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Prórrogas
(Tres semanas después)
Aún no sé exactamente a qué hora desperté después de mi cirugía de columna. Era el 15 de octubre de 1995, en algún momento de las primeras horas de la tarde. Recuerdo haber abierto los ojos y farfullado algo así:
—¡Oh, carajo! ¡Me siento como la mierda! —De pronto, me puse a vomitar profusamente. Con cada arcada un dolor terrible surcaba todas las fibras nerviosas de mi cuerpo. Estaba en la sala de recuperación del hospital de Cirugía Especial de Manhattan, conectado a un goteo que liberaba dosis de morfina pura en mi sangre pulsando un botón. Recuerdo haber sentido una profunda tristeza por el hecho de que hubiese sido necesario someterme a una operación de siete horas para poder obtener un colocón tan fácil sin violar la ley.
La duquesa estaba a mi lado y decía:
—¡Salió todo bien, cariño! ¡Barth dice que te curarás!
Yo asentía antes de sumirme en una sublime narcosis inducida por la morfina.
Me llevaron a casa. Quizá fue una semana más tarde, pero los días parecían fundirse unos con otros. Alan el Químico se mostró muy útil: me llevó quinientos qualuuds a casa el día que regresé del hospital. Cuando llegó el Día de Acción de Gracias, el 23 de noviembre, ya no quedaba ni uno. Tomar un promedio de dieciocho qualuuds diarios fue toda una demostración de hombría, de la que me sentía terriblemente orgulloso, dado que uno solo alcanza para dejar fuera de combate a un soldado de las fuerzas especiales de cien kilos de peso durante ocho horas.
El Zapatero vino a visitarme y me dijo que había arreglado las cosas con el Detallista, que había aceptado marcharse sin patalear, con solo una fracción de sus opciones sobre acciones. Luego vino el Detallista y me dijo que algún día se cruzaría con el Zapatero en un callejón oscuro y lo estrangularía con su propia cola de caballo. Danny también me visitó, y me dijo que estaba a punto de cerrar un acuerdo con los gobiernos estatales, de modo que era indudable que tenía por delante veinte años de cielos azules. Luego vino Choza, y me dijo que Danny había perdido contacto con la realidad, que no existía ninguna posibilidad de un acuerdo con los estados, y que él estaba a la busca de una nueva firma de finanzas donde trasladarse no bien Stratton se desintegrara.
Mientras la caída de Stratton continuaba, Biltmore y Monroe Parker seguían prosperando. Para Navidad habían cortado todos sus vínculos con Stratton, aunque seguían pagándome un millón de dólares por cada nueva emisión que lanzaban. Entretanto, el Chef acudía regularmente para darme las últimas novedades sobre la catástrofe Patricia Mellor, que se seguía desarrollando. Ahora, las herederas de Patricia, Tiffany y Julie, lidiaban con las autoridades impositivas británicas. Circulaban vagos rumores de que el FBI estaba investigando la situación, pero no llegaron citaciones. El Chef me aseguró que todo terminaría bien. Se contactó con el Gran Falsificador, que, interrogado por los gobiernos suizo y estadounidense, no se apartó ni un ápice de la historia falsa que habíamos elaborado juntos. Así que el agente Coleman se encontró en un callejón sin salida.
Y también estaba mi familia. Tras sus difíciles comienzos, Carter crecía sano y feliz. Era absolutamente hermoso, con su cabeza recubierta de un suave vello dorado, rasgos perfectamente simétricos, grandes ojos azules y las pestañas más largas del mundo. Chandler, la niña genio, ya tenía dos años y medio y se había enamorado profundamente de su hermanito menor. Le gustaba jugar a que era su mamá. Le daba el biberón y supervisaba a Gwynne y Erica cuando le cambiaban los pañales. Chandler era mi mejor compañía, mientras me trasladaba del dormitorio real al sofacama del sótano, sin hacer más que mirar televisión y consumir inmensas cantidades de qualuuds. En consecuencia llegó a ser una consumada maestra en el arte de interpretar el habla confusa, lo que le sería útil, supuse, si en el futuro se dedicaba a trabajar con víctimas de accidentes cerebrovasculares. En cualquier caso, pasaba buena parte del día preguntándome cuándo mejoraría lo suficiente como para volver a llevarla en brazos. Yo le respondía que pronto, aunque dudaba de si algún día me recuperaría del todo.
La duquesa también se comportó de maravilla… Al comienzo. Pero cuando el Día de Acción de Gracias dio paso a Navidad, y Navidad al Año Nuevo, comenzó a perder la paciencia. Yo tenía todo el cuerpo enyesado, lo que me estaba enloqueciendo. Ello me hizo pensar que, como esposo, tenía la obligación de hacer que mi mujer también enloqueciese. Pero el yeso era el menor de mis problemas. La verdadera pesadilla era el dolor, que había empeorado.
De hecho, no solo sufría del dolor de costumbre, sino de uno nuevo y más profundo, que parecía cebarse en mi médula espinal. Cualquier movimiento repentino lanzaba llamaradas de dolor por mi canal espinal. El doctor Green me dijo que el dolor se iría yendo, pero cada vez era peor.
A comienzos de enero me había sumido en nuevas simas de desesperación. La duquesa intervino. Me dijo que tenía que parar con las drogas y procurar recuperar al menos una apariencia de comportamiento humano normal. Le respondí que el invierno neoyorquino era demasiado para mi cuerpo de treinta y tres años. Era de esperar que, a tan avanzada edad, mis huesos se hubiesen vuelto frágiles. Me recomendó que pasara el invierno en Florida, pero le expliqué que Florida era para ancianos y que, a pesar de que me sentía viejo, aún era un joven de corazón.
De modo que la duquesa tomó las cosas en sus manos y de un día para otro me encontré viviendo en Beverly Hills, en la cima de una gran montaña que dominaba la ciudad de Los Ángeles. Por supuesto que todo el personal se trasladó conmigo, para continuar con Vidas de los ricos desequilibrados en la mansión que le alquilé a Peter Morton —famoso por haber creado el Hard Rock Café— por la bicoca de veinticinco mil dólares al mes. Nos dispusimos a pasar el invierno allí. La aspirante a todo repasó su lista de viejas aspiraciones y no tardó en dar con una llamada «aspirante a decoradora de interiores». De modo que cuando nos mudamos ya había nuevos muebles por valor un millón de dólares en la casa, todos dispuestos tal como corresponde.
El único problema era que la casa era tan inmensa, con sus aproximadamente diez mil metros cuadrados, que tuve que considerar la posibilidad de comprarme una silla de ruedas a motor para trasladarme por ella.
Entretanto, no tardé en darme cuenta de que Los Angeles no es, en realidad, más que un seudónimo de Hollywood, así que tomé unos pocos millones de dólares y me puse a hacer películas. Me tomó unas tres semanas darme cuenta de que todos en Hollywood, yo incluido, estaban un poco chiflados, y que una de las actividades principales eran los almuerzos de trabajo. Mis socios en el negocio cinematográfico eran los integrantes de una pequeña familia de prejuiciosos judíos sudafricanos, exclientes de Stratton. Eran ejemplares interesantes, con cuerpos de pingüino y narices como agujas.
Me quitaron el yeso en la tercera semana de mayo. ¡Fabuloso! El dolor aún era insoportable, pero ahora podría iniciar la terapia de recuperación. Quizá sirviera de algo. Pero durante la segunda semana sentí que algo cedía en mi espalda y, una semana después, estaba de regreso en Nueva York, caminando con bastón. Pasé una semana en distintos hospitales haciéndome exámenes, todos los cuales dieron resultados negativos. Según Barth, sufría de un desequilibrio del sistema corporal que maneja el dolor. Desde el punto de vista mecánico no había nada malo en mi espalda, nada que se pudiera operar.
Está bien, pensé. No me queda más remedio que refugiarme en el dormitorio real y morir. La mejor manera de hacerlo, pensé, sería con una sobredosis de qualuuds, dado que estos siempre fueron mi droga favorita. Pero tenía otras opciones. Mi régimen diario de drogas incluía noventa miligramos de morfina, para el dolor; cuarenta miligramos de oxicodona, por si acaso; una docena de Soma, para relajar mis músculos; ocho miligramos de Xanax, para la ansiedad; veinte miligramos de Klonopin, porque era un nombre que daba la idea de que se trataba de algo fuerte; treinta miligramos de Ambien, para el insomnio; veinte qualuuds, porque me gustaban los qualuuds; un gramo o dos de coca, para compensar; veinte miligramos de Prozac, para la depresión; diez miligramos de Paxil, para los ataques de pánico; ocho miligramos de Zofran, para las náuseas; doscientos miligramos de Fiorinal, para las migrañas; ochenta miligramos de Valium, para relajar mis nervios; dos cucharadas colmadas de Senokot, contra la constipación; veinte miligramos de Salagen, para la sequedad de boca, y medio litro de escocés Macallan de pura malta, para pasar todo lo demás.
Un mes más tarde, la mañana del 20 de junio, estaba acostado en el dormitorio real, en estado semivegetativo, cuando la voz de Janet sonó en el intercomunicador.
—Barth Green en línea uno —dijo la voz.
—Que deje un mensaje —farfullé—. Estoy en una reunión.
—Muy gracioso —dijo la impertinente voz—. Dice que tiene que hablarte ahora. O atiendes o voy allí y atiendo por ti. Y deja ese frasco de coca.
Quedé azorado. ¿Cómo sabía? Paseé la mirada por la habitación, buscando una cámara oculta, pero no vi ninguna. ¿La duquesa y Janet me estaban vigilando? ¡Qué entrometidas! Con un suspiro de fatiga dejé mi frasco de coca y atendí.
—Hoa —barboté. Sonaba como Elmer Fudd después de una noche de diversión en el pueblo.
Una voz compasiva:
—Hola, Jordan, soy Barth Green. ¿Cómo sigues?
—Nunca he estado mejor —grazné—. ¿Y tú?
—Oh, muy bien —dijo el buen doctor—. Oye, hace ya unas semanas que no hablamos, pero me comunico a diario con Nadine, que está muy preocupada por ti. Dice que hace una semana que no sales de la habitación.
—No es nada, Barth —dije—, me encuentro bien. Solo estoy recuperando fuerzas.
Tras unos segundos de incómodo silencio, Barth dijo:
—¿Cómo estás, Jordan? ¿Cómo estás, en realidad?
Lancé otro gran suspiro:
—Lo cierto, Barth, es que me rindo. Estoy jodido. Ya no soporto el dolor. No se puede vivir así. Sé que no es tu culpa, así que no creas que te responsabilizo de nada. Sé que hiciste cuanto pudiste. Supongo que simplemente es lo que me tocó, o quizá se trate de un castigo. No importa.
Al instante, Barth repuso:
—Aunque tú estés dispuesto a rendirte, yo no. Seguiré luchando hasta que te vea curado. Y te curarás. Ahora quiero que levantes el culo de la cama y vayas donde tus niños. Míralos bien. Quizá ya no quieras pelear por ti, pero ¿qué tal si lo haces por ellos? Por si no lo has notado, tus hijos están creciendo sin padre. ¿Cuándo fue la última vez que jugaste con ellos?
Traté de contener las lágrimas, en vano.
—No aguanto más —dije, moqueando—. El dolor es abrumador. Se me mete en los huesos. Es imposible vivir así. Extraño mucho a Chandler y Carter apenas si me conoce. Pero estoy dolorido todo el tiempo. El único momento en que no siento dolor es durante los primeros dos minutos después de despertar. Entonces, el dolor regresa en toda su furia y me consume. Ya lo he probado todo, y nada lo detiene.
—Ese es el motivo de mi llamada —dijo Barth—. Quiero que pruebes un nuevo medicamento. No es un narcótico y no tiene efectos colaterales dignos de tener en cuenta. A algunas personas les da un resultado asombroso; personas como tú, con nervios dañados. —Se interrumpió, y oí que respiraba hondo—. Mira, Jordan: tu columna no tiene ningún problema. Soldó a la perfección. El problema es que tienes un nervio dañado, que se dispara cuando no debe hacerlo. ¿Sabes?, en una persona saludable, el dolor es una señal de advertencia para indicarle al cuerpo que algo anda mal. Pero a veces el sistema hace cortocircuito, en particular después de un trauma grave. E incluso cuando la herida ya se ha curado, los nervios siguen emitiendo señales. Sospecho que eso es lo que te ocurre a ti.
—¿Qué tipo de medicamento es? —pregunté, escéptico.
—Es una droga para la epilepsia, para evitar las convulsiones, pero también funciona en el dolor crónico. Te hablaré con franqueza, Jordan. No es más que una apuesta. Las autoridades aún no han aprobado su uso como droga contra el dolor, y la evidencia que hay es anecdótica. Serás una de las primeras personas de Nueva York que la tome para el dolor. Ya he hablado con tu farmacéutico. En una hora la tendrás.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Lamictal —respondió—. Y, como te he dicho, no tiene efectos secundarios, así que ni te darás cuenta de que la estás tomando. Quiero que te tomes dos píldoras esta noche antes de irte a dormir. Veremos qué ocurre.
A la mañana siguiente me desperté algo después de las ocho y media. Estaba solo en la cama. La duquesa ya estaba en los establos, presa de incontenibles estornudos. A mediodía estaría de regreso en casa, siempre estornudando. Iría al sótano, a su sala de exhibición de ropa para embarazada, y diseñaría un poco más. Yo suponía que algún día incluso consideraría la posibilidad de ponerse a vender.
Así que allí estaba yo, contemplando el fabulosamente caro dosel de seda, a la espera de que el dolor comenzase. Ya iban seis años de insoportable dolor gracias a ese bicho asqueroso, Rocky. Pero no sentí el habitual rayo que bajaba por mi pierna izquierda, ni la sensación ardiente en la mitad inferior del cuerpo. Me senté en el borde de la cama antes de ponerme en pie y extender los brazos hacia arriba. Aún no sentía nada. Me doblé ligeramente hacia uno y otro costado. Nada. No era que sintiera menos dolor. No experimentaba dolor alguno. Era como si alguien hubiese accionado un interruptor que lo apagaba. Se había marchado.
De modo que me quedé de pie, en calzoncillos, durante lo que me pareció un tiempo muy largo. Después cerré los ojos, me mordí el labio inferior y me eché a llorar. Apoyé la frente en el borde del colchón y seguí llorando. Ese dolor había dominado seis años de mi vida. Durante los tres últimos había sido tan intenso que literalmente me había arrebatado la vida. Me convirtió en un adicto a las drogas. Me deprimió. Y estar drogado me había llevado a hacer cosas irracionales. De haber estado sobrio nunca hubiese permitido que Stratton llegase a la situación en la que estaba.
¿Cuánto habían influido las drogas en los aspectos más oscuros de mi vida? De haber estado sobrio, ¿habría tenido relaciones con todas esas prostitutas? ¿Habría lavado mi dinero en Suiza? ¿Habría permitido que las prácticas comerciales de Stratton se descontrolaran como lo hicieron? Claro que adjudicar toda la culpa a las drogas era tentador, pero lo cierto era que, aun así, el responsable de mis actos era yo. Mi único consuelo era que ahora, con el desarrollo de Zapatos Steve Madden, estaba viviendo de una manera más honesta.
En ese momento se abrió la puerta. Era Chandler. Dijo:
—¡Buenos días, papi! Vine a besarte la pupa para que te cures. —Me besó la parte inferior de la espalda, a uno y otro lado, antes de darme un tercer beso sobre la cicatriz misma de mi espinazo.
Me volví, con los ojos llenos de lágrimas, y me quedé contemplando a mi hija. Ya no era un bebé. Había dejado los pañales mientras yo estaba perdido en mi dolor. Sus facciones se habían vuelto más definidas y, aunque aún no había cumplido los tres años, ya no hablaba como bebé. Le sonreí y dije:
—¿Sabes una cosa, muñeca? ¡Me curaste la pupa con tu beso! ¡A papi ya no le duele nada!
Prestó atención al momento.
—¿De veras? —preguntó en tono maravillado.
—¡Sí, nena! —la tomé por debajo de los brazos e irguiéndome, la alcé por encima de mi cabeza—. ¿Ves, cariño? A papá no le duele nada. ¡Qué bien! ¿No?
Entusiasmada:
—¿Entonces jugarás afuera conmigo hoy?
—¡Claro que sí! —Y la balanceé en un gran círculo por encima de mi cabeza—. ¡De ahora en adelante jugaré contigo todos los días! Pero antes tengo que darle la buena noticia a mamá.
En tono enterado:
—Está montando a Leapyear en los establos, papi.
—Pues entonces, ahí vamos. Pero antes vamos a ver a Carter, quiero darle un gran beso, ¿de acuerdo? —Asintió con vehemencia y emprendimos el camino.
Cuando la duquesa me vio se cayó del caballo.
Literalmente. El caballo fue para un lado ella para el otro. Ahora estaba tirada en el suelo, estornudando y resollando. Le conté mi milagrosa recuperación, y compartimos un maravilloso momento sin preocupaciones. Luego, dije algo que resultó ser terriblemente irónico:
—Deberíamos tomarnos unas vacaciones en el yate. ¡Serían tan tranquilas!