38

Marcianos del Tercer Reich

A primera vista el lugar parecía más o menos normal.

El Campus de Recuperación Talbot Marsh se alza en unas dos hectáreas de parque minuciosamente mantenido en Atlanta, Georgia. Solo quedaba a diez minutos de limusina del aeropuerto privado. Me pasé esos seiscientos segundos planeando mi fuga. De hecho, antes de bajar del avión di a los pilotos instrucciones estrictas de no despegar bajo ninguna circunstancia. Quien pagaba las cuentas, les expliqué, era yo, no la duquesa. Además, si me esperaban les tocaría un premio adicional. Me aseguraron que lo harían.

Así que cuando la limusina entró en el parque del campus lo estudié con ojos de preso. A todo esto, el Gordo y Glándulas estaban sentados frente a mí. Tal como me habían dicho, no había muros de cemento, barrotes, torres artilladas ni alambres de púas por ningún lado.

La propiedad relucía bajo el sol de Georgia, llena de flores moradas y amarillas, rosales bien podados e inmensos robles y olmos. Era todo lo contrario del centro médico Delray y sus pasillos hediondos a orina. ¿Demasiado bonito, tal vez? ¿Tanto dinero se gana con la rehabilitación de drogadictos?

Había una rotonda frente al edificio. Cuando la limusina estaba a punto de detenerse allí, el Gordo metió la mano en el bolsillo y sacó tres billetes de veinte.

—Toma —dijo—. Sé que no tienes dinero encima, así que acepta este regalo. Es lo que vale un taxi de regreso al aeropuerto. No quiero que hagas autostop. Nunca se sabe con qué clase de maniático drogadicto te puedes topar.

—¿De qué estás hablando? —pregunté en tono inocente.

—Te vi susurrándole al oído al piloto —dijo el Gordo—. Hace mucho que me dedico a esto, y si algo he aprendido es que si una persona no está lista para la sobriedad no hay nada que pueda hacer para obligarla. Ya sabes, eso de que se puede llevar un caballo al agua, pero no hacerlo beber. Te has ganado los sesenta dólares por lo mucho que me hiciste reír durante el viaje. —Meneó la cabeza—. Eres un hijo de puta retorcido.

Se detuvo, como si buscara las palabras.

—Debo decirte que esta ha sido la intervención más extraña en la que haya participado. Ayer estaba en California sentado en una aburrida convención cuando recibí una llamada del futuro apuñalado Dennis Maynard. Me contó de una bella modelo que tenía un marido multimillonario que estaba a punto de matarse. Aunque no lo creas, al principio me resistí, por la distancia, pero después la duquesa de Bay Ridge se puso al teléfono y no aceptaba negativas. Así que antes de que tuviese tiempo de pensarlo me encontré a bordo de un jet privado. Y después te conocimos a ti, que fue lo más raro de todo. —Se encogió de hombros—. Lo único que puedo decir es que os deseo a ti y a tu esposa la mejor de las suertes. Espero que sigáis juntos. Sería el mejor de los finales para esta historia.

Glándulas asintió, aprobando.

—Eres un buen hombre, Jordan. Nunca lo olvides. Incluso si dentro de diez minutos sales de aquí huyendo y te vas directo a un antro de crack, ello no te convierte en otro. Esta es una enfermedad jodida; es astuta y engañosa. Yo me fui de tres rehabilitaciones antes de empezar a hacer bien las cosas. Al fin, mis familiares me encontraron debajo de un puente; vivía como un mendigo. Pero lo verdaderamente jodido es que, cuando finalmente me metieron en rehabilitación, me escapé y regresé a ese puente. Así es esta enfermedad.

Lancé un gran suspiro.

—No voy a mentirte. Incluso cuando veníamos hacia aquí hoy y yo os contaba todas esas historias surrealistas y todos nos desternillábamos de risa, no dejaba de pensar en las drogas. La mente me ardía como una jodida fragua. Ya estoy pensando en telefonear a mi proveedor de qualuuds en cuanto salga de aquí. Tal vez pueda vivir sin cocaína, pero no sin qualuuds. Ya son una parte demasiado importante de mi vida.

—Sé exactamente cómo te sientes —dijo el Gordo, asintiendo con la cabeza—. De hecho, así me siento yo con respecto a la coca. No transcurre un día sin que sienta la urgencia de consumirla. Pero me las compuse para mantenerme sobrio durante más de trece años. ¿Sabes cómo lo hago?

Sonreí.

—Sí, gordo desgraciado. Un día por vez, ¿no?

—Ah —dijo el Gordo—. ¡Ya vas aprendiendo! Hay esperanzas para ti.

—Sí —barboté—. ¡Que comience la curación!

Descendimos del coche y caminamos hacia una corta senda pavimentada que llevaba a la entrada principal. El interior del sitio no se parecía a nada que yo hubiese imaginado. Era bellísimo. Parecía un exclusivo club masculino, con una suntuosa alfombra, muy gruesa y roja, mucha caoba y nogal pulidos y lleno de confortables sillones, sofás y otomanas. Había una gran biblioteca repleta de libros de aspecto antiguo. Justo frente a ella había un gran sillón de respaldo muy alto, tapizado en cuero granate. Parecía extremadamente cómodo, así que me dejé caer en él.

Aaahh… ¿Hacía cuánto que no me sentaba en un asiento cómodo sin tener cocaína ni qualuuds burbujeando en mi cerebro? Ya no me dolía la espalda ni la cadera ni ninguna otra cosa. Nada me incomodaba, no había pequeñas molestias. Respiré hondo y exhalé… un agradable aliento de sobriedad, parte de un agradable momento de sobriedad. ¿Cuánto tiempo llevaba sin estar sobrio? Unos nueve años. ¡Nueve putos años de locura total! ¡Mierda! ¡Vaya modo de vivir!

¡Y estaba muerto de hambre! Necesitaba con desesperación comer algo. Cualquier cosa menos Fruit Loops.

El Gordo se me acercó y preguntó:

—¿Estás bien?

—Me estoy muriendo de hambre —dije—. En este momento pagaría cien mil por un Big Mac.

—Veré qué se puede hacer —dijo—. Mike y yo debemos completar unos formularios. Luego nos ocuparemos de tu admisión y te daremos algo de comer. —Sonrió y se marchó.

Volví a respirar hondo, pero esta vez contuve el aire durante unos buenos diez segundos. Cuando al fin exhalé, fijé mi vista en la biblioteca… y sin más trámite, en ese preciso instante, la compulsión me abandonó. Ya no sentía urgencia de consumir nada. Se había ido. Por qué, nunca lo sabré. Solo sabía que nunca volvería a tocar las drogas. Algo había cambiado en mi cerebro. Algún tipo de interruptor se había activado, y yo lo sabía.

Me levanté del sillón y me dirigí al otro extremo de la sala de espera, donde el Gordo Brad y Mike Glándulas rellenaban unos papeles. Metí la mano en el bolsillo y saqué los sesenta dólares.

—Toma —le dije al Gordo—. Te devuelvo tu dinero. Me quedo.

Sonrió y asintió con aire enterado.

—Bien hecho, amigo.

Justo antes de que se fueran le dije:

—No olvides llamar a la duquesa de Bay Ridge para decirle que llame a los pilotos. De no ser así pasarán semanas aquí.

—¡Bueno, a la salud de la duquesa de Bay Ridge! —dijo el Gordo, alzando la mano en un brindis fingido.

—¡A la duquesa de Bay Ridge! —dijimos los tres a coro.

Luego intercambiamos abrazos y promesas de mantenernos en contacto. Pero sabía que no lo haríamos. Ellos ya habían hecho su trabajo y debían pasar a su próximo paciente. Y yo tenía que recuperar la sobriedad.

A la mañana siguiente comenzó un nuevo tipo de locura: la locura sobria. Me desperté en torno a las nueve, sintiéndome decididamente eufórico. No tenía síntomas de abstinencia, resaca ni compulsión por consumir drogas. Aún no estaba en la unidad de rehabilitación. Eso comenzaría al día siguiente. Me encontraba en la unidad de desintoxicación. Mientras me dirigía a desayunar a la cafetería, lo único que aún me pesaba era no haber podido hablar con la duquesa, quien, al parecer, se había ido de casa. Llamé a Old Brookville y hablé con Gwynne, quien me dijo que Nadine había desaparecido del mapa. Llamó una vez para hablar con los niños y ni siquiera mencionó mi nombre. Así que di por sentado que mi matrimonio había finalizado.

Regresaba a mi habitación después de desayunar cuando un tipo fornido, que lucía un agresivo peinado y la expresión de los intensamente paranoicos, me llamó con un ademán. Nos encontramos junto a los teléfonos públicos.

—Hola —dije, tendiéndole la mano—. Soy Jordan. ¿Cómo vas?

Me la estrechó con cautela.

—¡Cállate! —dijo, paseando la mirada en torno de sí—. Sígueme.

Asentí y lo seguí de regreso a la cafetería, donde nos sentamos a una mesa apartada, lejos de oídos indiscretos. En ese momento solo había allí un puñado de personas, casi todos empleados ataviados con batas blancas. Decidí que mi nuevo amigo era un chiflado total. Estaba vestido como yo, con jeans y camiseta.

—Soy Anthony —dijo, tendiendo la mano para un nuevo apretón—. ¿Tú eres el tipo que llegó en jet privado ayer?

¡Oh, por Dios! Por una vez en la vida me hubiese gustado preservar el anonimato, no destacar entre todos.

—Sí, era yo. Pero te agradecería que no lo difundas. Solo quiero pasar inadvertido, ¿de acuerdo?

—Tu secreto está seguro conmigo —susurró—. Pero si crees que aquí se pueden guardar secretos, te equivocas.

Eso me sonó bastante extraño, ligeramente orwelliano, de hecho.

—¿Ah, sí? —respondí—. ¿Por qué?

Volvió a mirar en torno de sí.

—Porque este lugar es como el jodido Auschwitz —murmuró. Me guiñó un ojo.

En ese momento decidí que el tipo no estaba completamente loco; solo era un poco raro.

—¿Por qué es como Auschwitz? —pregunté con una sonrisa.

Encogió sus robustos hombros.

—Porque es un jodido lugar de tortura, como un campo de exterminio nazi. ¿Ves al personal? —Los indicó con un gesto de la cabeza—. Son las SS. Una vez que el tren te deja aquí no vuelves a salir. Y también hay trabajos forzados.

—¿De qué mierda estás hablando? Creí que era solo un programa de cuatro semanas.

Apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea y meneó la cabeza.

—Quizá lo sea para ti, pero no para el resto de nosotros. Diría que no eres médico, ¿verdad?

—No, trabajo en bolsa, y estoy prácticamente retirado ahora.

—¿De veras? —preguntó—. ¿Cómo que retirado? Pareces un chaval.

Sonreí.

—No lo soy. Pero ¿por qué has dicho que no soy médico? ¿Debería serlo?

—Casi todos los que están aquí son médicos o enfermeras. Yo soy quiropráctico. Solo hay un puñado de personas como tú. Todos los demás estamos aquí porque perdimos nuestras licencias para ejercer. Así que los directivos nos tienen de las pelotas. Si no dices que estás curado no te devuelven tu licencia. Es una jodida pesadilla. Hay gente que está aquí desde hace más de un año y aún no les devuelven la licencia. —Meneó la cabeza con expresión grave—. Es una locura total. Todos se denuncian unos a otros para congraciarse con las autoridades. Es jodidamente enfermo. No tienes idea. Los pacientes andan por ahí como robots, escupiendo su mierda de AA para parecer rehabilitados.

Asentí. Entendía bien de qué hablaba. Una organización en la que el personal tenía tanto poder era una receta segura para los abusos. Gracias a Dios yo estaba por encima de eso.

—¿Qué tal las pacientes? ¿Alguna está buena?

—Una sola —respondió—. Una bomba atómica. Doce puntos en una escala de uno a diez.

¡Eso me alegró!

—¿Ah sí? ¿Qué aspecto tiene?

—Una rubia menuda, de más o menos uno setenta y cinco, cuerpo increíble, rostro perfecto, cabello rizado. Realmente hermosa. Toda una hembra.

Asentí con la cabeza, haciendo una nota mental acerca de mantenerme lejos de ella. Sonaba como alguien que traía problemas.

—¿Y qué hay de este Doug Talbot? El personal habla de él como si fuese un jodido dios. ¿Cómo es?

—¿Cómo es? —barbotó mi paranoico amigo—. Es como el jodido Adolf Hitler. O mejor dicho, como el doctor Josef Mengele. Es un maldito grandísimo cabrón y nos tiene a todos cogidos de las pelotas, a excepción de ti y, quizás, una o dos personas más. Pero aun así debes tener cuidado, porque tratarán de usar a tu familia contra ti. Convencerán a tu esposa de que si no te quedas aquí durante seis meses recaerás y prenderás fuego a tus hijos.

Esa noche, a eso de las siete, llamé a Old Brookville, buscando a la desaparecida duquesa, que seguía sin manifestarse. Pero sí hablé con Gwynne. Le expliqué que me había reunido con mi terapeuta durante el día y que me habían subdiagnosticado (fuera eso lo que fuere) como adicto al gasto compulsivo y adicto al sexo. Ambas cosas eran básicamente ciertas y también, en mi opinión, no eran asunto que le incumbiera a nadie más que a mí. Aun así, el terapeuta me informó de que me restringirían el dinero, del que solo podía tener lo suficiente para operar las máquinas expendedoras, y la masturbación. Supuse que esa última restricción se implementaba mediante un sistema de confianza.

Le pedí a Gwynne que, si podía, metiera un par de miles de dólares en un par de calcetines y me los hiciese llegar por UPS. Con un poco de suerte la Gestapo no los interceptaría. Era lo menos que podía hacer, tras ser una de mis principales cómplices durante los pasados nueve años. Preferí no contarle lo de la masturbación restringida, por más que sospechaba que sería un problema mayor que el de la restricción monetaria. A fin de cuentas, para entonces llevaba sobrio cuatro días y ya tenía erecciones espontáneas cada vez que soplaba una brisa.

Mucho más triste fue mi conversación con Channy, que se puso al teléfono antes de que Gwynne cortara. Dijo:

—¿Estás en «Atlántica» porque tiraste a mami por las escaleras?

Respondí:

—Ese es uno de los motivos, muñeca. Papá estaba muy enfermo y no sabía qué hacía.

—Si estás enfermo, ¿no te puedo curar la pupa con un beso?

—Espero que sí —respondí con tristeza—. Quizá puedas curar las pupas de mamá y de papá con tus besos. —Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.

—Lo intentaré —dijo con la mayor de las seriedades.

Me mordí el labio para no echarme a llorar.

—Sé que lo harás, nena. Sé que lo harás. —Le dije que la quería antes de colgar. Esa noche, antes de irme a dormir, me arrodillé y recé porque Channy pudiese curar nuestras pupas con sus besos. Cuando lo hiciese todo volvería a estar bien.

A la mañana siguiente desperté dispuesto a conocer a la reencarnación de Adolf Hitler. ¿O era Josef Mengele? Sea como fuere, todos los habitantes del centro de rehabilitación, pacientes y personal, se reunirían en el auditorio para un encuentro de los que se hacían en forma regular. Era un vasto recinto sin divisiones. Había ciento veinte sillas dispuestas en un gran círculo. En el extremo del salón se alzaba un pequeño podio con un atril desde donde el orador del día compartiría su historia de adicción y desdichas. Yo estaba sentado entre un vasto público de doctores y enfermeras adictos a las drogas o, como había comenzado a llamarlos en mi fuero interno, marcianos del planeta Talbot. En ese momento todos los ojos se fijaban en la oradora invitada del día, una mujer de cuarenta y pocos años de aspecto afligido y un trasero del tamaño de Alaska. Tenía un feroz acné, del tipo que por lo general solo se ve en trastornados mentales que pasan la mayor parte de su vida bajo el efecto de psicotrópicos.

—Hola —dijo con voz tímida—, me llamo Susan y soy… eh… alcohólica y drogadicta.

Todos los marcianos de la habitación, yo incluido, respondimos obedientemente:

—¡Hola, Susan! —Ante lo cual se ruborizó y agachó la cabeza con aire derrotado, ¿o sería victorioso? Me resultó evidente que era una detallista de campeonato.

Ahora reinaba el silencio. Al parecer, Susan no valía gran cosa como oradora, o quizás el cerebro se le había cortocircuitado por todas las drogas que había consumido. Mientras Susan reunía fuerzas aproveché para estudiar a Doug Talbot. Estaba sentado en la parte delantera de la sala con cinco miembros del personal a cada lado. Su cabello era blanco como la nieve y debía tener entre cincuenta y tantos y sesenta años. Su piel era blanca y macilenta, y su mandíbula cuadrada le daba una expresión adusta, propia de un malévolo carcelero que mira a los ojos a un condenado a la silla eléctrica antes de accionar el interruptor, diciendo: «Lo hago por tu bien».

Finalmente, Susan prosiguió:

—He estado… eh… sobria durante dieciocho meses y nunca podría haberlo hecho sin la ayuda y la inspiración de… eh… Doug Talbot. —Con esas palabras se volvió hacia Talbot y le dedicó una inclinación, en cuyo momento todos los asistentes se pusieron de pie y aplaudieron. Todos, menos yo. Estaba demasiado admirado ante el espectáculo de esos cien marcianos besaculos desesperados por recuperar sus licencias.

El doctor Talbot saludó a los marcianos con la mano antes de menear la cabeza en un gesto de modestia, como diciendo: «¡Por favor, no me hagan pasar vergüenza! ¡Solo hago esto por amor a la humanidad!». Pero no me cabía duda de que el escuadrón de sicarios que lo rodeaba tomaba cuidadosa nota de quienes no aplaudían con suficiente entusiasmo.

Mientras Susan se embarcaba en interminables detalles me puse a recorrer el recinto con la mirada en busca de la rubia de cabello rizado, bello rostro y cuerpo perfecto. La vi sentada justo del otro lado del círculo, frente a mí. Sí, era muy hermosa. Tenía suaves facciones angelicales, no los afilados rasgos de modelo de la duquesa, pero así y todo, era bella.

De pronto, los marcianos volvieron a ponerse en pie de un salto y Susan saludó con una abochornada reverencia. Luego, se acercó contoneándose a Doug Talbot antes de inclinarse y abrazarlo. No fue un abrazo afectuoso: mantuvo su cuerpo lejos del de él. Era como el abrazo que le hubiese dado a Mengele un superviviente de sus experimentos durante una reunión para conmemorar atrocidades pasadas, algo así como una versión extrema del síndrome de Estocolmo.

Luego, uno de los integrantes del personal se embarcó en su propia andanada de detalles. Esta vez, cuando los marcianos se pusieron de pie, yo también lo hice. Todos tomaron las manos de los que tenían a uno y otro lado, así que los imité. Al unísono, agachamos las cabezas y nos pusimos a salmodiar el mantra de AA: «Dios, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el coraje para cambiar las que puedo y la sabiduría para distinguir entre ambas». Todos se pusieron a aplaudir y yo también. Pero esta vez aplaudía con sinceridad.

A pesar de ser un cínico hijo de puta no podía negar que AA era una cosa asombrosa que había salvado la vida a millones de personas. Al fondo del salón había una larga mesa sobre la que se veían unas jarras de café y bandejas de galletas y bizcochos. Cuando me dirigía hacia allí, una voz desconocida me llamó:

—¡Jordan! ¡Jordan Belfort!

Me volví y, ¡coño!, era Doug Talbot. Venía hacia mí con una inmensa sonrisa en su rostro macilento. Era alto, de cerca de un metro noventa, pero no parecía en un estado físico particularmente bueno. Llevaba una chaqueta deportiva azul de aspecto caro y pantalones de mezclilla gris. Me hizo señas de que me acercara.

En ese instante sentí que ciento cinco pares de ojos fingían no mirarme, no, mejor dicho, eran ciento quince pares, porque el personal también fingía.

Me tendió la mano.

—Por fin nos conocemos —dijo, moviendo la cabeza con expresión enterada—. Un placer. Bienvenido a Talbot Marsh. Presiento que nos entenderemos de maravilla. Brad me habló de ti. No sabes las ganas que tengo de oír tus historias. Yo tengo algunas de mi propia cosecha, pero sé que no son tan buenas como las tuyas.

Sonreí y le estreché la mano a mi nuevo amigo.

—Yo también he oído mucho sobre ti. —Me resistí al deseo de emplear un tono irónico.

Me pasó el brazo por los hombros.

—Ven —dijo, amistoso—. Vayamos un rato a mi oficina. Por la tarde te llevaré a tu alojamiento. Te mudas a la colina, a una de las urbanizaciones. Yo te llevo en coche.

En ese preciso instante supe que ese centro de rehabilitación estaba en graves problemas. El propietario, el inalcanzable, el único, Doug Talbot era mi nuevo amigo, y todos los pacientes e integrantes del personal lo sabían. Incluso en rehabilitación el lobo volvía a mostrar los colmillos.

Doug Talbot resultó ser un tipo razonablemente simpático, y pasamos una buena hora intercambiando relatos de nuestras proezas. De hecho, como no tardé en descubrir, prácticamente todos los adictos en recuperación comparten un mórbido deseo de jugar al juego llamado «¿A que mi adicción es más loca que la tuya?». Por supuesto que Doug se dio cuenta enseguida de que yo le llevaba una clara ventaja, y cuando llegué a la parte en que destripé los muebles con un cuchillo, decidió que ya había oído bastante.

De modo que cambió de tema y se puso a explicarme cómo estaba en trance de lanzar su empresa a la Bolsa. Me mostró unos documentos para ilustrar qué buen negocio estaba haciendo. Aunque los estudié obedientemente, lo cierto era que me costaba concentrarme. Al parecer, en mi cerebro también se había accionado un interruptor para las cuestiones bursátiles, y no sentí la habitual excitación al mirar sus papeles.

A continuación subimos a su Mercedes negro y me llevó al lugar donde me alojaría, que estaba justo frente al centro de rehabilitación. En realidad no formaba parte de Talbot Marsh, pero Doug tenía un acuerdo con los administradores del complejo. Aproximadamente un tercio de las cincuenta unidades semiindependientes que lo componían estaban ocupadas por pacientes de Talbot.

Otra fuente de ingresos, supuse. Cuando me bajaba del Mercedes, Doug dijo:

—Si puedo hacer cualquier cosa por ti o si tienes algún problema con el personal o los pacientes házmelo saber y me ocuparé de ello.

Se lo agradecí, suponiendo que había un noventa por ciento de probabilidades de que tuviera que plantearle precisamente esos asuntos antes de que las cuatro semanas terminaran. Después me despedí y puse rumbo a la guarida del león.

Cada una de las casas que componían el complejo constaba de seis apartamentos. Mi unidad, que compartiría con otros dos pacientes, estaba en el primer piso. Subí un corto tramo de escaleras y vi que la puerta de entrada al apartamento estaba abierta. Mis dos compañeros de casa estaban sentados frente a una mesa circular, hecha de alguna madera clara de aspecto muy barato. Escribían furiosamente en cuadernos de lomo anillado.

—Hola, soy Jordan —dije—. ¿Cómo os va?

Sin responder a mi saludo ni presentarse, uno de ellos, un rubio alto de cuarenta y pocos años, preguntó:

—¿Qué quería Doug Talbot?

El otro, que era muy apuesto, añadió:

—Sí, ¿de qué conoces a Doug Talbot?

Sonreí y dije:

—Sí, yo también estoy encantado de conoceros. —Pasé frente a ellos sin decir ni una palabra más y, metiéndome en el dormitorio, cerré la puerta. Había tres camas, una de ellas sin hacer. Tiré mi maleta junto a ella y me senté en el colchón. Al otro lado de la habitación había un televisor barato sobre una mesa de madera barata. Lo encendí y me puse a ver las noticias.

Un minuto después mis compañeros se lanzaban sobre mí. El rubio dijo:

—Mirar la tele durante el día está mal visto.

—Alimenta tu enfermedad —dijo el guapo—. No es la forma correcta de pensar.

¿Forma correcta de pensar? ¡Por el amor de Dios! ¡Si supieran lo demenciales que eran mis pensamientos!

—Bueno, os agradezco vuestra preocupación por mi enfermedad —ladré—, pero hace casi una semana que no veo la tele, así que, si no os molesta, ¿por qué no dejáis de tocarme los cojones y os ocupáis de vuestra enfermedad? Si quiero pensar de manera incorrecta es asunto mío.

—Pero ¿qué clase de médico eres? —dijo el rubio en tono acusador.

—No soy médico. ¿Cómo funciona ese teléfono? —Señalé un teléfono Trimline color marrón que estaba sobre un escritorio de madera. Encima de él se abría un ventanuco rectangular que necesitaba con desesperación una limpieza—. ¿Se nos permite usarlo o también eso se considera pensamiento incorrecto?

—No, puedes usarlo —dijo el guapo—, pero solo para llamadas a cobro revertido.

Asentí.

—¿Y qué clase de médico eres tú?

—Era oftalmólogo, pero me quitaron la licencia.

—¿Y tú? —le pregunté al rubio que, sin duda, era un integrante de la juventud hitleriana—. ¿También tú perdiste tu licencia?

Asintió.

—Soy dentista y merecí perder mi licencia. —Su entonación era totalmente robótica—. Sufro de una terrible enfermedad y debo curarme. Gracias a la gente de Talbot Marsh he dado grandes pasos en mi recuperación. Cuando me digan que estoy curado procuraré recuperar mi licencia.

Meneé la cabeza como si acabase de oír algo que desafiaba toda lógica y, cogiendo el teléfono, marqué el número de Old Brookville.

El dentista dijo:

—Hablar durante más de cinco minutos está mal visto. No es bueno para tu recuperación.

El oftalmólogo añadió:

—Te sancionarán si lo haces.

—¿Ah, sí? —dije—. ¿Y cómo mierda se van a enterar?

Ambos alzaron las cejas y se encogieron de hombros con expresión de inocencia.

Les dediqué una sonrisa inexpresiva.

—Bueno, disculpadme, pero tengo que hacer un par de llamadas. Necesitaré más o menos una hora.

El rubio asintió y miró su reloj. Luego, ambos regresaron al comedor y volvieron a dedicarse a sus recuperaciones.

Al cabo de un momento Gwynne contestó. Intercambiamos afectuosos saludos antes de que susurrara:

—Le envié mil dólares en los calcetines. ¿Los recibió?

—Aún no —dije—. Tal vez lleguen mañana. Pero lo más importante, Gwynne, es que no quiero volver a ponerte en una posición que te pueda traer problemas con Nadine. Sé que está en casa y que no quiere ponerse al teléfono, y eso está bien. Ni le digas que he llamado. Solo contesta el teléfono por las mañanas y pásame a los niños para que hable con ellos. Llamaré como a las ocho, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Gwynne—. Espero que usted y la señora Belfort arreglen las cosas. Todo está muy tranquilo por aquí. Y muy triste.

—Espero que sí, Gwynne. Realmente, así lo espero. —Hablamos unos minutos más y nos despedimos.

Esa noche, como a las nueve, recibí mi primera dosis de locura al estilo Talbot Marsh. Había una reunión para todos los habitantes de la casa en la sala de estar. La idea era que ventilásemos todo motivo de resentimiento que hubiera surgido durante el día. Se llamaba «reunión de décimo paso» porque tenía que ver con el paso diez del programa de Alcohólicos Anónimos. Pero cuando cogí el manual de AA y leí la descripción de esa etapa, consistente en hacer un inventario personal y, a continuación, detectar los errores y reconocerlos, no pude entender qué relación tenía con el encuentro de esa noche.

De cualquier modo, estábamos los ocho sentados en círculo. El primer médico, un calvo de aspecto insignificante de unos cuarenta años, dijo:

—Me llamo Steve y soy alcohólico, drogadicto y adicto al sexo. Hace cuarenta y dos días que estoy sobrio.

Los otros seis médicos dijeron:

—¡Hola, Steve! —Lo hicieron con tal vehemencia que, de no haber sabido que no era así, hubiese jurado que lo acababan de conocer.

Steve dijo:

—Hoy solo tengo un motivo de resentimiento, y es con Jordan.

¡Eso me despertó!

—¿Conmigo? —exclamé—. Si no hemos hablado ni dos palabras, amigo. ¿Cómo es posible que tengas un problema conmigo?

Mi dentista preferido dijo:

—No está permitido defenderse, Jordan. Ese no es el propósito de la reunión.

—Bueno, disculpad —farfullé—. ¿Y cuál sería el propósito de esta absurda reunión? Porque, por mucho que lo intento, no lo veo.

Todos menearon las cabezas al unísono, como si yo fuera un insoportable o algo por el estilo.

—Hacemos estas reuniones —dijo el dentista nazi— porque el resentimiento interfiere con el proceso de curación. Así que cada noche nos juntamos para ventilar los motivos de resentimiento que puedan haber surgido durante el día.

Miré a los demás. Todos habían vuelto hacia abajo las comisuras de la boca y asentían con aire de sabiduría.

Meneé la cabeza, asqueado:

—Bueno, pero ¿al menos tengo derecho a enterarme del motivo del resentimiento del buen Steve?

Todos asintieron, y Steve dijo:

—Siento resentimiento por tu relación con Doug Talbot. Todos llevamos meses aquí, algunos casi un año, y ninguno ha hablado con él nunca. Pero a ti te trajo en su Mercedes.

Me eché a reír en la cara de Steve.

—¿Y por eso estás resentido conmigo? ¿Porque me trajo en su puto Mercedes?

Asintió y agachó la cabeza, como derrotado. Unos segundos después el siguiente participante se presentó de la misma estúpida manera, y dijo:

—También yo me siento resentido contra ti, Jordan, porque viniste en jet privado. Yo no tengo dinero ni para comer y tú andas por ahí volando en aviones privados.

Paseé la mirada por el recinto. Todos asentían en silencio. Dije:

—¿Tienes algún otro motivo de resentimiento contra mí?

—Sí —dijo—. También a mí me afecta tu relación con Doug Talbot. —Nuevos asentimientos silenciosos.

Luego, el siguiente médico se presentó como alcohólico, drogadicto y adicto a la comida. Dijo:

—Solo tengo un motivo de resentimiento, y es con Jordan.

—¡Vaya, caramba! —farfullé—. ¿Quién lo hubiera dicho? ¿Tendrías la amabilidad de explicarme por qué?

Apretó los labios.

—Por los mismos motivos que los demás, y además porque gracias a tu relación con Doug Talbot no tienes que comportarte según las reglas.

Recorrí la habitación con la mirada. Todos asentían para mostrar su acuerdo.

Uno por uno, mis siete compañeros de rehabilitación expusieron sus motivos de resentimiento contra mí. Cuando llegó mi turno de hablar, dije:

—Hola, me llamo Jordan. Soy alcohólico, adicto a los qualuuds y a la cocaína. También soy adicto al Xanax, al Valium, a la morfina, al Klonopin, al GHB, a la marihuana, al Percocet, a la mescalina y a prácticamente todo lo demás, incluidas las putas caras, las de precio medio y, de vez en cuando, las callejeras, aunque eso solo cuando me quiero castigar. A veces voy a que me den un masaje a uno de esos antros coreanos y hago que una coreanita me haga una paja con aceite para bebé. Siempre les ofrezco un par de cientos adicionales si me meten la lengua en el culo, pero no siempre funciona, por lo de la barrera del idioma. De cualquier modo, nunca uso condón. Es por una cuestión de principios. Llevo cinco días de total sobriedad y tengo una erección constante. Echo mucho de menos a mi esposa y si quieren un buen motivo de resentimiento, os mostraré su foto. —Me encogí de hombros—. Quiero deciros que estoy resentido con todos vosotros porque sois unos jodidos cobardes y porque queréis responsabilizarme a mí de lo frustrantes que son vuestras vidas. Si realmente os interesa recuperaros, dejad de mirar afuera y comenzad a mirar vuestro propio interior, porque todos sois una puta vergüenza para el género humano. Y, por cierto, en algo tenéis razón: en efecto, soy amigo de Doug Talbot, así que les deseo la mejor de las suertes para cuando tratéis de denunciarme ante el personal mañana. —Me levanté para marcharme, diciendo—: Disculpadme. Tengo que hacer unas llamadas.

Mi dentista preferido dijo:

—Aún tenemos que discutir qué tareas te tocan. En todas las unidades los ocupantes mantienen limpios cada uno un sector. Esta semana te adjudicamos los baños.

—Me temo que no —barboté—. A partir de mañana, aquí habrá una criada. Hablad con ella del tema. —Metiéndome en el dormitorio cerré de un portazo antes de telefonear a Alan Lipsky para contarle la locura de los marcianos de Talbot. Nos reímos durante unos buenos quince minutos antes de ponernos a hablar de los viejos tiempos.

Antes de colgar le pregunté si había tenido alguna noticia de la duquesa. Me dijo que no, lo que me entristeció. Nos despedimos. Ya había pasado casi una semana y el panorama en lo que hacía a la duquesa no parecía mejorar. Encendí el televisor y cerré los ojos pero, como de costumbre, conciliar el sueño no me fue fácil. Por fin, como a la medianoche, me dormí. Tenía un día más de sobriedad en mi haber y una furiosa erección en los calzoncillos.

A las ocho en punto de la mañana siguiente telefoneé a Old Brookville. Descolgaron al primer timbrazo.

—¿Hola? —dijo la duquesa con voz queda.

—¿Nadine? ¿Eres tú?

Compasiva:

—Sí, soy yo.

—¿Cómo te va?

—Bien. Resistiendo.

Respiré hondo y exhalé con lentitud.

—Yo… llamaba para saludar a los niños. ¿Están ahí?

—¿Qué ocurre? —dijo con tristeza—. ¿No quieres hablar conmigo?

—¡Por supuesto que quiero hablar contigo! Es lo que más deseo en el mundo. Pero creí que no querías hablarme.

Bondadosa, dijo:

—No, no es verdad. Sí que quiero hablar contigo. En las buenas o en las malas, sigues siendo mi marido. Supongo que estas son las malas, ¿no?

Sentí que las lágrimas acudían a mis ojos, pero las contuve.

—No sé qué decir, Nadine. Siento… tanto lo que ha ocurrido… yo…

—No —dijo—, no pidas perdón. Entiendo qué ocurrió y te perdono. Perdonar es la parte fácil. Lo difícil es olvidar. —Hizo una pausa—. Pero claro que te perdono. Y quiero que sigamos adelante. Quiero que este matrimonio funcione. Aún te amo, a pesar de todo.

—Yo también te amo —dije, lagrimeando—. Más de lo que te imaginas, Nadine. No… no sé qué decir. No sé qué pasó. Yo… llevaba meses sin dormir y… —respiré hondo— no sabía qué estaba haciendo. Es todo muy confuso.

—Tengo tanta culpa como tú —dijo con suavidad—. Vi cómo te matabas bajo mis ojos sin hacer nada por impedirlo. Creí que te estaba ayudando, pero hacía todo lo contrario. No lo sabía.

—La culpa no es tuya, sino mía, Nadine. Solo que todo ocurrió de forma tan gradual, a lo largo de tantos años, que no lo vi venir. Perdí el control sin darme cuenta. Siempre me consideré una persona fuerte, pero las drogas fueron más fuertes que yo.

—Los niños te echan de menos. Yo también te echo de menos. Hace días que quiero hablar contigo, pero Dennis Maynard me dijo que debía aguardar hasta que estuvieses totalmente desintoxicado.

¡Esa maldita rata! ¡Ya me ocuparía de ese hijo de puta! Respiré hondo, procurando serenarme. Lo último que quería era perder la paciencia con la duquesa. Debía demostrarle que aún era un hombre racional, que las drogas no me habían alterado de forma permanente.

—¿Sabes? —dije en tono calmado—, fue muy buena idea que hicieras ir a esos otros dos intervencionistas al hospital —preferí no usar las palabras «unidad psiquiátrica»— porque no te puedes imaginar qué mal me cayó Dennis Maynard. Tanto, que estuve a punto de no ir a rehabilitación para no darle el gusto. No sé qué tiene que me resulta tan desagradable. Me parece que se siente atraído por ti. —Esperé oír que me dijera que estaba loco.

Rio.

—Es gracioso que lo digas, porque Laurie opinaba exactamente eso.

—¿De veras? —dije, mientras en mi fuero interno planeaba un asesinato por encargo—. ¡Creí que era paranoia mía!

—No sé —dijo la duquesa—. Al principio yo estaba demasiado conmocionada como para detectar nada, pero cuando me invitó a ir al cine me pareció que se pasaba de la raya.

—¿Aceptaste? —pregunté. El mejor método para matarlo, pensé, sería que se desangrase por castración.

—¡No! ¡Por supuesto que no! Fue inapropiado que me lo pidiera. De cualquier modo se marchó al día siguiente y no he vuelto a saber nada de él.

—¿Por qué no fuiste al hospital a verme, Nadine? Te eché mucho de menos. Pensaba en ti todo el tiempo.

Se produjo un largo silencio. Esperé. Necesitaba una respuesta. Aún me atormentaba la duda de por qué esa mujer, mi esposa, que evidentemente aún me amaba, se había negado a visitarme después de mi intento de suicidio. No tenía sentido.

Tras unos buenos diez segundos, dijo:

—Al principio tenía miedo por lo ocurrido en las escaleras. Es difícil explicarlo, pero ese día parecías otra persona, como si estuvieses poseído o algo así. No sé. Y después Dennis Maynard me dijo que no debía visitarte hasta que no fueses a rehabilitación. Yo no sabía si tenía razón o no. No era como si tuviese unas instrucciones para seguir paso a paso, y él supuestamente era el experto. Lo importante es que entraste en rehabilitación, ¿no?

Quería decirle que no, pero ese no era momento para comenzar una discusión. Tenía el resto de mi vida para discutir con ella.

—Vaya, sí, estoy aquí. Eso es lo más importante.

—¿La abstinencia se hace difícil?

—Lo cierto es que, por cuanto siento, no tengo ningún síntoma de abstinencia. Créase o no, dejé de sentir la necesidad de consumir drogas desde el instante mismo en que entré aquí. Es difícil de explicar, pero solo estaba sentado en la sala de espera y, de pronto, la compulsión me abandonó. Pero te diré que este es un lugar loco, por decirlo de una manera amable. Lo que me va a mantener sobrio no es Talbot Marsh; soy yo mismo.

Muy nerviosa:

—¿Pero te quedarás ahí durante los veintiocho días, no?

Lancé una suave risa:

—Sí, tranquila, cariño; me quedo. Necesito un descanso de tanta locura. Y, en cualquier caso, lo de AA es muy bueno. Leí el libro y es impresionante. Cuando regrese a casa iré a las reuniones, solo para no recaer.

Pasamos la siguiente media hora charlando y, hacia el fin de la conversación, sabía que había recuperado a mi duquesa. Lo sentía en los huesos. Le conté mis erecciones y prometió ayudarme en ese aspecto en cuanto regresara a casa. Le pregunté si no estaba dispuesta a que tuviésemos un poco de sexo telefónico, pero no quiso. Pero, pensé, valía la pena insistir. En algún momento, supuse, terminaría por ceder.

Intercambiamos declaraciones de amor y promesas de escribirnos a diario. Antes de colgar le dije que la llamaría tres veces al día.

El día siguiente transcurrió sin novedades y, sin darme cuenta, cumplí una semana entera sin consumir drogas.

Cada día nos daban algún tiempo libre para ir al gimnasio y cosas por el estilo, y no tardé en integrarme en una banda de marcianos besaculos. Uno de los médicos —un anestesiólogo que tenía el hábito de administrarse su propia medicina durante las operaciones a su cargo— llevaba más de un año en Talbot Marsh, y se había hecho llevar su coche. Era una mierda de Toyota gris, pero cumplía con su cometido.

El trayecto hasta el gimnasio duraba unos diez minutos. Yo iba sentado en el asiento trasero derecho, enfundado en unos pantalones cortos Adidas grises y una camiseta sin mangas, cuando tuve una tremenda erección. Puede haber sido por las vibraciones del motor de cuatro cilindros, o tal vez porque el asfalto tenía baches. La cuestión es que algo hizo afluir un litro de sangre a mi entrepierna. Era una inmensa erección, dura como la piedra, de las que se aprietan contra la ropa interior y te obligan a enloquecedores ajustes y reacomodamientos.

—Mirad esto —dije bajando la delantera de mis pantalones grises para mostrarles mi pene a los marcianos.

Todos se volvieron y se quedaron mirando. Sí, pensé, tenía buen aspecto. A pesar de mi estatura, Dios se había mostrado generoso al respecto.

—¡No está nada mal! —les dije a mis amigos médicos, cogiéndome el pene y dándole unos tirones. Luego lo hice rebotar contra mi vientre, lo que produjo un placentero sonido.

Finalmente, tras el cuarto golpe, todos se echaron a reír. Fue un raro instante de ligereza en Talbot Marsh, un momento de camaradería masculina marciana, en que pudimos despojarnos de las formalidades sociales, ignorar por completo la homofobia y actuar como lo que éramos: ¡hombres! Hice una buena sesión de ejercicios de pesas esa tarde y el resto del día transcurrió sin novedades.

Al día siguiente, después del almuerzo, me encontraba participando en una sesión de terapia de grupo extraordinariamente aburrida. Mi consejera entró y pidió verme a solas.

La seguí, feliz porque me hubiera salvado, hasta que, cuando estuvimos sentados en su pequeña oficina, ladeó la cabeza, adoptando un aire de gran sagacidad y, en tono propio de un gran inquisidor, dijo:

—¿Cómo vas, Jordan?

Volví hacia abajo las comisuras de la boca y me encogí de hombros.

—Bien, creo.

Sonrió con recelo y dijo:

—¿Has sentido alguna compulsión últimamente?

—No, para nada —dije—. En una escala de uno a diez, diría que mi deseo de usar drogas es cero. Tal vez menos.

—Oh, eso está muy bien, Jordan. Muy, muy bien. —¿Qué mierda pasaba? Era evidente que todo apuntaba a algo más.

—Eh, estoy un poco confundido. ¿Alguien te dijo que estoy pensando en usar drogas?

—No, no —dijo, meneando la cabeza—. No tiene nada que ver con eso. Solo me preguntaba si últimamente has sentido otras compulsiones, que no se vinculen a las drogas.

Registré mi memoria de corto plazo en busca de compulsiones, pero no encontré nada, más allá de mi obvia urgencia por marcharme de ese lugar, ir a casa a buscar a la duquesa y pasar un mes seguido follándomela hasta hacerle volar el cerebro.

—No, no he tenido ninguna compulsión. Por supuesto que echo de menos a mi esposa y quisiera regresar a casa y estar con ella, pero eso es todo.

Frunció los labios y asintió lentamente con la cabeza antes de decir:

—¿Has sentido la compulsión de exhibirte en público?

—¿Qué? —contesté bruscamente—. ¿De qué hablas? ¿Qué crees, que soy un exhibicionista o algo así? —meneé la cabeza con desdén.

—Bueno —dijo, muy seria—. Hoy recibí tres quejas por escrito, de tres pacientes distintos, y todas dicen que te exhibiste, que te bajaste los pantalones y te masturbaste frente a ellos.

—Eso es pura mierda —farfullé—. ¡No me pajeé, por el amor de Dios! Solo le di unos tirones y me la golpeé contra el vientre para hacer ruido. Eso fue todo. ¿A qué tanto escándalo? En mi barrio, un poco de desnudez entre varones no es algo que llame la atención. —Meneé la cabeza—. Estaba bromeando. Desde que llegué aquí tengo una erección. Supongo que, después de todas las drogas, mi pene comienza a recuperar la conciencia. Pero ya que a todos les molesta tanto, de ahora en adelante mantendré a la serpiente en la jaula. No hay problema.

Asintió.

—Vaya, debes entender que traumatizaste a algunos de los pacientes. En este momento sus recuperaciones aún son muy frágiles, y cualquier experiencia fuerte puede hacerlos regresar a las drogas.

—¿Dijiste traumatizados? ¡Por favor, hablemos en serio! ¡Coño! ¡Estamos hablando de hombres mayores de edad! ¿Cómo es posible que ver mi polla los traumatice? A no ser, claro, que alguno haya sentido deseos de ponerse a chuparla. ¿Crees que pueda tratarse de eso?

Se encogió de hombros.

—No sabría decirlo.

—Bueno, yo te digo que ninguno de los que iba en ese coche se traumatizó. Fue un momento entre tíos, eso fue todo. Solo me delataron porque quieren demostrarle al personal que están curados, rehabilitados o lo que mierda sea. Hacen cualquier cosa para recuperar sus putas licencias, ¿o no?

Asintió:

—Obviamente.

—Ah, entonces lo sabes.

—Sí, claro que lo sé. Y el hecho de que hayan informado de este episodio hace que me cuestione seriamente su grado de recuperación. —Sonrió, con aire condescendiente—. Pero aun así, eso no cambia el hecho de que tu conducta fue inapropiada.

—Como digas —murmuré—. No volverá a ocurrir.

—De acuerdo, pues —dijo alcanzándome una hoja de papel con unas pocas palabras mecanografiadas—. Solo necesito que me firmes este contrato de conducta. Dice que te comprometes a no volver a exhibirte en público. —Me tendió un bolígrafo.

—¡Estás bromeando!

Meneó la cabeza, negando. Me eché a reír cuando leí el contrato. Solo tenía unas líneas, y su texto era el que ella me había adelantado. Me encogí de hombros, firmé y, levantándome de mi asiento, me dirigí a la puerta.

—¿Eso es todo? ¿Caso cerrado?

—Sí, caso cerrado.

Mientras regresaba a la sesión de terapia tuve el presentimiento de que el caso no había quedado cerrado. Esos marcianos eran gente rara.

Al día siguiente tocaba otra reunión general. Una vez más, los ciento cinco marcianos y unos doce integrantes del personal se sentaron en el auditorio formando un círculo. Doug Talbot, noté, estaba conspicuamente ausente.

Así que cerré los ojos, preparándome para la lluvia de detalles intrascendentes. Al cabo de unos quince minutos estaba metafóricamente calado hasta los huesos y medio dormido, cuando oí:

—Jordan Belfort, a quien la mayoría de vosotros conoce.

Alcé la vista. En algún momento mi terapeuta había pasado a encabezar la reunión y ahora hablaba de mí. Me pregunté por qué lo haría.

—Así que en vez de traer un orador invitado —continuó mi terapeuta—, creo que lo más productivo será que Jordan comparta con el grupo lo ocurrido. —Hizo una pausa y me miró—. ¿Serías tan amable de compartirlo con nosotros, Jordan?

Recorrí el recinto con los ojos y vi que todos los marcianos me miraban fijamente, incluida Shirley Temple, con sus hermosos rizos rubios. Aún no sabía de qué quería hacerme hablar mi terapeuta, aunque sospechaba que era algo vinculado al hecho de que yo fuese un degenerado sexual.

Inclinándome hacia delante en mi asiento, le devolví la mirada a mi terapeuta y me encogí de hombros.

—No tengo problema en dirigirme al grupo —dije—. Pero ¿de qué quieres que hable? Tengo muchas historias. ¿Por qué no escoges tú?

Ante eso, los ciento cinco marcianos volvieron sus marcianas cabezas hacia mi terapeuta. Parecía que ella y yo estábamos jugando un partido de tenis.

—Bueno —dijo en tono terapéutico—, en esta habitación puedes hablar de lo que quieras. Es un lugar muy seguro. Pero ¿por qué no comienzas con lo que ocurrió el otro día en el coche, camino al gimnasio?

Los marcianos volvieron las cabezas hacia mí. Riendo, dije:

—Bromeas, ¿no?

Ahora los marcianos miraron otra vez a mi terapeuta… que frunció los labios y meneó la cabeza como si dijera: «No, hablo muy en serio».

Tenía su gracia, pensé. Mi terapeuta me ponía en el centro de la escena. ¡Qué glorioso! ¡El lobo regresaba a la acción! Me encantaba. Y el hecho de que la mitad de los presentes fuesen mujeres mejoraba aún más las cosas. La SEC me había quitado el derecho a ponerme en pie frente a una audiencia y decir mis verdades, y ahora mi terapeuta tenía la bondad de devolverme ese placer. ¡Daría un espectáculo que los marcianos nunca olvidarían!

Asentí y le sonreí a mi terapeuta:

—¿Puedo ponerme en pie en medio de la habitación para hablar? Pienso mejor cuando estoy en movimiento. —Ciento cinco cabezas marcianas se volvieron hacia mi terapeuta.

—Por favor, haz como gustes.

Fui hasta el centro de la sala y, mirando a Shirley Temple a los ojos, dije:

—¡Hola a todos! Me llamo Jordan. Soy alcohólico, drogadicto y degenerado sexual.

—¡Hola, Jordan! —respondieron todos con entusiasmo, entre algunas risitas. Pero Shirley Temple se había puesto del color de una remolacha. Es que yo miraba directamente a sus inmensos ojos azules cuando me describí como un degenerado sexual.

Dije:

—Bueno, no estoy acostumbrado a hablar en público, pero haré lo mejor que pueda. Muy bien, ¿por dónde empiezo? Ah, sí, mis erecciones; sí, diría que es el mejor comienzo. El origen del problema es este. Pasé los últimos diez años de mi vida con la polla en estado de seminarcosis como resultado de todas las drogas que consumía. No me interpretéis mal. No es que fuese impotente ni nada así, pero debo admitir que hubo unas mil ocasiones en las que no la pude enderezar por toda la coca y los qualuuds.

Risas esporádicas. ¡Ah, el lobo de Wall Street ha regresado! ¡Que comience la diversión! Alcé la mano pidiendo silencio.

—No, en serio, no es cosa de broma. La mayor parte de las veces en que no se me ponía dura estaba con putas, lo que tenía lugar unas tres veces a la semana. Así que, básicamente, estaba desperdiciando mi dinero; pagaba más de mil dólares por sesión y no podía hacer nada. Era todo muy triste, además de muy caro.

»De todos modos, debo decir que, por lo general, finalmente lograban hacerme funcionar, si bien les llevaba algunos esfuerzos y tenían que recurrir a juguetes y cosas así. —Volví las comisuras de la boca hacia abajo y me encogí de hombros, como diciendo: “Los juguetes sexuales no tienen nada de vergonzoso”.

Ahora las risas cundían. Sin alzar la vista, me daba cuenta de que se trataba de risas marcianas femeninas. Mis sospechas quedaron confirmadas cuando, al pasear la mirada por el recinto, vi a todas las marcianas mirándome con bondadosas sonrisas marcianas en sus simpáticos rostros marcianos. La risa hacía subir y bajar sus hombros marcianos. A todo esto, los marcianos machos me fulminaban con sus ojos marcianos.

Agité la mano, como quitando importancia a mis palabras, y proseguí:

—Pero no tiene importancia. Lo gracioso es que con mi mujer no tenía ese problema. Con ella se me ponía dura siempre, o casi, y si la vierais entenderíais por qué. Pero cuando comencé a consumir seis gramos de coca al día, bueno, también tuve problemas con ella.

»Pero ahora que no he consumido durante más de una semana creo que mi pene está experimentando una especie de metamorfosis o despertar. Ando veintitrés horas al día, tal vez más, con una erección. —Un gran estallido de risas de las marcianas hembra. Miré en torno a mí. ¡Oh, sí! ¡Las tenía! ¡Eran mías! ¡El lobo, en medio del escenario, hechizaba a las damas con su relato!—. En fin, la cuestión es que supuse que algunos de los hombres de aquí entenderían mi suplicio. Era de suponer que otros sufrirían de este terrible mal, ¿verdad?

Paseé la mirada por el recinto. Todas las marcianas asentían con la cabeza mientras los marcianos meneaban las suyas y me clavaban la vista con expresión desdeñosa. Me encogí de hombros.

—El problema comenzó así. Yo iba sentado en el coche, camino al gimnasio, con otros tres pacientes; pacientes que, ahora que lo pienso, deben de carecer de pene. No sé si habrá sido por las vibraciones del motor o por las irregularidades del asfalto, pero la cuestión es que, de pronto, ¡me encontré con una tremenda erección!

Volví a estudiar a mi público, evitando las miradas fulminantes de los marcianos y disfrutando de la expresión arrobada de las marcianas. Shirley Temple se relamía los labios, llena de expectativa. Guiñándole un ojo dije:

—Bueno, se trató de un inofensivo momento de camaradería masculina, nada más. No voy a negar que le di unos pocos tirones a la serpiente —risas marcianas femeninas— y tampoco que me la golpeé contra el vientre un par de veces —más risas—. Pero fue todo en broma. No es como si me la hubiese meneado ferozmente, con intención de eyacular sobre el asiento trasero, aunque no juzgaría a quien lo hiciera. Cada cual es como es. ¿Verdad?

Una marciana no identificada exclamó:

—¡Sí, cada cual es como es! —todas las demás marcianas aplaudieron.

Alcé la mano pidiendo silencio. Me preguntaba hasta cuándo me permitirían seguir hablando. Sospechaba que para siempre. Al fin y al cabo, a cada segundo que pasaba una empresa de seguros recibía una cuenta por cada uno de esos ciento cinco marcianos.

—Así que, en síntesis, os diré que lo que de verdad me molesta de todo este asunto es que los tres tipos que me delataron (cuyos nombres me reservo, aunque, si queréis, después os los puedo suministrar de buena gana, para que los evitéis) rieron y bromearon durante el episodio. Nadie me reprochó nada o siquiera sugirió que lo que yo hacía era de mal gusto. —Meneé la cabeza con expresión hastiada—. ¿Sabéis?, lo cierto es que vengo de un mundo desequilibrado que yo mismo me construí. Allí, cosas como la desnudez, la prostitución, la perversión y los actos depravados de toda índole eran lo normal.

»Ahora me doy cuenta de que me equivocaba. Y de que estaba loco. Pero ahora, hoy… en este preciso momento, soy un hombre sobrio. Sí, hoy sé que jugar al lanzamiento del enano está mal, y que hacer un scrum con cuatro putas está mal, y que manipular acciones está mal, y que engañar a mi esposa está mal, y que dormirse sobre la mesa de la cena o al borde del camino está mal. También que está mal dormirse al volante, y chocar contra los coches de la gente.

»Soy el primero en admitir que disto mucho de ser una persona perfecta. Lo cierto es que soy inseguro y tímido y que me avergüenzo con facilidad. —Hice una pausa antes de adoptar un tono de total seriedad—. Pero me resisto a mostrarlo. Si tuviese que escoger entre pasar vergüenza y morir, preferiría morir. Así que sí, soy una persona débil e imperfecta. Pero nunca me veréis juzgar a nadie.

Me encogí de hombros y lancé un teatral suspiro.

—Sí, quizá lo que hice en el coche estuvo mal. Tal vez fue ofensivo y de mal gusto. Pero desafío a cualquiera de los presentes a que alegue que lo hice con mala intención o con intención de joderle la recuperación a alguien. Lo hice por tomarme con humor la terrible situación en que me encuentro. Ya llevo una década de adicción a las drogas y, por más que parezca relativamente normal, sé que no lo soy. Me marcho de aquí dentro de un par de semanas y estoy cagado de miedo ante la perspectiva de regresar a la cueva del león, de retornar a las personas, lugares y cosas que alimentaron mi hábito. Tengo una esposa a la que amo, y dos niños a quienes adoro. Y si al regresar recaigo, sé que los destruiré para siempre, en particular a los niños.

»Y sin embargo aquí en Talbot Marsh, donde se supone que estoy rodeado de gente que entiende por lo que estoy pasando, me topo con tres imbéciles que buscan sabotear mi recuperación y hacerme expulsar. Y eso es verdaderamente triste. No soy diferente de ninguno de vosotros, hombre o mujer. Sí, quizá tenga unos dólares más que los demás, pero siento miedo, preocupación e inseguridad ante el futuro, y me paso la mayor parte del día rezando por que todo salga bien. Para que un día pueda sentarme con mis hijos y decirles: “Sí, es verdad que una vez, bajo el efecto de la cocaína, tiré a mamá por las escaleras, pero eso fue hace veinte años, y he pasado sobrio todo ese tiempo”.

Volví a menear la cabeza.

—Así que la próxima vez que tengáis intención de denunciarme, os sugiero que os lo penséis dos veces. Solo os estáis hiriendo vosotros mismos. No va a ser tan fácil echarme, y la dirección es mucho más inteligente de lo que vosotros creéis. Ahora, si me disculpáis, se me está poniendo dura, así que me debo ir a sentar o haré un papelón. Gracias. —Saludé con una mano, como un candidato en campaña, y estalló un aplauso atronador. Todas las marcianas, todos los integrantes del personal y aproximadamente la mitad de los marcianos se pusieron de pie para ovacionarme.

Al ir a sentarme miré a mi terapeuta a los ojos. Me sonrió, asintió y agitó el puño en el aire una sola vez, como si dijese: «¡Bien hecho, Jordan!».

Los siguientes treinta minutos consistieron en un debate abierto durante el cual las marcianas defendieron mis acciones y dijeron que era adorable, mientras que algunos de los machos de la especie continuaron atacándome, afirmando que era una amenaza para la sociedad marciana.

Esa noche me senté con mis compañeros de casa y les dije:

—Mirad, estoy harto de toda la mierda que ocurre aquí. No quiero oír nada más sobre si no bajo la tapa del inodoro, hablo demasiado por teléfono o respiro haciendo ruido. Ya basta. Así que os haré una oferta. Los dos necesitáis dinero con desesperación, ¿verdad?

Asintieron.

—Muy bien —dije—. Esto es lo que haré. Mañana por la mañana llamen a mi amigo Alan Lipsky. Os abrirá cuentas en su agencia bursátil. Por la tarde tendrán cinco mil cada uno. Os podéis hacer transferir el dinero cuando queráis. Pero no quiero que ninguno de los dos vuelva a decir ni mu desde ahora hasta que me marche. Faltan pocas semanas, así que no debería seros demasiado difícil.

Por supuesto que ambos hicieron la llamada a la mañana siguiente, y por supuesto que ello mejoró mucho nuestra relación. Aun así, mis problemas con Talbot Marsh distaban de haber finalizado. Pero quien complicaría las cosas no sería la deliciosa Shirley Temple. No, el problema surgió de mi deseo de ver a la duquesa. La maquinaria de rumores marciana aseveraba que, en raros casos, la dirección concedía permisos. Telefoneé a la duquesa y le pregunté si estaba dispuesta a venir a pasar un fin de semana largo conmigo si lo permitían.

—Solo dime dónde y cuándo —repuso— y te haré pasar un fin de semana que nunca olvidarás.

Ese era el motivo por el que más tarde estaba en la oficina de mi terapeuta tratando de convencerla de que me concediese un permiso. Era mi tercera semana en el planeta Talbot Marsh y no me había vuelto a meter en problemas, aunque todos sabían que yo asistía a aproximadamente un veinticinco por ciento de las sesiones de terapia de grupo. Pero ya no parecía importarle a nadie. Se habían dado cuenta de que Doug Talbot no me iba a expulsar y que, a mi excéntrico modo, yo era una influencia positiva.

Sonreí a mi terapeuta y dije:

—Mira, no me parece que salir el viernes y regresar el domingo sea algo tan grave. Estaré todo el tiempo con mi esposa. Hablaste con ella, así que ya sabes que apoya el programa. Será bueno para mi recuperación.

—No puedo permitirlo —dijo mi terapeuta meneando la cabeza—. Perturbaría a los otros pacientes. Están todos muy alborotados con el supuesto tratamiento especial que se te dispensa aquí. —Me dirigió una sonrisa amistosa—. Sabes, Jordan, nuestra política es que para solicitar un permiso tienes que haber estado aquí al menos noventa días, y haberte comportado a la perfección. Sin exhibicionismo ni nada de eso.

Le sonreí. Esa dama era buena gente y yo me había aficionado a ella durante las últimas semanas. El haberme permitido defenderme ante todos fue una muestra de astucia de su parte. Solo me enteré mucho después de que había hablado con la duquesa, quien la informó de mi capacidad de manipular a las masas, para bien o para mal.

—Entiendo que hay reglas que debes seguir —dije—, pero no fueron pensadas para alguien en mi situación. ¿Cómo se me va a aplicar una norma que requiere de un período de espera de noventa días si toda mi estancia solo dura veintiocho? —Me encogí de hombros, no demasiado impresionado por mi propia lógica. Pero de repente una sublime inspiración brotó en mi cerebro.

—¡Tengo una idea! —exclamé—. ¿Por qué no me permites dar otro discurso a todos? Trataré de venderles la idea de que me merezco un permiso, aunque vaya contra la política de la institución.

Se llevó la mano a la nariz y se la frotó un poco. Rio quedamente.

—Estoy tentada de decirte que sí, solo para ver qué cuento chino les encajas a los demás pacientes. De hecho, no me cabe duda de que los convencerías. —Rio un poco más—. El que diste hace dos semanas fue todo un discurso, de lejos el mejor en la historia de Talbot Marsh. Tienes un don asombroso, Jordan. Nunca he visto algo así. Solo por curiosidad, ¿qué dirías a los pacientes si te permitiera hablarles?

Me encogí de hombros.

—En realidad no lo sé. Nunca planeo lo que voy a decir. Yo solía pronunciar dos discursos al día ante mil personas. Lo hice durante cinco años y no recuerdo haber pensado qué diría antes de hablar ni una sola vez. Por lo general había uno o dos temas que debía tocar, pero eso era todo. Lo demás era inspiración del momento.

»Sabes, me ocurre algo cada vez que me encuentro frente a una multitud. Es difícil describirlo, pero es como si, de pronto, todo se aclarase. Mis pensamientos se ponen a brotar de mi lengua sin intención consciente de mi parte. Una idea lleva a la otra y así hilvano mi discurso.

»Pero, para responder tu pregunta, diría que recurriría a la psicología inversa, explicándoles que el hecho de que se me conceda un permiso es bueno para sus recuperaciones. Que la vida en sí misma no es justa, y que lo mejor que pueden hacer es acostumbrarse a ello en un ambiente controlado como este. Luego, haría que me compadeciesen, contándoles lo que le hice a mi esposa en las escaleras y cómo mi adicción a las drogas estuvo a punto de destruir mi familia, y cómo depende de esa visita la posibilidad de que mi mujer y yo sigamos juntos.

Mi terapeuta sonrió.

—Creo que deberías encontrar un modo de darle un buen uso a tu talento de orador. Tienes que emplearlo para beneficiar a la gente, no para corromperla.

—Ajá —dije sonriendo—, de modo que todas estas semanas me estuviste escuchando. No estaba seguro. En fin, quizás haga lo que dices algún día, pero ahora lo único que quiero es regresar con mi familia. Tengo intención de alejarme para siempre de las finanzas. Debo ocuparme de regularizar algunas inversiones, pero será lo último que haga al respecto. Ya terminé con las drogas, con las putas, con engañar a mi esposa, con toda la mierda con las acciones, todo. Voy a pasar lo que me queda de vida tranquilo, lejos del ojo del público.

Se echó a reír.

—Bueno, por algún motivo no creo que ello vaya a ocurrir. No creo que vayas a vivir en la oscuridad nunca. Al menos no por mucho tiempo. No lo digo de un modo negativo. Lo que trato de decir es que tienes un talento maravilloso y que es importante para tu recuperación que aprendas a usarlo de manera positiva. Solo concéntrate en tu recuperación, mantente sobrio y los demás aspectos de tu vida se irán solucionando solos.

Agaché la cabeza y me quedé mirando el suelo antes de asentir. Sabía que ella tenía razón, pero sus palabras me aterraban. Sentía una desesperada necesidad de mantenerme sobrio, pero tenía muy pocas posibilidades de lograrlo. Era cierto que ahora que sabía de AA ya no me parecía imposible, pero sí muy difícil. Al parecer la diferencia entre el éxito y el fracaso radicaba en entablar una buena relación con AA después de salir de rehabilitación; que te tocara un tutor con el que pudieras identificarte, que te brindara esperanza y aliento cuando las cosas no te salían.

—¿Y qué hay de mi permiso? —pregunté, alzando las cejas.

—Plantearé el tema en la reunión de personal de mañana. En última instancia no depende de mí, sino del doctor Talbot. —Se encogió de hombros—. Como tu principal terapeuta puedo vetarla, pero no lo haré. Me abstendré.

Asentí. Hablaría con Talbot antes de esa reunión.

—Gracias por todo —dije—. Solo me queda una semana más. Procuraré no complicarte las cosas durante ese lapso.

—No me complicas —respondió—. De hecho, eres mi favorito, aunque no se lo reconocería a nadie.

—Y yo no se lo diré a nadie. —Me incliné hacia ella y la abracé suavemente.

Cinco días después, un viernes, poco antes de las seis de la tarde, aguardaba en la pista de la sección para aviones privados del aeropuerto internacional de Atlanta. Estaba apoyado contra la parte trasera de una limusina Lincoln negra contemplando el cielo boreal con ojos sobrios. Tenía los brazos cruzados y una gigantesca erección en los pantalones. Estaba esperando a la duquesa.

Pesaba cinco kilos más que cuando llegué a Talbot, y mi piel volvía a resplandecer de juventud y salud. Tenía treinta y cuatro años y había sobrevivido a lo indecible, a una adicción a las drogas de proporciones bíblicas, una adicción que me llevó a locuras que debieron haberme costado la vida hacía mucho; debí haberme muerto de sobredosis, en un accidente de coche, o de helicóptero, o de buceo, o de otras mil maneras.

Sin embargo, ahí estaba, y en plena posesión de mis facultades. Era una hermosa tarde despejada y soplaba una agradable brisa tibia. Faltaba poco para el verano, de modo que aún a esa hora el sol estaba lo suficientemente alto como para permitirme ver al Gulfstream mucho antes de que sus ruedas tocaran la pista. Parecía imposible que en su interior estuviese mi hermosa esposa, a quien yo había hecho pasar por el infierno de mis siete años de adicción. Me pregunté cómo iría vestida y qué pensaría. ¿Estaría tan nerviosa como yo? ¿Era tan hermosa como la recordaba? ¿Aún olería tan bien? ¿Me seguiría amando de verdad? ¿Las cosas podrían volver a ser como antes?

Tuve la respuesta a mi segunda pregunta cuando la puerta del avión se abrió y emergió la duquesa con su fabulosa cabellera rubia centelleante. Estaba guapísima. Dio un solo paso y después, en el típico estilo duquesa, adoptó una pose desafiante, con la cabeza ladeada, los brazos cruzados por debajo de los pechos, una larga pierna desnuda plantada a un costado. Después se quedó mirándome. Llevaba un corto vestido veraniego rosado sin mangas y que le llegaba unos buenos quince centímetros por encima de la rodilla. Manteniendo su pose frunció sus voluptuosos labios y se puso a menear la cabeza como si dijese: «¡No puedo creer que este sea el hombre que amo!». Di un paso adelante y, volviendo las manos de modo en que las palmas quedasen mirando hacia arriba, me encogí de hombros.

Y nos quedamos así, contemplándonos el uno al otro unos buenos diez segundos, hasta que, de pronto, abandonó su pose y me lanzó un doble beso de campeonato. Después abrió los brazos, giró sobre sus talones para anunciar su llegada a la ciudad de Atlanta y bajó las escaleras a la carrera con una amplia sonrisa en el rostro. Corrí hacia ella y nos encontramos en mitad de la pista. Me echó los brazos al cuello y, dando un saltito, me enlazó las piernas a la cintura. Después me besó.

Mientras manteníamos ese beso por lo que pareció una eternidad, aspirábamos el uno el aroma del otro. Giré en un círculo completo, sin dejar de besarla, y ambos nos echamos a reír. Apartando los labios sepulté la nariz en su escote y me puse a olfatear como un perro. Prorrumpió en incontenibles risitas. Era increíble lo bien que olía.

Aparté la cabeza unos centímetros y miré sus luminosos ojos azules. Dije en tono de total seriedad:

—Si no te hago el amor en este mismo instante, me correré ahora sobre el asfalto.

La respuesta de la duquesa consistió en adoptar su voz de bebé:

—¡Oh, mi pobre pequeño! —¿Pequeño? ¡Esto era increíble!— Estás tan caliente que vas a estallar, ¿verdad?

Asentí con vehemencia.

La duquesa prosiguió:

—Y mira qué joven y guapo estás ahora que has ganado unos kilos y ya no tienes la piel verde. Es una pena que este fin de semana tenga que darte una lección. —Se encogió de hombros—. Nada de hacer el amor hasta el 4 de julio.

¿Qué decía?

—¿De qué estás hablando?

En tono muy enterado:

—Ya me has oído, querido. Te has portado muy mal, así que ahora debes pagar. Antes de que te permita meterla debes demostrarme que ahora eres bueno. Por el momento solo puedes besarme.

Reí.

—¡Estás loca! —Cogiéndole de la mano me puse a arrastrarla hacia la limusina.

—¡No puedo esperar hasta el 4 de julio! ¡Te necesito ahora mismo! ¡Quiero que hagamos el amor en la limusina!

—No, no, no —dijo meneando exageradamente la cabeza—. Este fin de semana besos y nada más. Veamos cómo te comportas hoy y mañana y tal vez el domingo vuelva a considerarlo.

El chófer de la limusina era un blanco bajo, de unos sesenta años, llamado Bob. Llevaba una gorra de uniforme y estaba de pie junto a la puerta trasera, esperándonos. Dije:

—Esta es mi esposa, Bob. Es duquesa, así que trátala como corresponde. Apuesto a que aquí no vienen muchos integrantes de la realeza, ¿verdad?

—Oh, no —dijo Bob, muy serio—. Para nada.

Apreté los labios y asentí con expresión solemne.

—Lo suponía. Pero no te sientas intimidado. En realidad es muy sencilla.

—Sí, de lo más sencilla. Ahora cierra la puta boca y sube a la maldita limo —escupió la duquesa.

Bob quedó paralizado de espanto, aturdido, evidentemente, ante el hecho de que un personaje de sangre tan azul como la duquesa de Bay Ridge empleara semejante lenguaje.

Le dije a Bob:

—No le hagas caso; lo hace para no parecer sofisticada. Se pone formal cuando está en Inglaterra con sus parientes de la familia real. —Le guiñé un ojo—. Bromas aparte, Bob, estar casado con ella me convierte en duque, así que, ya que vas a ser nuestro chofer durante todo el fin de semana, bien puedes dirigirte a nosotros llamándonos «duque» y «duquesa»; solo para evitar confusiones.

Bob hizo una reverencia formal.

—Por supuesto, duque.

—Muy bien —respondí, empujando el real trasero de la duquesa para ayudarla a entrar en el coche. Entré después de ella. Bob cerró la puerta y fue al avión a buscar el real equipaje de la duquesa.

Enseguida le subí el vestido y vi que no llevaba ropa interior. Me precipité sobre ella:

—¡Te amo tanto, Nadine! ¡Tanto, tanto! —La hice recostarse en el asiento y apoyé mi erección contra ella. Emitió un delicioso gemido, apretando su pelvis contra la mía, produciendo una bienvenida fricción. La besé una y otra vez, hasta que, al cabo de un momento, extendió los brazos para apartarme.

Entre risitas:

—¡Basta, muchacho tonto! Bob regresa. Tendrás que esperar hasta que lleguemos al hotel. —Bajó la vista y vio la erección que abultaba mis jeans.

—¡Oh, mi pobre pequeño… —¿Pequeño? ¿Por qué siempre decía «pequeño»?— está a punto de estallar! —Frunció los labios—. Vamos, deja que te dé un masaje. —Bajó la mano y se puso a masajear el contorno de mi erección.

Respondí pulsando el botón que hace bajar el panel que separa al conductor de los pasajeros. Cuando se cerró murmuré:

—¡No puedo esperar al hotel! Tengo que hacerte el amor ahora mismo, esté Bob o no.

—Muy bien —dijo la lujuriosa duquesa—. Pero solo es un polvo por lástima, así que no cuenta. Lo de no hacer el amor hasta que no me demuestres que ahora eres bueno sigue en pie. ¿Entendido?

Asentí con una humilde expresión canina y ambos nos pusimos a arrancarnos mutuamente la ropa. Cuando Bob regresó a la limusina yo ya penetraba profundamente a la duquesa y ambos gemíamos como salvajes. Me llevé el índice a los labios y dije:

—¡Chist!

Asintió. Pulsé el botón del intercomunicador.

—Bob, buen hombre, ¿sigues ahí?

—Sí, duque.

—Espléndido. La duquesa y yo debemos tratar algunos asuntos urgentes, así que por favor no nos interrumpas hasta que lleguemos al Hyatt.

Le guiñé un ojo a la duquesa y le indiqué el intercomunicador con un movimiento de cejas.

—¿Encendido o apagado? —susurré.

La duquesa alzó la vista y se mordisqueó el interior de la boca. Se encogió de hombros.

—Oh, déjalo encendido.

¡Esa es mi mujer! En voz alta, dije:

—¡Disfruta del real espectáculo, Bob! —Y con esas palabras el sobrio Duque de Bayside, Queens, se puso a hacerle el amor a su mujer, la deliciosa duquesa de Bay Ridge, como si fuera a acabarse el mundo.