36
Cárceles, instituciones, cementerios
A la mañana siguiente, es decir, unas horas después, desperté en mi oficina. Sentía una agradable tibieza bajo la nariz y en las mejillas. Ahh… qué calmante, la duquesa aún estaba conmigo… me limpiaba… me atendía…
Abrí los ojos y… ay, era Gwynne. Tenía una toalla de baño muy cara que había humedecido con agua tibia y me enjugaba la cocaína y la sangre de la cara.
Le sonreí a Gwynne, una de las pocas personas que no me había traicionado. Pero ¿podía realmente fiarme de ella? Cerré los ojos y lo pensé… Sí, podía. No cabía duda. Me acompañaría hasta el amargo fin. De hecho, mucho después de que la duquesa me abandonara, Gwynne seguiría junto a mí, cuidándome y ayudándome a criar a mis hijos.
—¿Está usted bien? —preguntó mi beldad sureña favorita.
—Sí —musité—. ¿Qué haces aquí el domingo? ¿No tienes que ir a la iglesia?
Gwynne sonrió con tristeza.
—La señora Belfort me llamó y me pidió que viniera a echar una mano con los niños. Levante los brazos, le he traído una camiseta limpia.
—Gracias, Gwynne, tengo un poco de hambre. ¿Podrías traerme un cuenco de Fruit Loops, por favor?
—Ahí los tiene —dijo señalando al pedestal de mármol verde donde solía residir el vaquero—. Están bien empapados —añadió—. ¡Como le gustan a usted!
¡Eso era servicio! ¿Por qué la duquesa no era así?
—¿Dónde está Nadine? —pregunté.
Gwynne frunció sus gruesos labios.
—Está arriba, preparando una maleta. Se va a casa de su madre.
Una terrible sensación de vacío me embargó. Partiendo de la boca del estómago, se difundió por todas las células de mi cuerpo. Era como si me hubiesen arrancado el corazón y las tripas. Sentí náuseas, como si fuese a vomitar de un momento a otro.
—Regreso en un instante —barboté, incorporándome de un salto de mi sillón y poniendo rumbo a la escalera de caracol. Subí las escaleras a saltos, sintiendo que un infierno ardía en mi interior.
El dormitorio principal estaba al lado del remate de las escaleras. La puerta estaba cerrada con llave. Me puse a golpear.
—¡Abre, Nadine! —No hubo respuesta—. ¡También es mi dormitorio! ¡Déjame entrar!
Al cabo de treinta segundos el pestillo se corrió con un chasquido; pero la puerta no se abrió. Abrí y entré en el dormitorio. Sobre la cama había un bolso lleno de ropa cuidadosamente plegada. La duquesa no estaba a la vista. Era un bolso marrón chocolate, con el logo de Louis Vuitton por todas partes. Costaba una jodida fortuna… ¡De mi dinero!
En ese momento la duquesa salió de su ropero para zapatos del tamaño de Delaware con dos cajas, una bajo cada brazo. No dijo ni una palabra, ni me miró. Se limitó a acercarse a la cama y depositar las dos cajas junto al bolso antes de volverse al armario de los zapatos.
—¿Dónde mierda crees que vas? —ladré.
Me miró a los ojos con desdén.
—Ya te lo dije. Me voy a casa de mi madre. No puedo seguir mirando cómo te matas. Ya tengo suficiente.
Sentí que un chorro de vapor subía por mi cerebelo.
—Espero que no te creas que te llevas a los niños. ¡No te llevarás mis putos niños! ¡Jamás!
—Los niños se quedan —respondió con tranquilidad—. Voy sola.
No estaba preparado para eso. ¿Por qué dejaba a los niños?… a no ser que se tratara de algún tipo de conjura. Por supuesto. La duquesa era astuta.
—¿Crees que soy estúpido o qué? En el segundo en que me duerma regresarás a robarlos.
Me miró con desprecio y dijo:
—Ni siquiera tengo respuesta para eso. —Volvió a emprender la marcha hacia el armario de los zapatos.
Al parecer no estaba consiguiendo herirla lo suficiente, de modo que dije:
—No sé dónde mierda te crees que vas con toda esa ropa. Si te largas, hazlo con lo que llevas puesto, cazafortunas.
¡Eso sí que la afectó! Giró sobre sus talones, enfrentándome:
—¡Púdrete! —gritó—. ¡He sido la mejor de las esposas para ti! ¡Cómo te atreves a decirme eso después de todos estos años! Te he dado dos niños hermosos. ¡Me he pasado seis jodidos años a tu puta disposición! ¡Siempre he sido una esposa fiel! ¡Siempre! ¡Jamás te he engañado! ¡Y mira cómo me pagas! ¿Cuántas mujeres te has follado desde que nos casamos? ¡Tú, adúltero de mierda! ¡Púdrete!
Respiré hondo.
—Di lo que quieras, Nadine. Pero si te vas de aquí, te vas sin nada. —Mi tono era calmado pero amenazador.
—¿Ah, sí? ¿Y qué mierda vas a hacer? ¿Prenderle fuego a mi ropa?
¡Qué excelente idea! Cogí el bolso de la cama y, pisando fuerte, me dirigí al hogar de piedra caliza. Lo vacié sobre la pila de leña fina dispuesta para encenderse al toque de un botón. Le clavé los ojos a la duquesa; estaba inmóvil, paralizada de horror.
Su reacción no me satisfizo, así que fui a su ropero y arranqué docenas de pulóveres, blusas, vestidos y faldas de sus perchas, que parecían muy caras. Regresé al hogar a la carrera y los agregué a la pila.
La volví a mirar. Tenía lágrimas en los ojos. Aún no me bastaba. Quería que me pidiera perdón, que me suplicase que me detuviera. Así que apreté los dientes, decidido, y salté al escritorio donde guardaba su cofre de joyas. Lo tomé, regresé al hogar, abrí la tapa del cofre y lo sacudí hasta que todas las joyas quedaron sobre la pila. Me dirigí a la pared y, apoyando el índice derecho sobre un pequeño botón de acero inoxidable, la fulminé con la mirada. Ahora, las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Púdrete! —grité, y pulsé el botón.
En un instante, ropas y alhajas quedaron envueltas en llamas. Sin decir palabra, la duquesa salió tranquilamente de la habitación. Cerró la puerta tras de sí con toda suavidad. Me volví y me quedé mirando las llamas. ¡Que se pudriera!, pensé. Se lo había buscado. ¡Venir a amenazarme! ¿Creía que se iba a salir con la suya? Me quedé contemplando las llamas hasta que oí el sonido de ruedas sobre la grava de la senda de entrada. Corrí a la ventana y vi la parte trasera de su Range Rover negro, que iba camino al portón.
¡Mejor!, pensé. En cuanto se supiera que la duquesa y yo éramos historia, las mujeres harían cola ante mi puerta. ¡Cola! ¡Entonces vería quién mandaba!
Ahora que la duquesa se había marchado era hora de adoptar una expresión alegre y mostrarles a los niños qué maravillosa sería la vida sin mamá. Basta de obligaciones para Chandler; Carter podría comer postre de chocolate cuando le viniese en gana. Los llevé a los columpios del jardín y jugamos, mientras Gwynne, Rocco Día, Erica, María, Ignacio y algunos otros integrantes del elenco nos contemplaban.
Jugamos, felices, lo que pareció un tiempo muy largo, una eternidad, de hecho. Durante todo ese lapso reímos, bromeamos, miramos la azul bóveda del cielo y olimos las frescas flores de la primavera. ¡Nada como ser padre!
Pero, lamentablemente, la eternidad resultó durar solo tres minutos y medio, al cabo de los cuales perdí interés en mis perfectos niños y le dije a Gwynne:
—Relévame, Gwynne. Tengo que ponerme al día con unos papeles.
Un minuto después estaba de regreso en mi despacho, frente a una nueva pirámide de cocaína. Y, a modo de homenaje a la manera en que Chandler reunía a sus muñecas en círculo, presidiendo esa corte, dispuse todas mis drogas sobre el escritorio. Yo presidía esa corte. Había veintidós distintas, casi todas en frascos, pero algunas en bolsitas. ¿Cuántos hombres podían tomar todas esas drogas sin morir de sobredosis? ¡Ninguno! ¡Solo el Lobo era capaz de hacerlo! ¡El lobo, que había cultivado su resistencia a lo largo de años de mezclar y compensar con cuidado, pasando por un penoso proceso de prueba y error hasta llegar al resultado perfecto!
La guerra estalló a la mañana siguiente.
A las ocho de la mañana Choza estaba en mi sala de estar, haciéndome perder la paciencia. El hecho era que sabía muy bien que no me agradaría que apareciese en mi casa para procurar darme un sermón sobre las leyes financieras de Estados Unidos, esbozándolas en breves trazos carentes de sentido. Por Dios, quizá yo fuese deficiente en distintos aspectos de mi vida, pero no en mi conocimiento de las leyes financieras. De hecho, después de pasarme casi tres meses sin dormir, incluso entonces, tras las últimas setenta y dos horas de total locura, período en el que consumí cuarenta y dos gramos de cocaína, sesenta qualuuds, treinta Xanax, quince Valium, diez Klonopin, doscientos setenta miligramos de morfina, noventa miligramos de Ambien, además de Paxil, Prozac, Percocet, Pamelor, GHB y Dios sabe cuánto alcohol, sabía más sobre las leyes financieras estadounidenses que casi ningún otro habitante del planeta.
Choza dijo:
—El problema principal es que Steve nunca firmó un poder que te permita disponer de las acciones, de modo que es imposible que le enviemos los certificados accionariales al agente de transferencia para que los ponga a tu nombre.
En ese instante, por más que tenía la mente nublada, no pude menos que espantarme ante el grado de impericia de mi amigo. Era un problema tan simple que me daban ganas de escupirle en la cara. Respiré hondo y dije:
—Te diré una cosa, imbécil. Te quiero como a un jodido hermano, pero te voy a arrancar los putos ojos si vuelves a decirme qué no puedo hacer con el acuerdo de depósito en custodia en la cuenta de un tercero. ¿Vienes a mi puta casa a pedirme un jodido cuarto de millón de dólares y te preocupa un puto poder? ¡Por el amor de Dios, Andy! ¡Solo necesitaríamos un poder si quisiéramos vender las acciones, no para comprarlas! ¿No entiendes? Esta no es una guerra de retribución, sino una guerra de posesión, y una vez que tengamos las acciones en nuestro poder habremos ganado.
Adopté un tono más amable.
—Mira, lo único que debes hacer es ejecutar el acuerdo de depósito en custodia; al hacerlo te verás en la obligación legal de vender las acciones para darle cumplimiento. Entonces te diriges a mí y me vendes los títulos a cuatro dólares por acción, y yo te hago un cheque por cuatro millones ochocientos mil dólares, que cubre el precio de compra de las acciones. A continuación, tú me haces un cheque a mí por esos mismos cuatro millones ochocientos mil dólares para cancelar el pago en los términos del acuerdo.
Asintió débilmente.
—Escúchame —dije con tranquilidad—, con la posesión estaremos cumpliendo con nueve décimos de la ley. Te hago un cheque ahora mismo y con eso tomamos el control oficial de los títulos. Luego, esta tarde, presentamos una 13D y anunciamos públicamente que tengo intención de comprar más acciones y que voy a combatir por medio de representantes. Se producirá tal alboroto que Steve no tendrá más remedio que dar el brazo a torcer. Y compraré más acciones y presentaré 13D actualizadas cada semana. Saldrá todas las semanas en el Wall Street Journal. ¡Steve se volverá loco!
Quince minutos después Choza se marchaba. Era más rico en doscientos cincuenta mil dólares y llevaba un cheque por cuatro millones ochocientos mil dólares. Esa misma tarde el servicio de noticias de Dow Jones informaría de que yo estaba tratando de apoderarme de Zapatos Steve Madden. Y aunque en realidad esa no era mi intención, no me cabía duda de que Steve se volvería loco. No tendría otro remedio que pagarme el precio de mercado justo por mis acciones. No me preocupaba la eventualidad de que ello me trajese complicaciones legales. Había reflexionado sobre ese aspecto, y sabía que, dado que Steve y yo no habíamos firmado nuestro acuerdo secreto hasta un año después de la emisión original, no se podía acusar a Stratton de haberlas lanzado al mercado bajo términos engañosos. En todo caso, la responsabilidad era de Steve más que mía, pues, como presidente de la empresa, era quien había firmado las presentaciones ante la SEC. Yo podía alegar ignorancia, diciendo que siempre supuse que las presentaciones se habían hecho de forma correcta. No podía decirse que fuese una coartada perfecta, pero sí que era una coartada verosímil.
En cualquier caso ya me había sacado de encima a Choza.
Fui al cuarto de baño principal, en el piso de arriba, y me puse a inhalar otra vez. Había una pila de coca sobre el tocador, y mil luces encendidas. Se reflejaban en todos los espejos y en el piso de mármol gris de un millón de dólares. Mientras tanto, me sentía muy mal. Vacío. Hueco. Extrañaba tanto, tan terriblemente, a la duquesa… y ya no tenía forma de recuperarla. Ceder ante ella equivaldría a admitir mi derrota, a reconocer que tenía un problema y necesitaba ayuda.
De modo que metí la nariz en la pila y aspiré por ambas fosas. Luego me tragué unos pocos Xanax y un puñado de qualuuds. La clave, sin embargo, no eran los qualuuds ni el Xanax. Era mantener el golpe de coca en sus etapas tempranas, ese primer sacudón, cuando uno entiende todo a la perfección y los problemas están a un millón de kilómetros. Tendría que inhalar de forma constante —dos líneas gruesas cada cuatro o cinco minutos, según mis cálculos—, pero si lograba mantenerme en ese punto durante más o menos una semana, podría ganar a la duquesa por cansancio y la vería regresar a mí de rodillas. Requeriría un consumado manejo de compensación mutua de drogas, pero el lobo estaba a la altura del desafío…
Claro que si me dormía me podía robar a los niños. Quizá lo que debía hacer era marcharme con ellos para mantenerlos lejos de sus malignas garras, por más que Carter aún era un poco pequeño para viajar. Todavía usaba pañales y dependía mucho de la duquesa. Claro que eso no tardaría en cambiar, en particular cuando Carter tuviese edad de conducir y yo le ofreciese un Ferrari a cambio de que olvidase a su madre.
Así que sería más lógico marcharme solo con Chandler y Gwynne. Chandler era una excelente compañera y, a fin de cuentas, no había motivos que impidieran que un padre y su hija pasearan por el mundo. Nos vestiríamos con las mejores ropas y llevaríamos una existencia despreocupada, admirados por todos. Luego, en unos años, regresaría en busca de Carter.
Treinta minutos después estaba de regreso en la sala de estar, hablando de negocios con Dave Davidson, el Guiñador. Se quejaba de las operaciones a la corta, que le hacían perder dinero cuando las acciones subían de precio, pero a mí no me podía importar menos. Lo único que quería era ver a la duquesa para hacerle saber mi plan para viajar por el mundo con Chandler.
En ese preciso instante oí que se abría la puerta de entrada. A los pocos segundos vi que la duquesa cruzaba la sala de estar rumbo al cuarto de juegos de los niños. Yo discutía estrategias operativas con el Guiñador cuando la vi salir, con Chandler de la mano. Mis palabras salían de forma automática, como si estuviesen grabadas. Oí las suaves pisadas de la duquesa, que se dirigía al sótano, a la sala de exhibición de sus ropas de maternidad. ¡Ni siquiera había reconocido mi presencia, por el amor de Dios! ¡Me estaba provocando, faltándome el respeto! ¡Enfureciéndome! Sentía como si el corazón me fuese a saltar del pecho.
—… así que asegúrate de estar presente en la próxima emisión… —proseguí, con la mente corriendo furiosamente en doble pista—. La clave, David, es… Perdóname un segundo. —Alcé el índice—. Tengo que bajar a hablar con mi esposa.
Bajé por la escalera de caracol pisando fuerte. La duquesa estaba sentada ante su escritorio, revisando la correspondencia. ¿Abriendo mis cartas? ¡Cuánto descaro! Chandler estaba sentada en el suelo. Pintaba un libro de colorear con un lápiz de cera. En tono que rezumaba veneno le dije a mi esposa:
—Me voy a Florida.
Alzó la vista:
—¿Y qué? ¿Por qué había de importarme?
Respiré hondo.
—Me da igual si te importa o no, pero me llevo a Chandler.
Sonrió, burlona.
—No creo.
Mi presión sanguínea alcanzó niveles inéditos.
—¿No lo crees? Pues bien, ¡púdrete! —me incliné, tomé a Chandler en brazos y eché a correr hacia las escaleras. La duquesa se levantó de un salto y se puso a perseguirme, gritando:
—¡Te voy a matar, hijo de puta! ¡Suéltala, suéltala!
Chandler se puso a gemir y a llorar histéricamente, y yo le grité a la duquesa:
—¡Púdrete, Nadine! —Comencé a subir las escaleras a la carrera. La duquesa saltó y me abrazó los muslos, en un desesperado intento de impedir que continuara mi ascenso.
—¡Párate! —gritó—. ¡Por favor, párate! ¡Es tu hija! ¡Suéltala! —Subía por mi pierna, procurando aprisionarme el torso. Miré a la duquesa. Quise verla muerta. En todos nuestros años de matrimonio jamás le había puesto una mano encima. Hasta entonces. Apoyé firmemente la suela de mi zapatilla sobre su vientre y estiré la pierna en un poderoso empujón; mi esposa voló escaleras abajo antes de aterrizar sobre el flanco derecho con gran fuerza.
Me detuve atónito, desconcertado, como si acabase de presenciar un acto de espantosa atrocidad cometido por dos personas desequilibradas y desconocidas para mí. Unos segundos después la duquesa rodó y se acuclilló, teniéndose el costado con ambas manos y dando un respingo de dolor, como si se hubiese quebrado una costilla. Pero al momento su rostro se volvió a endurecer, y poniéndose de cuatro patas procuró gatear escaleras arriba, aún empeñada en detenerme y quitarme a su hija.
Le volví la espalda y corrí escaleras arriba, estrechando a Chandler contra mi pecho, diciéndole:
—¡Está todo bien, cariño! ¡Papá te quiere y te llevará a hacer un pequeño viaje! ¡Todo saldrá bien!
Cuando llegué al remate de las escaleras eché a correr a toda velocidad, mientras Chandler continuaba gimiendo irrefrenablemente. La ignoré. Pronto, los dos estaríamos juntos y solos y todo iría bien. Corrí al garaje. Sabía que algún día Chandler lo comprendería todo, entendería por qué tuve que neutralizar a su madre. Quizá, cuando Chandler fuese mucho mayor, una vez que su madre hubiera aprendido la lección, podrían reencontrarse y tener algún tipo de relación. Quizás.
Había cuatro coches en el garaje. El que estaba más a mano era el Mercedes convertible blanco de dos puertas, así que abrí la del lado del acompañante y deposité a Chandler en el asiento antes de cerrar de golpe. Al dar la vuelta al coche a la carrera vi a Marissa, una de las sirvientas, que me miraba, horrorizada. Entré en el coche de un salto y lo puse en marcha.
Entonces, la duquesa se arrojó contra la puerta del lado del acompañante golpeando la ventanilla y chillando. Pulsé el botón del bloqueo de puertas. En ese momento vi que la puerta del garaje comenzaba a cerrarse. Miré hacia la derecha y vi a Marissa con el dedo sobre el botón. ¡Mierda!, pensé, y poniendo el coche en marcha pisé el acelerador y atravesé la puerta del garaje, haciéndola astillas. Seguí adelante a toda velocidad, hasta estrellarme de lleno contra un pilar de piedra caliza de dos metros de alto que se alzaba en el extremo de la senda de entrada. Miré a Chandler. No tenía puesto el cinturón de seguridad, pero, gracias a Dios, estaba indemne. Gritaba y lloraba histéricamente.
De pronto, unos pensamientos terriblemente turbadores comenzaron a acudir a mi cerebro, para empezar: ¿Qué carajo estaba haciendo? ¿Dónde mierda iba? ¿Qué hacía mi hija en el asiento delantero de mi coche y sin cinturón de seguridad? Nada tenía sentido. Abrí la puerta, bajé y me quedé allí de pie. Un segundo después, uno de los guardaespaldas llegó corriendo, sacó a Chandler del coche y corrió a la casa con ella en brazos. Parecía una buena idea. Entonces, la duquesa se me acercó y me dijo que todo saldría bien, que tenía que calmarme. Me dijo que aún me amaba. Me rodeó con los brazos y me estrechó contra sí.
Y allí nos quedamos. No sé por cuánto tiempo, pero sí sé que muy poco después oí el aullido de una sirena y vi unas luces que destellaban. Y a continuación estaba esposado, sentado en el asiento trasero de un coche patrulla, mirando hacia atrás con el cuello muy estirado, tratando de ver por última vez a la duquesa antes de ir a la cárcel.
Pasé el resto del día en distintos calabozos, comenzando por la comisaría de policía de Old Brookville. Dos horas después me volvieron a esposar y me llevaron a otra comisaría de policía, donde me escoltaron hasta otra celda, esta mayor y con más gente dentro. No le hablé a nadie y nadie me habló. Había muchos gritos y escándalos, y hacía mucho frío. Tomé nota mental de llevar prendas de abrigo si el agente Coleman aparecía algún día en mi puerta con una orden de detención. Oí que me llamaban y pocos minutos después me encontraba en el asiento trasero de otro coche de policía rumbo a la ciudad de Mineola, donde estaba la sede del tribunal del estado.
Me encontré en el tribunal, frente a una jueza. ¡Mierda! ¡Una mujer! ¡Ahora sí estaba listo! Me giré hacia mi atildado abogado, Joe Fahmeghetti, y dije:
—¡Estamos jodidos, Joe! ¡Esta me va a condenar a muerte!
Joe sonrió y me posó una mano en el hombro.
—Tranquilo —dijo—. Te saco de aquí en diez minutos. No hables hasta que yo no te diga que lo hagas.
Tras unos pocos minutos de bla, bla, Joe se inclinó y me susurró al oído:
—Di «inocente».
Sonreí y dije:
—Inocente.
Diez minutos después quedaba libre. Salía del tribunal, acompañado de Joe Fahmeghetti. Mi limusina me aguardaba en la acera. George iba al volante y Rocco Noche en el asiento del acompañante. Ambos bajaron. Noté que Rocco llevaba mi bolso LV. George abrió la puerta de la limo sin decir palabra, mientras Rocco caminaba hacia mí. Me entregó mi bolso diciendo:
—Todas sus cosas están aquí, señor B., además de cincuenta mil dólares en efectivo.
Mi abogado se apresuró a añadir:
—Te espera un Learjet en el aeropuerto Republic. George y Rocco te acompañarán allí.
Quedé confundido. ¡Eran artimañas de la duquesa! ¡No cabía duda!
—¿De qué mierda habláis? —farfullé—. ¿Adonde me lleváis?
—A Florida —dijo mi elegante abogado—. En estos momentos David Davidson te espera en el Republic. Te acompañará en el vuelo. Dave Beall te aguarda en Boca. —Mi abogado suspiró—. Mira, amigo, tienes que alejarte unos días hasta que resolvamos esto de tu esposa. Si no, terminarás detenido otra vez.
Rocco añadió:
—Hablé con Bo y me dijo que me quede aquí para mantener vigilada a la señora B. No puede regresar a casa, señor B. Ella tiene una orden de protección contra usted. Lo arrestarán si va a la propiedad.
Respiré hondo, procurando dilucidar en quién podía confiar. Mi abogado, sí… Rocco, sí… Dave Beall, sí… la detestable duquesa, ¡no! De modo que, ¿qué sentido tenía regresar a casa? Ella me odiaba y yo la odiaba y era posible que, si la veía, terminara por matarla, y eso sería un serio obstáculo para mis planes de viajar con Chandler y Carter. De modo que, sí, quizás unos pocos días de sol me sentaran bien.
Miré a Rocco, entornando los ojos:
—¿Está todo en el bolso? —pregunté en tono acusador—. ¿Todas mis medicinas?
—Puse todo —dijo Rocco, con aire fatigado—. Todo lo que tenía en sus cajones y en las gavetas del escritorio, más el dinero que nos dio la señora Belfort. Está todo ahí.
Muy bien, pensé. Cincuenta mil dólares me durarían un par de días. Y las drogas… Bueno había bastante como para mantener a la población de Cuba drogada por lo que quedaba de abril.