34
Mal viaje
¡Ahhh, el Nadine! Aunque lo detestaba y deseaba que se hundiera, surcar las azules aguas del Mediterráneo a bordo de un yate a motor de cincuenta metros de eslora tiene su gracia. De hecho, los ocho —la duquesa y yo, más seis de nuestros amigos más cercanos— esperábamos pasarlo muy bien a bordo de mi palacio flotante.
Claro que era impensable que nos embarcáramos en tan emocionante travesía sin estar adecuadamente avituallados, así que la noche anterior a nuestra partida recluté a uno de mis amigos más íntimos, Rob Lorusso, para que me acompañara a hacer una recolección de drogas de último momento. Era el hombre ideal para el trabajo; no solo participaría del viaje, sino que él y yo compartíamos una trayectoria en ese terreno. En una ocasión ambos perseguimos un camión de Federal Express durante tres horas en medio de una furiosa nevada, en una desesperada busca de un envío de qualuuds.
Conocía a Rob desde hacía quince años y lo adoraba. Tenía mi edad, y era propietario de una pequeña empresa de préstamos hipotecarios que se ocupaba de las hipotecas de los strattonitas. Como a mí, le gustaban las drogas, y tenía un maravilloso sentido del humor. No era particularmente apuesto. Medía aproximadamente un metro setenta y cinco, estaba un poco excedido de peso y tenía una gorda nariz italiana y mentón débil. Pero así y todo, las mujeres lo amaban. Pertenecía a esa rara clase de hombre que puede sentarse a la mesa con una banda de bellezas a las que no conoce, y pedorrearse, eructar y sacarse los mocos y ellas solo dirían:
—¡Oh, Rob! ¡Eres tan divertido! ¡Te queremos tanto, Rob! ¡Por favor, tírate unos pedos más!
Pero su talón de Aquiles era que se trataba del hombre más avaro del mundo. Tan miserable era que ello le costó su primer matrimonio con una muchacha llamada Lisa, una belleza de cabello oscuro y muchos dientes. Tras dos años de casados ella se hartó de que él resaltara las llamadas que le correspondían en la cuenta de teléfono, y decidió tener un romance con un donjuán local. Rob la sorprendió en pleno acto y, poco después, se separaron.
A partir de entonces Rob comenzó a salir con distintas chicas, pero todas resultaron tener algún problema. Una tenía los brazos más peludos que un gorila; a otra le gustaba envolverse en plástico de cocina y fingir que era un cadáver cuando mantenían relaciones sexuales; otra se negaba a todo sexo que no fuese anal, mientras que otra (mi preferida) le ponía cerveza a los cereales del desayuno. Su última novia, Shelly, haría parte de la travesía. Era muy bonita, por más que tuviese cierto aspecto perruno. Además, tenía el extraño hábito de deambular con una Biblia en la mano, citando incomprensibles pasajes. En mi opinión ella y Rob durarían un mes.
Mientras Rob y yo nos surtíamos de provisiones de último momento, la duquesa gateaba por la senda de entrada recogiendo guijarros. Era la primera vez que se separaba de los niños y, quién sabe por qué, ello la inspiró a hacer manualidades. De modo que hizo a los niños una obra que representaba nuestro viaje para que lo siguieran desde casa. Se trataba de una caja de zapatos muy caros, que originalmente había contenido unos Manolo Blahnik de mil dólares, llena de pequeños guijarros que después cubrió con una capa de papel de aluminio. Sobre el aluminio, la hábil duquesa pegó dos mapas, uno de la Riviera italiana, otro de la francesa, además de una docena de fotos satinadas de esos lugares que recortó de revistas de viaje.
Antes de partir rumbo al aeropuerto fuimos al cuarto de juegos de los niños para despedirnos. Carter ya tenía casi un año e idolatraba a su hermana mayor, aunque no tanto como a su madre. Lloraba desconsoladamente si esta salía del baño sin secarse el cabello. Sí, Carter prefería que su madre tuviese el pelo rubio. Y, cuando estaba húmedo, se veía demasiado oscuro para su gusto. Hasta el menor atisbo de la duquesa con la cabeza mojada hacía que, señalando sus cabellos, chillase con toda la fuerza de sus diminutos pulmones:
—¡Noooooooooooooooo! ¡Noooooooooooooooo!
Yo solía preguntarme cuál sería su reacción cuando se enterara de que el cabello de su madre era rubio porque se lo teñía. Supuse que, cuando creciera, la psicoterapia lo ayudaría a resolver el tema. De cualquier modo, en ese momento se lo veía de muy buen talante, radiante, de hecho. Miraba arrobado a Chandler, que presidía una corte de cien muñecas Barbie dispuestas en un círculo perfecto.
La artística duquesa y yo nos sentamos con ellos en la alfombra y les presentamos la perfecta caja a nuestros perfectos hijos.
—Cada vez que extrañéis a mamá y a papá —explicó la duquesa—, todo lo que tenéis que hacer es sacudir esta caja de los deseos y sabremos que estáis pensando en nosotros. —Entonces, para mi sorpresa, la habilidosa duquesa sacó una segunda caja de los deseos, idéntica a la primera, y añadió—: ¡Y mamá y papá tendrán su propia caja de los deseos! Así que, cada vez que os extrañemos, la agitaremos para que sepáis que estamos pensando en vosotros.
Chandler entornó los ojos y se tomó un momento para pensarlo.
—¿Pero cómo tendré la certeza de que funciona? —preguntó en tono escéptico. No compraba el programa de las cajas de los deseos con tanta facilidad como hubiese querido la duquesa.
Le dirigí una cálida sonrisa a mi hija.
—Fácil, muñeca. Pensaremos en vosotros todo el tiempo, ¡así que cada vez que pienses que estamos pensando en vosotros, así será!
Se produjo un silencio. Miré a la duquesa, que me contemplaba con la cabeza ladeada y una expresión que decía: «¿Qué mierda acabas de decir?». Luego miré a Chandler, que tenía la cabeza ladeada en el mismo ángulo que su madre. ¡Las chicas se unían contra mí! Pero a Carter la caja de los deseos lo tenía sin cuidado. Con una sonrisa complacida emitía un arrullo. Al parecer estaba de mi lado.
Besamos a nuestros hijos, volvimos a decirles que los queríamos más que a la vida misma y emprendimos rumbo al aeropuerto. En diez días volveríamos a ver sus rostros sonrientes.
Los problemas comenzaron en cuanto aterrizamos en Roma.
Los ocho —Nadine, yo, Rob y Shelly, Bonnie y Ross Portnoy (mis amigos desde la infancia) y Ophelia y Dave Ceradini (amigos de la duquesa desde la infancia)— nos encontrábamos retirando nuestros equipajes en el aeropuerto Leonardo Da Vinci cuando la duquesa dijo en tono de incredulidad:
—¡No puedo creerlo! ¡George se olvidó de despachar mis maletas! ¡Ahora no tengo ropa! —dijo estas últimas palabras con un puchero.
Sonreí y dije:
—Tranquila, amor. Haremos como esa pareja que perdió el equipaje en el vuelo de American Express, solo que gastaremos diez veces más que ellos, ¡y estaremos diez veces más drogados cuando lo hagamos!
Ophelia y Dave se acercaron a consolar a la afligida duquesa. Ophelia era una belleza española de ojos oscuros que, de patito feo, se había convertido en deslumbrante cisne. Lo mejor que tenía era que, como durante su infancia había sido espantosamente fea, no le había quedado otro remedio que desarrollar una gran personalidad.
Dave tenía un aspecto de lo más corriente. Fumaba un cigarrillo tras otro y se bebía ocho mil tazas de café al día. Era más bien callado, aunque se podía contar con que festejara los chistes de mal gusto que Rob y yo hacíamos.
A Dave y Ophelia les gustaba lo aburrido; no eran adictos a la acción, como Rob y yo. Bonnie y Ross se aproximaron para participar de la diversión. El rostro de Bonnie era una máscara de Valium y BuSpar, tranquilizantes que había tomado antes de abordar el vuelo. Durante mi adolescencia, Bonnie era la rubia que todos los chicos del vecindario, yo incluido, se querían follar. Pero yo no le interesaba a Bonnie. Le gustaban los muchachos mayores que ella. También que fueran malos. A los dieciséis años se acostaba con un vendedor de marihuana de treinta y dos que ya había pasado una temporada en la cárcel. Diez años más tarde, a los veintiséis, se casó con Ross, quien acababa de cumplir una condena por venta de cocaína. Lo cierto era que Ross no era un traficante de cocaína, sino un tonto con mala suerte que procuró ayudar a un amigo. Pero de todos modos sus credenciales eran suficientes como para tirarse a la voluptuosa Bonnie, quien para ese momento, ¡ay!, ya no era tan deseable como antes.
Ross era un buen invitado para el yate. Consumía drogas si las había, era razonablemente bueno para el buceo, pescaba más o menos bien y tenía buena disposición para hacer recados, si hacía falta. Era bajo y moreno, con cabello negro rizado y un espeso bigote. Ross tenía una lengua afilada, aunque solo en lo que hacía a Bonnie, a quien no dejaba de recordarle que era una idiota. Pero, más que nada, Ross se enorgullecía de ser todo un hombre o, al menos, un hombre acostumbrado a la naturaleza y dado a desafiar los elementos.
La duquesa aún parecía abatida, así que le dije:
—¡Vamos, Nadine! ¡Nos tomaremos unos qualuuds e iremos de compras, como en los viejos tiempos! ¡Tomar y comprar! ¡Tomar y comprar! —me puse a repetir esas últimas palabras como si fuesen el estribillo de una canción.
—Quiero hablarte a solas —dijo la duquesa, apartándome de nuestros invitados.
—¿De qué? —pregunté en tono inocente, por más que no me sentía del todo inocente. Rob y yo nos habíamos descontrolado un poco en el avión y la paciencia de la duquesa comenzaba a agotarse.
—No me gusta que tomes tantas drogas. Tu espalda está mejor, así que no entiendo por qué lo haces. —Meneó la cabeza, con expresión de decepción—. Siempre lo dejé pasar por lo de tu espalda, pero ahora… bueno, no sé. No parece algo bueno, querido.
Se estaba mostrando terriblemente razonable, muy tranquila, de hecho serena. Así que me pareció que era mi deber contestarle con una mentira bien gorda:
—En cuanto termine el viaje las dejaré, Nadine, te lo prometo. Te lo juro por Dios. Esto es lo último —alcé la mano, como los boy scouts cuando prestan juramento.
Se produjeron unos segundos de incómodo silencio.
—Bien —dijo en tono escéptico—. Pero te tomo la palabra.
—Muy bien, porque eso es lo que quiero. ¡Ahora vamos de compras!
Metí la mano en el bolsillo y saqué tres qualuuds. Partí uno y le di la mitad a la duquesa.
—Toma —dije—. Medio para ti, dos y medio para mí.
La duquesa tomó su magra dosis y se dirigió a la fuente de agua. La seguí. Pero por el camino volví a meter la mano en el bolsillo y saqué otros dos qualuuds. A fin de cuentas, si vale la pena hacer algo mejor hacerlo cuanto antes.
Tres horas después íbamos en limusina, bajando por el empinado camino que lleva al puerto de Civitavecchia. La duquesa tenía un guardarropa nuevo. Yo estaba en tal estado de posqualuud que apenas si podía mantener los ojos abiertos. Necesitaba con desesperación dos cosas: movimiento y una siesta. Estaba en esa extraña etapa del efecto de los qualuuds llamada «fase del movimiento», en la que no soportas quedarte en un mismo lugar durante más de un segundo seguido. Es como tener hormigas en el culo, pero por efecto de la droga.
El primero en notar algo raro fue Dave Ceradini.
—¿Por qué hay ese oleaje en el puerto? —Señaló por la ventana, y los ocho miramos.
En efecto, las grises aguas se veían terriblemente agitadas. Diminutos remolinos se formaban en todas partes.
Ophelia me dijo:
—Ni a Dave ni a mí nos gusta el mar agitado. Nos mareamos.
—Yo también —dijo Bonnie—. ¿No podemos esperar a que el agua se calme?
Ross respondió por mí:
—Eres una imbécil, Bonnie. El barco tiene cincuenta metros de eslora; soporta a la perfección un poco de oleaje. Además, lo del mareo está todo en la mente.
Decidí calmar los temores de todos.
—Hay parches contra el mareo a bordo —dije en tono confiado—. Así que si eres propensa al mareo, tómate uno en cuanto embarquemos.
Cuando llegamos al pie de la colina noté que todos nos habíamos equivocado.
No se trataba de olas pequeñas, sino de olas… ¡caray! ¡Nunca había visto algo así! Dentro del puerto las olas tenían más de un metro y parecían cruzarse unas con otras sin una dirección especial. Era como si el viento soplase simultáneamente desde todos los cuadrantes.
La limusina dobló a la derecha y vimos al Nadine, que se elevaba, majestuoso, por encima de todos los demás yates. ¡Dios mío! ¡Cuánto lo odiaba! ¿Por qué mierda lo habría comprado? Volviéndome a nuestros invitados, dije:
—¿No es hermosísimo?
Todos asintieron. Entonces, Ophelia dijo:
—¿Por qué hay olas dentro del puerto?
La duquesa dijo:
—No te preocupes, Ophelia. Si está demasiado agitado, esperaremos.
¡Ni lo sueñes!, pensé. Movimiento… movimiento… necesitaba movimiento.
La limusina nos llevó hasta el extremo del embarcadero, donde nos aguardaba el capitán Marc. Junto a él estaba John, el primer oficial. Ambos llevaban los uniformes del Nadine, a saber, camisetas de polo con cuello abotonado, pantalones cortos de navegación azules y mocasines náuticos de lona gris. Cada prenda lucía la insignia del Nadine, diseñada por Dave Ceradini a cambio de la insignificante suma de ocho mil dólares.
La duquesa le dio un gran abrazo al capitán Marc.
—¿Por qué está tan agitado el mar? —preguntó.
—Es una tormenta que ha aparecido de repente —dijo el capitán—. Hay olas de entre dos y medio y tres metros de alto.
—Deberíamos —tomé nota del condicional— esperar a que se calme un poco antes de poner rumbo a Cerdeña.
—¡A la mierda con eso! —farfullé—. ¡Necesito moverme ahora mismo!
La duquesa se apresuró a aguarme la fiesta.
—No vamos a ningún lado si el capitán no dice que no hay peligro.
Sonreí a la duquesa, tan consciente de la seguridad, y dije:
—¿Por qué no embarcas y les quitas los precios a tu nueva ropa? ¡Estamos en el mar querida, y aquí soy un dios!
La duquesa alzó la vista al cielo.
—Eres un jodido idiota y no sabes nada de navegación. —Se volvió hacia el grupo—: Vamos, chicas, lo dice el dios del mar. —Ante eso, las mujeres se rieron de mí. Luego ascendieron por la pasarela en fila india, siguiendo a su bienamada jefa, la Duquesa de Bay Ridge.
—No puedo quedarme quieto en el puerto, Marc. Estoy saliendo de un buen viaje de qualuuds. ¿A qué distancia está Cerdeña?
—A unos ciento cincuenta kilómetros, pero quién sabe cuánto tardaremos si zarpamos ahora. Tendremos que ir con lentitud. Hay olas de dos metros y medio y las tormentas son impredecibles en esta parte del Mediterráneo. Tendríamos que cerrar y trabar las escotillas y atar todo el mobiliario del salón. —Encogió sus cuadrados hombros—. Incluso así, podríamos sufrir algunos daños en el interior; platos y jarrones rotos, quizás algunos vasos. Podríamos llegar a hacerlo, pero te sugiero enfáticamente no intentarlo.
Miré a Rob, quien apretó los labios y me dedicó una cabezada, como diciendo: «¡Hagámoslo!». Dije:
—¡Ahí vamos, Marc! —agité un puño en el aire—. ¡Será una aventura fabulosa, digna de un libro de récords!
El capitán Marc sonrió y meneó su cabeza cuadrangular. Embarcamos y nos dispusimos a zarpar.
Quince minutos más tarde estaba recostado en una muy confortable colchoneta en el puente, mientras una camarera de cabello oscuro llamada Michelle me servía un Bloody Mary. Como los demás tripulantes, vestía el uniforme del Nadine.
—Aquí tiene, señor Belfort —dijo Michelle con una sonrisa—. ¿Quiere algo más?
—Sí, Michelle. Sufro de una rara enfermedad que requiere que beba uno de estos cada quince minutos. Y es por orden del médico, Michelle, así que, por favor, pon tu cronómetro de cocina, porque si no iré a parar al hospital.
Rio.
—Lo que usted diga, señor Belfort. —Comenzó a alejarse.
—¡Michelle! —llamé en voz lo bastante alta como para que me oyera por sobre el viento y el rugido de los motores.
Cuando se volvió hacia mí, le dije:
—Si me duermo, no me despiertes. Solo sigue trayendo los Bloody Mary cada quince minutos y déjalos junto a mí. Los beberé cuando despierte, ¿de acuerdo?
Me respondió alzando el pulgar antes de bajar por las muy empinadas escaleras que llevaban al puente inferior, donde se guardaba el helicóptero.
Miré mi reloj. Era la una del mediodía, hora de Roma. En ese preciso instante, cuatro qualuuds se disolvían en mi estómago. En quince minutos más estaría disfrutando de su cosquilleo y, al cabo de otros quince, dormiría profundamente. Cuánta tranquilidad, pensé, despachando mi Bloody Mary. Respiré hondo y cerré los ojos. ¡Qué buen descanso!
Me despertó algo que me parecieron gotas de lluvia. Pero el cielo estaba azul, lo que me confundió. Miré a mi derecha y vi ocho vasos llenos a rebosar de Bloody Mary. Cerré los ojos y respiré hondo. Aullaba un viento feroz. Volví a sentir gotas de lluvia. ¿Qué demonios era? ¿La duquesa volvía a tirarme agua? Pero no se la veía en ningún lado. Me encontraba solo en el puente.
El yate se inclinó de una manera muy inquietante, hasta adoptar un ángulo de cuarenta y cinco grados. De pronto, oí un gran estrépito. Al cabo de un instante, un denso muro de agua gris se asomó por sobre la borda y se recurvó sobre el puente antes de estrellarse sobre mí, empapándome de pies a cabeza.
¿Qué diablos estaba pasando? El puente estaba a unos buenos nueve metros por encima del nivel del mar y… ¡oh, mierda!, ¡oh, mierda! ¡El yate volvía a zambullirse. Ahora, caí de costado y los Bloody Mary cayeron sobre mí!
Me senté, miré hacia el costado y, ¡mierda!, las olas debían tener unos seis metros de alto y eran más anchas que edificios. Perdí el equilibrio. Caí de la colchoneta a la cubierta de teca. Los vasos de Bloody Mary me siguieron, haciéndose trizas.
Gateé hasta la borda y, aferrándome a una barandilla cromada, me paré. Miré hacia atrás y ¡mierda! ¡El Chandler! El Chandler era una nave auxiliar para bucear, de doce metros de eslora, que llevábamos a remolque amarrada con dos gruesos cabos. Aparecía y desaparecía por entre las crestas y senos de las gigantescas olas.
Volví a ponerme a cuatro patas y gateé hasta las escaleras. Parecía como si el yate se estuviese haciendo pedazos. Para el momento en que bajé, a gatas, hasta la cubierta principal, estaba totalmente empapado y vapuleado. Entré en el salón principal a los tropezones. Todos los demás estaban sentados sobre la alfombra con estampado de leopardo, acurrucados y formando un estrecho círculo. Se cogían de las manos y tenían puestos los chalecos salvavidas. Cuando la duquesa me vio, se separó del círculo y gateó hacia mí. Pero, de pronto, el barco comenzó a escorarse marcadamente hacia babor.
—¡Cuidado! —grité al ver que la duquesa salía rodando antes de estamparse contra una pared. Un instante después, un antiguo jarrón chino salió volando y se estrelló contra una ventana por sobre la cabeza de la duquesa, rompiéndose en mil pedazos.
Entonces, el barco se enderezó. Caí sobre manos y rodillas y gateé rápidamente hacia mi mujer.
—¿Estás bien, cariño?
Me miró, rechinando los dientes.
—¡Tú, jodido dios del mar! ¡Si salimos con vida de este puto barco, te mataré! ¡Estamos a punto de morir! ¿Qué ocurre? ¿Por qué son tan grandes las olas? —me clavó sus enormes ojos azules.
—No sé —dije, a la defensiva—. Estaba durmiendo.
La duquesa me miró, incrédula.
—¿Que estabas durmiendo? ¿Cómo mierda vas a dormir en medio de esto? ¡Nos vamos a hundir! Ophelia y Ron están muy mareados. Ross y Bonnie también… ¡Y también Shelly!
En ese momento, Rob se me acercó a gatas, con una gran sonrisa en el rostro.
—¡Vaya aventura!, ¿eh? ¡Siempre he querido morir en alta mar!
La afligida duquesa:
—¡Cierra la puta boca, Rob! ¡Tú eres tan culpable como mi marido! Ambos sois completamente idiotas.
—¿Dónde están los qualuuds? —farfulló Rob—. Me niego a morir sobrio.
Asentí.
—Tengo unos en el bolsillo… toma —y, metiendo la mano en el bolsillo, saqué un puñado, del que le entregué cuatro.
—¡Dame uno de esos! —ladró la duquesa—. Necesito relajarme.
Le sonreí. ¡Eso era una buena esposa!
—Toma, cariño —dije, entregándole un qualuud.
Miré a Ross, el bravo aficionado al aire libre, que se nos acercaba, arrastrándose.
—Dios mío —susurraba—. Tengo que salir de este barco. Tengo una hija. No… no… no… puedo dejar de vomitar. ¡Por favor, sacadme de aquí!
Rob me dijo:
—Vamos a la cabina de mando y veamos qué está ocurriendo.
Miré a la duquesa:
—Espérame aquí, cariño. Enseguida regreso.
—¡Ni lo sueñes! Voy con vosotros.
Asentí con la cabeza.
—Muy bien, vamos.
—Yo me quedo aquí —dijo el valiente hombre de los bosques, y emprendió el regreso al grupo, gateando y con el rabo entre las patas. Miré a Rob y ambos nos echamos a reír. Al seguir camino pasamos frente a un bar bien surtido.
Rob detuvo su gateo y dijo:
—Creo que deberíamos beber unos tragos de tequila.
Miré a la duquesa. Asintió. Le dije a Rob:
—Ve a buscar la botella.
Treinta segundos después, siempre gateando, regresaba, botella en mano. Desenroscó la tapa y le pasó la botella a la duquesa, que bebió un enorme trago. ¡Qué mujer!, pensé. A continuación, Rob y yo bebimos. Rob volvió a enroscar la tapa y estrelló la botella contra una pared. Se hizo mil pedazos. Sonrió.
—Siempre quise hacer algo por el estilo.
La duquesa y yo intercambiamos una mirada.
Una corta escalera comunicaba la cubierta con la cabina de mando. Mientras la ascendíamos, dos marineros, ambos llamados Bill, comenzaron a bajarla a toda velocidad. Saltaron, literalmente, por encima de nosotros y siguieron corriendo.
—¿Qué ocurre? —grité.
—Acabamos de perder la plataforma de zambullido —gritó uno de los Bill—. El salón principal se anegará si no aseguramos las puertas traseras. —Ambos continuaron su carrera.
Una actividad como la de una colmena bullía en la cabina de mando. Era un espacio pequeño, de unos dos metros y medio por tres y medio, de techo muy bajo. El capitán Marc aferraba el antiguo timón de madera con las dos manos. Cada pocos segundos soltaba la diestra para accionar los dos aceleradores, procurando mantener la proa enfilada hacia las olas. John, el primer oficial, estaba de pie junto a él. Se asía de un tubo de metal con la mano izquierda para mantener el equilibrio. Con la derecha sostenía unos binoculares frente a los ojos. Tres camareras estaban sentadas en un banco de madera, con los brazos enlazados y lágrimas en los ojos. Por entre el incesante crujido de la estática, la radio berreaba: ¡Alerta de tormenta! ¡Alerta de tormenta!
—¿Qué mierda pasa? —le pregunté al capitán Marc.
Meneó la cabeza con aire grave.
—¡Estamos jodidos! La tormenta acaba de empezar. Las olas tienen seis metros y siguen creciendo.
—Pero el cielo sigue azul —dije con tono inocente—. No entiendo.
La duquesa, furiosa, dijo:
—¿Qué mierda importa el color del cielo? ¿Podemos regresar al puerto, Marc?
—De ningún modo —dijo—. Si viramos, volcamos.
—¿Puedes mantenernos a flote? —pregunté—. ¿O pedimos que nos rescaten?
—Saldremos de esta —dijo—, pero se va a poner feo. Los cielos azules están por desaparecer. Estamos entrando directamente en una borrasca de grado ocho.
Veinte minutos después sentí que los qualuuds comenzaban a detonar.
—Dame un poco de coca —le susurré a Rob. Miré en dirección a la duquesa para ver si me había oído.
Al parecer, sí. Meneó la cabeza:
—Juro que os falta un tornillo.
Pero unas dos horas después, cuando las olas ya llegaban a los nueve metros, o más, de altura, las cosas se empezaron a poner feas de verdad. En el tono de un hombre condenado, el capitán Marc dijo:
—¡Mierda! No me digas que… —Un instante después chilló—: ¡Ola monstruo! ¡Sujétense!
¿Ola monstruo? ¿Qué carajo era eso? Me enteré un segundo más tarde, al mirar por la ventana. Todos los ocupantes de la cabina de mando gritaron al unísono:
—¡Puta mierda! ¡Ola monstruo!
Debía de tener al menos dieciocho metros de alto, y se acercaba a toda velocidad.
—¡Sujétense! —gritó el capitán Marc. Enlacé mi brazo derecho a la delgada cintura de la duquesa y la estreché contra mí. Incluso ahora olía bien.
De pronto, el barco comenzó a alzarse en un ángulo increíble, hasta casi quedar vertical. El capitán Marc aceleró al máximo, el barco dio un salto hacia adelante y comenzamos a ascender por la pendiente de la ola monstruo. Repentinamente, el barco pareció quedar inmóvil. Entonces, la cresta de la ola asomó por sobre la cabina de mando, antes de romper con la potencia de mil toneladas de dinamita, ¡buuuum!
Todo se puso negro. Sentí como si el barco nunca fuese a salir de debajo del agua, pero finalmente emergimos. Ahora estábamos escorados hacia babor en un ángulo de sesenta grados.
—¿Están todos bien? —preguntó el capitán Marc.
Miré a la duquesa. Asintió.
—Estamos bien —dije—. ¿Y tú, Rob?
—Nunca estuve mejor —murmuró—, pero me muero de ganas de mear. Voy abajo a ver cómo siguen los demás.
Cuando Rob bajaba por las escaleras, uno de los Bills subió a escape, vociferando:
—¡La escotilla de proa se ha abierto! ¡Nos estamos hundiendo por la proa!
—Bueno —dijo la duquesa meneando la cabeza con aire resignado—, ese sí es un problema. ¡Qué vacaciones de mierda!
El capitán Marc tomó el micrófono del radiotransmisor y pulsó el botón.
—¡Mayday! —dijo en tono apremiante—. Habla el capitán Marc Elliot, a bordo del yate Nadine. Estamos en emergencia. Nos encontramos a cincuenta millas de la costa de Roma, hundiéndonos por la proa. Solicitamos socorro urgente. Hay diecinueve personas a bordo. —Luego se inclinó y se puso a leer unos números trazados por diodos anaranjados en el monitor de la computadora. Le estaba transmitiendo nuestras coordenadas a la guardia costera italiana.
—¡Trae la caja de los deseos! —ordenó la duquesa—. Está abajo, en nuestro camarote.
La miré como si se hubiese vuelto loca.
—¿Qué estás…?
La duquesa me interrumpió:
—¡Busca la caja de los deseos! —chilló—. ¡Ahora mismo!
Respiré hondo.
—Muy bien, ya va, ya va. Pero estoy muerto de hambre. —Miré al capitán Marc.
—¿Puedes decirle al cocinero que me haga un bocadillo?
El capitán Marc se echó a reír.
—¿Sabes?, eres un loco hijo de puta. —Meneó su cabeza cuadrada—. Le diré al cocinero que nos haga bocadillos a todos. Será una larga noche.
—Eres el mejor —dije, dirigiéndome a las escaleras—. Y que también mande algo de fruta fresca. —Luego, me apresuré a bajar.
Encontré a mis invitados en el salón principal, aterrados y atados entre sí con una amarra. Pero yo no estaba nada preocupado. Sabía que pronto la guardia costera italiana llegaría a salvarnos. En pocas horas estaríamos sanos y salvos y me sacaría de encima ese elefante blanco flotante. Les pregunté a mis invitados:
—¿Estáis pasando unas buenas vacaciones?
Nadie rio.
—¿Vendrán a rescatarnos? —preguntó Ophelia.
Asentí.
—El capitán Marc acaba de mandar un Mayday. Todo saldrá bien, amigos. Debo ir abajo. Enseguida regreso. —Me dirigí a las escaleras, pero antes de llegar, otra inmensa ola nos golpeó, haciendo que me estrellara contra una pared. Rodé hasta quedar a gatas otra vez y comencé a gatear hacia las escaleras.
En ese momento, uno de los Bill pasó junto a mí, gritando:
—¡Perdimos el Chandler! ¡Se ha soltado!
Cuando llegué al pie de las escaleras me paré agarrándome a una barandilla. Fui a tropezones hasta nuestro camarote, y allí estaba la puta caja de los deseos, sobre la cama. La tomé, regresé a la cabina de mando y se la di a la duquesa. Cerró los ojos y se puso a agitarla, de modo que las piedrecitas que contenía sonaran.
Le dije al capitán Marc:
—Quizá pueda salir del barco en el helicóptero. Puedo llevar a cuatro personas por viaje.
—Olvídalo —dijo—. Con el mar así sería un milagro que despegaras sin estrellarte. Y aun si lo lograras te sería imposible regresar y aterrizar.
Tres horas más tarde, los motores seguían funcionando, pero no avanzábamos. Estábamos rodeados de cuatro inmensos buques cargueros. Habían oído nuestra petición de rescate y procuraban protegernos de las olas. Ya era casi de noche y aún no venían a rescatarnos. La proa apuntaba hacia abajo en un marcado ángulo. Torrentes de lluvia golpeaban los ventanales, las olas rondaban los diez metros de altura y los vientos soplaban a cincuenta nudos o más. Pero ya no tropezábamos. Nos habíamos habituado al movimiento del barco.
El capitán Marc habló por radio con la guardia costera italiana durante lo que pareció una eternidad. Finalmente me dijo:
—Hay un helicóptero encima de nosotros. Va a bajar una cesta, así que todos deben subir al puente. Primero cargaremos a las pasajeras, después a las mujeres de la tripulación, después los invitados. A continuación irán los hombres de la tripulación, y después de ellos, yo. Y diles a todos que los bolsos no están permitidos. Solo pueden llevar lo que les quepa en los bolsillos.
Miré a la duquesa y sonreí.
—Bueno, ¡despídete de tu ropa nueva!
Encogiéndose de hombros dijo alegremente:
—¡Bueno, siempre podemos comprar más! —Me tomó del brazo y bajamos las escaleras.
Tras explicarles a todos el programa, me llevé a Rob aparte y le dije:
—¿Tienes los qualuuds?
—No —dijo, sombrío—. Están en tu camarote. Hay como un metro de agua ahí, ahora, seguramente más.
Respiré hondo y exhalé poco a poco.
—Te diré algo, Rob; tengo un cuarto de millón en efectivo ahí abajo y no me puede importar menos. Pero tenemos que rescatar esos putos qualuuds. Hay doscientos. Perderlos sería una aberración.
—Ya lo creo —dijo Rob—. Yo los busco. —En veinte segundos, estaba de regreso—. He sufrido una descarga —murmuró—. Debe de haber un cortocircuito ahí abajo, ¿qué hago?
No dije nada. Me limité a mirarlo a los ojos y agitar el puño en el aire una única vez, como si dijese: «¡Tú puedes hacerlo, soldado!».
Rob asintió con la cabeza y dijo:
—Si me electrocuto, quiero que le des siete mil dólares a Shelly para que se agrande los senos. ¡Me está volviendo loco con eso desde el día que la conocí!
—Dalo por hecho —dije, magnánimo.
Tres minutos después, Rob regresaba con los qualuuds.
—¡Por Dios! ¡Eso dolió! ¡Creo que tengo quemaduras de tercer grado en los pies! —Sonrió y añadió:
—Pero ¿quién es mejor que yo?, ¿eh?
Sonreí con aire enterado.
—Nadie, Lorusso. Eres el jefe.
Cinco minutos después todos habíamos salido a la cubierta y contemplábamos, espantados, cómo la canasta de rescate oscilaba como treinta metros hacia uno y otro lado por encima de nosotros. Estuvimos allí durante unos buenos treinta minutos, mirando y esperando mientras nuestros ánimos caían cada vez más. Entonces, el sol desapareció bajo el horizonte.
En ese momento John salió a cubierta. Parecía aterrado.
—Todos deben bajar —ordenó—. El helicóptero se ha quedado sin combustible y ha tenido que regresar. Tendremos que abandonar el barco. Va a hundirse.
Lo miré atónito.
—Son órdenes del capitán —añadió—. El bote salvavidas está en popa, en el lugar que ocupaba la plataforma de zambullido. ¡Vamos! —hizo gesto de que lo siguiéramos.
¿Un bote inflable?, pensé. ¿Con olas de quince metros de alto? ¿Estaba hablando en serio? Parecía una locura. Pero eran órdenes del capitán, así que todos lo seguimos obedientemente. Llegamos a popa, donde cada Bill tenía un extremo de un bote inflable de un vivo color anaranjado. En el momento en que lo posaron sobre el agua el océano se lo llevó.
—¡Bien, pues! —dije con una sonrisa irónica—. Creo que lo del bote inflable no va a funcionar. —Volviéndome a la duquesa, le tendí la mano—. Ven, vamos a hablar con el capitán Marc.
Le expliqué al capitán Marc lo ocurrido con el bote.
—¡Maldita sea! —farfulló—. Les dije a esos muchachos que no pusieran el bote en el agua sin amarrarlo antes… ¡Mierda! —Respiró hondo y recuperó la compostura—. Muy bien —dijo—. Les explico cómo van las cosas: solo nos queda un motor. Si deja de funcionar ya no podré maniobrar el barco y volcaremos. Quiero que se queden aquí arriba. Si el barco vuelca, salten por la borda y naden tan lejos como les sea posible. Cuando el barco se hunda producirá una fuerte corriente que los arrastrará hacia abajo. Así que pataleen y busquen mantenerse en la superficie. El agua está lo suficientemente caliente como para sobrevivir en ella todo el tiempo que sea necesario. Hay un destructor de la armada italiana a unos ochenta kilómetros y viene hacia aquí. Harán otro intento de rescate con sus hombres de las fuerzas especiales. La tormenta es demasiado fuerte para la guardia costera.
Asentí y le dije:
—Bajaré a decírselo a los demás.
—No —ordenó—. Ustedes dos se quedan aquí. Nos podemos ir a pique en cualquier momento y quiero que estén juntos. —Se volvió a John—. Ve abajo y explícales todo a los pasajeros.
Dos horas después el barco apenas si conseguía mantenerse a flote. Por entre la estática llegó un mensaje a la radio. Había un nuevo helicóptero volando sobre nosotros, de las fuerzas especiales italianas.
—Muy bien —dijo el capitán Marc con una desquiciada sonrisa en el rostro—. Van a bajar a uno de sus comandos con un cable. Pero antes debemos tirar nuestro helicóptero por la borda para hacerle sitio.
—Estás bromeando —le dije con una sonrisa.
—¡Oh, Dios mío! —dijo la duquesa, poniéndose la mano sobre la boca.
—No —respondió el capitán Marc—. No bromeo. Voy a buscar mi cámara de vídeo. Esto hay que registrarlo para la posteridad.
John se quedó a cargo de los controles mientras el capitán Marc y yo nos dirigíamos a la cubierta del helicóptero, acompañados de ambos Bill y de Rob. Una vez allí, el capitán le dio la cámara de vídeo a un Bill y soltó rápidamente los soportes que mantenían al helicóptero sujeto. Luego, me puso frente al aparato y me pasó un brazo por el hombro.
—Muy bien —dijo con una sonrisa—. Quiero que digas unas pocas palabras para nuestro público.
Miré a la cámara y dije:
—¡Hola! ¡Estamos por tirar un helicóptero al Mediterráneo! ¿No es genial?
El capitán Marc añadió:
—¡Sí! ¡Es la primera vez que se hace en la historia de la navegación! ¡Y quien lo hará será el propietario del yate Nadine!
—Sí —dije—, y si morimos, quiero que todos sepan que la idea de embarcarnos en esta absurda travesía fue mía. Obligué al capitán Marc a hacerlo, así que merece un entierro decente.
Así terminó nuestra transmisión. El capitán Marc dijo:
—Muy bien. Espera a que nos golpee una ola y el barco se incline hacia la derecha; entonces, empujamos todos al mismo tiempo. —Cuando el yate se inclinó hacia la derecha, todos hicimos fuerza hacia arriba y el helicóptero cayó. Corrimos a la borda y lo vimos desaparecer bajo la superficie en menos de diez segundos.
Dos minutos después, diecisiete personas estábamos en cubierta a la espera de que nos rescatasen. El capitán Marc y John seguían en la cabina de mando, procurando mantener el yate a flote. Un helicóptero Chinook de dos hélices volaba treinta metros por encima de nosotros. Estaba pintado de color verde oliva y era sencillamente gigantesco. Incluso desde esa distancia el rugido de su doble hélice era ensordecedor.
De pronto, un comando saltó del helicóptero y comenzó a descender por un grueso cable metálico. Estaba vestido con equipo completo de las fuerzas especiales, enfundado de pies a cabeza en un traje de neopreno negro con una ceñida capucha. Llevaba una mochila al hombro y algo que parecía una pistola lanzaarpones colgando junto a una de sus piernas. Se columpiaba en un inmenso arco que lo hacía recorrer unos treinta metros hacia uno y otro lado. Cuando estaba a menos de diez metros por encima del yate, tomó su pistola, apuntó y disparó, clavando el arpón en el yate. Diez segundos después el comando estaba sobre cubierta. Lucía una amplia sonrisa y alzaba el pulgar. Al parecer se estaba divirtiendo como nunca.
Nos fueron alzando a todos los dieciocho a la seguridad del helicóptero. Se produjo un momento de caos cuando Ross, el bravo aventurero, víctima del pánico, atropelló y derribó a Ophelia y a los dos Bill en una desesperada carrera hacia el comando. Saltó sobre él, aprovechando el impulso de su loca carrera, y lo rodeó con brazos y piernas, negándose a soltarlo hasta que no estuvo a salvo a bordo del helicóptero. Rob y yo no se lo impedimos, porque al hacerlo nos dio sobrado motivo para burlarnos de él durante el resto de sus días.
El capitán Marc se fue a pique con el barco. Lo último que vi mientras el helicóptero se alejaba fue la popa del barco, que se hundía en el mar, y en ella, la cuadrada coronilla de la cabeza del capitán Marc, subiendo y bajando con el oleaje.
Lo bueno de que te rescaten italianos es que lo primero que hacen es darte comida y vino tinto; después te hacen bailar. Sí, nos divertimos como estrellas de rock a bordo del destructor de la armada italiana. Esos marinos eran todos amantes de la diversión, lo que Rob y yo consideramos una buena excusa para tomar qualuuds hasta quedar imbéciles. Gracias a Dios, el capitán Marc estaba a salvo. La guardia costera lo recogió del mar.
Lo último que recuerdo es que la duquesa y el capitán del destructor me llevaban a la enfermería. Antes de taparme con las mantas, el capitán me explicó que el gobierno italiano estaba sacándole provecho al rescate, convirtiéndolo en una gran ocasión propagandística, por así decirlo. De modo que lo habían autorizado a llevarnos a cualquier punto del Mediterráneo. Dependía de nosotros. Recomendó el hotel Cala di Volpe, en Cerdeña, que, dijo, era uno de los mejores del mundo. Asentí con vehemencia y, alzando el pulgar, dije:
—¡Sí, éveme a Saeña!
Desperté en Cerdeña. El destructor entraba en Porto Cervo. Los dieciocho salimos a cubierta y vimos, atónitos, que cientos de sardos nos daban la bienvenida. Una docena de equipos de noticias, cada uno con su cámara, pujaba por filmar al estadounidense idiota que había salido a navegar en una borrasca de grado ocho.
Al desembarcar del destructor, la duquesa y yo les agradecimos a nuestros rescatadores italianos e intercambiamos números de teléfono con ellos. Les dijimos que no dejaran de llamarnos si alguna vez iban a Estados Unidos. Les ofrecí dinero por su valentía y heroísmo y todos lo rechazaron. Eran un grupo increíble, verdaderos héroes en todo el sentido de la palabra.
Mientras nos abríamos paso por entre la muchedumbre de sardos, me vino a la mente que habíamos perdido toda nuestra ropa. Para la duquesa ya era la segunda vez. Pero no había problema. Yo pronto recibiría un cheque por una suma muy elevada de Lloyd’s, de Londres, aseguradores del yate y del helicóptero.
Una vez que nos registramos en el hotel llevé a todos, pasajeros y tripulantes, de compras. Pero lo único que encontramos fue ropa de playa, en explosivos tonos rosa, morado, amarillo, rojo, dorado y plateado. Parecíamos pavos reales humanos durante los diez días que pasamos en Cerdeña.
Diez días después se habían acabado los qualuuds y llegaba la hora de regresar. Fue entonces cuando se me ocurrió la genial idea de embalar nuestra ropa y despacharla a Estados Unidos, eludiendo así la aduana. La duquesa estuvo de acuerdo.
A la mañana siguiente, poco antes de las seis, fui a la recepción a pagar la cuenta. Ascendía a setecientos mil dólares, lo cual no era tan caro como parece, dado que la suma incluía un brazalete de oro incrustado de rubíes y esmeraldas que costó trescientos mil. Se lo compré a la duquesa al quinto día, después de dormirme sobre un suflé de chocolate. Era mi forma de compensar los tantos con mi principal cómplice.
En el aeropuerto esperamos mi jet privado durante dos horas. Entonces, se nos acercó un hombrecillo, quien nos dijo, en inglés fuertemente acentuado:
—Señor Belforte, su avión estrelló. Gaviota metió en turbina y caer en Francia. No vendrá a buscarlo.
Quedé sin habla. ¿Le pasaban esas cosas a todo el mundo? Hubiese dicho que no. Cuando se lo informé a la duquesa, no dijo nada. Solo meneó la cabeza y se alejó.
Traté de comunicarme con Janet para organizar otro vuelo, pero los teléfonos no funcionaban. Decidí que lo mejor que podíamos hacer era volar a Inglaterra, donde al menos entenderíamos qué coño decían las personas.
Una vez que llegamos a Londres tuve la certeza de que todo saldría bien; hasta que, cuando íbamos en el asiento trasero de un negro taxi londinense, noté algo raro: las calles estaban atestadas de gente. De hecho, cuanto más nos acercábamos a Hyde Park más crecía la multitud.
Le dije al taxista británico de rostro macilento:
—¿Por qué tanta gente? He estado en Londres docenas de veces pero nunca vi algo así.
—Bueno, jefe —respondió—. Es que el fin de semana se celebra nuestra conmemoración de Woodstock. Hay más de medio millón de personas en Hyde Park. Tocan Eric Clapton, Who, Alanis Morrisette y algunos otros. Será todo un espectáculo, jefe. Espero que haya reservado hotel, porque no hay lugar donde alojarse en todo Londres.
Mmmmm… ahora, lo que me extrañaba eran tres cosas: la primera, que el jodido taxista me dijera «jefe»; la segunda, que se hubiese dado el caso de que yo llegara a Londres el fin de semana en que, por primera vez desde la segunda guerra mundial, no había hoteles disponibles; la tercera era que todos teníamos que salir a comprar ropa otra vez. Para la duquesa sería la tercera en menos de dos semanas.
Rob me dijo:
—No puedo creer que nos vayamos a comprar ropa de nuevo. ¿Sigues pagando tú?
Sonreí y le dije:
—Púdrete, Rob.
En el vestíbulo del hotel Dorchester el conserje dijo:
—Lo lamento terriblemente, señor Belfort, pero estamos completos todo el fin de semana. De hecho, tengo entendido que no hay una habitación libre en todo Londres. Pero por favor, si usted y sus acompañantes quieren, pueden ir a nuestro bar. Es la hora de la merienda y tendremos mucho gusto en ofrecerles té y emparedados a cargo del establecimiento.
Hice una mueca, procurando conservar la compostura.
—¿Podría usted comunicarse con otros hoteles y ver si hay alguna habitación disponible?
—Por supuesto —respondió—. Con mucho gusto.
Al cabo de tres horas seguíamos en el bar, sorbiendo té y mordisqueando bollos. El conserje entró con una amplia sonrisa y dijo:
—Ha habido una cancelación en el Four Seasons. Se trata de la suite presidencial, que parece lo adecuado para un hombre de sus gustos. El precio es de ocho…
Lo interrumpí.
—¡La cojo!
—Muy bien —dijo—. Tenemos un Rolls Royce aguardándolo fuera. Por lo que me dicen, el hotel tiene muy buen spa. Después de todo lo que ha pasado, quizá le vendría bien un masaje.
Asentí. Dos horas después estaba acostado boca arriba sobre una mesa de masaje en la suite presidencial del hotel Four Seasons. El balcón daba a Hyde Park, donde el concierto ya había comenzado.
Mis invitados correteaban por las calles de Londres comprando ropa; Janet estaba atareada reservando pasajes en el Concorde, y la duquesa estaba en la ducha, compitiendo con Eric Clapton.
Amaba a mi deleitosa duquesa. Una vez más me había demostrado su valía, en esta ocasión bajo una intensa presión. Fue toda una guerrera, afrontado la muerte hombro con hombro conmigo, siempre con una sonrisa en su bello rostro.
De hecho, ese era el motivo por el cual me costaba tanto mantener mi erección mientras la masajista etíope de un metro ochenta y cinco de alto me masturbaba. Claro que yo sabía que eso de que una masajista me pajeara mientras mi esposa cantaba en la ducha, a seis metros de nosotros, estaba mal. Pero lo cierto es que recibir un tratamiento manual no era muy distinto a pajearme yo mismo.
Mmm… me aferré a esa consoladora idea durante el resto del tratamiento. Al día siguiente me encontré en Old Brookville, listo para seguir con Vidas de los ricos desequilibrados.