31
Las alegrías de la paternidad
A la mañana siguiente, Chandler y yo nos encontrábamos solos en el dormitorio principal, enzarzados en un acalorado debate. Yo era quien más hablaba. Ella estaba sentada en el suelo, jugando con unos cubos de madera multicolores. Procuraba convencerla de que el recién llegado a la familia sería bueno para ella, que las cosas serían aún mejores que antes.
Le sonreí a la niña genio y dije:
—Escucha, muñeca, es tan bonito y tan pequeño que te enamorarás de él en cuanto lo veas. Y piensa qué divertido será cuando crezca un poco. ¡Le podrás dar órdenes todo el día! ¡Será maravilloso!
Channy alzó la vista de su proyecto de construcción y, clavándome esos grandes ojos azules heredados de su madre, me obligó a bajar los míos.
—No, mejor déjalo en el hospital. —Y regresó a sus cubos.
Me senté junto a mi hija genio y le di un suave beso en la mejilla. Olía a limpio y a fresco, como deben oler las niñitas. Ahora tenía poco más de dos años y su cabello, fino como barba de maíz, era de un glorioso color castaño. Le llegaba hasta debajo de los omóplatos y terminaba en unos diminutos bucles. Solo verla me conmovía de una manera increíble.
—Mira, muñeca, no podemos dejarlo en el hospital; es parte de la familia ahora. Carter es tu hermanito menor y tú y él seréis los mejores amigos.
Encogiéndose de hombros:
—No, creo que no.
—Bueno, ahora debo ir al hospital a buscar a él y a mamá. Así que vendrá de todas maneras, muñeca. Solo recuerda que mamá y yo te seguimos queriendo como siempre. Hay suficiente amor para todos.
—Ya lo sé —respondió sin énfasis, siempre concentrada en su proyecto de construcción—. Puedes traerlo. Está bien.
Impresionante, pensé. Había aprobado con toda sencillez al nuevo integrante de la familia.
No fui directamente al hospital, pues debía hacer un breve alto en el camino. Se trataba de una improvisada reunión de negocios en un restaurante llamado Millie’s Place, en el exclusivo suburbio de Great Neck, a unos cinco minutos en coche del Hospital Judío de Long Island. Tenía intención de despachar el encuentro a la mayor brevedad posible para luego recoger a Carter y a la duquesa y llevarlos a Westhampton. Llegaba unos minutos tarde y, cuando la limo estacionó, pude ver la resplandeciente dentadura de Danny por el escaparate del restaurante. Estaba sentado frente a una mesa circular, acompañado del Chef, Choza y un abogado corrupto llamado Hartley Bernstein, que me caía muy bien. A Hartley le decían la Rata, pues era idéntico al roedor. De hecho, podría haber sido el escogido para representar en la pantalla el papel del personaje BB Eyes de la tira cómica Dick Tracy.
Aunque Millie’s Place no trabajaba a la hora del desayuno, su propietaria, Millie, había aceptado abrirlo para nosotros. Era lo apropiado, dado que Millie’s Place era el lugar donde los strattonitas iban a festejar el lanzamiento de nuevas emisiones bebiendo, comiendo, follando, mamando, tomando, aspirando; en fin, llevando a cabo todas las actividades que los caracterizaban. Y todo a cargo de la empresa, que eventualmente recibía una cuenta que oscilaba entre los veinticinco mil y los cien mil dólares, según los daños causados.
Al aproximarme a la mesa vi a un quinto comensal: Jordan Shamah, el recién designado vicepresidente de Stratton. Era un amigo de la infancia de Danny, apodado el Enterrador, pues su ascenso al poder tuvo poco que ver con su trabajo, y mucho con su costumbre de enterrar a todo el que se interpusiera en su camino. El Enterrador era bajo y rechoncho, y su principal arma era la vieja puñalada por la espalda, aunque tampoco le hacía ascos a la difusión de rumores ni a la difamación.
Intercambié una rápida ronda de abrazos de estilo mafioso con mis excómplices antes de acomodarme en un sillón y servirme una taza de café. El objetivo de la reunión era triste: se trataba de convencer a Danny de que cerrara Stratton Oakmont, recurriendo a la teoría de las cucarachas. Ello significaba que, antes del cierre efectivo de Stratton, debía abrir una pequeña cantidad de firmas de correduría de Bolsa, cada una de ellas propiedad de un testaferro. El paso siguiente era dividir a los strattonitas en pequeños grupos, que adjudicaría a cada una de esas empresas. Una vez completado el proceso, cerraría Stratton y él mismo se pasaría a una de las nuevas firmas, desde donde, bajo la apariencia de asesor, las manejaría a todas entre bambalinas.
Ese era el procedimiento habitual para las empresas de finanzas que sufrían la presión de las agencias regulatorias. En esencia, se trataba de ganarles de mano, cerrando y volviendo a abrir bajo otro nombre. De esa manera retomaban desde cero el proceso de ganar dinero y combatir a los reguladores. Era como cuando uno pisa una cucaracha y la aplasta, solo para descubrir que hay otras diez correteando por todas partes.
En cualquier caso, y dados los problemas de Stratton, era lo adecuado. Pero Danny no se adhería a la teoría de las cucarachas. En cambio, había desarrollado una teoría propia que llamó «veinte años de cielos azules». Según dicha teoría, lo único que Stratton debía hacer era capear la actual oleada de impedimentos regulatorios, tras lo cual seguiría haciendo negocios durante veinte años. ¡Absurdo! Lo cierto era que a Stratton le quedaba, a lo sumo, un año de vida. Ahora, los cincuenta estados del país trazaban círculos en torno de Stratton como buitres sobre un animal agonizante. Y la NASD se les había unido.
Pero Danny estaba sumido en un estado de negación absoluta. De hecho, se había transformado en una suerte de versión Wall Street de Elvis en sus últimos tiempos, cuando sus patrones embutían su fofo cuerpo en un overol de cuero blanco y lo sacaban a escena para que cantara unas pocas canciones. Luego, lo retiraban a rastras, antes de que el seconal y el calor lo hiciesen desvanecerse.
Según Choza, últimamente Danny, durante sus discursos a los strattonitas, se subía a los escritorios, estrellaba los monitores de los ordenadores contra el suelo y maldecía a los reguladores. Como era de esperar, los strattonitas adoraban esa mierda, lo que hizo que Danny subiera la apuesta; ahora se bajaba los pantalones y se meaba sobre pilas de citaciones de la NASD entre atronadores aplausos.
Mi mirada se cruzó con la de Choza, y le hice un gesto con la barbilla, como diciéndole: «Haz tu aporte». Choza asintió con aire confiado y dijo:
—Mira, Danny, la verdad es que no sé cuánto tiempo más podremos seguir haciendo negocios. La SEC está empeñada en complicarnos la vida y se toma seis meses para aprobar cada iniciativa. Si ponemos manos a la obra con una nueva empresa ahora mismo, de aquí a fin de año podemos estar en acción otra vez, haciendo negocios que nos beneficien a todos.
La respuesta de Danny no fue exactamente la que Choza esperaba.
—Te diré una cosa, Choza. Tus motivos son tan obvios que me dan ganas de vomitar. Tenemos mucho tiempo antes de siquiera considerar la posibilidad de hacer lo de las cucarachas, entonces, ¿por qué no te quitas el puto peluquín y te callas un poco?
—¿Sabes qué, Danny? ¡Púdrete! —ladró Choza, pasándose los dedos por el peluquín, en un intento de hacerlo parecer más natural—. Estás tan drogado todo el tiempo que ya no tienes ni idea de cómo son las cosas. No quiero desperdiciar mi vida viéndote babear en la oficina como un maldito imbécil.
El Enterrador vio la ocasión de asestarle un hachazo en la espalda a Choza.
—Eso no es verdad —arguyó el Enterrador—, Danny no babea en la oficina. Quizá a veces se le traba un poco la lengua, pero incluso entonces tiene las cosas controladas. —El Enterrador hizo una pausa, buscando el punto donde inyectar una dosis de fluido embalsamador—. Y por cierto, no eres el más apropiado para hablar. Te pasas el día detrás de esa puta maloliente de Donna, con sus sobacos hediondos.
El Enterrador me caía bien; era un auténtico ejemplar corporativo, demasiado estúpido para pensar por sí mismo, que consagraba la mayor parte de su energía mental a recolectar rumores sobre aquellos a quienes quería enterrar. Claro que, en ese caso en particular, lo que lo impulsaba era obvio. Había cientos de quejas de clientes contra él, y si Stratton se iba a pique, le sería imposible volver a registrarse como financiero certificado.
Dije:
—Muy bien, ¡terminemos de una vez con esta mierda! —Meneé la cabeza, incrédulo. Stratton se había tornado totalmente incontrolable—. Debo irme al hospital. Solo estoy aquí porque quiero lo mejor para todos. En lo personal, no me puede importar menos si cobro o no un céntimo más de Stratton. Pero sí tengo otros intereses, debo admitir que egoístas, y tienen que ver con todos los procesos de arbitraje que están teniendo lugar. Casi todos se refieren a mí, por más que ya no estoy en la firma. —Miré a Danny a los ojos—. Estás en la misma situación que yo, Dan, e intuyo que, incluso si tuviésemos por delante veinte años de cielos azules, los pedidos de arbitraje no se detendrían.
La Rata intervino.
—Podríamos afrontar lo de los arbitrajes mediante una venta de activos. Podríamos estructurarla de modo de que Stratton les vendiera sus corredores a las nuevas firmas. Estas, a cambio, se comprometerían a pagar por cualquier multa arbitral que surgiera a lo largo de los próximos tres años. Pasados estos, el estatuto de responsabilidad limitada comenzaría a regir, y todos quedarían a salvo.
Miré al Chef, que asintió con la cabeza, aprobando. Interesante, pensé. Yo nunca le había hecho demasiado caso a la sabiduría de la Rata. En esencia, era el equivalente del Chef para los asuntos legales. Pero este era todo un hombre y rebosaba carisma, mientras que la Rata carecía por completo de tales atributos. Nunca me pareció estúpido, pero cada vez que lo miraba no podía menos que imaginarlo mordisqueando un trozo de queso. En cualquier caso, su última idea era brillante. Los pleitos de clientes, cuyas reclamaciones ya ascendían a los setenta millones de dólares, me preocupaban. Por ahora, Stratton les iba pagando, pero si Stratton se iba a pique, se transformarían en una jodida pesadilla.
En ese momento Danny dijo:
—JB, hablemos en la barra durante un momento.
Asentí y ambos nos dirigimos a la barra, donde Danny procedió de inmediato a colmar dos vasos con Dewar’s. Alzando uno dijo:
—¡Por veinte años de cielos azules, amigo mío! —El vaso quedó suspendido en lo alto, a la espera de que me uniera al brindis.
Miré mi reloj. Eran las diez y media.
—¡Vamos, Danny! No puedo beber en este momento. Debo ir al hospital a buscar a Nadine y a Carter.
Danny meneó la cabeza con aire grave.
—Rechazar un brindis a esta hora de la mañana trae mala suerte. ¿De veras estás dispuesto a arriesgarte?
—Sí —ladré—, estoy dispuesto a arriesgarme.
Danny se encogió de hombros.
—Como quieras. —Y de un trago se zampó lo que debían de ser cinco medidas de escocés—. ¡Cosa buena! —murmuró. Meneó la cabeza unas veces más y, metiéndose la mano en el bolsillo, sacó cuatro qualuuds—. ¿No te tomas, al menos, unos qualuuds conmigo antes de pedirme que cierre la empresa?
—¡A eso no se le dice que no! —dije con una sonrisa.
Con una amplia sonrisa, Danny me entregó los qualuuds. Me dirigí al fregadero, abrí el grifo y apliqué la boca al chorro. Con disimulo, metí la mano en el bolsillo del pantalón y puse allí los qualuuds a buen recaudo.
—Muy bien —dije, frotándome las yemas de los dedos unas con otras—. En este momento soy una bomba de tiempo, así que démonos prisa.
Dirigiéndole una sonrisa de tristeza a Danny me pregunté cuántos de mis actuales problemas le podía atribuir. No era que estuviese tan engañado como para endilgarle a él todas las culpas, pero no cabía duda de que Stratton no habría llegado a tal estado de descontrol sin Danny. Sí, era cierto que yo había sido, por así decirlo, el cerebro del equipo. Pero Danny era el músculo, la fuerza bruta, y hacía a diario cosas que a mí me hubiesen resultado imposibles, o que al menos no hubiera podido hacer si pretendía seguirme mirando al espejo cada mañana. Danny era un verdadero guerrero y yo ya no sabía si debía respetarlo o detestarlo por ello. Pero más que nada me entristecía.
—Mira, Danny, yo no puedo decirte qué debes hacer con Stratton. Ahora es tu empresa y te respeto demasiado como para darte órdenes. Pero, si quieres mi opinión, te diré que, de ser yo, cerraría ya mismo y me marcharía mientras aún estoy ganando. Se hace tal como lo dijo Hartley: que las nuevas firmas se hagan cargo de todas las multas por arbitraje y que te paguen como consultor. Es la jugada correcta y es la jugada inteligente. La que haría yo si siguiera al frente de las cosas.
Danny asintió.
—Entonces, es lo que haré. Solo quiero tomarme unas semanas más para ver cómo evolucionan las cosas con los gobiernos estatales.
Volví a sonreír con tristeza. Sabía muy bien que no tenía ni la menor intención de cerrar la empresa. Solo dije:
—Claro, Dan, eso parece razonable.
Cinco minutos después ya me había despedido de todos y estaba a punto de subir a la limusina. Vi que el Chef salía del restaurante. Acercándose a la limo, dijo:
—Diga lo que diga Danny, no tiene intención de cerrar. Solo se marchará cuando se lo lleven, esposado.
Asentí lentamente y dije:
—Dime algo que no sepa, Dennis. —A continuación le di un abrazo, subí a la limusina y me dirigí al hospital.
Por pura casualidad, el Hospital Judío de Long Island estaba en la ciudad de Lake Success, a menos de dos kilómetros de Stratton Oakmont. Quizá por eso nadie pareció sorprenderse cuando paseé por la unidad de maternidad repartiendo relojes de oro. Había hecho lo mismo cuando nació Chandler, creando una considerable conmoción. Por algún motivo inexplicable, sentía una alegría irracional al derrochar cincuenta mil dólares en personas que nunca volvería a ver.
Faltaba un poco para las once cuando terminé al fin mi feliz ritual. Cuando entré en la habitación que ocupaba la duquesa, no pude verla. Las flores la ocultaban. ¡Caray! ¡Eran miles! El cuarto explotaba de color, fantásticos matices de rojo, amarillo, rosa, morado, naranja y verde.
Finalmente avisté a la duquesa, sentada en un sillón. Tenía a Carter en brazos y trataba de darle el biberón. La duquesa volvía a tener un aspecto impresionante. De algún modo se las había compuesto para deshacerse del exceso de peso en las treinta y seis horas transcurridas desde el parto, y volvía a ser mi deliciosa duquesa. ¡Qué alegría para mí! Llevaba un par de jeans descoloridos, una simple camiseta blanca y un par de chinelas de danza blanco tiza. Carter estaba arropado en una manta celeste, de la que solo asomaba su diminuto rostro.
Le sonreí a mi esposa y dije:
—Luces bellísima, cariño. No puedo creer que tu rostro haya regresado a la normalidad. Ayer seguía hinchado.
—No quiere el biberón —dijo la maternal duquesa, ignorando mi elogio—. Channy lo quiso enseguida. Carter, no.
Una enfermera entró en el cuarto. Tomó a Carter para hacerle el examen previo al alta. Mientras hacia las maletas, la oí decir:
—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Qué pestañas tan hermosas tiene! Creo que nunca he visto unas pestañas tan bonitas en un bebé. Espera a que crezca un poco. Apuesto a que será de lo más guapo.
La orgullosa duquesa respondió:
—Lo sé. Tiene algo muy especial.
Entonces, la enfermera dijo:
—¡Qué raro!
Giré sobre mis talones y la miré. Estaba sentada en una silla. Tenía a Carter en brazos y lo auscultaba con un estetoscopio.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—No estoy segura —dijo la enfermera—, pero el latido de su corazón no parece normal. —Se la veía muy nerviosa. Apretaba los labios y escuchaba con atención.
Miré a la duquesa. Parecía que le acababan de pegar un tiro en el vientre. Estaba de pie y se apoyaba en la cabecera de la cama.
Al fin, la enfermera dijo en tono de gran enfado:
—No puedo creer que nadie haya detectado esto. ¡Su hijo tiene un soplo en el corazón! Estoy segura. Ahora mismo oigo el murmullo. Se trata de un soplo o de un defecto de las válvulas. Lo lamento, pero no pueden llevárselo a casa. Tenemos que traer un cardiólogo pediátrico ahora mismo.
Respiré hondo y asentí con lentitud, como ausente. Miré a la duquesa. Lloraba en silencio. En ese instante supimos que nuestras vidas nunca volverían a ser las mismas.
Quince minutos más tarde nos encontrábamos en las entrañas del hospital, de pie en una pequeña sala atestada de sofisticados equipos médicos: bancos de ordenadores, monitores de diversas formas y tamaños, soportes para frascos de goteo venoso y una diminuta mesa de examen sobre la que estaba tendido Carter, desnudo. La intensidad de las luces había sido disminuida para aumentar la visibilidad de un monitor en particular. Quien estaba a cargo ahora era un médico alto y flaco.
—Ahí, ¿lo ven? —preguntó. Señalaba con el índice izquierdo la negra pantalla, en la que se veían cuatro circunferencias irregulares semejantes a amebas, dos rojas y dos azules. Cada una tenía el tamaño aproximado de una moneda de un dólar. Estaban interconectadas y parecían vaciar sus contenidos una en la otra en un lento ritmo. El médico tenía en la mano derecha un pequeño dispositivo en forma de micrófono que apretaba contra el pecho de Carter mientras lo movía en lentos círculos concéntricos. Las circunferencias rojas y azules eran imágenes sónicas de la sangre de Carter, que se desplazaba por las cuatro cámaras de su corazón.
—Y ahí está —añadió— el segundo agujero. Es un poco más pequeño, pero sin duda está ahí, entre los ventrículos.
Luego, apagando el ecocardiógrafo dijo:
—Me sorprende que su hijo no haya sufrido un ataque cardíaco congestivo. El agujero entre los ventrículos es grande. Existe una considerable probabilidad de que requiera cirugía a corazón abierto en los próximos días. ¿Cómo va con el biberón? ¿Lo toma?
—Poco —dijo la duquesa con tristeza—. No como lo hacía nuestra hija.
—¿Transpira mientras lo toma?
La duquesa meneó la cabeza.
—No que yo haya notado. Pero no parece muy interesado en tomarlo.
El médico asintió con la cabeza.
—El problema es que la sangre oxigenada se mezcla con la que no lo está. Así que mamar resulta muy cansado para él. La transpiración al mamar es uno de los primeros indicios de fallo cardíaco congestivo en los bebés. Aun así, todavía hay posibilidades de que se recupere. Los agujeros son grandes, pero parecen estar compensándose entre sí. Crean una presión mutua que minimiza la reversión del flujo sanguíneo. De no ser por ello, ya veríamos síntomas. Pero solo el tiempo nos dirá cómo evoluciona. Si el corazón no le falla en el transcurso de los próximos diez días, probablemente se recupere sin problemas.
—¿Qué probabilidades hay de que el corazón le falle? —pregunté.
El médico se encogió de hombros.
—Digamos que cincuenta y cincuenta.
La duquesa:
—¿Y qué ocurre si le falla el corazón?
—Comenzaremos por administrarle diuréticos para evitar que el fluido se le acumule en los pulmones. Hay otros medicamentos, pero no pongamos el carro por delante del caballo. Si ninguno de ellos funciona, tendremos que hacer una cirugía a corazón abierto para coser el agujero. —El doctor sonrió con expresión compasiva—. Lamento darles tan malas noticias. Debemos esperar y observar. Pueden llevarse a su hijo a casa, pero mírenlo con atención. Ante el más mínimo indicio de transpiración o de respiración fatigosa, o incluso si rechaza el biberón, llámenme de inmediato. De no ser así, nos vemos en una semana. —Sí. claro, amiguito, pensé, ¡ahora mismo me voy al Hospital Presbiteriano Columbia para consultar a un médico que se haya graduado en Harvard!— para un nuevo ecocardiograma. Para entonces, es posible que el agujero se haya comenzado a cerrar por sí mismo.
El ánimo de la duquesa y el mío cambiaron al instante. Al percibir un rayo de esperanza dije:
—¿Quiere decir que es posible que el agujero se cierre solo?
—Sí, por supuesto. Debo haber olvidado mencionarlo —¡pequeño detalle para olvidar, pedazo de mierda!, pensé—. Si no muestra síntoma alguno durante los próximos diez días, lo más probable es que eso sea lo que ocurra. Es que, a medida que su hijo crezca, su corazón también lo hará e irá envolviendo gradualmente el agujero. Para su quinto cumpleaños debería estar totalmente cerrado. Y aun si no cierra del todo, será tan pequeño que no le causará problemas. Pero, una vez más, todo se sabrá a lo largo de los próximos diez días. Insisto, ¡obsérvenlo con atención! De hecho, yo no le quitaría los ojos de encima por más de unos pocos minutos.
—No se preocupe por eso —dijo la duquesa, confiada—. Habrá al menos tres personas, una de ellas enfermera titulada, observándolo a toda hora.
En lugar de ir a Westhampton, que estaba a unos buenos cien kilómetros al este, nos dirigimos directamente a Old Brookville, a solo quince minutos del hospital. Una vez allí, nuestras familias no tardaron en reunirse con nosotros. Hasta el padre de la duquesa, el perdedor más adorable del mundo, apareció. Como siempre, estaba idéntico a Warren Beatty y, supuse, estaría a la espera de que pasara el alboroto para, como de costumbre, pedir dinero prestado.
El Loco Max, transformado para la ocasión en sir Max, encabezaba la vigilia. Nos aseguró a la duquesa y a mí que todo saldría bien, antes de abocarse a hacer llamadas telefónicas a diversos doctores y hospitales sin perder la paciencia ni una vez. De hecho, no habría ni indicios del Loco Max hasta que la crisis pasó, en cuyo momento reapareció como por arte de magia, recuperando el tiempo perdido con furibundos ataques verbales y agresivas técnicas de fumador. Mi madre era la de siempre: una santa mujer que elevaba plegarias judías al cielo y nos ofrecía apoyo moral a la duquesa y a mí. Suzanne, la anarquista secreta, le atribuyó los agujeros del corazón de Carter a alguna conspiración gubernamental en la que, inexplicablemente, también participaban los médicos.
Le explicamos a Chandler que su hermano estaba enfermo, y nos dijo que lo quería y que se alegraba de que lo hubiésemos traído del hospital. A continuación, regresó a sus cubos de colores. Gwynne y Janet también participaron de la vigilia, aunque solo después de que se recuperaron de seis horas de histéricos llantos. Incluso Sally, mi adorable labradora marrón chocolate, participó, sentándose al pie de la cuna de Carter, lugar que solo abandonaba para hacer sus necesidades y comer una que otra vez. Pero al perro de la duquesa, Rocky, el maligno enano hijo de puta, Carter no podía importarle menos. Hacía ver que no pasaba nada malo y seguía molestando a todo el mundo; ladraba sin cesar, meaba en la alfombra, cagaba dentro de la casa y le robaba la comida a Sally mientras esta, como buena perra que era, se encontraba atareada acompañándonos y rezando con nosotros.
Pero la mayor decepción fue Ruby, muy recomendada por una de esas agencias de empleo que usan los WASP y que se especializan en proveer niñeras jamaicanas a los ricos. El problema comenzó cuando Rocco Noche la recogió en la estación de tren. Le pareció notar que tenía aliento a alcohol. Una vez que terminó de deshacer sus maletas, Rocco decidió registrar su habitación. Quince minutos después estaba otra vez en el asiento trasero del coche, rumbo a la estación. No se volvió a saber de ella. La única ganancia marginal del operativo fueron las cinco botellas de Jack Daniel’s que Rocco le confiscó y que ahora estaban en mi armario de licores de la planta baja.
La niñera sustituta llegó pocas horas después. Era otra jamaicana, llamada Erica. Resultó ser una verdadera joya, que no tardó en hacer buenas migas con Gwynne y con el resto del elenco. Así que también ella se unió a la vigilia.
Al cuarto día, Carter aún no mostraba indicios de fallo cardíaco. A todo esto, mi padre y yo averiguamos por todos los medios posibles quién era el mejor cardiólogo pediátrico del mundo. Todos coincidían en que se trataba del doctor Eward Golenko, jefe de cardiología del hospital Mount Sinai de Manhattan.
Pero lamentablemente había una espera de tres meses para verlo, que no tardó en abreviarse a solo un día debido a una sorpresiva cancelación que tuvo lugar cuando el doctor Golenko se enteró de mi intención de hacer una donación de cincuenta mil dólares a la unidad de cardiología pediátrica del hospital Mount Sinai. De modo que al quinto día Carter estaba tendido en otra mesa de examen, solo que esta vez lo rodeaba un equipo de élite de médicos y enfermeras que, tras pasarse diez minutos maravillándose ante sus pestañas, pusieron manos a la obra.
La duquesa y yo nos quedamos a un lado en silencio, mientras el equipo recurría a un aparato que llegaba a más profundidad y producía imágenes mucho más nítidas que un ecocardiógrafo normal. El doctor Golenko era alto, flaco, un poco calvo y tenía una expresión muy bondadosa. Paseé la mirada por el recinto y conté nueve adultos de aspecto inteligente, enfundados en batas blancas, y que escrutaban a mi hijo como si fuese la cosa más preciosa de la Tierra, lo cual era cierto. Luego, miré a la duquesa que, como de costumbre, se mordisqueaba el interior de un carrillo. Tenía la cabeza ladeada en actitud de intensa concentración. Me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo, a saber, que nunca me había alegrado tanto como ahora de ser rico. A fin de cuentas, si alguien podía ayudar a nuestro hijo eran esas personas.
Al cabo de unos minutos de conversación de médico a médico en jerga especializada, el doctor Golenko nos sonrió y dijo:
—Tengo muy buenas noticias para ustedes: su hijo estará bien. Los agujeros han comenzado a cerrarse y la presión compensatoria ha eliminado la reversión de…
El doctor Golenko no finalizó porque la duquesa lo embistió como un toro. Todos los presentes rieron cuando enlazó sus brazos al cuello y envolvió las piernas en torno de la cintura del doctor de sesenta y cinco años y se puso a cubrirlo de besos.
El doctor Golenko me miró con expresión escandalizada y el rostro ligeramente más rojo que una remolacha y dijo:
—¡Ojalá todas las madres de mis pacientes fuesen como ella! —Y todos rieron un poco más. ¡Qué momento de maravillosa felicidad! ¡Carter James Belfort saldría de esta! Dios había puesto un segundo agujero en su corazón para compensar el primero y, para cuando llegara a los cinco años, nos aseguró el doctor Golenko, ambos estarían cerrados.
En el trayecto de regreso, a bordo de la limusina, la duquesa y yo sonreíamos sin cesar. Carter estaba entre ambos, en el asiento trasero. George y Rocco iban adelante. La duquesa dijo:
—El único problema es que ahora estoy tan paranoica que no sé si podré tratarlo como lo hacía con Chandler. Ella era tan robusta y saludable que nunca me cuidé mucho.
—No te preocupes, cariño. En un par de días todo habrá regresado a la normalidad. Ya lo verás.
—No sé —dijo la duquesa—. Solo pensar qué más puede pasar me da miedo.
—No ocurrirá nada. Lo peor ya pasó.
Y, durante el resto del trayecto, mantuve cruzados los dedos. También los de los pies, así como los brazos y las piernas.