo por sobre el pecho de Chandler y mirándola a los ojos dije—: ¡Sujétate, cariño! Cuando me disponía a pisar a fondo el acelerador, la puerta trasera del viejo Oldsmobile se abrió y una mujer salió del auto. Sonrió, me saludó con la mano y dijo:

—Tranquilo, Jordan. No te vamos a hacer nada malo. Por favor, no te vayas. —Volvió a sonreír.

Frené.

—¿Qué quiere? —le pregunté secamente.

—Somos del FBI —dijo. Sacó una billetera de cuero negro del bolsillo y la abrió. Miré… y, en efecto, esas feas tres letras me miraban a los ojos: F-B-I. Eran grandes letras de molde, color azul claro, y tenían escrito algún texto de aspecto oficial por arriba y por debajo. Un instante después el hombre del cráneo angosto mostraba sus propias credenciales.

Sonreí con ironía y dije:

—Supongo que no están aquí para pedirme un poco azúcar, ¿no?

Ambos menearon la cabeza a modo de negativa. En ese momento los otros dos agentes emergieron del Oldsmobile, enseñando sus credenciales. La mujer de apariencia bondadosa dijo:

—Creo que deberías dar la vuelta y llevar a tu hija a la casa. Necesitamos hablar contigo.

—No hay problema —dije—. Y, por cierto, gracias. Aprecio su actitud.

La mujer asintió con la cabeza, aceptando mi agradecimiento por el hecho de que no hicieran una escena frente a mi hija. Pregunté:

—¿Dónde está el agente Coleman? Después de todos estos años me muero por conocerlo.

La mujer volvió a sonreír.

—Estoy segura de que el sentimiento es recíproco. Pronto estará aquí.

Asentí, resignado. Había llegado el momento de darle la mala noticia a Chandler: no habría Rugrats esa noche. De hecho, tenía la leve sospecha de que habría otros cambios de planes, ninguno de los cuales le agradaría; para empezar, la ausencia temporal de papá.

Miré a Channy y dije:

—No podemos ir al Blockbuster, cariño. Tengo que hablar un poco con esta gente.

Entornó los ojos y apretó los dientes. Se puso a chillar:

—¡No! ¡Me lo prometiste! ¡Estás rompiendo tu palabra! ¡Quiero ir al Blockbuster! ¡Me lo prometiste!

Siguió gritando mientras íbamos de regreso a la casa. Y lo siguió haciendo cuando entramos en la cocina y se la entregué a Gwynne, a quien le dije:

—Llama a Nadine al móvil; dile que el FBI está aquí y que me están arrestando.

Gwynne asintió en silencio y se llevó a Chandler a la planta alta. En cuanto Chandler desapareció, la bondadosa agente del FBI dijo:

—Está usted arrestado por fraude financiero, lavado de dinero y…

Bla, bla, bla, pensé, mientras me ponían las esposas y recitaban la lista de mis crímenes contra la humanidad, Dios, y todo lo demás. Pero sus palabras pasaban frente a mí como una brisa. No tenían el menor sentido o, al menos, no valía la pena prestarles atención. Al fin y al cabo, yo sabía qué había hecho y también que me merecía lo que me ocurriría, fuera lo que fuese. Por otra parte no me faltaría tiempo para repasar la orden de arresto con mi abogado.

En minutos había no menos de veinte agentes del FBI en mi casa, con sus equipos completos: pistolas, chalecos antibalas, munición adicional, de todo. Tenía su gracia, pensé, que se vistieran así, como si estuviesen llevando a cabo una misión de alto riesgo.

Y unos minutos después, por fin apareció el agente especial Gregory Coleman. Quedé impactado. Parecía un muchacho. No era mayor que yo. Tenía más o menos mi misma estatura, cabello castaño corto, ojos muy oscuros, rasgos regulares y contextura mediana.

Sonrió al verme. Luego, me tendió la mano y nos estrechamos las manos, aunque, dado que yo estaba esposado, no nos resultó demasiado fácil. En tono de respeto dijo:

—Tengo que decirte que eres un adversario lleno de recursos. Debo haber golpeado cien puertas sin encontrar a nadie que quisiera atestiguar contra ti. —Meneó la cabeza, impresionado por la lealtad de los strattonitas. Añadió—: Pensé que te gustaría saberlo.

Me encogí de hombros y dije:

—Bueno, sí, el dinero fácil hace que la gente actúe así, ¿no te parece?

Volvió las comisuras de la boca hacia abajo y dijo:

—Ya lo creo.

En ese momento, la duquesa entró a la carrera. A pesar de que tenía lágrimas en los ojos, lucía bellísima. Aun en el momento de mi arresto no pude dejar de echarle un vistazo a sus piernas. Quién sabe cuándo volvería a verlas. Mientras se me llevaban, esposado, la duquesa me dio un mínimo beso en la mejilla y me dijo que no me preocupara. Asentí y le dije que la amaba, que siempre la amaría. Y me fui. No tenía ni idea de adónde me llevaban, pero supuse que a algún lugar de Manhattan, a aguardar mi comparecencia ante un juez federal al día siguiente.

Al recordarlo, me doy cuenta de que sentí algún alivio al pensar que el desmadre y la locura serían, por fin, cosa del pasado. Cumpliría con mi condena y saldría, sobrio y aún joven, a reunirme con mis dos hijos y con la mujer de buen corazón que me acompañaría en las buenas y en las malas.

Todo saldría bien.