30

Nuevas llegadas

15 de agosto de 1995

(Nueve meses después)

—¡Pequeño hijo de puta! —gritó la duquesa, despatarrada sobre una mesa de partos del Hospital Judío de Long Island—. ¡Tú me hiciste esto, y ahora estás drogado durante el nacimiento de nuestro hijo! ¡En cuanto me levante de esta mesa te arrancaré los pulmones!

Eran las diez de la mañana, ¿o serían las once? Ya no había manera de saberlo.

Acababa de desmayarme en medio de una contracción de la duquesa, y mi cara estaba apoyada sobre la mesa de partos. Aún estaba en pie, aunque doblado en un ángulo de noventa grados y con la cabeza frente a las hinchadas piernas de mi mujer, apoyadas en estribos.

Sentí que alguien me sacudía.

—¿Está usted bien? —dijo la voz del doctor Bruno, a una distancia de un millón de kilómetros.

¡Caramba! Realmente me hubiese gustado responderle, pero estaba tan, tan cansado… Los qualuuds me habían ganado la partida esa mañana, aunque debe decirse que no me faltaban motivos para estar drogado. Al fin y al cabo, lo de dar a luz es un asunto de mucha tensión, tanto para la mujer como para su marido, y además, supongo que hay cosas que las mujeres manejan mejor que los hombres.

Habían transcurrido tres trimestres desde la sesión iluminada por las velas. Vidas de los ricos desequilibrados siguió con su ritmo habitual. Suzanne no traicionó mi confianza y las hijas de tía Patricia fueron a Suiza a reclamar su herencia. Al agente Coleman, supuse, eso no le debía de haber causado mucha gracia. Lo último que se supo de él fue que hizo una inesperada visita matinal a casa de Carrie Chodosh, a quien amenazó con la cárcel y con la pérdida de la custodia de su hijo si no colaboraba. Pero yo sabía que no eran más que las palabras de un hombre desesperado. Carrie, por supuesto, se mantuvo leal, y le dijo al agente Coleman que se fuera a la mierda.

Al comenzar el segundo trimestre, la caída de Stratton se aceleró. Ya no podía pagarme un millón al mes. Pero lo esperaba, de modo que me lo tomé con calma. Por otra parte, aún tenía a Biltmore y a Monroe Parker, y ellos me pagaban un millón por negocio. Y Zapatos Steve Madden también amortiguaba el impacto. Steve y yo apenas si lográbamos cumplir con los pedidos de las grandes tiendas, y el programa esbozado por Elliot funcionaba de maravilla. En ese momento teníamos cinco tiendas propias e intención de abrir otras tantas a lo largo de los próximos doce meses. También comenzábamos a dar franquicias, inicialmente para cinturones y bolsos, aunque ahora también con la indumentaria deportiva. Y, aún más importante, Steve iba aprendiendo a delegar e íbamos bien encaminados en la constitución de un equipo administrativo de primera. Unos seis meses atrás, Gary Deluca, el Detallista, nos había convencido de trasladar nuestro almacén al sur de Florida, lo que resultó ser una excelente idea. John Basile, alias el Escupidor, estaba tan atareado procurando cumplir con los crecientes pedidos de las grandes tiendas que sus diluvios de saliva eran cada vez menos frecuentes.

Entretanto, el Zapatero estaba ganando dinero contante y sonante a cuatro manos, pero no con la empresa. Lo obtenía del juego de las ratoneras, mientras reservaba para el futuro lo producido por Zapatos Steve Madden. Pero eso no me representaba un problema. Al fin y al cabo, Steve y yo habíamos entablado la más estrecha de las amistades y pasábamos juntos casi todo nuestro tiempo libre. Elliot, por su parte, había recaído en su adicción a las drogas y se hundía cada vez más en las deudas y la depresión.

Al comienzo del último trimestre me operaré de la espalda, pero la intervención no solo no tuvo éxito, sino que empeoró mi estado. Aunque quizá me lo mereciera porque, contra el consejo del doctor Green, decidí recurrir a un médico local de reputación dudosa para que llevara a cabo una operación mínimamente invasiva llamada extracción percutánea de disco. El dolor que me bajaba por la pierna izquierda era devastador e incesante. Mi único solaz, por supuesto, eran los qualuuds, como no me cansaba de señalarle a la duquesa, quien se mostraba cada vez más irritada ante mi constante babeo y mis frecuentes episodios de fuga.

Aun así, la duquesa había asumido el papel de esposa cómplice con tanta convicción que tampoco ella diferenciaba ya el bien del mal. Todo el dinero, sirvientes, mansiones, el yate, la amabilidad de todos en cada centro comercial, restaurante o cualquier otro lugar al que fuésemos hacían fácil fingir que todo estaba en orden.

En ese momento, una terrible sensación de ardor llegó a mis narices.

Mi cabeza se levantó como impulsada por un resorte y me encontré ante la gigantesca vagina parturienta de la duquesa, que parecía mirarme con desdén.

—¿Está usted bien? —me preguntó el doctor Bruno.

Respiré hondo y dije:

—Sí, uy ien, otor Runo. Solo que me maeé u poco po la sagre. Me oy a echar un oco de aua a la cara. —Me excusé y corrí al baño, donde aspiré dos rayas de coca antes de regresar a la sala de partos, sintiéndome un hombre nuevo—. Muy bien —dije, sin que se me trabara la lengua—. ¡Fuerza, Nadine! ¡No te des por vencida!

—Me ocuparé de ti más tarde —ladró.

Entonces se puso a empujar y después gritó, y empujó un poco más, y rechinó los dientes y de pronto, como por arte de magia, su vagina se abrió, alcanzando el tamaño de un Volkswagen y, ¡pop!, asomó la cabeza de mi hijo, cubierta de una delgada capa de cabello negro. Entonces salió un torrente de agua y, a continuación, un hombro diminuto. El doctor Bruno tomó el torso de mi hijo, le dio un suave movimiento giratorio y, con toda facilidad, lo sacó.

Oí:

—¡Uaaaaaaaaa…!

—Diez dedos en las manos, diez en los pies —dijo un feliz doctor Bruno depositando el bebé sobre el gordo vientre de la duquesa—. ¿Han elegido el nombre?

—Sí —dijo la gorda y radiante duquesa—. Carter. Carter James Belfort.

—Bonito nombre —opinó el doctor Bruno.

A pesar del pequeño inconveniente que sufrí, el doctor Bruno tuvo la bondad de permitirme cortar el cordón umbilical y lo hice bien. Como ahora me había ganado su confianza, dijo:

—Muy bien, es hora de que papá tenga a su hijo mientras yo termino con mamá. —Y con esas palabras me entregó a mi hijo.

Sentí que las lágrimas acudían a mis ojos. Tenía un hijo. ¡Un niño! ¡Un lobito de Wall Street! Chandler había sido un bebé precioso, y ahora yo contemplaría por primera vez el precioso rostro de mi hijo. Bajé la mirada y ¿qué demonios era eso? ¡Era horrible! Era diminuto y arrugado y tenía los párpados adheridos. Parecía un pollo desnutrido.

La duquesa debió de notar mi expresión, pues dijo:

—No te preocupes, cariño. La mayoría de los recién nacidos no lucen como Chandler. Solo es un poco prematuro. Será tan apuesto como su padre.

—Bueno, esperemos que salga a la madre —repliqué, y lo decía muy en serio—. Pero no me importa su aspecto. Ya lo quiero tanto que me daría igual si su nariz fuese del tamaño de una banana. —Y mirando el rostro perfecto y arrugado de mi hijo me di cuenta de que Dios debía existir, porque era imposible que eso fuera un accidente. Que esa criaturilla perfecta fuese el fruto de un acto de amor era un milagro.

Me quedé mirándolo durante lo que me pareció un tiempo muy largo. Entonces, el doctor Bruno dijo:

—¡Oh, Dios! ¡La paciente está sufriendo una hemorragia! ¡Preparen el quirófano, ya! ¡Y traigan un anestesista! —La enfermera salió a escape.

El doctor Bruno recuperó la compostura y dijo en tono calmo:

—Bien, Nadine. Hay una leve complicación. Tienes una acreción de placenta. Lo que eso significa, querida, es que tu placenta se implantó a demasiada profundidad en la pared uterina. Si no la podemos extraer manualmente, podrías perder mucha sangre. Haré cuanto pueda por sacarla limpiamente —se detuvo, como si buscara las palabras—, pero si no lo logro, no me quedará otra opción que realizar una histerectomía.

Y sin darme tiempo ni de decirle a mi esposa que la amaba, dos enfermeros entraron a la carrera, tomaron la camilla y la sacaron del recinto. El doctor Bruno los siguió. Cuando llegó a la puerta, se volvió y me dijo:

—Haré cuanto pueda por salvar su útero. —Se marchó, dejándome a solas con Carter.

Miré a mi hijo y me eché a llorar. ¿Qué ocurriría si perdía a la duquesa? ¿Cómo iba a criar dos hijos sin ella? Lo era todo para mí. La locura que era mi vida dependía de que ella hiciese lo correcto. Respiré hondo y procuré calmarme. Tenía que ser fuerte por mi hijo, por Carter James Belfort. Sin siquiera darme cuenta de lo que hacía, me encontré meciéndolo, elevando una silenciosa plegaria al Todopoderoso, pidiéndole que se apiadase de la duquesa, y que ella volviese a mí, y entera.

Diez minutos después el doctor Bruno entró en la habitación. Con una gran sonrisa me dijo:

—Sacamos la placenta. No va a creer cómo lo logramos.

—¿Cómo? —dije, sonriendo de oreja a oreja.

—Llamamos a uno de nuestros residentes, una muchacha india diminuta, que tiene las manos más esbeltas que pueda imaginarse. Logró llegar al interior de la matriz de su esposa y sacó la placenta de forma manual. Fue un milagro, Jordan. La acreción de placenta es muy rara, y muy peligrosa. Pero ahora está todo bien. Tiene usted una mujer perfectamente saludable y un hijo perfectamente saludable.

Tales fueron las famosas últimas palabras del doctor Bruno, Rey de la Brujería.