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La tormenta antes de la tormenta

Por imposible que parezca, nueve meses después del hundimiento del yate mi vida alcanzó nuevas cotas de locura. Había encontrado una manera inteligente, una manera, de hecho, completamente lógica, de llevar mi conducta autodestructiva a nuevos extremos cambiando de droga favorita.

Ahora no eran los qualuuds, sino la cocaína. Sí, me pareció que era el momento de cambiar. El principal factor que me motivaba era que estaba harto de babear en público y dormirme en lugares poco apropiados. Así que en lugar de comenzar el día con cuatro qualuuds y un vaso grande de café helado, lo hacía con un gramo de polvo mágico boliviano. Siempre tenía cuidado de dividir la dosis con exactitud, medio gramo para cada fosa, de modo que no privara a ninguno de mis hemisferios cerebrales del trip instantáneo. Era un verdadero desayuno de campeones. Luego, lo completaba con tres miligramos de Xanax para aplacar la inevitable paranoia. Después, y a pesar de que la espalda ya no me dolía en absoluto, tomaba cuarenta y cinco miligramos de morfina, simplemente porque la cocaína y los opiáceos están hechos la una para los otros. Y además, dado que no sé cuántos doctores me recetaban morfina, ¿cuán mala podía ser?

Sea como fuere, una hora antes del almuerzo tomaba mi primera dosis de qualuuds, cuatro para ser preciso, seguidos de otro gramo de coca, para combatir el extremado sopor que inevitablemente me producían aquellos. Por supuesto que aún me las componía para consumir mi dosis diaria de veinte qualuuds. Pero ahora los empleaba de una manera más saludable y productiva, para compensar la coca. Era una estrategia genial, y funcionó a la perfección durante un tiempo.

Pero, como todas las cosas de la vida, tenía sus aspectos negativos. Lo malo era que solo dormía tres horas a la semana, y a mediados de abril estaba sumido en un ataque de paranoia inducido por la cocaína tan intenso que en una ocasión llegué a disparar en dirección al lechero con una escopeta calibre doce.

Supuse que, con un poco de suerte, el lechero difundiría la noticia de que con el lobo de Wall Street no se jugaba, que estaba armado y dispuesto a alejar a cualquiera que fuese tan estúpido como para pretender acercarse a su propiedad, incluso cuando sus guardaespaldas no se mantenían alerta.

Cuatro meses antes, a mediados de diciembre, Stratton cerró finalmente las puertas. Lo gracioso fue que quienes le dieron el golpe de gracia no fueron los gobiernos estatales, sino los torpes payasos de la NASD. Revocaron la pertenencia de Stratton, alegando manipulación de acciones y violación del código de ventas. En esencia, Stratton fue proscrito y, desde el punto de vista legal, se trató de un golpe mortal. Ser integrante de la NASD era un requisito insoslayable para vender acciones entre distintos estados, y no poder hacerlo equivalía a quedar fuera del negocio. De modo que, aunque de mala gana, Danny cerró Stratton. La empresa había tenido una vida de ocho años. No estaba muy seguro de cómo sería recordada, pero suponía que la prensa no se mostraría demasiado clemente.

Biltmore y Monroe Parker seguían en activo y aún me pagaban un millón de dólares por cada nueva emisión. Pero yo consideraba que era muy probable que los dueños, a excepción de Alan Lipsky, estuviesen intrigando contra mí. No estaba muy seguro de cómo lo hacían ni por qué, pero precisamente esa es la naturaleza de las conjuras, en particular cuando los conspiradores son tus amigos más cercanos.

Por otra parte, Steve Madden sí que intrigaba contra mí. Nuestra relación se había deteriorado por completo. Según Steve, era porque yo iba drogado a la oficina, a lo que respondí:

—¡Púdrete, santurrón hijo de puta! ¡Si no fuese por mí seguirías vendiendo zapatos desde el baúl de tu coche!

Fuera ese el caso o no, lo cierto era que las acciones se cotizaban a trece dólares e iban camino a los veinte.

Por entonces teníamos dieciocho comercios propios, además de pedidos anticipados para dos temporadas hechos por las grandes tiendas. Podía imaginar qué pensaría Steve de mí, el hombre que se había quedado con el ochenta y cinco por ciento de su empresa y que controlaba el precio de sus acciones desde hacía casi cuatro años. Lo cierto era que, ahora que Stratton ya no existía, yo ya no controlaba sus acciones. Ahora la cotización de los títulos de Zapatos Steve Madden no dependía de las recomendaciones de una empresa de corredores de Bolsa en particular, sino de la oferta y la demanda, que subía o bajaba según el comportamiento de la compañía misma. Era imposible que el Zapatero no estuviese conspirando contra mí. Sí, era cierto, yo había aparecido en la oficina un poco drogado, y eso no estaba bien, pero así y todo, para Madden no era más que una excusa para obligarme a marcharme de la compañía y robarme mis opciones sobre las acciones. ¿Cómo podía responder yo si lo hacía?

Bueno, tenía nuestro acuerdo secreto, pero solo cubría mis acciones originales, un total de un millón doscientos mil. Mis opciones sobre acciones estaban todas a nombre de Steve y no había ningún documento que demostrara que me pertenecían. ¿Trataría de robármelas? ¿O trataría de robar todo, acciones y opciones? Quizás ese calvo hijo de puta se engañara, suponiendo que yo no tendría las pelotas necesarias para hacer público nuestro acuerdo secreto, que, por su naturaleza misma, nos traería muchos problemas a ambos si llegaba a conocerse. Se encontraría con una desagradable sorpresa. Sus posibilidades de robar mis acciones sin sufrir consecuencias eran menores que cero, incluso si responderle significaba que ambos fuésemos a dar a la cárcel.

Incluso estando sobrio y lúcido habría pensado todas esas cosas. Pero en mi actual estado mental ardían en mi mente de una manera terriblemente venenosa. Si Steve estaba planeando joderme o no, era lo de menos; no le daría ocasión de intentarlo. No era distinto de Victor Wang, el jodido Chino Depravado. Sí, también Victor había tratado de joderme y yo lo había mandado de regreso al barrio chino.

Era la segunda semana de abril y yo no iba a Zapatos Steve Madden desde hacía más de un mes. Era un viernes por la tarde y estaba en casa, en mi estudio, sentado detrás de mi escritorio de caoba. La duquesa ya se encontraba en los Hamptons y los niños estaban pasando el fin de semana con Suzanne. Yo estaba a solas con mis pensamientos, preparándome para la guerra.

Telefoneé a casa de Choza, a quien le dije:

—Quiero que llames a Madden y le digas que, como custodio de sus títulos, le das notificación de tu plan de liquidar cien mil acciones de inmediato. Valen más o menos un millón trescientos mil dólares. Dile que, según los términos del acuerdo, tiene derecho a vender una cantidad proporcional de sus propias acciones, lo que significa que puede desprenderse de diecisiete mil. Si quiere hacerlo o no, es asunto suyo.

Choza el Débil respondió:

—Para hacerlo deprisa necesito su firma. ¿Y si se resiste?

Respiré hondo, procurando controlar mi furia.

—Si se pone difícil, dile que lo das por notificado según los términos del acuerdo, y que venderás las acciones de forma privada. Dile que yo ya acepté comprártelas. Y le dices a ese calvo hijo de puta que ello me dará una participación del quince por ciento en la compañía, lo que significa que deberé registrar un 13D ante la SEC, lo que hará que todo Wall Street se entere de qué puto chupapollas fue al tratar de joderme. Le dices a ese hijo de puta que voy a hacer público todo el asunto y que cada puta semana voy a comprar más acciones en el mercado abierto, lo cual significa que cada vez registraré 13D actualizados. Y le dices a ese chupapollas que no voy a parar de comprar hasta tener el cincuenta y uno por ciento de la compañía y que cuando lo haga voy a poner su huesudo culo en la puta calle. —Volví a respirar hondo. Sentía como si el corazón estuviese a punto de saltarme del pecho—. Y le dices a ese hijo de puta que si se cree que no hablo en serio, que vaya y se meta en un puto búnker, porque le va a caer encima una bomba atómica. —Abrí un cajón de mi escritorio y saqué una bolsa Ziploc que contenía casi medio kilo de cocaína.

—Haré lo que me digas —dijo Choza el Débil—. Pero quisiera que lo pienses un minuto. Eres la persona más inteligente que conozco, pero me da la impresión de que lo que me dices no es del todo racional. Como tu abogado, te sugiero enfáticamente que no hagas público tu acuer…

Interrumpí a mi jodido abogado.

—Te diré una cosa Andy, no tienes ni la más puta idea de qué poco me importa la puta SEC ni la puta NASD. —Abrí la bolsa y, tomando un naipe del escritorio, lo hundí en el polvo, sacándolo después cubierto de suficiente cocaína como para darle un ataque cardíaco a una ballena azul. La volqué sobre el escritorio. Luego me incliné, y metiendo la cara en la pila, inhalé—. Además —añadí, con el rostro empolvado de cocaína—, tampoco me importa una mierda ese chupapollas de Coleman. Ya lleva cuatro años persiguiéndome y aún no tiene nada en mi contra. —Meneé la cabeza varias veces, tratando de dominar el trip que me iba avasallando a toda velocidad—. Y no hay modo de que me castiguen por ese puto acuerdo. No sería lo suficientemente espectacular para Coleman. Es un hombre de honor y quiere echarme el guante por algo real. Hacerlo por el acuerdo sería como detener a Al Capone por evasión impositiva. ¡De modo que Coleman puede irse a la puta mierda!

—Entendido —dijo Choza—. Pero tengo que pedirte un favor.

—¿Qué?

—Me estoy quedando corto de dinero —dijo mi timorato abogado, haciendo una pausa para dar peso a sus palabras—. Sabes, Danny realmente me jodió al negarse a hacer lo de las cucarachas. Aún estoy esperando que aprueben mi licencia de corredor. ¿No me podrías ayudar hasta entonces?

¡Increíble!, pensé. ¡Mi propio agente de retención me extorsionaba! ¡Ese hijo de puta de peluquín! ¡Iba tener que matarlo a él también!

—¿Cuánto necesitas?

—No sé —contestó con voz débil—. ¿Digamos que unos doscientos mil?

—¡Muy bien! —ladré—. Te daré un cuarto de millón. Telefonea al puto Madden ahora mismo y llámame enseguida a contarme qué te ha dicho. —Colgué abruptamente, sin despedirme. A continuación volví a sepultar el rostro en la cocaína.

Diez minutos después sonó el teléfono.

—¿Qué dijo ese hijo de puta? —pregunté.

—No te agradará —me advirtió Choza—. Niega la existencia del acuerdo de retención por un tercero. Dice que se trata de un acuerdo ilegal y que sabe que no lo harás público.

Respiré hondo, procurando mantener el control.

—De modo que cree que no hablo en serio, ¿no?

—Así es —dijo Choza—. Pero dice que quiere resolver las cosas de forma amigable. Te ofrece dos dólares por acción.

Estiré el cuello, trazando un gran círculo, mientras hacía los cálculos. A dos dólares por acción, me estaría robando más de trece millones de dólares, y eso solo sobre los títulos; también retenía un millón de mis opciones, que tenían un valor libro de siete dólares. La cotización de mercado del día, trece dólares, las mejoraba en siete dólares. Así que ahí había otros cuatro millones y medio de dólares. En total, estaba intentando robarme diecisiete millones y medio de dólares. Lo gracioso era que ni siquiera me enfadaba demasiado. A fin de cuentas, siempre lo había sabido, desde aquel día en la oficina, años atrás, cuando le expliqué a Danny que su amigo no era fiable. De hecho, ese había sido el motivo por el cual hice que Steve firmase el acuerdo de retención en la cuenta de un tercero y me entregara los correspondientes certificados de acciones.

Entonces, ¿por qué habría de enfadarme? Los idiotas de la Nasdaq me habían forzado a escoger una manera estúpida de hacer las cosas. No me habían dejado más remedio que poner mis acciones a nombre de Steve. Pero había tomado todas las precauciones del caso, preparándome para esa eventualidad.

Repasé mentalmente toda la historia de nuestra relación y no encontré ni un error de mi parte. Y aunque no cabía duda de que aparecer drogado en la oficina no había sido una buena práctica comercial, no tenía absolutamente nada que ver con lo que estaba ocurriendo. Él me quería joder de todas maneras; lo de las drogas no hizo más que acelerar el proceso.

—Muy bien —dije con tranquilidad—. Ahora me tengo que ir a los Hamptons, así que nos ocuparemos de esto el lunes a primera hora. No te molestes en volver a llamar a Steve. Solo prepara toda la documentación para la compra de las acciones. Llegó la hora de ir a la guerra.

¡Southampton! ¡WASP-Hampton! Sí, ahí quedaba mi nueva casa de playa. Había llegado el momento de crecer, y Westhampton resultaba demasiado vulgar para el refinado gusto de la duquesa. Además, Westhampton estaba lleno de judíos y yo estaba harto de judíos, por más que lo fuera. Donna Karan (judía, pero de una categoría superior a los de Westhampton) tenía una casa al oeste de la mía; Henry Kravis (también un judío de categoría) tenía una casa al este de la mía. Y yo, por la bicoca de cinco millones y medio de dólares, había pasado a ser propietario de una mansión posmoderna blanca y gris de tres mil metros cuadrados en la fabulosa Meadow Lane, la calle más exclusiva del planeta. El frente daba a la bahía de Shinnecock; el fondo, al océano Atlántico. Amaneceres y ocasos explotaban en una casi indescriptible paleta de naranjas, rojos, amarillos y azules. Era verdaderamente glorioso, un panorama digno del Lobo Salvaje.

Mientras cruzaba el portón de hierro forjado que daba acceso a la propiedad, no pude menos que sentirme orgulloso. Ahí estaba, al volante de mi flamante Bentley Turbo azul de trescientos mil dólares. Y, claro, tenía suficiente cocaína en la guantera como para hacer bailar a toda la población de Southampton durante casi todo un año.

Sólo había estado una vez en esa casa, hacía poco más de un mes, cuando aún no estaba amueblada. Fui con un hombre con quien tenía una relación de negocios, de nombre David Davidson. Llamarlo así fue una broma cruel de sus padres, pero lo cierto era que yo pasaba más tiempo observando cómo guiñaba el ojo derecho que pensando en su nombre. Sí, guiñaba sin cesar, pero solo un ojo, lo que lo hacía aún más desconcertante. La cuestión es que el Guiñador era dueño de una empresa de corredores de Bolsa llamada DL Cromwell, donde trabajaban muchos exstrattonitas; hacíamos negocios juntos y ganábamos mucho dinero. Pero lo mejor que tenía, lo que más me gustaba en él, era su condición de cocainómano. Esa noche que fuimos juntos a la nueva casa nos detuvimos en un supermercado y compramos cincuenta aerosoles de nata montada instantánea Reddi Wip. A continuación, nos sentamos en el suelo de madera pulida y, llevándonos los aerosoles a las narices y poniéndolos de costado antes de pulsarlos, aspiramos todo el óxido nitroso que usaban como propelente. Fue todo un viaje, en particular porque alternábamos cada toque de óxido nitroso con dos de cocaína, uno por cada fosa nasal.

Había sido una velada memorable, aunque palidecería si se la comparaba con la que preparaba para esa noche. La duquesa había amueblado la casa a un coste de dos millones de dólares no ganados precisamente con el sudor de su frente. Estaba tan entusiasmada con eso que no paraba de vomitar su mierda de aspirante a decoradora de interiores, sin perder ocasión, mientras tanto, de agobiarme con sus recriminaciones, acusándome de cocainómano.

¡Que se fuera a la mierda! ¿Quién coño era para decirme qué hacer, en particular si se tenía en cuenta que me había vuelto cocainómano para hacerle un favor? A fin de cuentas, ella era quien me amenazaba con abandonarme si me seguía quedando dormido en los restaurantes. Y ese era el principal motivo por el cual me pasé a la coca. Y ahora me decía cosas como: «Estás enfermo. Hace un mes que no duermes. ¡Ni siquiera me haces el amor! Y pesas menos de sesenta kilos. No comes más que Froot Loops. ¡Y tienes la piel verde!». ¡Haberla hecho entrar en la Vida para que se volviese contra mí de esa manera! ¡Bueno, que se fuera a la mierda! Claro, cuando estaba enfermo le resultaba fácil amarme. Todas esas noches que pasé preso de mi dolor crónico venía a confortarme y a decirme que me amaría ocurriera lo que ocurriese. Y ahora resultaba que todo era una astuta conjura. Ya no podía confiar en ella. Muy bien. Mejor. Que siguiese su camino. No la necesitaba. De hecho, no necesitaba a nadie.

Todos esos pensamientos bullían en mi cabeza cuando, tras ascender las escaleras de caoba, abrí la puerta de entrada de mi nueva mansión.

—Hola —dije en voz muy alta, entrando en la casa. Toda la pared del fondo estaba ocupada por un ventanal, y me encontré ante una vista panorámica del océano Atlántico. A las siete de esa tarde de primavera el sol se estaba poniendo a mis espaldas, del lado de la bahía, y el agua se teñía de un increíble púrpura Prince. Y la casa tenía un aspecto excelente. Sí, era innegable que aunque la duquesa era un incordio de primera, una amargada aguafiestas de proporciones bíblicas, tenía condiciones para la decoración. El vestíbulo de entrada llevaba a una vasta sala de estar. Era un amplio espacio abierto de techo altísimo. Había tantos muebles que la mente se confundía. Sofás, canapés, sillas, sillones y otomanas estaban esparcidos por todas partes, en distintos grupos, de modo que formaban varias áreas de reunión. Todo ese maravilloso jodido mobiliario era blanco y gris, perfectamente adecuado a una casa de playa, sobriamente elegante.

En ese instante apareció el comité de bienvenida. Consistía en María, la gorda cocinera, y su marido, Ignacio, el mezquino mayordomo en miniatura, quien, con su metro cuarenta de estatura, era apenas más alto que su mujer. Eran portugueses y se enorgullecían de proveer un servicio formal, de estilo tradicional. Yo los detestaba porque Gwynne los detestaba, y Gwynne era una de las pocas personas que realmente me comprendían. Las otras eran mis hijos. Quién sabe si esos portugueses eran de fiar. Tendría que mantenerlos vigilados… y, si se hacía necesario, neutralizarlos.

—Buenas tardes, señor Belfort —dijeron María e Ignacio a coro.

Ignacio hizo una inclinación formal, María, una reverencia. Él me preguntó:

—¿Cómo se encuentra, señor?

—Mejor que nunca —barboté—. ¿Donde está mi amante esposa?

—En la ciudad, de compras —respondió la cocinera.

—¡Quién lo hubiera dicho! —ladré, pasando frente a ellos. Llevaba un bolso de viaje Louis Vuitton atiborrado de drogas peligrosas.

—La cena se servirá a las ocho —dijo Ignacio—. La señora Belfort me pidió que le informara que los invitados llegan a las siete y media, que por favor esté preparado para atenderlos.

«¡Que se pudra!», pensé.

—Muy bien —farfullé—. Estaré en la sala de televisión; por favor, que nadie me moleste. Tengo que ocuparme de asuntos importantes. —Con esas palabras entré en la sala, puse a los Rolling Stones y saqué las drogas. La duquesa me había mandado decir que estuviera listo para las siete y media. ¿Qué mierda quería decir? ¿Que me tenía que poner un puto esmoquin? ¿O preferiría frac y sombrero de copa? ¿Qué era yo, un puto mono? ¡Vestía pantalones de chándal grises y camiseta blanca, y eso estaba muy bien! ¿Quién carajo pagaba toda esa mierda? ¡Yo! ¿Quién si no? ¡Y tenía el descaro de darme órdenes!

Las ocho. ¡La cena está servida! ¿Y quién la necesita? ¡Dame Froot Loops y leche descremada y no toda esa mierda finolis que María y la duquesa tanto apreciaban! La mesa del comedor tenía el tamaño de un picadero. Pero los comensales no eran tan malos, a excepción de la duquesa. La tenía frente a mí, del otro lado del picadero. Estaba tan lejos que hubiese necesitado un intercomunicador para hablar con ella, lo que probablemente fuese lo mejor. Aun así, había que admitir que era hermosa. Pero las esposas-trofeo como la duquesa se consiguen a céntimo la docena. Y las buenas no se volverían en mi contra sin motivo, como ella.

A mi derecha tenía a Dave y Laurie Beall, quienes habían viajado desde Florida para visitarnos. Laurie era una rubia buena gente. Conocía su lugar en el esquema general de las cosas, lo cual significaba que me comprendía. El problema era que estaba bajo la influencia de la duquesa, quien se le había metido insidiosamente en la cabeza, implantándole pensamientos subversivos contra mí. Así que no podía confiar plenamente en Laurie.

Su esposo, Dave, era otra cosa. En él sí podía confiar, más o menos. Era un robusto paleto de un metro noventa de alto y ciento veinte kilos de puro músculo. En sus tiempos de universitario trabajaba de gorila. Un día, alguien le faltó al respeto y Dave le dio un puñetazo en la sien que le hizo saltar el ojo. Los rumores afirmaban que el ojo del tipo quedó colgando de unos ligamentos. Dave era un exstrattonita que ahora trabajaba para DL Cromwell. Esa noche, contaba con él para repeler eventuales intrusos, tarea que se complacería en llevar a cabo.

Mis otros dos invitados eran los Schneidermann, Scott y Andrea. Scott era de Bayside, aunque no éramos amigos durante nuestra adolescencia. Era un homosexual confeso que, por algún motivo, se había casado. Quizá fuese para tener descendencia. Y la tuvo: una hija. También él era un exstrattonita, aunque siempre careció del instinto asesino. Estaba allí por un único motivo: era mi proveedor de coca. Tenía un contacto en el aeropuerto y me conseguía cocaína colombiana pura. Su esposa era inocua; una morena regordeta de pocas palabras, ninguna de las cuales tenía interés.

Tras cuatro platos y dos horas y media de conversación forzada se hicieron las once. Les dije a Dave y Scott:

—Eh, muchachos, vamos a la sala de televisión a ver una película. —Y allí nos dirigimos los tres. Estaba seguro de que la duquesa tenía tan pocos deseos de hablar conmigo como yo de hablar con ella. Mejor. Nuestro matrimonio estaba prácticamente terminado. Ahora solo era cuestión de tiempo que llegara el fin.

Lo que ocurrió después comenzó con mi genial idea de dividir mis provisiones de cocaína en dos lotes destinados a dos sesiones independientes. La primera estaba a punto de comenzar, y se basaba en ocho gramos de cocaína en polvo. Luego nos trasladaríamos a la sala de juegos, a jugar al billar y a los dardos mientras nos emborrachábamos con Dewar’s. A continuación, en torno a las dos de la madrugada, regresaríamos a la sala de televisión para comenzar una segunda sesión, dedicándonos a una piedra de veinte gramos de cocaína de una pureza del noventa y ocho por ciento. Aspirarla en una sola sentada sería una proeza a la medida del lobo.

Y en efecto, pusimos en práctica el plan, de hecho, al pie de la jodida letra. Pasamos las siguientes dos horas inhalando gruesas líneas de cocaína con una pajilla de oro de dieciocho quilates, mientras mirábamos MTV sin sonido y escuchábamos Simpathy for the Devil en modo de repetición. Después, fuimos arriba, a la sala de juegos. Y cuando se hicieron las dos de la mañana dije, con una gran sonrisa:

—¡Llegó la hora de tomarnos la piedra, amigos! ¡Seguidme!

Bajamos a la sala de televisión y nos sentamos en nuestros anteriores sitios. Cuando me dispuse a coger la piedra no la encontré. ¿No estaba? ¿Cómo mierda era posible? Miré a Dave y a Scott y dije:

—Bueno, chicos, terminó la broma. ¿Quién de los dos ha cogido la piedra?

Ambos se quedaron mirándome, atónitos. Dave dijo:

—Qué, ¿estás bromeando? ¡Yo no he tocado tu piedra! ¡Te lo juro por la salud de mis hijos!

En tono defensivo, Scott añadió:

—¡A mí no me mires! ¡Jamás haría algo así! —Meneó la cabeza con aire grave.

—Meterse con la cocaína de otro es un pecado contra Dios. Nada menos.

Los tres caímos sobre manos y rodillas y nos pusimos a gatear por la alfombra. Dos minutos después nos mirábamos unos a otros, aturdidos y con las manos vacías. Con cierto escepticismo dije:

—Tal vez se ha caído detrás de los almohadones del sofá.

Dave y Scott asintieron, y procedimos a sacar todos los almohadones. No encontramos nada.

—No puedo creer la mierda esta —dije—. Es un puto misterio. —Entonces, una loca inspiración brotó en mi cerebro. ¡Quizá la roca había caído dentro de un almohadón! Parecía poco probable, pero pasan cosas más raras que esa, ¿o no?

Claro que sí.

—Enseguida regreso —dije antes de salir a toda velocidad en dirección a la cocina, donde saqué un cuchillo de acero inoxidable de su soporte de madera. Regresé a toda prisa a la sala de televisión, armado y listo. ¡La roca era mía!

—¿Qué haces? —preguntó Dave en tono de incredulidad.

—¿Qué mierda te parece que hago? —farfullé, arrodillándome antes de clavar el cuchillo en uno de los almohadones. Me puse a tirar espuma plástica y plumas en la alfombra. El sofá tenía tres almohadones para sentarse y otros tantos para apoyar la espalda. En menos de un minuto los había hecho trizas.

—¡Hijo de puta! —grité. Ahora trasladé mi atención al sillón para dos, que destripé con entusiasmo—. ¡No puedo creerlo! ¿Dónde mierda está la puta roca? —Miré a Dave—. ¿Estuvimos en la sala de estar?

Meneó la cabeza, nervioso.

—No, no recuerdo que hayamos estado allí —dijo—. ¿Por qué no nos olvidamos de la roca?

—¿Estás loco o qué? ¡Voy a encontrar esa puta roca, aun si es lo último que hago! —Volviéndome hacia Scott lo miré, entornando los ojos con expresión acusadora—. No me mientas, Scott. Estuvimos en la sala de estar, ¿verdad?

Scott meneó la cabeza.

—Creo que no. Lo siento, pero no recuerdo que hayamos estado allí.

—¿Sabéis qué? —grité—. ¡Sois dos mierdas! Sabéis tan bien como yo que esa puta roca cayó dentro de un almohadón. Tiene que estar en algún lugar y os lo voy a demostrar. —Me puse de pie y, apartando a puntapiés los restos de los almohadones, me dirigí a la sala de estar por entre la espuma y las plumas. Tenía el cuchillo en la mano derecha. Mis ojos estaban muy abiertos.

Apretaba los dientes, furioso. ¡Mira todos esos jodidos sofás! ¡Que mi mujer se fuese a la mierda si se creía que podía comprar todos los muebles que quisiera! Respiré hondo. Estaba al borde del abismo. Debía controlarme. Pero lo de reservar la piedra hasta las dos de la mañana había sido un plan perfecto. Habría sido perfecto de no ser por todos esos muebles. ¡Que se fueran todos a la mierda! Arrodillándome, puse manos a la obra. Recorrí toda la sala de estar, dando cuchilladas hasta que todos los sillones y sofás quedaron destruidos. Por el rabillo del ojo veía que Dave y Scott me miraban. Entonces me di cuenta. ¡Estaba bajo la alfombra! ¡Qué obvio! ¿Y cuánto costaba la mierda esa? ¿Cien mil? ¿Doscientos mil? A ella le era fácil gastar mi dinero. Me puse a rajar la alfombra como un poseso. Un minuto después no había encontrado nada. Me acuclillé y paseé la mirada por la sala de estar. Estaba completamente destruida. Mis ojos se detuvieron en una lámpara de pie, de bronce. Parecía una silueta humana. Con el corazón batiendo de modo que parecía a punto de salirse de mi pecho, dejé caer el cuchillo. Cogí la lámpara y me puse a hacer molinetes con ella, como el dios nórdico Tor con su martillo. Luego, la solté en dirección del hogar, donde se estrelló contra la piedra con tremendo estrépito. Corrí hacia donde estaba el cuchillo y lo recogí.

En ese momento la duquesa salió corriendo del cuarto de baño principal, enfundada en una diminuta bata. Tenía el cabello peinado a la perfección y sus piernas lucían gloriosas. Era su manera de manipularme, de controlarme. Había funcionado en el pasado, pero esta vez, no. Ahora yo estaba en guardia. Sabía cuál era su juego.

—¡Oh, Dios mío! —gritó, llevándose la mano a la boca—. ¡Detente por favor! ¿Por qué estás haciendo esto?

—¿Por qué? —chillé—. ¿Quieres saber por qué? Muy bien, te lo diré. ¡Porque soy el jodido James Bond y estoy buscando un puto microfilm! ¡Ese es el jodido porqué!

Se quedó mirándome con la boca abierta y los ojos como platos.

—Necesitas ayuda —dijo en tono inexpresivo—. Estás enfermo.

Sus palabras me enfurecieron.

—¡Oh, púdrete, Nadine! ¿Quién mierda eres para decirme que estoy enfermo? ¿Qué, vas a golpearme? ¡Bueno, ven, haz la prueba y verás qué pasa!

¡De pronto, un terrible dolor en mi espalda! ¡Alguien me tiraba al suelo! ¡Ahora me retorcían la muñeca!

—¡Ay! ¡Mierda! —grité. Alcé la mirada. Dave Beall estaba sobre mí. Me oprimió la muñeca hasta que el cuchillo cayó al suelo.

Miró a Nadine.

—Vuelve adentro —dijo con tranquilidad—. Yo me ocupo de él. Todo saldrá bien.

Nadine corrió al dormitorio principal y cerró de un portazo. Oí el chasquido de la cerradura.

Dave seguía sobre mí. Me volví hacia él y me eché a reír.

—Muy bien —dije—. Ya puedes soltarme. Solo bromeaba. No iba a lastimarla. Solo le estaba mostrando quién manda.

Apresando mi brazo derecho con su inmensa mano, Dave me condujo a uno de los pocos sillones que no había destruido. Me hizo sentar y le dijo a Scott:

—Ve a buscar el frasco de Xanax.

Lo último que recuerdo es a Dave alcanzándome un vaso de agua y unos Xanax.

Cuando desperté ya era la noche del día siguiente. Estaba en mi despacho de Old Brookville, sentado tras mi escritorio de caoba. No recordaba exactamente cómo había llegado allí, pero sí haberle dicho «¡gracias Rocco!» a Rocco Día, que me había ayudado a salir del coche, después de que lo estrellara contra uno de los pilares de piedra que marcaban la entrada de la finca, al llegar desde Southampton. ¿O le había agradecido a Rocco Noche? Bueno, en realidad… ¿Qué mierda importaba? Ambos le eran leales a Bo, y Bo me era leal a mí, y la duquesa no hablaba mucho con ninguno de ellos; es decir que no los tenía sugestionados. Pero, de todos modos, me mantendría alerta.

¿Dónde estaría la duquesa?, me pregunté. No la había visto desde el episodio del cuchillo. Estaba en casa, escondida en algún lugar de la mansión. ¡Se escondía de mí! ¿Estaría en el dormitorio principal? No importaba. Lo que importaba eran los niños; al menos yo era buen padre. Así sería recordado: fue un buen padre, un verdadero hombre de familia, ¡y qué maravilloso proveedor!

Abrí la gaveta de mi escritorio y saqué mi bolsa Ziploc con casi medio kilo de cocaína. La vacié sobre el escritorio y, dejando caer la cara en la pila, inhalé por ambas fosas nasales. Dos segundos después alcé la cabeza, barbotando:

—¡A la puta mierda! ¡Oh, carajo! —luego me recliné en la silla, resollando.

En ese momento, el volumen del televisor pareció aumentar de forma espectacular, y oí una voz áspera y acusatoria que decía:

—¿Sabes qué hora es? ¿Dónde está tu familia? ¿Esta es tu idea de la diversión? ¿Estar sentado frente al televisor a esta hora de la madrugada? ¿Borracho, drogado, perdido? Mira tu reloj un segundo, si es que aún tienes uno.

¿De qué mierda hablaba? Miré mi reloj: un Bulgari de oro de veintidós mil dólares. ¡Por supuesto que aún tenía uno! Volví a mirar al televisor. ¡Qué cara! ¡Por Dios! Era un hombre de unos cincuenta años, con cabeza enorme, cuello grueso, facciones de amenazadora apostura, cabello gris perfectamente peinado. En ese instante, el nombre de Pedro Picapiedra acudió a mi mente.

Pedro Picapiedra insistió:

—¿Te quieres librar de mí ahora mismo? ¿Qué tal si te libras de tu enfermedad ahora mismo? El alcoholismo y la adicción te están matando. Seafield tiene las respuestas. Llámanos hoy. Podemos ayudarte.

¡Increíble!, pensé. ¡Qué puto entrometido! Me puse a farfullar:

—¡Puta cabeza de Pedro Picapiedra! ¡Patearé tu jodido culo cavernícola de aquí a Timbuktu!

Picapiedra seguía hablando:

—Recuerda: ser alcohólico o adicto no es una vergüenza. Vergüenza es no hacer nada al respecto. De modo que llama hoy y…

Paseé la mirada por la habitación… ¡Eso! Una escultura de Remington sobre un pedestal de mármol verde. Tenía sesenta centímetros de alto, era de bronce macizo y representaba a un vaquero cabalgando un potro encabritado. La cogí y corrí hacia el televisor. Reuní todas mis fuerzas y se la arrojé a Pedro Picapiedra. ¡Crash!

Se terminó Pedro Picapiedra.

Le hablé a la destrozada pantalla:

—¡Hijo de puta! ¡Te lo advertí! Te metiste en mi jodida casa a decirme que tengo un jodido problema. Y ahora, mira lo que te ha pasado, hijo de puta.

Regresé a mi escritorio y me senté antes de sepultar mi sangrante nariz en la pila de coca. Pero no aspiré, sino que me limité a dejar apoyado el rostro, como si se tratase de una almohada.

Sentí una leve punzada de culpa al pensar que mis niños estaban arriba, pero, dado que yo era un proveedor tan maravilloso, todas las puertas eran de caoba maciza. No había manera de que nadie hubiese oído nada. O al menos eso creí hasta que oí unos pasos que bajaban las escaleras. Un segundo después sonó la voz de la duquesa:

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué estás haciendo?

Alcé la cabeza, plenamente consciente de que tenía el rostro cubierto de coca. Me importaba una mierda. Miré a la duquesa: estaba totalmente desnuda. Trataba de engatusarme con la posibilidad de sexo.

Le dije:

—Pedro Picapiedra trató de entrar por el televisor. Pero no te preocupes. Lo aticé. No hay peligro.

Se quedó mirándome con la boca abierta. Tenía los brazos cruzados por debajo de los pechos y no pude evitar concentrarme en sus pezones. Qué pena que esa mujer se hubiese vuelto en mi contra. Sería difícil reemplazarla; no imposible, pero sí difícil.

—Te sale sangre de la nariz —dijo con suavidad.

Meneé la cabeza, harto.

—Deja de exagerar, Nadine. Apenas si me sangra, y eso solo porque es la temporada de las alergias.

Se echó a llorar.

—No puedo quedarme aquí contigo si no vas a rehabilitación. Te amo demasiado para ver cómo te matas. Siempre te he amado; no lo olvides. —Y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí, pero sin golpearla.

—¡Púdrete! —le grité a la puerta—. ¡No tengo ningún puto problema! ¡Puedo parar cuando quiera! —Respiré hondo y me enjugué la sangre de la nariz y el mentón con mi camiseta. ¿Qué se creía, que me iba a hacer ir engañado a rehabilitación? ¡Por favor! Sentí otro chorro tibio bajo la nariz. Volví a enjugarme con el faldón de la camiseta. ¡Caray! Si al menos tuviese éter, podría convertir mi cocaína en crack. Entonces la fumaría y me libraría de esos problemas nasales. ¡Pero espera! Había otras maneras de hacer crack, ¿verdad? Sí, había recetas caseras… algo que ver con polvo de hornear. ¡Debía haber una receta para hacer crack en internet!

Cinco minutos después tenía la respuesta. Fui a la cocina a tropezones, cogí los ingredientes y los puse sobre la mesa de granito. Llené de agua una olla de cobre y agregué la cocaína y el polvo de hornear. Encendí la cocina, subí el fogón al máximo y puse sobre él la olla con la tapa puesta. Deposité un frasco de cerámica para bizcochos sobre la tapa, para asegurarla.

Me senté en un taburete junto a la cocina y apoyé la frente en la mesa. Me sentía mareado, así que cerré los ojos y procuré relajarme. Sentí que me iba… me iba… ¡buuum! Di un salto cuando mi receta casera explotó por toda la cocina. Había crack por todas partes: en el techo, el suelo y las paredes.

Un instante después la duquesa llegaba a la carrera.

—¡Oh, por Dios! ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido esa explosión? —Estaba sin aliento, aterrada.

—Nada —farfullé—. Estaba haciendo una tarta y me quedé dormido.

Las últimas palabras de la duquesa que recuerdo fueron:

—Me voy a casa de mi madre mañana por la mañana.

Y lo último que recuerdo haber pensado fue: cuanto antes mejor.