37
Cada vez más enfermo
¡Cuánta locura! Surcábamos el cielo a doce mil metros de altura y flotaban tantas moléculas de cocaína en el aire presurizado que, cuando me levanté para ir al baño, noté que los dos pilotos llevaban máscara de oxígeno. Mejor. Parecían buenos tipos y no me hubiera gustado que diesen positivo en una prueba de detección de drogas por mi culpa.
Ahora huía. ¡Era un fugitivo! Necesitaba mantenerme en movimiento; también mantenerme drogado. Quedarme quieto equivalía a morir. Permitir que mi cabeza aterrizara, bajar a la realidad, dejar que mis pensamientos se centraran en lo que acababa de ocurrir, ¡hubiera sido una muerte segura!
Pero ¿por qué había ocurrido? ¿Por qué había tirado a la duquesa por las escaleras de una patada? Era mi esposa. La amaba más que a ninguna otra cosa. ¿Y por qué había arrojado a mi hija al asiento de mi Mercedes antes de usarlo para embestir la puerta del garaje sin siquiera ponerle el cinturón de seguridad? Ella era la más preciada de mis posesiones. ¿Recordaría la escena de la escalera durante el resto de su vida? ¿Le quedaría grabada para siempre la imagen de su madre gateando, tratando de salvarla de… de… de qué? ¿De un maniático enloquecido por la coca?
En algún lugar, sobrevolando Carolina del Norte, había reconocido por fin que sí me había comportado como un maniático enloquecido por la coca. Durante un breve instante había cruzado la línea. Pero ahora ya había regresado, y volvía a mi sano juicio. ¿O no?
Necesitaba seguir inhalando. También necesitaba seguir tomando qualuuds, Xanax y mucho Valium. Debía mantener a raya la paranoia; detenerme era morir… detenerme era morir.
Veinte minutos después se encendió la señal de abrocharse los cinturones de seguridad, un claro recordatorio de que era hora de dejar de aspirar y de que había llegado el momento de tomar qualuuds y Xanax; debía tener la certeza de que mi equilibrio tóxico fuera perfecto cuando tocásemos tierra.
Tal como prometió mi abogado, Dave Beall me aguardaba en la pista junto a una limusina Lincoln negra. Supuse que Janet se habría ocupado de organizar mi transporte.
De pie con los brazos cruzados, Dave parecía más alto que una montaña.
—¿Listo para la fiesta? —pregunté, con animación—. Tengo que buscar a mi próxima exesposa.
—Vamos a casa a descansar —respondió Montaña—. Laurie voló a Nueva York para estar con Nadine. Tenemos la casa para nosotros. Necesitas dormir un poco.
—¿Dormir? —¡No, no, no!, pensé—. Dormiré todo lo que haga falta cuando esté muerto, grandullón de mierda. Y, de todos modos, ¿de qué lado estás? ¿Del mío o del de ella? —Le tiré un puñetazo, un cross de derecha que le dio de lleno en el bíceps.
Se encogió de hombros. Al parecer, no había sentido mi golpe.
—Estoy de tu lado —dijo en tono afectuoso—. Siempre estoy de tu lado, pero no creo que haya una guerra. Os vais a reconciliar. Dale unos días para que se tranquilice; no necesita nada más.
Apreté los dientes y meneé la cabeza con aire amenazador, como diciendo: «¡Jamás! ¡Ni en un millón de jodidos años!».
Lamentablemente, eso no era cierto. Quería recuperar a mi duquesa; de hecho lo deseaba con desesperación. Pero no podía permitir que Dave lo supiera; tal vez no fuera discreto, se le escapara algo con Laurie, quien, a su vez, se lo diría a la duquesa. Entonces, ella sabría que me sentía desdichado sin ella y llevaría las de ganar.
—Solo espero que se caiga muerta —farfullé—. ¡Mira todas las que me ha hecho pasar! ¡Ni que fuera la única vagina que queda en el mundo aceptaría reconciliarme con ella! Mira, vamos a Solid Gold a hacérnosla mamar por unas strippers.
—Tú eres el jefe —dijo Dave—. Solo tengo órdenes de asegurarme de que no te mates.
—¿Ah, sí? —ladré—. ¿Ordenes de quién mierda?
—De todos —respondió mi robusto amigo, meneando la cabeza con aire grave.
—Bueno, ¡entonces que se pudran todos! —barboté, dirigiéndome a la limusina—. ¡Que se pudra hasta el último de todos!
Solid Gold… ¡qué lugar! Todo un muestrario de jóvenes nudistas, al menos dos docenas. Pero cuando nos acercamos al escenario y vi más de cerca a estas jóvenes beldades, llegué a la triste conclusión de que la mayor parte de ellas había sido tocada con la varita de la fealdad.
Volviéndome a Montaña y al Guiñador, dije:
—Demasiadas feas, pero si buscamos bien apuesto a que damos con algún diamante en bruto. —Giré la cabeza en una y otra dirección—. Demos un paseo.
El sector VIP estaba en el fondo del club. Un enorme gorila negro estaba de pie ante una corta escalera cerrada con un cordón de terciopelo rojo.
—¿Cómo va? —dije en tono amistoso. El gorila me miró como si yo fuese un insecto molesto al que debía aplastar. Me dije que necesitaba un cambio de actitud, así que, metiéndome la mano en el calcetín derecho, saqué un fajo de diez mil dólares en billetes de a cien, separé la mitad y se los entregué.
Ahora que su actitud había recibido el necesario ajuste, dije:
—Despeja la sección VIP para mis amigos y yo, y haz que nos manden las cinco mejores chicas del lugar.
Sonrió.
Cinco minutos después todo el sector VIP era para nosotros. Teníamos en frente a cuatro strippers como vinieron al mundo, a excepción de sus zapatos de tacón alto. Lucían razonablemente bien, pero no tanto como para casarse con ninguna de ellas. Necesitaba una auténtica beldad para poder pasearla por Long Island y mostrarle a la duquesa quién era el jefe.
En ese momento el gorila abrió el cordón para dar paso a una adolescente desnuda encaramada sobre un par de zapatos de tacón alto de charol blanco. Se sentó a mi lado sobre el brazo del sillón y cruzó sus piernas desnudas con total naturalidad antes de inclinarse para darme un beso en la mejilla. Olía a una mezcla de perfume Angel con un diminuto matiz del aroma almizclado que el sudor del baile había dejado en su cuerpo. Era bellísima. No podía tener ni un día más de dieciocho años. Tenía una gran cabellera color castaño claro, ojos verde esmeralda, una diminuta nariz de botón y una hermosa quijada. Su cuerpo era increíble: un metro setenta, un par de senos medianos a la silicona, un vientre levemente combado y piernas que eran dignas rivales de las de la duquesa. Su piel olivácea era inmaculada.
Intercambiamos sonrisas. Tenía dientes blancos y regulares. En voz lo suficientemente alta como para que se oyera por encima de la música, pregunté:
—¿Cómo te llamas?
Se inclinó hasta que sus labios casi se apoyaron en mi oreja, y dijo:
—Blaze.
Retrocedí, ladeando la cabeza.
—¿Blaze? ¿Y qué puto nombre es ese? ¿Tu madre sabía que serías stripper cuando naciste?
Me sacó la lengua, y yo también le saqué la lengua.
—Mi verdadero nombre es Jennifer. Blaze es mi nombre artístico.
—Bueno —dije—. Es un gusto conocerte, Blaze.
—¡Ohhh! —dijo frotando su mejilla contra la mía—. Eres un pequeño encanto.
¿Pequeño?, pensé.
—¿Por qué…? —¡Putita disfrazada de stripper! ¡Debería golpearte! Respiré hondo y dije—: ¿Qué quieres decir con eso?
Eso pareció confundirla.
—Digo que… eres un encanto, y tienes ojos hermosos, ¡y eres tan joven! —me dirigió su sonrisa de stripper.
Blaze tenía una voz muy hermosa. Pero ¿Gwynne la aprobaría? Era un poco pronto para decidir que esta sería una buena madre para mis hijos.
—¿Te gustan los qualuuds? —pregunté.
Encogió sus hombros desnudos.
—Nunca los probé. ¿Qué te hacen?
Mmm… una novata, pensé. No tenía paciencia para iniciarla.
—¿Y la coca? ¿Has probado eso?
Alzó las cejas:
—¡Sí! ¡Me encanta la coca! ¿Tienes?
Asentí con vehemencia:
—¡Sí, una montaña!
—Bueno, entonces ven conmigo —dijo, tomándome de la mano—. Y no me llames más Blaze, ¿de acuerdo? Me llamo Jennie.
Le sonreí a mi futura esposa.
—De acuerdo, Jennie. Por cierto, ¿te gustan los niños? —Crucé los dedos.
Sonrió de oreja a oreja.
—Sí, me encantan los niños. Algún día quisiera tener un montón de hijos. ¿Por qué?
—Por ninguna razón en particular —le dije a mi futura esposa—. Solo me lo preguntaba.
¡Ahhh, Jennie! ¡El antídoto justo para mi duquesa traidora! ¿Y ahora quién necesitaba regresar a Old Brookville? Podía llevarme a Chandler y a Carter a Florida. Gwynne y Janet también irían. La duquesa tendría derecho a visitar a los niños una vez al año, bajo supervisión del tribunal. Eso sería lo justo.
Jennie y yo pasamos las siguientes cuatro horas en la oficina del gerente aspirando cocaína mientras ella bailaba para mí y me hacía unas mamadas de campeonato, a pesar del hecho de que en todo ese tiempo nunca se me llegó a poner dura. De todos modos, ya estaba convencido de que sería una buena madre para mis hijos, de modo que, dirigiéndome a su coronilla, le dije:
—Espera, Jennie. Deja de chupar un segundo.
Alzando la cabeza, me dirigió su sonrisa de stripper:
—¿Algo anda mal, cariño?
Meneé la cabeza.
—Nada anda mal. De hecho, todo anda bien. Quiero presentarte a mi madre. Espera un segundo. —Saqué el móvil y marqué el número de mis padres en Bayside. Era el mismo desde hacía treinta y cinco años.
Al cabo de un momento oí la voz preocupada de mi madre, a quien le respondí:
—No, no le hagas caso. Todo está bien. ¿Que tiene una orden del juez que me prohíbe acercarme a ella? ¿Y eso qué mierda importa? Tengo dos casas; que se quede una, yo me quedo otra… ¿Los niños? Vivirán conmigo, por supuesto. ¿Quién puede criarlos mejor que yo? En fin, pero no es por eso por lo que te llamaba, mamá. Te llamaba para decirte que me voy a divorciar de Nadine… ¿Por qué? ¡Porque es una perra traicionera, por eso! Además, ya he conocido a alguien, y es muy agradable. —Miré a Jennie, que lucía radiante, y le guiñé un ojo. Luego le dije al teléfono—: Escucha, mamá, quiero que conozcas a mi futura esposa y… ¿Dónde estoy? En un club de striptease en Miami. ¿Por qué? No, ella no es una de las que se desnudan, al menos ya no. Va a dejar todo eso. La voy a consentir en todo. —Volví a guiñarle el ojo a Jennie—. Se llama Jennie, pero puedes decirle Blaze, si te gusta. No se ofenderá, es una muchacha muy sencilla. Espera, te la paso.
Le pasé el móvil a Jennie.
—Mi madre se llama Leah y es muy buena. Todos la quieren.
Jennie se encogió de hombros y cogió el teléfono.
—Hola, Leah. Soy Jennie. ¿Cómo te va?… oh, yo muy bien, gracias por preguntar… Sí, él está bien… ajá, sí, espera un segundo. —Cubriendo el micrófono del móvil con la mano dijo—: Dice que quiere hablar contigo otra vez.
¡Increíble! ¡Qué grosera había estado mi madre al sacarse de encima con tanta premura a mi futura esposa! Cogí el teléfono y corté la comunicación. Luego, con una amplia sonrisa, me tendí en el sofá y señalé mi entrepierna.
Jennie asintió con vehemencia, se inclinó sobre mí y se puso a chupar… a tocar… a tironear… a amasar… a chupar un poco más. Incluso así, y por más que lo quisiera, no había modo de que la sangre acudiera. Pero la pequeña Jennie era obstinada, una adolescente muy terca y no se iba a dar por vencida sin probar todos sus recursos. Quince minutos después había dado con el punto justo y, al cabo de un instante, yo estaba duro como una piedra y me la follé sin piedad sobre el sofá tapizado de barata tela blanca, diciéndole que la amaba. Ella me dijo que también me amaba y ambos nos echamos a reír. Compartimos un momento de felicidad, maravillándonos de cómo dos almas perdidas podían encontrar el amor así de rápido, incluso bajo esas circunstancias.
Fue asombroso. Sí, en ese instante mismo, justo antes de acabar, Jennie lo era todo para mí. Y, un instante después, me encontré deseando que se desvaneciera en el aire. Un terrible abatimiento, como una ola de maremoto de treinta metros de alto, me inundó. El corazón se me cayó hasta la boca del estómago. Me desinflé. Pensaba en la duquesa.
La echaba de menos. Sentía una desesperada necesidad de hablar con ella. Necesitaba que me dijera que aún me amaba y que seguía siendo mía. Le dirigí una triste sonrisa a Jennie y le dije que tenía que hablar un minuto con Dave, que enseguida volvía. Salí al club, encontré a Dave y le dije que si no nos íbamos en ese mismo instante era posible que me suicidara, lo que le produciría graves problemas, pues la responsabilidad de mantenerme con vida hasta que las cosas se aplacaran era suya.
Dave y yo íbamos sentados en la limusina, de camino a su casa en Broken Sound, una comunidad cerrada de Boca Ratón. El Guiñador se había enamorado de una stripper y quedado en el club; yo evaluaba la posibilidad de cortarme las venas. Sentía que me estrellaba. El efecto de la cocaína estaba pasando y yo caía por un precipicio emocional. Necesitaba hablar con la duquesa. Solo ella podía ayudarme.
Eran las dos de la madrugada. Tomé el teléfono móvil de Dave y llamé el número de mi casa. Respondió la voz de una mujer que no era la duquesa.
—¿Quién habla? —ladré.
—Soy Donna.
¡Mierda! Donna Schlesinger era justamente el tipo de perra envidiosa que se regocijaría con una situación como esta. Era una amiga de la infancia de Nadine y le tenía celos desde el momento en que tuvo edad suficiente para saber lo que son. Respiré hondo y dije:
—Quiero hablar con mi mujer, Donna.
—No quiere hablar contigo en este momento.
Eso me enfureció.
—Solo pásale el puto teléfono, Donna.
—Ya te he dicho —gritó Donna— que no quiere hablar contigo.
—Donna —dije en tono tranquilo—. No bromeo. Te advierto de que si no le pasas la llamada, cogeré un vuelo a Nueva York y te clavaré un cuchillo en el puto corazón. Y cuando terminé contigo me ocuparé de tu esposo, solo por una cuestión de principios. —Entonces grité—: ¡Pásale la llamada ahora mismo!
—Espera —dijo Donna, muy nerviosa.
Estiré el cuello, procurando tranquilizarme. Luego miré a Dave y le dije:
—No lo he dicho en serio. Era solo para hacerme entender.
Asintió con la cabeza y dijo:
—Detesto a Donna tanto como tú, pero creo que deberías dejar en paz a Nadine durante un par de días. Solo mantén un poco de distancia. Hablé con Laurie y dice que Nadine está muy alterada.
—¿Qué más te dijo Laurie?
—Dice que Nadine no volverá contigo si no vas a rehabilitación.
Por el móvil se oyó:
—Hola, Jordan. Soy Ophelia. ¿Estás bien?
Respiré hondo. Ophelia era buena chica, pero no podía confiar en ella. Era la más antigua de las amigas de la duquesa y debía querer lo mejor para nosotros, pero aun así… la duquesa se habría metido en su mente manipulándola, volviéndola en mi contra. Ophelia podía ser una enemiga. Pero, a diferencia de Donna, no era mala, de modo que oír su voz me tranquilizó un poco.
—Estoy bien, Ophelia. ¿Me pasas a Nadine, por favor?
La oí suspirar.
—No quiere atenderte, Jordan. No hablará contigo si no vas a rehabilitación.
—No necesito rehabilitación —dije con sinceridad—. Solo parar un poco. Dile que lo haré.
—Así lo haré —dijo Ophelia—, pero no creo que sirva de nada. Oye, lo lamento, pero tengo que colgar. —Y sin más trámite, cortó la comunicación.
Mi ánimo cayó aún más. Respiré hondo y agaché la cabeza, derrotado.
—Increíble —murmuré.
Dave me pasó un brazo por los hombros:
—¿Estás bien, compañero?
—Sí —mentí—. Muy bien. No quiero hablar ahora. Necesito pensar.
Dave asintió y pasamos el resto del trayecto en silencio.
Quince minutos después estaba sentado en la sala de estar de Dave, sintiéndome vacío y desesperado. La locura parecía haber empeorado; mis ánimos se habían sumergido en profundidades inconcebibles. Dave estaba sentado junto a mí en el sofá, sin hablar. Solo observaba y esperaba. Frente a mí había una pila de cocaína. Mis píldoras estaban sobre la mesa de la cocina. Había procurado llamar a casa una docena de veces, pero Rocco comenzó a atender el teléfono. Al parecer, también él estaba en mi contra. Lo despediría en cuanto resolviese ese asunto.
Le dije a Dave:
—Llama a Laurie a su móvil. Es la única manera de que me pueda comunicar con Nadine.
Dave asintió con aire fatigado y llamó a Laurie por un teléfono inalámbrico. Treinta segundos después ella contestaba, llorando.
—Oye —dijo, tragándose las lágrimas—, sabes cuánto te queremos Dave y yo, Jordan, pero por favor, te lo suplico, debes ir a rehabilitación. Tienes que ayudar. Vas a matarte. ¿No lo ves? Eres un hombre brillante y te estás destruyendo. Si no lo haces por ti mismo, hazlo por Channy y Carter. ¡Por favor!
Respiré hondo y, levantándome del sofá, me dirigí a la cocina. Dave me siguió, manteniéndose a unos pasos de distancia.
—¿Nadine aún me ama? —pregunté.
—Sí —dijo Laurie—, aún te ama, pero no volverá contigo si no vas a rehabilitación.
Volví a respirar hondo.
—Si me ama, se pondrá al teléfono.
—No —dijo Laurie—, si te ama no se pondrá al teléfono. Esto es algo que os afecta a los dos. Ambos estáis enfermos, ella tal vez más que tú, por permitir que las cosas hayan llegado tan lejos. Debes ir a rehabilitación, Jordan, y ella también necesita ayuda.
No lo podía creer. ¡Hasta Laurie se había vuelto en mi contra! Nunca lo hubiese imaginado, ni en un millón de años. Bueno, ¡que se fuera a la mierda! ¡Y que la duquesa también se fuese a la mierda! ¡Y que todo el mundo se fuera a la mierda! ¿A quién mierda le importaba nada? Yo ya había alcanzado el pináculo de mis posibilidades, ¿verdad? Tenía treinta y cuatro años y ya había vivido diez vidas. ¿Qué sentido tenía seguir adelante? ¿Dónde iba a ir, si no más abajo? ¿Qué era mejor, una muerte lenta y dolorosa o desaparecer en una llamarada de gloria?
En ese momento vi el frasco de morfina. Contenía al menos cien píldoras de quince miligramos. Eran pequeñas, de la mitad del tamaño de un guisante, y de un precioso color morado. Ese día había tomado diez, suficientes para dejar a cualquiera en un coma irreversible. Pero para mí no era nada.
Con gran tristeza en la voz le dije a Laurie:
—Dile a Nadine que lo siento y despídete por mí de los niños.
Lo último que oí antes de cortar la comunicación fue a Laurie, que gritaba:
—¡Jordan, no! ¡No cortes…!
Con un veloz movimiento me apoderé del frasco de morfina, desenrosqué la tapa y vertí todo su contenido en la palma de mi mano. Había tantas píldoras que la mitad se cayeron al suelo. Aun así, me quedaban al menos cincuenta, que formaban una pirámide en mi mano. Era una hermosa pirámide morada. Me las eché a la boca y me puse a mascar. Entonces, se desató el caos.
Vi que Dave se me acercaba, de modo que corrí al otro extremo de la cocina, apoderándome de pasada de una botella de Jack Daniel’s. Pero antes de que pudiera llevármela a los labios, Dave estaba encima de mí. Golpeó la botella haciendo que la soltara, antes de estrecharme en un abrazo de oso. El teléfono comenzó a sonar. Lo ignoró y me derribó. A continuación me metió los dedos en la boca, procurando sacar las píldoras. Se los mordí, pero era muy fuerte y me dominó. Gritaba:
—¡Escúpelas! ¡Escúpelas!
—¡Púdrete! —grité—. ¡Suéltame o te mataré, grandullón de mierda!
Mientras, el teléfono sonaba y Dave seguía gritando:
—¡Escupe las píldoras! ¡Escúpelas!
Yo mascaba y tragaba, hasta que, al fin, me tomó ambas mejillas en la mano derecha y apretó con tremenda fuerza.
—¡Ay, mierda! —Escupí las píldoras. Sabían a veneno, increíblemente amargas, y ya me había tragado tantas que, en realidad, no importaba. Ahora solo era cuestión de tiempo.
Sujetándome con una mano, Dave tomó el teléfono inalámbrico con la otra, marcó el 911 y le dio la dirección a la policía. Luego, tiró el teléfono y volvió a procurar sacarme las píldoras de la boca. Otra vez lo mordí.
—¡Saca tus putas garras de mi boca, puto grandullón! Nunca te perdonaré. Estás con ellos.
—Tranquilo —dijo alzándome como si fuese un haz de leña y llevándome al sofá.
Y me quedé tendido allí, maldiciéndolo durante dos minutos seguidos hasta que comencé a perder interés. Me sentía muy cansado, muy tibio, muy amodorrado. Sonó el teléfono. Dave contestó. Era Laurie. Traté de oír lo que decían, pero me dormía. Dave me puso el teléfono contra la oreja.
—Eh, amigo, es tu esposa. Quiere hablar contigo. Quiere decirte que aún te ama.
—¿Nadine? —dije con voz soñolienta.
La duquesa, llena de amor:
—Eh, cariño, aguanta un poco. Aún te amo. Todo saldrá bien. Los niños te aman y yo también. Todo saldrá bien. No te duermas.
Me eché a llorar.
—Lo siento, Nadine. No quise hacer eso hoy. No sabía lo que hacía. No puedo vivir conmigo mismo, lo… lamento. —Prorrumpí en incontenibles sollozos.
—Todo está bien —dijo mi esposa—. Aún te amo. Solo aguanta. Todo saldrá bien.
—Siempre te amé, Nadine, desde el momento en que te vi por primera vez.
Y entonces me desmayé, víctima de una sobredosis.
Desperté presa de la sensación más horrenda que pueda imaginarse. Recuerdo haber gritado:
—¡No! ¡Saca esa cosa de mi boca, hijo de puta! —Aunque no sabía exactamente por qué.
Un segundo después me enteré. Estaba atado a una mesa de examen y rodeado de un equipo de cinco médicos y enfermeras. La mesa estaba en posición vertical, perpendicular al piso. No solo tenía atados brazos y piernas, sino que dos anchas fajas de vinilo me cruzaban el torso y los muslos y me mantenían asegurado a la mesa. Frente a mí, un médico, enfundado en un equipo hospitalario verde, tenía en la mano un largo tubo negro, como el del radiador de un coche.
—Jordan —dijo en tono firme—, tienes que colaborar y dejar de intentar morderme la mano. Tenemos que vaciarte el estómago.
—Estoy bien —farfullé—. No llegué a tragar nada. Las escupí. Solo bromeaba.
—Entiendo —dijo, paciente—, pero no puedo correr riesgos. Te administramos Narcan para neutralizar los narcóticos, así que ahora estás fuera de peligro. Pero escúchame, amigo mío: tu presión sanguínea está fuera de todo límite normal y el corazón te late desordenadamente. ¿Qué drogas tomaste además de la morfina?
Me tomé un momento para estudiar al médico. Parecía iraní, persa o algo por el estilo. ¿Podía fiarme de él? Al fin y al cabo, yo era judío, lo que me convertía en su enemigo mortal. ¿O el juramento hipocrático trascendía ese tipo de barrera? Paseé la mirada por la habitación y vi algo terriblemente perturbador: dos policías uniformados y armados. Estaban apoyados contra la pared, observando. Hay que mantener la boca cerrada, pensé.
—Nada —dije—, solo morfina y tal vez un poco de Xanax. Tengo problemas de columna. Todo lo que tomo es recetado por el médico.
El doctor sonrió con tristeza.
—Estoy aquí para ayudarte, Jordan, no para arrestarte.
Cerré los ojos y me preparé para la tortura. Sí, sabía qué ocurriría. Ese hijo de puta persoiraní trataría de meterme ese tubo por el esófago hasta el estómago, cuyos contenidos aspiraría. Luego, me metería en el estómago un kilo de carbón activado para que arrastrara las drogas por el tracto digestivo sin que este las absorbiera. Fue uno de los raros momentos de mi vida en que lamenté haber leído tanto. Y lo último que pensé antes de que los cinco doctores y enfermeras me atacaran, metiéndome el tubo a la fuerza por la garganta fue: «¡Mierda! ¡Detesto tener siempre razón!».
Una hora después mi estómago estaba completamente vacío, a excepción de la camionada de carbón activado que me habían metido por la garganta. Aún estaba atado a la mesa cuando por fin me quitaron el tubo negro. Cuando la última pulgada de caucho salió de mi esófago, me encontré pensando cómo harían las estrellas del porno para meterse todos esos enormes penes por la garganta sin tener arcadas. Sé que era una idea extraña para tener en ese momento, pero fue lo que pensé.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el buen doctor.
—Necesito ir al baño cuanto antes —dije—. De hecho, si no me desatan, me voy a cagar encima.
El doctor asintió, y él y las enfermeras se pusieron a soltar las amarras.
—El baño está ahí —dijo—. Iré en un rato a ver cómo sigues.
No estaba muy seguro de qué habría querido decir con eso, hasta que la primera explosión brotó de mi recto con la fuerza de un cañón de agua. Me resistí a mi impulso de mirar la taza del inodoro para ver qué salía de mí, pero tras diez minutos de explosiones cedí y espié. Parecía el resultado de una erupción del Vesubio, como si el agujero de mi culo hubiese vomitado kilos de negra ceniza volcánica. Si había pesado sesenta kilos esa mañana, ahora debía de andar por los cincuenta. Mis entrañas mismas estaban en la barata taza de loza de un inodoro de Boca Ratón, Florida.
Al cabo de una hora emergí, al fin, del baño. Lo peor había pasado y me sentía mucho mejor. Quizá me hubiesen extraído del estómago parte de mi locura, pensé. Iba siendo hora de retomar Vidas de los ricos desequilibrados; era hora de arreglar las cosas con la duquesa, de disminuir mi consumo de drogas, de vivir una existencia más tranquila. Al fin y al cabo tenía treinta y cuatro años y dos hijos.
—Gracias —le dije al buen doctor—. Realmente siento haberte mordido. Es que estaba un poco nervioso. ¿Entiendes, verdad?
Asintió.
—No hay problema —dijo—. Me alegro de que hayamos podido ayudarte.
—¿Podrían pedirme un taxi, por favor? Tengo que ir a casa a dormir un poco.
Fue entonces cuando noté que los dos policías seguían en la habitación y que venían hacia mí. Tuve la impresión de que no tenían intención de llevarme a casa.
El doctor dio dos pasos hacia atrás en el momento mismo en que uno de los policías sacaba unas esposas. ¡Oh, mierda!, pensé. ¿Esposas otra vez? ¡El lobo encadenado por cuarta vez en menos de veinticuatro horas! ¿Y por hacer qué? Decidí no seguir esa línea de razonamiento. Al fin y al cabo, en el lugar adonde me llevaran no tendría otra cosa que hacer que pensar.
Mientras me ponía las esposas el policía dijo:
—Según los términos del acta Baker, será usted alojado en una unidad psiquiátrica de seguridad durante setenta y dos horas, tras lo cual comparecerá ante un juez que dictaminará si sigue representando un peligro para usted mismo o para terceros. Lo lamento, señor.
Mmm… ese polizonte de Florida parecía un tipo razonablemente bueno, y lo cierto era que solo estaba haciendo su trabajo. Además, me llevaban a una unidad psiquiátrica, no a una cárcel, y eso era algo bueno, ¿o no?
—¡Soy una mariposa! ¡Soy una mariposa! —gritaba una mujer obesa de cabello oscuro enfundada en un camisón azul, agitando los brazos y caminando en lentos círculos por la Unidad Psiquiátrica Segura ubicada en el cuarto piso del centro médico Delray.
Yo estaba sentado en un sofá muy incómodo en medio de la sala común cuando pasó junto a mí, flotando. Le dirigí una sonrisa y una cabezada. Había unos cuarenta pacientes, casi todos ataviados con bata y pantuflas, y dedicados a distintas formas de comportamiento socialmente inaceptable. En la parte delantera de la unidad estaba la sala de enfermeras, donde los loquitos formaban cola para recibir su Thorazine o Haldol o algún otro antipsicótico para tranquilizar sus desquiciados nervios.
—Lo necesito. Seis punto cero por diez a la vigesimotercera potencia —farfullaba un adolescente alto y flaco con un acné feroz.
Muy interesante, pensé. Ya llevaba más de dos horas observando a ese pobre chico, que caminaba trazando círculos notablemente perfectos mientras repetía el número de Avogadro, una constante matemática que se emplea para medir la densidad molecular. Su obsesión con esa fórmula me desconcertó un poco, hasta que un ordenanza me explicó que el joven era un aficionado irremediable al ácido que tenía un coeficiente intelectual muy elevado. Cada vez que una dosis de ácido le sentaba mal, se obsesionaba con el número de Avogadro. Era su tercera estancia en doce meses en el centro médico Delray.
Tenía su gracia que me pusieran en un sitio como ese, si se tenía en cuenta que estaba de lo más cuerdo. Pero ese era el problema con leyes como el acta Baker: estaban pensadas para las necesidades de las masas. Como fuere, hasta entonces las cosas venían saliendo razonablemente bien. Había convencido al médico de guardia de que me prescribiera Lamictal; y él, por propia iniciativa, me administró algún opiáceo de efecto corto para ayudarme con la abstinencia.
Pero lo que sí me preocupaba fue lo que ocurrió cuando intenté llamar a al menos una docena de personas desde el teléfono público de la unidad: amigos, familiares, abogados, relaciones laborales. Hasta procuré contactar con Alan el Químico para pedirle que me tuviese preparada una partida de qualuuds cuando saliera de ese manicomio. Pero no me pude comunicar con nadie. Ni un alma. Ni la duquesa ni mis padres ni Lipsky, Laurie, Gwynne, Janet, Choza, Joe Fahmeghetti, Greg O’Connell, el Chef, ni siquiera Bo, a quien normalmente siempre solía encontrar. Era como si me hubiesen dejado en hibernación, abandonado por todos.
De hecho, cuando mi primer día en esa gloriosa institución fue llegando a su fin, me encontré odiando a la duquesa más que nunca. Me había olvidado por completo, vuelto a todos en mi contra, recurriendo a ese único acto despreciable que cometí en las escaleras para ganarse la compasión de mis amigos y conocidos. Yo tenía la certeza de que ya no me amaba y que lo que me había dicho antes de que me desmayara por la sobredosis había sido solo por lástima. Quizás había pensado que realmente me iba a morir e ir al infierno, y que nada le costaba despedirse con un falso «te amo».
Llegada la medianoche, la cocaína y los qualuuds prácticamente habían abandonado mi organismo, pero aun así no podía dormir. Y fue entonces, en la madrugada del 17 de abril de 1997, cuando una enfermera de muy buen corazón me dio una inyección de Dalmane en la nalga derecha. Y al fin, quince minutos después, me dormí sin cocaína en el organismo por primera vez en tres meses.
Desperté dieciocho horas más tarde al oír que alguien me llamaba. Abrí los ojos y vi a un robusto celador negro parado junto a mí.
—Señor Belfort, tiene un visitante.
¡La duquesa!, pensé. Había venido a sacarme de allí.
—¿Ah, sí? —dije—, ¿cómo se llama?
Se encogió de hombros.
—El tipo no dio su nombre.
Mi ánimo se derrumbó. El celador me condujo a una habitación de paredes acolchadas, amueblada con un escritorio metálico gris y tres sillas. Me recordó a la habitación donde los de la aduana suiza me interrogaron después del episodio del manoseo de la azafata, aunque aquella no tenía muros acolchados. Sentado a un lado del escritorio había un hombre de unos cuarenta años con gafas de montura de carey. Nuestros ojos se encontraron y se levantó para saludarme.
—Tú debes de ser Jordan —dijo, tendiéndome la mano—. Soy Dennys Maynard[14].
Le estreché la mano por costumbre, aunque había algo en él que me desagradó al instante. Iba vestido como yo, con jeans, zapatillas y suéter. Era bastante apuesto, de un modo desvaído, de más o menos un metro ochenta de estatura, complexión media, cabello castaño corto peinado con raya a la derecha.
Me indicó con un gesto la silla que tenía frente a sí. Asentí y me senté. Al cabo de un instante otro celador entró en la habitación. Era, a juzgar por su aspecto, un irlandés borracho. Ambos se quedaron de pie a mis espaldas, dispuestos a saltar sobre mí si se me ocurría jugar a Hannibal Lecter y le arrancaba la nariz de un mordisco a mi interlocutor sin que se me acelerara el pulso.
Dennis Maynard dijo:
—Su esposa me ha contratado.
Meneé la cabeza, azorado.
—¿Qué mierda eres, un jodido abogado de divorcios o algo así? ¡Vaya, esa hija de puta trabaja deprisa! Esperaba que al menos tuviese la decencia de dejar transcurrir los tres días del acta Baker antes de iniciar los trámites de divorcio.
Sonrió.
—No soy un abogado especializado en divorcios, Jordan. Estoy especializado en adicciones y me contrató tu esposa, que aún te ama. Así que no deberías llamarla «hija de puta».
Miré a ese desgraciado entornando los ojos, tratando de encontrarle sentido a sus palabras. Ya no me sentía paranoico, pero sí muy tenso.
—¿Así que te contrató mi esposa, que aún me ama? Bueno, si me ama tanto, ¿por qué no me visita?
—Está muy atemorizada en este momento. Y muy confundida. Pasé las últimas veinticuatro horas con ella y está en un estado muy frágil. No está lista para verte.
Sentí que me subía la presión. Este hijo de puta quería ligarse a la duquesa. Me levanté de un salto y me precipité hacia el escritorio gritando:
—¡Chupapollas! —Retrocedió, y los dos celadores me sujetaron—. ¡Te haré apuñalar, pedazo de mierda! ¡Mira que querer seducir a mi esposa mientras estoy aquí encerrado! ¡Date por muerto, hijo de puta! ¡Y a tu familia también! ¡No sabes de qué soy capaz!
Respiré hondo, mientras los celadores me obligaban a sentarme en mi silla.
—Tranquilo —dijo el futuro marido de la duquesa—. No quiero seducir a tu esposa. Ella está enamorada de ti, y yo estoy enamorado de otra mujer. Lo que trataba de decirte es que me pasé las últimas veinticuatro horas con tu esposa hablando de ti, de ella y de todo lo que ocurrió entre los dos.
Me sentía totalmente irracional. Estaba habituado a tener todo bajo control, de modo que mi estado me producía un hondo desconcierto.
—¿Te dijo que, con mi hija en brazos, la hice caer por las escaleras de una patada? ¿Te dijo que destripé muebles de sobria elegancia por valor de dos millones de dólares? ¿Te contó mi pequeño desastre culinario? Solo puedo imaginar qué te habrá dicho. —Meneé la cabeza con aire de repugnancia, no solo ante mis propias acciones, sino por el hecho de que la duquesa hubiese decidido ventilar nuestra ropa sucia ante un perfecto desconocido.
Asintió con una risita, procurando desactivar mi ira.
—Sí, me contó todas esas cosas. Algunas me parecieron bastante divertidas, en particular lo de los muebles. Es la primera vez que oigo algo así. Pero la mayor parte eran bastante inquietantes, por ejemplo lo ocurrido en las escaleras y en el garaje. Aun así, debes entender que nada de eso es por tu culpa, o mejor dicho, que esas cosas no significan que seas una mala persona. Pero sí eres una persona enferma, Jordan. Estás aquejado de un mal, de algo que realmente es una dolencia, como el cáncer o la diabetes.
Se detuvo durante un instante y se encogió de hombros.
—Pero también me dijo qué maravilloso eras antes de que las drogas se apoderasen de ti. Me dijo que eras brillante, que tus logros eran increíbles y que se volvió loca por ti en el momento mismo en que te vio por primera vez. Me dijo que nunca amó a nadie como te ama a ti. Me dijo qué generoso eres con todos, y cómo todos se aprovechan de tu generosidad. Y también me contó lo de tu espalda, y de cómo eso exacerbó…
Mi terapeuta intervencionista siguió hablando, pero yo me había quedado pensando en la palabra «amó». Él dijo que ella me «amó», y eso era en tiempo pasado. ¿Significaba que ya no me amaba? Probablemente, pensé, porque, si me amara, hubiese ido a visitarme. Todo ese cuento de que estaba atemorizada no tenía sentido. Yo estaba en una unidad psiquiátrica segura. ¿Cómo iba a hacerle daño? Sufría de un terrible dolor emocional. Si me visitaba, ¡aunque solo fuera por un segundo, por el amor de Dios!, aliviaría mi dolor. Yo lo haría por ella, ¿verdad? Parecía especialmente cruel que no me visitara después de un intento de suicidio. Fueran cuales fuesen las circunstancias, no parecía comportarse como una esposa amante, distanciada o no.
Era evidente que Dennis Maynard estaba allí para convencerme de que fuese a rehabilitación. Y quizá lo hiciera, si la duquesa venía y me lo pedía ella misma. Pero no de ese modo, amenazando con abandonarme si no hacía lo que ella quería. Pero ¿la rehabilitación no era lo que yo mismo quería, o al menos necesitaba? ¿Realmente quería vivir en la adicción a las drogas? Pero ¿cómo iba a hacer para vivir sin drogas? Toda mi vida se centraba en las drogas. La sola idea de pasar los próximos cincuenta años sin qualuuds ni coca era impensable. Pero lo cierto es que alguna vez, mucho antes de que ocurriera todo eso, yo vivía una existencia sobria. ¿Era posible regresar a ese punto, hacer volver atrás el reloj, por así decirlo? ¿O mi química cerebral estaba alterada de manera irreversible y ahora estaba condenado a la adicción hasta el día que muriera?
—… y del carácter de tu padre —continuaba el terapeuta— y de cómo tu madre trataba de protegerte de él, pero no siempre lo lograba. Me contó todo.
Procuré resistirme al deseo de ser sarcástico, pero en vano.
—Me imagino que mi pequeña Martha Stewart te habrá contado qué perfecta es ella. Dado que yo soy una mercancía en mal estado y todo eso, supongo que no habrá tenido tiempo para contarte nada de ella misma. Porque, a fin de cuentas, es perfecta. Te lo dirá, claro que no con esas palabras, pero te lo dirá. Al fin y al cabo por algo es la duquesa de Bay Ridge.
Estas últimas palabras lo hicieron reír.
—Mira —dijo—, tu esposa dista de ser perfecta. De hecho, está más enferma que tú. Piénsalo por un segundo: ¿quién está más enfermo? ¿El cónyuge que se droga o el que se queda mirando cómo la persona que ama se destruye a sí misma? Yo diría que el segundo. Lo cierto es que tu esposa también sufre de una enfermedad, a saber, la coadicción. Al pasar todo su tiempo cuidando de ti ignora sus propios problemas. Ella sufre de un grave caso de coadicción.
—Bla, bla, bla —dije—. ¿Crees que no sé toda esa mierda? Por si nadie te lo ha dicho, leo mucho. Y a pesar de los cincuenta mil qualuuds que he consumido, aún recuerdo todo lo que leí desde el jardín de infancia.
Asintió.
—No solo me reuní con tu esposa, Jordan; también lo hice con todos tus amigos y familiares. Y todos coinciden en que eres uno de los hombres más inteligentes del planeta. Así que no voy a tratar de engañarte. La propuesta es esta: hay un centro de rehabilitación en Georgia llamado Talbot Marsh. Se especializa en tratar médicos. El lugar está lleno de personas muy inteligentes, así que es apropiado para ti. Tengo autorización para sacarte de este agujero ya mismo. Puedes estar en Talbot Marsh en dos horas. Afuera te aguarda una limusina y tu jet está en el aeropuerto, listo para partir. Talbot Marsh es un lugar muy agradable y muy elegante. Creo que te gustará.
—¿Y qué mierda te da tanta autoridad? ¿Eres médico?
—No —dijo—. Solo soy un adicto como tú. La única diferencia es que estoy en recuperación y tú no.
—¿Cuánto tiempo llevas sobrio?
—Diez años.
—¿Diez putos años? —barboté—. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo mierda es posible tal cosa? ¡Yo no puedo pasar ni un día, o mejor dicho, ni una hora, sin pensar en drogas! No soy como tú, compañero. Mi mente funciona de otra manera. Y, de todos modos, no necesito ir a rehabilitación. Quizá pruebe con Alcohólicos Anónimos o algo así.
—Ya estás más allá de ese punto. De hecho, estás vivo de milagro. Deberías haber dejado de respirar hace mucho, amigo mío. —Se encogió de hombros—. Pero algún día se te acabará la suerte. La próxima vez, quizá tu amigo Dave no esté para llamar al 911 y terminarás en un ataúd, no en una unidad psiquiátrica.
En tono de total seriedad dijo:
—En AA decimos que el alcohólico o el adicto terminan en tres lugares: cárceles, instituciones, cementerios. En los últimos días has estado en la cárcel y en una institución. ¿Cuándo te darás cuenta? ¿Cuándo estés en una funeraria? ¿Cuando tu esposa tenga que explicarles a tus hijos que nunca volverán a ver a su padre?
Me encogí de hombros. Sabía que tenía razón, pero me era imposible dar el brazo a torcer. Por alguna razón inexplicable sentía la necesidad de resistirme a él, de resistirme a la duquesa, de resistirme, de hecho, a todos. Si recuperaba la sobriedad lo haría en mis propios términos, no en los de los demás, y nunca si me ponían una pistola en la cabeza.
—Si Nadine misma viene aquí, consideraré la posibilidad de hacerlo. Si no viene, que se vaya a la mierda.
—No va a venir —dijo—. Si no entras en rehabilitación no hablará contigo.
—Está bien —dije—. Entonces podéis iros a la mierda los dos. Saldré de aquí en dos días; entonces lidiaré con mi adicción en mis propios términos. Y si ello significa que perderé a mi esposa, que así sea. —Levantándome de la silla, les indiqué con un ademán a los celadores que la reunión había terminado.
Cuando salía de la habitación, Dennis dijo:
—Quizá puedas encontrar otra bella esposa, pero nunca una que te ame como esta. ¿Quién crees que ha organizado todo esto? Tu mujer se ha pasado las últimas veinticuatro horas aterrada, procurando salvarte la vida. Serías un estúpido si la pierdes.
Respiré hondo y dije:
—Hace mucho tiempo hubo otra mujer que me amó tanto como Nadine. Se llamaba Denise y la traicioné groseramente. Quizá solo estoy recibiendo mi merecido. ¿Quién sabe? Pero no entraré en rehabilitación bajo amenazas, así que no pierdas más tiempo. No vuelvas por aquí.
Y salí de la habitación.
El tormento siguió durante todo el día. Todos mis amigos y familiares, empezando por mis padres, visitaron la unidad psiquiátrica para tratar de convencerme de que fuera a rehabilitación. Todos menos la duquesa. ¿Cómo era posible que esa mujer se mostrase tan fría después de que yo intentara…?
Me resistía a usar la palabra «suicidarme», incluso en mi fuero interno. Quizás era demasiado dolorosa, o tal vez simplemente me daba vergüenza que el amor o, por cierto, tal vez solo la obsesión por una mujer, por más que fuera mi esposa, me hubiese llevado a cometer tal acto. No había sido una acción propia de un hombre de poder, ni tampoco de un hombre que se respetaba a sí mismo.
Lo cierto era que, en realidad, no había tratado de matarme. En el fondo sabía que me llevarían de urgencia al hospital, donde me lavarían el estómago. Dave había estado a mi lado, listo para intervenir. Sin embargo, la duquesa no estaba enterada de eso; por cuanto ella sabía, yo había estado tan afligido ante la posibilidad de perderla y tan sumido en la desesperación de la paranoia producida por la cocaína, que había procurado quitarme la vida. ¿Cómo podía no conmoverla eso?
Era cierto que mi conducta con respecto a ella había sido monstruosa, no solo en las escaleras, sino durante los meses que precedieron ese detestable acto. O quizá debía decir «los años». Yo le había sacado provecho a nuestro tácito acuerdo de toma y daca desde el comienzo de nuestro matrimonio; yo la proveía de la Vida y, a cambio, tenía derecho a ciertas libertades. Pero, por más que ese concepto contuviese un germen de verdad, no cabía duda de que me había pasado de la raya, y mucho.
Aun así, me parecía que tenía derecho a esperar compasión.
¿A la duquesa le faltaba compasión? ¿No había cierta frialdad en ella, un rincón de su corazón al que nadie podía llegar? La verdad era que siempre lo había sospechado. Como yo, como todos, la duquesa era una mercancía averiada.
Era buena esposa, pero también una esposa que había aportado sus propios problemas al matrimonio. De niña su padre prácticamente la había abandonado. Me había contado acerca de cómo tantas veces se había preparado sábados y domingos —ya entonces era bellísima, con una larga cabellera rubia y rostro de ángel— para que, cumpliendo sus promesas, su padre la llevara a comer a un restaurante elegante, a la montaña rusa de Coney Island o a Riis Park, la playa de Brooklyn. Allí, él proclamaría para que todos lo oyesen: «¡Esta es mi hija! ¡Miren qué guapa es! ¡Cuánto me enorgullezco de que sea mía!». Pero aguardaba en vano en la puerta de su casa, hasta que al fin se convencía de que él no aparecería, y ni siquiera llamaría con una mala excusa.
Claro que Suzanne lo cubría, diciéndole a Nadine que su padre la amaba, pero que era un hombre poseído por demonios personales que lo obligaban a llevar una vida errabunda, desarraigada. ¿Sería que estaba siendo castigado por eso? ¿La frialdad de la duquesa sería el resultado de las barreras que erigió durante su infancia, que evitaban que fuese una mujer verdaderamente compasiva? ¿O yo buscaba justificarme? Quizá no se tratase más que de una devolución de atenciones por todas mis infidelidades, las fichas azules y las Nasdaq, las llegadas en helicóptero a las tres de la madrugada, el hablar dormido sobre Venice la puta, y por lo de la masajista y por el manoseo a la azafata…
¿O el castigo tenía razones más sutiles? ¿Sería por haber violado tantas leyes? ¿O por manipular todas esas acciones? ¿O por todo el dinero que me llevé a Suiza? ¿Por joder a Cabeza Cuadrada, Kenny Greene, que había sido un socio fiel? A esas alturas, era difícil saberlo. La última década de mi vida había sido complicada hasta lo indecible. Había vivido la clase de existencia que, por lo general, solo tiene lugar en las novelas.
Sin embargo, había sido mi vida. Mía. Para mejor o para peor, yo, Jordan Belfort, el lobo de Wall Street, había sido un verdadero salvaje. Siempre me consideré invulnerable. Eludía la muerte y las leyes, vivía como una estrella de rock, consumiendo más drogas que mil hombres y, aun así, viviendo para contarlo.
Todos esos pensamientos rugían en mi cabeza al fin de mi segunda jornada en la Unidad Psiquiátrica Segura del centro médico Delray. A medida que las drogas abandonaban mi cerebelo, mi mente se iba agudizando. Estaba repuesto, en plena posesión de mis facultades y listo para encarar el mundo; haría picadillo a ese hijo de puta de Steve Madden, retomaría mi lucha contra mi némesis, el agente especial Gregory Coleman, y recuperaría a la duquesa a cualquier coste.
A la mañana siguiente, justo después de la distribución de píldoras, me llevaron otra vez al cuarto acolchado, donde me esperaban dos médicos. Uno era gordo, el otro habría tenido un aspecto normal de no haber sido por sus saltones ojos azules y nuez de Adán del tamaño de un pomelo. Supuse que sufriría de algún trastorno glandular.
Se presentaron como el doctor Brad y el doctor Mike[15] y, enseguida, indicaron a los celadores que se marcharan. Interesante, pensé, aunque no tanto como los dos primeros minutos de conversación, que me hicieron llegar a la conclusión de que ambos tenían más condiciones de comediantes que de intervencionistas especializados en adicciones. ¿O se trataría de un método? Sí, parecían buenos tipos. De hecho me caían bien. La duquesa los había hecho viajar desde California en jet privado después de que Dennis Maynard le informara de que no nos habíamos llevado demasiado bien.
Así que esos eran los refuerzos.
—Mira —dijo el gordo doctor Brad—. Tengo autorización para sacarte de esta mierda de lugar ahora mismo. En dos horas puedes estar en Talbot Marsh, bebiéndote una piña colada sin alcohol y admirando a una bella enfermera convertida en paciente tras ser sorprendida inyectándose Demerol a través de su falda reglamentaria. —Se encogió de hombros—. O puedes quedarte un día más aquí para conocer mejor a la mujer mariposa y al matemático ácido. Pero debo decir que para quedarte en este lugar un segundo más de lo imprescindible hay que estar loco. Huele a…
—… mierda —concluyó Glándulas—. ¿Por qué no nos autorizas a sacarte de aquí? No me cabe duda de que estás loco y todo eso, y es probable que pasarte encerrado un par de años te vendría bien, pero no aquí, ¡en esta letrina! Tienes que ir a un manicomio más elegante.
—Tiene razón —añadió el Gordo—. Bromas aparte, te espera una limusina y tu jet está en Boca Aviation. Así que autorízanos a sacarte de este manicomio y vamos al avión a divertirnos un poco.
—Estoy de acuerdo —dijo Glándulas—. El jet es fabuloso. ¿Cuánto le ha costado a tu esposa traernos desde California?
—No estoy seguro —dije—, pero estoy dispuesto a apostar que pagó el máximo precio posible. Si hay algo que la duquesa odia son las gangas.
Ambos rieron, en especial el Gordo, a quien todo le parecía gracioso.
—¡La duquesa! ¡Muy bueno! Tu esposa es muy guapa y te ama de verdad.
—¿Por qué le dices la duquesa? —preguntó Glándulas.
—Bueno, es una larga historia —dije—, pero lo cierto es que no puedo adjudicarme el mérito de haberle puesto ese nombre, aunque me encantaría. Se lo puso un tipo llamado Brian, el propietario de una de las firmas de Bolsa con las que más trabajo. La cuestión es que íbamos en jet privado, regresando de St. Barts hace un montón de navidades, y estábamos todos con una gran resaca. Brian, que estaba sentado frente a Nadine, soltó un pedo monstruoso y dijo: «¡Mierda, Nadine! ¡Me parece que ese salió con un adicional!». Nadine se enfadó con él y comenzó a decirle qué vulgar y asqueroso era, y Brian le respondió: «¡Oh, perdona! ¡Supongo que la duquesa de Bay Ridge nunca se ha tirado un pedo y ha dejado un rastro en sus bragas de seda!».
—Eso es gracioso —dijo el Gordo—. La duquesa de Bay Ridge. Me gusta.
—No, esa no es la parte graciosa. Lo bueno fue lo que ocurrió después. Brian pensó que su chiste era tan ocurrente que se dobló en dos de la risa. Así que no vio que la duquesa enrollaba su edición navideña de la revista Town and Country. En el momento en que se enderezó, la duquesa se levantó de un salto y lo golpeó con la revista en la cabeza. Lo dejó inconsciente. Me refiero a que lo noqueó allí mismo. Luego, volvió a sentarse y siguió leyendo la revista. Brian despertó unos dos minutos después, cuando su mujer le echó agua en la cara. Y desde entonces la llamamos «la duquesa».
—¡Increíble! —dijo Glándulas—. Tu esposa parece un ángel. No la hubiese creído capaz de hacer algo así. —El Gordo asintió.
Alcé la vista al cielo.
—Oh, no tenéis idea de lo que es capaz de hacer. Quizá no parezca muy dura, pero es fuerte como un buey. No sabes cuántas veces me aporreó. Es especialmente buena tirando agua. —Sonreí y lancé una risita—. No me interpretéis mal. Me merecía la mayor parte de las palizas. Por mucho que la ame no se puede decir que sea un marido modelo. Pero aun así, creo que me tendría que haber visitado. Si lo hubiera hecho ya estaría en rehabilitación. Pero no me gusta que me extorsione, teniéndome de rehén aquí.
—Creo que quería venir —dijo el Gordo—, pero Dennis Maynard le aconsejó que no lo hiciera.
—Me imagino —farfullé—. Ese tipo es una mierda. En cuanto esto quede resuelto le pagaré a alguien para que le haga una pequeña visita.
Los comediantes se negaron a festejar mi gracia.
—¿Te puedo sugerir algo? —preguntó Glándulas.
Asentí.
—Claro, ¿por qué no?, me caéis bien. Al que detesto es al imbécil ese.
Sonrió y miró en torno de sí con aire de conspirador. Bajando la voz dijo:
—¿Por qué no nos permites que te saquemos de aquí y te llevemos a Atlanta? En cuanto estés registrado en el centro de rehabilitación lo abandonas. Allí no hay muros, barrotes, alambre de púas ni nada por el estilo. Estarás en una urbanización de lujo con una banda de doctores chiflados.
—Sí —dijo el Gordo—. Una vez que lleguemos a Atlanta el acta Baker caduca y quedas en libertad para hacer lo que te plazca. Te basta con decirle al piloto que no se vaya. Si no te gusta el centro de rehabilitación te marchas.
Me eché a reír.
—¡Sois increíbles! Estáis tratando de recurrir a mi mentalidad criminal, ¿verdad?
—Haría cualquier cosa con tal de que vayas a rehabilitación —dijo el Gordo—. Eres un tipo agradable y mereces vivir, no morir con una pipa de crack en la boca, que es lo que ocurrirá si no te desintoxicas. Créeme. Hablo por experiencia.
—¿Tú también eres un adicto en recuperación? —pregunté.
—Ambos lo somos —respondió Glándulas—. Yo llevo sobrio once años. Brad, trece.
—¿Cómo es posible tal cosa? La verdad es que me gustaría parar, pero no puedo. No podría hacerlo más que por unos días, ni hablemos de trece años.
—Puedes hacerlo —dijo el Gordo—. No trece años, pero apuesto a que sí por hoy.
—Sí —dije—, puedo pasar el día de hoy, pero diría que nada más.
—Con eso alcanza —dijo Glándulas—. Lo que importa es el hoy. ¿Quién sabe qué ocurrirá mañana? Solo hazlo de día a día, y estarás bien. Así hago yo. No es que me haya despertado esta mañana y dicho: «Eh, Mike, es importante que contengas tus deseos de beber durante toda tu vida». Lo que me digo es: «Eh, Mike, pasa las próximas veinticuatro horas sin beber; ya veremos qué ocurre con el resto de tu vida».
El Gordo asintió.
—Tiene razón, Jordan. Y sé que estás pensando que es un estúpido truco mental, que es engañarse uno mismo. —Se encogió de hombros—. Probablemente lo sea, pero, en lo personal, me importa una mierda. Funciona, y eso es lo único que me interesa. Me hizo recuperar mi vida y hará que tú recuperes la tuya.
Respiré hondo y exhalé poco a poco. Esos tipos me caían bien, de verdad. Y realmente quería estar sobrio. Tanto, que ya sentía que hacerlo estaba a mi alcance. Pero mi compulsión era demasiado fuerte. Todos mis amigos consumían drogas. Y mi esposa… bueno, la duquesa no había ido a verme. Por más que yo le había hecho muchas cosas terribles, en el fondo de mi corazón sabía que nunca olvidaría que no me hubiese ido a visitar después de que traté de suicidarme. Pero claro que también debía tener en cuenta el punto de vista de la duquesa. Tal vez hubiese decidido no perdonarme. No podía culparla por eso. Había sido una buena esposa y yo le había devuelto el favor convirtiéndome en adicto a las drogas. Seguramente tendría mis razones, pero ello no cambiaba nada. Si quería divorciarse no le faltaban motivos. Siempre cuidaría de ella, siempre la amaría, y siempre me aseguraría de que tuviera una buena vida. Al fin y al cabo, me había dados dos hermosos hijos, además de ser la que había organizado todo eso.
Miré al Gordo a los ojos y asentí lentamente.
—Vámonos de este infierno.
—Claro —dijo—. Claro.