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Nuevas alegrías

Septiembre de 1995

(Cinco semanas después)

Era apropiado, pensé, que el Zapatero, sentado en el borde de su escritorio, luciese la orgullosa expresión de un hombre que tiene al mundo agarrado de las pelotas. Todo parecía indicar que tendríamos unos ingresos de alrededor de cincuenta millones de dólares para el año fiscal 1996 y cada una de nuestras divisiones avanzaba a paso firme. Nuestros negocios con las grandes tiendas llegaban a cotas inéditas, nuestras ventas en tiendas minoristas eran un fenómeno, las franquicias de la marca Steve Madden iban mucho más deprisa de lo previsto, y nuestras tiendas minoristas propias, que ya eran nueve, ganaban dinero a manos llenas. De hecho, los sábados y domingos había colas frente a ellas. El hecho era que Steve se había transformado en una suerte de celebridad, el diseñador de zapatos elegido por toda una generación de adolescentes.

Lo que no fue nada apropiado fue lo que me dijo:

—Creo que es hora de que nos deshagamos del Detallista. Si lo echamos ahora, estamos a tiempo de quitarle su opción sobre las acciones. —Se encogió de hombros con aire negligente—. La cosa es que si sigue trabajando para nosotros, las opciones pasarán automáticamente a su nombre, y estaremos jodidos.

Meneé la cabeza, azorado. Lo verdaderamente irónico era que la cantidad de opciones sobre acciones que le correspondían al Detallista era tan baja que no le podía importar a nadie. A nadie, claro, que no fuera el Detallista mismo, que quedaría atónito si lo hiciésemos víctima de la letra pequeña de su contrato, haciendo que sus opciones sobre acciones simplemente desaparecieran.

Dije:

—No le puedes hacer eso a Gary. Desde un año atrás se pela el culo trabajando para nosotros. Soy el primero en admitir que a veces es un insoportable, pero no se le hace eso a un empleado, en particular a uno que, como Gary, ha demostrado ser totalmente leal. Está mal, Steve. Es la clase de cosa que destruye la moral de una empresa. Todos se enorgullecen de sus opciones sobre acciones. Los hacen sentir propietarios. Les da seguridad respecto de sus futuros.

Di un fatigado suspiro y añadí:

—Si lo quieres reemplazar, no tengo problema. Pero hay que darle lo que le corresponde, en todo caso, algo más. Esa es la forma en que se hace, Steve. Cualquier otra cosa es una manera equivocada de hacer negocios.

El Zapatero se encogió de hombros.

—No entiendo. Tú eres el primero en reírte del Detallista, entonces, ¿qué mierda te importan sus opciones sobre acciones?

Meneé la cabeza, frustrado.

—En primer lugar, solo me río de él para aligerar un poco la jornada de trabajo. Me río de todos, incluido yo e incluido tú. Pero lo cierto es que quiero al Detallista; es un buen hombre, leal como pocos. —Lancé un gran suspiro—. Mira, no niego que Gary quizá ya no sea tan útil como al comienzo; tal vez sea el momento de reemplazarlo por alguien que tenga experiencia en la industria y antecedentes que le permitan lidiar con el mercado bursátil. Pero no podemos quitarle las opciones sobre acciones. Comenzó a trabajar con nosotros cuando aún embalábamos los zapatos en la parte trasera del taller. Y por más que sea lento para actuar, hizo muchas cosas buenas para la empresa. Joderlo es un mal karma.

El Zapatero suspiró.

—Creo que pones tu lealtad en el lugar equivocado. Gary nos jodería en dos segundos si pudiera. Él…

Lo interrumpí.

—No, Steve, no nos jodería. Gary tiene integridad. No es como nosotros. Para él, la palabra vale, y siempre cumple con la suya. Si quieres despedirlo, bien. Pero tendrías que dejarle sus opciones sobre acciones. —Me di cuenta de que al decir «tendrías» le estaba dando al Zapatero más poder del que le correspondía. Pero lo cierto era que, en los papeles, él era el dueño mayoritario de la empresa; yo solo conservaba el control debido a nuestro acuerdo secreto.

—Deja que hable con él —dijo el Zapatero, con un brillo diabólico en los ojos—. Si lo convenzo de que se vaya en paz, ¿por qué habrías de preocuparte? —Se encogió de hombros—. Si recupero sus opciones sobre acciones, nos las podemos repartir, cincuenta y cincuenta, ¿eh?

Dejé caer el mentón, derrotado. Eran las once y media de la mañana y estaba muy cansado. Y la vida en casa… bueno, últimamente no había sido lo que se dice un paseo campestre. La duquesa seguía muy afligida con lo de Carter, y yo básicamente había renunciado a toda esperanza respecto a mi dolor de espalda, que ahora me atormentaba veinticuatro horas al día. Había fijado el 15 de octubre como fecha posible para un intento de soldarme la columna vertebral. Faltaban tres semanas y la sola idea me aterraba. Estaría bajo anestesia general cuando me sometiese al bisturí durante siete horas. ¿Y si no volvía a despertar? ¿Y si despertaba, pero quedaba paralizado? Siempre era un riesgo en una cirugía de columna, aunque lo cierto era que, con el doctor Green, estaría en las mejores manos. Como fuese, estaría fuera de combate durante seis meses. Pero después de eso, mi dolor se iría para siempre y yo recuperaría mi vida. ¡Sí, el verano de 1996 sería bueno!

Claro que empleé eso como pretexto para aumentar mi consumo de drogas. Les había prometido a Madden y a la duquesa que, una vez que mi espalda estuviera arreglada, dejaría de lado las drogas y volvería a ser «el Jordan de antes». De hecho, el único motivo por el cual no estaba drogado en ese momento era porque estaba a punto de salir de la oficina para pasar a buscar a la duquesa por Old Brookville. Iríamos juntos a Manhattan para pasar una noche romántica en el hotel Plaza. Fue idea de su madre. Dijo que sería buena idea alejarnos de las preocupaciones que parecían irnos ganando la partida desde lo ocurrido con Carter. Sería una excelente oportunidad para reconstruir nuestra relación.

—Mira, Steve —dije con una sonrisa forzada—. Ya tengo suficientes opciones sobre acciones y tú también. Y si queremos más, nos basta con hacer imprimir otras. —Bostecé—. En fin, haz lo que te dé la gana. Estoy demasiado cansado como para discutir ahora.

—Tienes un aspecto horrible —dijo Steve—. Y te lo digo con cariño. Estoy preocupado por ti y tu mujer también lo está. Tienes que parar con los qualuuds y la coca o te matarás. Te lo dice alguien que sabe de qué habla. Yo estuve casi tan mal como tú —se interrumpió, como si buscara las palabras adecuadas—, pero como no era así de rico, no podía hundirme tanto. —Volvió a detenerse—. O quizá me hundí tanto como tú, pero mi vi obligado a regresar a la superficie mucho antes. Pero como tú tienes tanto dinero, puedes seguir y seguir. Te lo suplico: ponle fin a eso, o terminarás mal. Siempre ocurre así.

—Tienes razón —dije con sinceridad—. Te prometo que en cuanto me arregle la espalda dejaré todo para siempre.

Steve asintió con aire de aprobación, pero la expresión de sus ojos decía: «Lo creeré cuando lo vea».

El flamante Ferrari Testarossa blanco perla de doce cilindros y cuatrocientos cincuenta caballos de fuerza rugió como un F15 cuando pisé el embrague y pasé la palanca a cuarta. Como si nada, dejamos atrás el noroeste de Queens, sorteando el tránsito de la autopista de Cross Island a ciento noventa kilómetros por hora. Un porro de sin semilla de primera calidad colgaba de mi boca.

Nuestro destino era el hotel Plaza. Con un dedo sobre el volante me volví a la aterrada duquesa y le dije:

—¿No es maravilloso este coche?

—Es un pedazo de mierda —barbotó—, y si no apagas ese jodido porro y disminuyes la velocidad te voy a matar. De hecho, si no lo haces, no tendremos relaciones sexuales esta noche.

En menos de cinco segundos, el Ferrari iba a noventa y yo apagaba el porro. Al fin y al cabo, la última vez que había tenido relaciones con la duquesa había sido dos semanas antes del nacimiento de Carter, de modo que ya habían transcurrido dos meses. Debe decirse que verla en la sala de partos, con la vagina de un tamaño tal que era como para suponer que Jimmy Hoffa estaba escondido allí, no había contribuido precisamente a despertar mis deseos. Y el hecho de que yo consumiese unos doce qualuuds al día, además de suficiente coca como para hacer que una banda marchara de Queens a China, tampoco era muy bueno que digamos en lo que a mi libido se refería.

También la duquesa tenía sus problemas. Se había mantenido fiel a su palabra: a pesar de que Carter estaba en perfecto estado de salud, no bajaba la guardia ni un momento y vivía en constante tensión. Quizá dos noches en el Plaza nos hicieran bien. Sacando un ojo de la ruta le dije:

—De buena gana mantendré el velocímetro por debajo de los cien si te comprometes a que esta noche follemos hasta que me estalle el cerebro. ¿Trato hecho?

La duquesa sonrió:

—Trato hecho, pero antes me tienes que llevar a comprar ropa en Barney y en Bergdorf. Después, soy toda tuya.

Sí, pensé, esa sería una muy buena noche. Para empezar a disfrutar solo debía soportar el paso por esas dos cámaras de tortura de precios descabellados. Y, por supuesto, mantuve la velocidad por debajo de los cien.

En Barney tuvieron la amabilidad de cerrar el primer piso para nuestro uso exclusivo. Me acomodé en un sillón de cuero, sorbiendo Dom Perignon, mientras la duquesa se probaba un vestido tras otro. Desfilaba y giraba deliciosamente, jugando a que volvía a ser modelo. En su sexta vuelta tuve un delicioso atisbo de sus generosas nalgas, y al cabo de treinta segundos la seguía al vestidor. Una vez allí, ataqué; diez segundos más tarde la tenía de espaldas contra la pared, con el vestido levantado hasta la cintura y la penetraba profundamente.

La estrellaba contra la pared mientras ambos gemíamos y suspirábamos, haciéndonos el amor apasionadamente el uno al otro. Dos horas después, apenas pasadas las siete, entrábamos por la puerta giratoria del hotel Plaza. Era mi hotel favorito de Nueva York, a pesar del hecho de que era de Donald Trump. De hecho, tenía un gran respeto por Donald. El que un hombre, por multimillonario que sea, pueda andar por la vida con ese peinado grotesco y, aun así, se rodee de las mujeres más bellas del mundo, le da un nuevo sentido al término «hombre de poder». Nos seguían dos botones, cada uno de los cuales llevaba más o menos una docena de bolsas de compras que contenían ropa de mujer por valor de ciento cincuenta mil dólares. La duquesa llevaba en la muñeca izquierda un flamante Cartier de cuarenta mil dólares constelado de diamantes. Hasta el momento habíamos follado en los vestidores de tres tiendas, y la noche aún estaba en pañales.

Pero lamentablemente, las cosas comenzaron a deteriorarse a toda marcha en cuanto entramos en el Plaza. En la conserjería, una agradable rubia de treinta y pocos años nos dio la bienvenida. Sonrió y dijo:

—¡Otra vez por aquí, señor Belfort! ¡Qué pronto! ¡Bienvenido! Es agradable volver a verlo. —¡Qué alegre se mostraba!

La duquesa estaba a un par de metros a mi derecha, contemplando su nuevo reloj. Afortunadamente, seguía un poco mareada por el qualuud que yo la había convencido de tomar. Miré aterrado a la rubia recepcionista y me puse a menear rápidamente la cabeza, como diciéndole: «¡Por Dios!, ¿no ves que estoy con mi esposa? ¡Calla tu puta boca!».

Con una gran sonrisa, la rubia dijo:

—Le reservamos su suite de siempre, en…

Interrumpiéndola, dije:

—¡Muy bien! Perfecto. Firmo aquí, ¿no? ¡Gracias! —tomé la llave y arrastré a la duquesa al ascensor—. Vamos, mi amor. ¡Te necesito!

—¿Ya estás listo para volver a hacerlo? —dijo con una risita.

¡Gracias a Dios por los qualuuds! Pensé. La duquesa sobria no se habría perdido detalle. Es más, ya me habría estado golpeando.

—¿Bromeas? —respondí—. ¡Siempre estoy listo para ti!

En ese momento, el enano residente se acercó al trote, enfundado en su uniforme verde lima con botones dorados y gorra a tono.

—¡Bienvenido una vez más! —graznó el hombrecillo.

Sonreí y le dirigí una cabezada, sin dejar de arrastrar a la duquesa hacia el ascensor. Los dos botones nos seguían, llevando las bolsas de compras. Yo había insistido en que las llevásemos a la habitación para que la duquesa volviera a lucir toda las prendas para mí.

Una vez en la habitación, le di cien dólares a cada botones, haciéndolos jurar que mantendrían la boca cerrada. En cuanto se fueron, la duquesa y yo saltamos al enorme lecho, donde nos pusimos a revolcarnos entre carcajadas.

Sonó el teléfono.

Ambos lo miramos, sintiendo que el corazón nos daba un vuelco. Las únicas personas que sabían donde estábamos eran Janet y la madre de Nadine, que se había quedado con Carter. ¡Caray! Solo podían ser malas noticias. Mi corazón lo sabía. Mi alma lo sabía. Al tercer timbrazo dije:

—Quizá sea de la recepción.

Atendí.

—Jordan, soy Suzanne. Nadine y tú tenéis que regresar a casa ya mismo. Carter tiene más de cuarenta grados de fiebre. No se mueve.

Miré a la duquesa. Me escrutaba, a la espera de las noticias. No supe qué decirle. Nunca la había visto tan abatida como durante las últimas seis semanas. La muerte de nuestro hijo recién nacido sería un golpe devastador.

—Debemos marcharnos ya mismo, cariño. Carter arde de fiebre. Tu madre dice que no se mueve.

Mi mujer no lloró. Solo cerró los ojos, apretó los labios y meneó la cabeza. Todo había terminado. Ambos lo sabíamos. Estaba claro que Dios no quería a ese niño inocente en el mundo. Yo no podía entender qué motivo tendría, pero así era. Pero, en ese momento, no había tiempo para lágrimas. Debíamos ir a casa a despedirnos de nuestro hijo.

Ya vendrían las lágrimas. Ríos de lágrimas.

El Ferrari cruzó el límite entre Queens y Long Island a doscientos kilómetros por hora. Pero esa vez la actitud de la duquesa era ligeramente distinta de la que tuvo durante el camino de ida.

—¡Más rápido! ¡Por favor! ¡Debemos llevarlo al hospital antes de que sea demasiado tarde!

Asentí con la cabeza y pisé el acelerador. El Testarossa despegó como un cohete. En tres segundos, la aguja marcó doscientos veinte antes de seguir subiendo. Adelantábamos coches que iban a cien como si estuviesen detenidos. No estaba muy seguro de por qué le había dicho a Suzanne que no llevara a Carter al hospital, pero tenía algo que ver con que queríamos ver a nuestro hijo en casa una última vez.

En un instante estacionábamos en la senda de entrada; la duquesa ya corría a la puerta antes de que el Ferrari hubiese terminado de detenerse. Miré mi reloj: eran las siete y cuarenta y cinco de la tarde. Lo habitual era que el trayecto entre el Plaza y Pin Oak Court supusiera tres cuartos de hora. Habíamos llegado en diecisiete minutos.

Durante el camino, la duquesa habló con el pediatra de Carter por su móvil. El pronóstico era atroz. A la edad de Carter, la fiebre alta acompañada de falta de movimiento solía ser indicio de meningitis espinal. Había dos tipos: bacteriana y viral. Ambos podían ser letales pero la diferencia era que, si Carter lograba sortear las primeras etapas de una meningitis viral, se recuperaría por completo. Pero si era bacteriana, lo más probable era que pasaría el resto de su vida sordo y ciego, además de sufrir de retraso mental. Era una idea insoportable.

Siempre me había preguntado cómo hacían los padres para amar a hijos que sufriesen de cosas como esas. A veces me quedaba mirando a algún niñito retrasado que jugaba en el parque. Era desgarrador ver cómo los padres hacían cuanto podían para crear un mínimo de normalidad y felicidad para la criatura. Y siempre me impresionó ver el tremendo amor que le demostraban, a pesar de todo: de la vergüenza y de la culpa que pudieran sentir, y de la tremenda carga que tenía que ser para sus propias vidas.

¿Podría hacer algo así? ¿Estaría yo a la altura de las circunstancias? Claro que decir que lo haría era fácil. Pero las palabras son baratas. Amar a un niño que uno nunca podría conocer de verdad, con el que uno no podría desarrollar un vínculo… Solo podía rezar a Dios para que me diera la fuerza de ser un hombre así, un hombre bueno; de hecho, un verdadero hombre de poder. No me cabía duda de que mi esposa era capaz de hacerlo. Parecía tener una conexión sobrenaturalmente íntima con Carter, que era mutua. Así habían sido las cosas entre Chandler y yo desde que ella tuvo suficiente edad como para ser consciente de sí. De hecho, incluso ahora, cuando Chandler tenía algún motivo de aflicción, quien acudía al rescate era papá.

Y Carter, aunque tenía menos de dos meses, ya respondía a Nadine de esa manera milagrosa. Era como si su presencia misma lo serenara, lo tranquilizara y lo hiciera sentir que todo era como debía ser. Algún día, yo también tendría esa intimidad con mi hijo; sí, si Dios lo permitía, sería así.

Cuando llegué a la puerta de entrada la duquesa ya salía con Carter en brazos, envuelto en una manta azul. Rocco Noche había estacionado el Range Rover frente a la puerta, preparándose para llevarnos al hospital a toda velocidad. Mientras abordábamos el vehículo toqué la frente de Carter con el dorso de la mano y quedé horrorizado. Literalmente ardía de fiebre. Respiraba, sí, pero apenas. No se movía. Estaba rígido como una tabla.

Camino al hospital, la duquesa, con Carter en brazos, y yo íbamos en el asiento trasero, Suzanne en el del acompañante. Como Rocco era un exdetective del departamento de policía de Nueva York, para él no existían semáforos en rojo ni límites de velocidad, lo cual, dadas las circunstancias, era lo ideal. Llamé al doctor Green a Florida, pero no estaba. Después, llamé a mis padres para decirles que se nos reunieran en el hospital North Shore, que quedaba cinco minutos más cerca que el Judío de Long Island. Callamos durante el resto del trayecto; seguíamos sin llorar.

Entramos a la carrera en la sala de urgencias. La duquesa, con Carter en brazos, encabezó la arremetida. El pediatra de Carter había telefoneado al hospital, así que nos esperaban. Cruzamos una sala de espera colmada de gente sin expresión y, en menos de un minuto, Carter estaba sobre una mesa de examen, mientras lo limpiaban con un líquido que olía a alcohol alcanforado.

Un doctor de aspecto juvenil y pobladas cejas nos dijo:

—Parece tratarse de meningitis espinal. Necesitamos que nos autoricen a hacerle una punción espinal. Es un procedimiento de muy bajo riesgo, pero siempre existe la posibilidad de infección o…

—¡Solo hazle la puta punción! —ordenó la duquesa.

El doctor asintió, sin parecer ofendido en lo más mínimo por el lenguaje empleado por mi esposa. Tenía motivos para usarlo.

Esperamos, no sé si diez minutos o dos horas. En algún momento la fiebre cedió un poco, bajando a algo más de treinta y nueve grados. Entonces, Carter prorrumpió en un llanto inconsolable. Era una aguda estridencia indescriptible, atroz. Me pregunté si sería el sonido que hace un bebé al verse despojado de sus sentidos mismos, si instintivamente lloraba de angustia, consciente del terrible destino que le había tocado.

La duquesa y yo, con el alma en un hilo, estábamos sentados en las sillas de plástico celeste, apoyados el uno en el otro. Nos acompañaban mis padres y Suzanne. Sir Max daba vueltas como una fiera enjaulada, fumando a pesar del cartel de prohibición que había en la pared; sentí piedad por cualquiera que fuese a cometer la imprudencia de hacérselo notar. Mi madre estaba sentada a mi lado. Lloraba. Nunca la había visto con tal mal aspecto. Suzanne estaba sentada junto a su hija. Ya no hablaba de conspiraciones. Una cosa es que un bebé tenga un agujero en el corazón: es posible remendarlo. Pero que un niño quede sordo, ciego y mudo, es otra, muy distinta.

En ese momento un médico emergió de las dobles puertas automáticas. Vestía un uniforme verde y lucía una expresión neutral. La duquesa y yo nos levantamos de un salto y corrimos hacia él. Dijo:

—Señor y señora Belfort, lo lamento, pero el análisis de fluido espinal dio positivo. Su hijo tiene meningitis. Es…

Lo interrumpí:

—¿Es viral o bacteriana? —Tomé la mano de mi esposa y la oprimí, rogando por que el médico dijese que era viral.

El médico respiró hondo y exhaló con lentitud.

—Es bacteriana —dijo con tristeza—. Lo siento mucho. Todos rogábamos porque fuese viral, pero el examen es concluyente. Verificamos los resultados tres veces, y no hay error. —El médico volvió a respirar hondo antes de proseguir:

—Logramos bajarle la fiebre a menos de treinta y ocho, así que saldrá del paso. Pero la meningitis bacteriana produce considerables daños en el sistema nervioso central. Es demasiado pronto para saber cuánto y qué, pero por lo general se trata de pérdida de vista y oído… —se interrumpió, como si eligiera las palabras— además de cierta pérdida de facultades mentales. Lo lamento mucho. Una vez que salga de la fase aguda tendremos que llamar a algunos especialistas para que evalúen el alcance del daño. Pero por ahora lo único que podemos hacer es administrarle por goteo antibióticos de espectro amplio para matar la bacteria. En este momento ni siquiera sabemos de qué bacteria se trata. Parece que es un organismo inusual, que no suele ser causa de meningitis. Ya hemos avisado a nuestro jefe de infectologia. Está de camino al hospital en este momento.

En estado de total aturdimiento, pregunté:

—¿Pero cómo la contrajo?

—No hay forma de saberlo —respondió el joven médico—. Lo estamos trasladando al sector de aislamiento, en el quinto piso. Lo pondremos en cuarentena hasta que lleguemos al fondo del asunto. Solo usted y su esposa lo pueden ver.

Miré a la duquesa. Tenía la boca muy abierta. Parecía paralizada, y tenía la mirada perdida. Se desmayó.

En la unidad de aislamiento del quinto piso reinaba el caos. Carter agitaba locamente los brazos, pateaba y chillaba, mientras la duquesa iba de un lado a otro, presa de un llanto histérico. Las lágrimas le corrían por el rostro, que tenía un color ceniciento.

Uno de los médicos le dijo:

—Estamos tratando de inyectar a su hijo, pero no se queda quieto. Con bebés de esta edad, dar con una vena es difícil, así que creo que deberemos insertarle la aguja a través del cráneo. No hay otro modo. —Su tono era totalmente negligente y carente de compasión.

La duquesa se precipitó sobre él.

—¡Hijo de puta! ¿Sabes quién es mi esposo, basura? Vé ahora mismo y métele la aguja en el brazo o te mataré yo misma antes de que mi marido tenga tiempo de contratar a alguien para que lo haga.

El doctor quedó paralizado de espanto, con la boca abierta. No era un rival digno de la pura ferocidad de la duquesa de Bay Ridge.

—Bueno, ¿qué mierda esperas? ¡Hazlo!

El doctor asintió con la cabeza y corrió hacia la cuna. Tomando el diminuto brazo de Carter se puso a buscar otra vena.

En ese momento sonó mi celular.

—¿Hola? —dije con voz inexpresiva.

—¡Jordan! Soy Barth Green. Acabo de recibir tus mensajes. Lo lamento tanto por ti y por Nadine. ¿Estáis seguros de que es una meningitis bacteriana?

—Sí —respondí—. Están seguros. Están tratando de inyectarlo para meterle antibióticos, pero está como loco. Patea, grita y agita los brazos…

—Eh, eh, eh —me interrumpió el doctor Barth Green—. ¿Has dicho que agita los brazos?

—Sí, es como si se estuviese volviendo totalmente loco en este mismo momento. Está inconsolable desde que la fiebre cedió. Suena como si estuviese poseído por un espíritu…

—Bueno, puedes quedarte tranquilo, Jordan, porque tu hijo no tiene meningitis, ni viral ni bacteriana. Si así fuera, la fiebre no hubiese bajado y estaría rígido como una tabla. Lo más probable es que tenga un resfriado muy fuerte. Los bebés tienden a desarrollar picos de fiebre anormalmente altos. Mañana estará bien.

Me quedé atónito. ¿Cómo podía ser que Barth Green tuviese la irresponsabilidad de crear falsas esperanzas de esa manera? No había visto a Carter, y el análisis de líquido espinal era definitivo. Habían verificado los resultados tres veces. Respiré hondo y dije:

—Mira, Barth, te agradezco que quieras hacer que me sienta mejor, pero el análisis mostró que tiene algún tipo de bacteria poco…

Me volvió a interrumpir:

—En realidad, me importa una mierda lo que diga el análisis. De hecho, estoy dispuesto a apostar a que lo que detectó fue un contaminante en la muestra. Ese es el problema con las salas de urgencias. Están bien para huesos rotos o para una herida de bala, pero nada más. Y esto… bueno, que los hayan preocupado de esta manera es imperdonable.

Lo oí suspirar.

—Mira, Jordan, ya sabes que trato a diario con lesiones espinales, de modo que me he visto obligado a convertirme en experto en dar malas noticias. ¡Pero lo que te dicen ahí es pura mierda! Tu hijo tiene un resfriado.

Quedé cortado. Nunca había oído a Barth Green decir ni una palabrota. ¿Era posible que tuviese razón? ¿Era concebible que pudiera dar un diagnóstico más preciso desde su casa, en Florida, que el que hacía un equipo de médicos, con equipos de última generación, y a la cabecera de mi hijo? Entonces, Barth dijo en tono severo:

—¡Pásame a Nadine!

Me acerqué a la duquesa y le di el teléfono.

—Toma, es Barth. Quiere hablar contigo. Dice que Carter está bien y que todos los doctores están locos.

Mientras Nadine hablaba, me acerqué a la cuna y me quedé mirando a Carter. Habían logrado, finalmente, inyectarle un goteo en el brazo derecho, y estaba un poco más tranquilo. Solo gimoteaba y se removía en la cuna. Realmente es muy guapo, pensé, y esas pestañas… incluso ahora eran impresionantes.

Al cabo de un minuto, la duquesa se acercó e, inclinándose sobre la cuna, puso el dorso de la mano en la frente de Carter. En tono confundido dijo:

—Parece más fresco. Pero ¿cómo puede ser que todos esos médicos estén equivocados? ¿Y cómo pueden estar equivocados los análisis?

Enlazándola con un brazo la estreché contra mí.

—¿Por qué no nos turnamos para dormir aquí? Así uno de nosotros podrá estar siempre con Channy.

—No —respondió—. No me marcho de aquí sin mi hijo. No me importa si tengo que quedarme un mes. No me iré sin él, jamás.

Durante tres días seguidos mi esposa durmió junto a la cuna de Carter sin abandonar nunca la habitación. A la tercera tarde íbamos rumbo a Old Brookville en limusina. Carter James Belfort iba sentado entre los dos, y las palabras «era un contaminante en la muestra» resonaban agradablemente en nuestros oídos.

Me sentía lleno de respetuosa admiración por el doctor Barth Green. Primero lo había visto sacar a Elliot Lavigne de un coma sacudiéndolo. Ahora había dado en el clavo con Carter. Me hacía sentir aún más cómodo ante el hecho de que, la semana siguiente, sería él quien se inclinara sobre mí, escalpelo en mano, para intervenir mi columna vertebral. Después, recuperaría mi vida.

Y entonces podría, finalmente, dejar las drogas.