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Medidas desesperadas

Sentado en la cocina, leyendo la noticia, todo el asunto me parecía increíble. ¿Cuántos banqueros suizos existían? Debía haber al menos diez mil solo en Ginebra, y yo había elegido justo al que era tan idiota como para hacerse arrestar en territorio estadounidense. ¿Cuántas posibilidades estadísticas había de que eso ocurriera? Lo más irónico era que lo habían arrestado por algo que no tenía absolutamente nada que ver conmigo. Se trataba de algo vinculado a lavado de dinero del narcotráfico a través de carreras offshore.

A todo esto, la duquesa no había tardado en darse cuenta de que algo andaba terriblemente mal, simplemente porque yo no había saltado sobre ella en el momento mismo en que entré en la casa. Es que, incluso sin haberlo intentado, yo sabía que no se me pondría dura. Me resistía a permitir que la palabra «impotente» entrara en mis pensamientos, porque tenía muchas connotaciones negativas si se la aplicaba a un verdadero hombre de poder, como yo me seguía considerando, por más que hubiese caído víctima de la temeridad de mi banquero suizo. Así que prefería considerarme un picha floja, término que me parecía mucho más aceptable que la terrible palabra que comienza con «I».

De cualquier modo, mi pene había decidido refugiarse en mi bajo vientre, encogiéndose hasta alcanzar el tamaño de la goma de borrar de un lápiz número dos. De modo que le dije a la duquesa que estaba enfermo y cansado por el vuelo.

Más tarde, fui al ropero de mi dormitorio y escogí mi atuendo carcelario. Cogí un par de jeans descoloridos, una sencilla camiseta gris de manga larga (por si hacía frío en el calabozo) y unas zapatillas Reebok viejas y gastadas, lo que reduciría el riesgo de que un negro de más de dos metros de alto llamado Bubba o Jamal me las quitara. En las películas siempre te quitaban las zapatillas antes de violarte.

El lunes por la mañana decidí no ir a la oficina. Me pareció más digno ser arrestado en el confort de mi propio hogar que en las lóbregas profundidades de Woodside, Queens. No, no les daría ocasión de que me arrestasen en Zapatos Steve Madden, lo que el Zapatero consideraría la oportunidad perfecta para joderme con las opciones sobre las acciones. Los maddenitas tendrían que enterarse, como el resto del mundo, a través de los titulares del New York Times. No les daría el gusto de ver cómo me llevaban esposado; le reservaba ese placer a la duquesa.

Entonces, ocurrió algo sumamente extraño; es decir, nada. No llegaron citaciones, no se produjo una visita sorpresa del agente Coleman, y no hubo un allanamiento de Stratton Oakmont. El miércoles por la tarde me encontré preguntándome qué mierda ocurría. Estaba escondido en Westhampton desde el viernes, con la excusa de que estaba enfermo, con un terrible ataque de diarrea, lo cual no dejaba de ser cierto. Pero comenzaba a parecer que me ocultaba sin motivo. ¡Tal vez no estuviese a punto de ser arrestado!

Llegado el jueves, el silencio se volvió tan abrumador que decidí arriesgarme a telefonear a Gregory O’Connell, el abogado que Bo me había recomendado. Parecía la persona ideal a quien recurrir en busca de información, dado que había sido él quien contactó con el distrito Este de la SEC y habló con Sean O’Shea, seis meses atrás. Por supuesto, no podía contarle la verdad a Greg O’Connell. Al fin y al cabo era un abogado, y nunca se puede confiar plenamente en abogados, en particular si son penalistas, pues la ley no permite que te representen si saben que realmente eres culpable.

Por supuesto que es un concepto absurdo, porque todo el mundo sabe que los abogados defensores se ganan la vida defendiendo a los culpables. Pero parte del juego consiste en un acuerdo tácito entre el delincuente y su abogado. Aquel le jura a este que es inocente, y este lo ayuda a dar forma a sus mentiras, convirtiéndolas en un alegato de defensa que procura minimizar los cabos sueltos del cuento chino.

De modo que cuando hablé con Greg O’Connell mentí descaradamente. Le expliqué que me veía implicado en un problema que nada tenía que ver conmigo. Le dije que la familia de mi esposa, en Inglaterra, compartía, por pura coincidencia, un banquero con unos corruptos organizadores de carreras offshore. Mientras le presentaba esta primera versión de mi relato —en la que la adorable tía Patricia seguía vivita y coleando, pues me parecía que ello reforzaba mi caso— a mi futuro abogado, comencé a vislumbrar un débil rayo de esperanza.

Mi historia es totalmente creíble, pensé. Hasta que Gregory O’Connell preguntó con cierto escepticismo:

—¿De dónde sacó una maestra jubilada de sesenta y cinco años los tres millones en efectivo para abrir la cuenta?

Mmm… un ligero fallo en mi cuento; probablemente, una mala señal, pensé. No me quedaba otro remedio que hacerme el tonto:

—¿Y cómo voy a saberlo? —pregunté en tono directo. Sí, había empleado la entonación justa. Cuando hacía falta, incluso entonces, bajo las circunstancias más difíciles, el lobo sabía mantener la calma—. Mira Greg, Patricia, que en paz descanse, siempre hablaba de que su exesposo fue el primer piloto de pruebas del avión Harrier de despegue vertical. Apuesto a que la KGB habrá estado dispuesta a pagar una jodida fortuna a cambio de información técnica sobre ese proyecto. Quizá lo que ocurrió fue que los rusos le pagaron todo ese dinero. Según recuerdo, se trataba de una tecnología muy avanzada para la época. Ultrasecreta. —¡Por Dios! ¿En qué mierda me estaba metiendo?

—Bueno, haré algunas llamadas a ver de qué me entero —dijo mi amable abogado—. Solo hay una cosa que me confunde, Jordan. ¿Podrías aclararme si la tía Patricia está viva o no? Porque acabas de decir «que en paz descanse», pero hace dos minutos me contaste que vive en Londres. Necesitaría saber cuál de las dos versiones es la verdadera.

Evidentemente, había metido la pata. En el futuro, tendría que ser más cuidadoso al referirme al estado vital de Patricia. Ahora no me quedaba más remedio que capear el temporal:

—Depende de cuál sea más útil en mi actual situación. ¿Qué me conviene más: viva o muerta?

—Sería bueno que pudiera presentarse y declarar que el dinero le pertenece o, de no ser así, que firme una declaración jurada en ese sentido. De modo que debo decir que lo mejor sería que estuviese viva.

—¡Entonces está de lo más viva! —repliqué, lleno de confianza. Pensaba en el Gran Falsificador y en su capacidad de crear todo tipo de bonitos documentos—. Pero le gusta la privacidad, de modo que tendrás que conformarte con una declaración jurada. Hace tiempo que vive recluida.

Se produjo un largo silencio. Al cabo de unos buenos diez segundos, mi abogado dijo:

—¡Bien, pues! Creo que ya tengo una idea bastante clara de cómo son las cosas. Te llamaré en unas horas.

Una hora después, Greg O’Connell llamó. Dijo:

—No ocurre nada nuevo con tu caso. De hecho, Sean O’Shea se va de la SEC en dos semanas para ingresar en las humildes filas de los abogados privados como yo, de modo que se mostró inusualmente comunicativo. Dijo que todo tu caso está impulsado por este tal Coleman. En la fiscalía federal no le interesa a nadie. Y en lo que respecta a ese banquero suizo, nada de lo que ocurre con él tiene relación con tu caso, al menos no por el momento. —Pasó un par de minutos explicándome que, por lo que parecía, estaba relativamente a salvo.

Tras colgar procuré olvidar lo de «relativamente» aferrándome a las palabras «a salvo» como un perro a un hueso. Sin embargo, para evaluar el alcance del problema aún debía hablar con el Gran Falsificador. Si estaba, como Saurel, en una cárcel estadounidense, o si se encontraba en una cárcel suiza a la espera de ser extraditado a Estados Unidos, yo también estaba en graves problemas. Pero si no era así, si también él estaba a salvo y en condiciones de practicar el poco conocido arte de la gran falsificación, quizá las cosas terminaran por salir bien.

Llamé al Gran Falsificador desde un teléfono público de un restaurante Starr Boggs. Oí, conteniendo el aliento, la perturbadora historia de cómo la policía suiza había registrado su oficina, llevándose cajas llenas de documentación. Sí, Estados Unidos lo requería para interrogarlo, pero no, no había acusación oficial, no, al menos, que él supiera. Me aseguró que bajo ninguna circunstancia el gobierno suizo lo entregaría al estadounidense, aunque no podía salir de su país, porque, de hacerlo, corría el riesgo de ser detenido por la Interpol, pues era posible que se hubiese ejecutado una orden de búsqueda y captura internacional en su contra.

Finalmente, hablamos de las cuentas de Patricia Mellor. El Gran Falsificador dijo:

—Se llevaron algunos de esos documentos; pero no porque los buscaran especialmente, sino porque los cogieron junto con lo demás. Pero no temas, amigo, no tengo ningún documento que diga que ese dinero no le pertenece a Patricia Mellor. De todos modos, dado que ella ya no está con vida, te sugeriría que no uses esas cuentas hasta que todo esto pase.

—Por supuesto —respondí, aferrándome a las palabras «todo esto pase»—, pero lo que más me inquieta no es lo del acceso al dinero. Lo que me preocupa es que Saurel colabore con el gobierno de Estados Unidos y diga que las cuentas son mías. Eso me produciría graves problemas. Si existiese alguna documentación que demostrara de forma fidedigna que el dinero pertenecía a Patricia, la cosa sería muy distinta.

El Gran Falsificador respondió:

—Pero esa documentación ya existe, querido amigo. Si me das una lista de los documentos que te resultarían útiles y las fechas en que Patricia los firmó, los buscaré en mis archivos.

¡Gran Falsificador! ¡Gran Falsificador! Seguía de mi lado.

—Entiendo, Roland. Si necesito algo, te lo haré saber. Pero por el momento creo que lo más razonable es quedarse quieto y esperar que todo salga bien.

El Gran Falsificador dijo:

—Como de costumbre, estamos de acuerdo. Pero mientras dure esta investigación, deberías mantenerte lejos de Suiza. Recuerda siempre, amigo mío, que estoy contigo y que haré cuanto pueda por protegerte a ti y a tu familia.

Cuando corté la comunicación supe que ahora mi destino dependía de Saurel. Pero también sabía que debía seguir con mi vida. Tenía que respirar hondo y aguantar. Tenía que volver a trabajar, y a hacer el amor con la duquesa. Tenía que dejar de subirme por las paredes cada vez que el teléfono sonaba o que alguien llamaba a la puerta.

Y eso fue lo que hice. Me volví a sumir en la locura. Me recluí en la sede de Zapatos Steve Madden y desde allí seguí asesorando tras bambalinas a mis empresas. Hice cuanto pude por ser un marido fiel y un buen padre, a pesar de mi adicción a las drogas que, con el correr de los meses, continuaba creciendo.

Como de costumbre, racionalicé las cosas, recordándome que era joven y rico, que tenía una esposa hermosa y una hija perfecta. Todos querían una vida como la mía, ¿verdad? ¿Qué mejor que Vidas de los ricos desequilibrados?

En cualquier caso, cuando llegó la segunda mitad de octubre y aún no se producían repercusiones por el arresto de Saurel, exhalé un suspiro de alivio. Evidentemente, había decidido no colaborar. El lobo de Wall Street había esquivado una bala más. Chandler dio sus primeros pasos y ahora andaba al estilo Frankenstein, con los brazos tendidos hacia delante, las rodillas juntas y rígidas pisadas. Y claro, la bebé genio hablaba sin parar. De hecho, para su primer cumpleaños ya pronunciaba frases enteras, lo cual, para su edad, era un logro asombroso. No me cabía duda de que iba camino al premio Nobel o, como mínimo, a una medalla Fields en matemáticas avanzadas.

A todo esto, Zapatos Steve Madden y Stratton Oakmont recorrían caminos cada vez más distintos. Zapatos Steve Madden crecía a pasos agigantados, mientras Stratton Oakmont se derrumbaba, víctima de estrategias operativas equivocadas y de una nueva oleada de presiones normativas. Danny era responsable de ambas cosas. La última había ocurrido en respuesta a su negativa a cumplir con los términos de uno de los puntos de mi arreglo con la SEC. Se trataba del que exigía que Stratton contratara un auditor independiente, elegido por la SEC, para que revisase las prácticas operativas de la empresa y, sobre esa base, formulara recomendaciones. Una fue que Stratton Oakmont instalase un sistema de grabaciones telefónicas para registrar las conversaciones de los corredores con sus clientes. Danny se negó a hacerlo y la SEC recurrió a un tribunal federal, que le ordenó a Stratton que instalara el sistema.

Danny terminó por capitular, pues, de no hacerlo, hubiese sido detenido por desacato. Pero ahora había una inhabilitación pendiente contra Stratton, lo que significaba que los cincuenta estados del país podían revocar la licencia a la empresa, lo cual, fueron haciendo gradualmente. Era duro admitir que, después de todo lo que Stratton había hecho, su fin se debiera a negarse a instalar un sistema de grabación que, a fin de cuentas, no cambió las cosas en lo más mínimo. En pocos días los strattonitas dieron con la forma de sortearlo, diciendo solo cosas que se ceñían a las normas por los teléfonos de la empresa y recurriendo a sus móviles para todo lo dudoso. Pero la advertencia era clara: los días de Stratton estaban contados.

Los propietarios de Biltmore y de Monroe Parker expresaron sus deseos de trabajar de forma independiente y de no hacer ningún tipo de negocios con Stratton. Claro que lo hicieron con el mayor de los respetos, y cada uno de ellos se ofreció a pagarme un tributo de un millón por cada nueva emisión pública que lanzaran. Ello equivalía a unos doce millones al año, de modo que acepté de buena gana. También, como parte de mi acuerdo de no competencia, recibía un millón al mes de Stratton, además de los cuatro o cinco que me producían los grandes bloques de acciones internas (según la norma 144) de las empresas que Stratton ofrecía en Bolsa cada tantos meses.

Aun así, todo eso me parecía una gota en el océano en comparación con lo que podía ganar con Zapatos Steve Madden, que parecía ir rumbo a las estrellas en cohete. Me recordaba los primeros tiempos de Stratton, esos días embriagadores, gloriosos, al final de la década de 1980 y el comienzo de la de 1990, cuando la primera oleada de strattonitas se sentó ante sus teléfonos y la locura aún no se había apoderado de mi vida. Así que Stratton Oakmont era mi pasado y Zapatos Steve Madden mi futuro.

En ese momento estaba sentado frente a Steve, quien se reclinaba en su silla, procurando quedar fuera del alcance de los salivazos del Escupidor. Cada tanto, Steve me echaba una mirada que decía: «¡Este Escupidor es implacable con lo de querer hacer más botas justo cuando la temporada está por terminar!».

El Detallista también estaba allí, y aprovechaba cada ocasión para sepultarnos en detalles. Pero, en ese momento, quien ocupaba el centro de la escena era el Escupidor.

—¿Qué tiene de tan jodidamente difícil que mandemos fabricar más botas? —dijo el Escupidor. Como el debate de esa mañana se centraba en torno a una palabra que comienza con «b», escupía como nunca. De hecho, vi que cada vez que el Escupidor decía «botas», el Zapatero se encogía. Ahora, aquel dirigió su furia contra mí—. Mira, JB, estas botas… ¡Oh, por Dios!, tienen tanta demanda que no hay forma de que nos vaya mal. Tienes que creerme. Te lo estoy diciendo: ni un solo par irá a liquidación.

Meneé la cabeza para expresar mi desacuerdo.

—Basta de botas, John. Terminamos con las putas botas. Y eso no tiene nada que ver con que las pongan en oferta o no. Se trata de que administremos nuestros negocios con algo de disciplina. Estamos tomando dieciocho rumbos al mismo tiempo, y lo que debemos hacer es ceñirnos a nuestro plan de negocio. Vamos a abrir tres tiendas nuevas, además de las docenas que se instalarán en las grandes cadenas, y estamos por embarcarnos en el negocio de los productos sin marca. El efectivo del que disponemos es limitado. En este momento debemos mantenernos pequeños y flexibles. No podemos correr riesgos cuando la temporada está tan avanzada, en particular cuando se trata de una jodida bota manufacturada con imitación de piel de leopardo.

El Detallista consideró que esto le daba la ocasión de abrumarnos con unos detalles más.

—Estoy de acuerdo contigo, y exactamente ese es el motivo por el cual tendría mucho sentido trasladar nuestro departamento de expedición a Flor…

El Escupidor lo interrumpió recurriendo a una palabra que tenía dos «p», su segunda consonante más letal.

—¡Vaya propuesta! —escupió el Escupidor—. ¡Toda la idea es un jodido disparate! No tengo tiempo para esa mierda. ¡Tengo que ir a fabricar unos putos zapatos o nos tendremos que retirar de este puto negocio! —Con estas palabras, el Escupidor se marchó dando un portazo.

En ese momento, el teléfono sonó:

—Todd Garret en línea uno.

Con expresión de hastío, miré a Steve antes de decir:

—Dile que estoy en una reunión, Janet. Yo lo llamo.

Janet, la insolente:

—Ya se lo he dicho, pero dice que es urgente. Necesita hablar contigo ahora mismo.

Meneé la cabeza, harto, y lancé un gran suspiro. ¿Qué podía tener Todd Garret de tan importante para decirme? ¡A no ser, claro, que hubiese echado mano a unos auténticos quaaluds! Cogí el auricular y dije en tono amistoso, aunque ligeramente impaciente:

—Eh, Todd, ¿cómo vas, compañero?

—Bueno —dijo Todd—. Detesto ser portador de malas noticias, pero se acaba de ir de casa un tal agente Coleman, que me dice que Carolyn está a punto de ser detenida.

Sintiendo que el corazón me daba un vuelco:

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

Sentí que el mundo se derrumbaba sobre mí cuando Todd dijo:

—¿Sabías que tu banquero suizo está preso y que está declarando contra ti?

Apretando las nalgas con todas mis fuerzas, le dije:

—Estaré ahí en una hora.

Como su propietario, el apartamento de dos habitaciones de Todd tenía un aspecto amenazador. Todo el lugar era negro, de arriba abajo. No había ni una gota de color en ninguna parte. Estábamos en la sala de estar, totalmente desprovista de vida vegetal. Lo único que se veía era cuero negro y cromo.

Todd estaba sentado frente a mí, mientras Carolyn daba zancadas sobre la negra alfombra, en equilibrio sobre unos tacones muy altos. Todd me dijo:

—No hace falta decir que ni Carolyn ni yo declararemos nunca contra ti, de modo que no te preocupes por eso. —Miró a la Bomba Suiza, que no paraba de dar vueltas. Al parecer, Todd lo encontró irritante—. ¿Puedes quedarte quieta de una puta vez? —ladró—. Me estás volviendo loco. Te voy a dar un golpe si no te sientas.

—Oh, vete a la mierda, Todd —graznó la Bomba—. Esto no ser cosa de risa. Tengo dos niños, por si olvidaste. Todo es por tu estúpida costumbre de ir armado.

Incluso entonces, en el día de mi ruina, estos dos dementes estaban empeñados en matarse el uno al otro.

—¿Podríais parar, por favor? —dije con una sonrisa forzada—. No veo qué tiene que ver la causa por el revólver de Todd con el proceso a Saurel.

—No le hagas caso —murmuró Todd—. Es una jodida idiota. Lo que quiere decir es que Coleman se enteró de lo que ocurrió en el centro comercial y le dijo al fiscal del distrito de Queens que no negocie nada conmigo. Hace unos meses habíamos quedado en que me darían la libertad condicional, pero ahora me dicen que me caerán tres años si no colaboro con el FBI. En lo personal, me importa un carajo. Si tengo que ir a la cárcel, lo haré. El problema es que la idiota de mi mujer decidió entablar amistad con el banquero suizo en lugar de entregarle el dinero sin decir palabra, como debía. Pero no, no pudo resistirse a la tentación de almorzar con esa basura e intercambiar números de teléfono. Por cuanto sé, probablemente también se lo folló.

—¿Sabes? —dijo la Bomba desde lo alto de sus zapatos de charol blanco de tacón alto y con expresión más bien culpable—, tienes la cara muy dura. ¿Quién eres para arrojarme la primera piedra? ¿Crees que no sé lo que ocurrió con esa bailarina de Río? —Con esas palabras, la Bomba Suiza me miro a los ojos y dijo—: ¿Puedes creer que está celoso? ¿Le dices, por favor, que Jean Jacques no es como él cree? Es un banquero viejo, no un donjuán. ¿Verdad, Jordan? —Me clavó sus ardientes ojos azules, apretando las mandíbulas.

¿Banquero viejo? ¿Jean Jacques? ¿La Bomba Suiza se había trincado a mi banquero suizo? ¡Increíble! ¡Si hubiese entregado el dinero y nada más, como debía, Saurel ni sabría quién era! Pero no pudo mantener la boca cerrada y, en consecuencia, Coleman estaba conectando todos los puntos, deduciendo que el arresto de Todd en el centro comercial Bay Terrace no había tenido nada que ver con un negocio de drogas, sino con el contrabando de millones a Suiza.

—Bueno —dije en tono inocente—, no diría que Saurel es un viejo, pero tampoco me parece la clase de hombre que podría tener algo que ver con la mujer de otro. Es un hombre casado y no me dio la impresión de que tenga esas inclinaciones.

Al parecer, ambos tomaron mi afirmación como una victoria propia. Carolyn barbotó.

—Ves, desgraciado, él no es así…

Pero Todd la cortó en seco.

—¿Entonces por qué dices que es un viejo, mentirosa de mierda? ¿Por qué ibas a mentir si no tienes nada que ocultar, eh? Mira, voy a…

Mientras Todd y Carolyn se ponían a sacarse los ojos, dejé de prestar atención y me pregunté si habría modo de salir de ese embrollo. Era hora de tomar medidas desesperadas; era hora de llamar a mi contable, Dennis Gaito, alias el Chef. Le ofrecería la más humilde de las disculpas por haber hecho todo eso a sus espaldas. No, nunca le había dicho al Chef que tuviese cuentas en Suiza. Ahora, no me quedaba otra opción que sincerarme y pedirle consejo.

—¿… y de dónde sacaremos dinero ahora? —preguntó la Bomba Suiza—. Ese Coleman no te quitará los ojos de encima de ahora en adelante, así que no puedes vender más drogas. ¡Seguro que ahora pasaremos hambre! —Con esas palabras, la Bomba Suiza, con su reloj Patek Philippe de cuarenta mil dólares, su collar de rubíes y diamantes de veinticinco mil, su atuendo de cinco mil, y al borde de la muerte por inanición, se dejó caer en un sillón tapizado en cuero negro. A continuación sepultó el rostro entre las manos y comenzó a menear la cabeza.

Tenía su gracia que, a fin de cuentas, la Bomba Suiza, con su mal inglés y sus enormes tetas, fuese quien destilara la situación a su esencia misma: todo se reducía a que yo comprara su silencio y el de su marido. Yo no tenía ningún problema con ello; de hecho, tenía la leve sospecha de que ellos tampoco. Al fin y al cabo, era como si tuviesen un par de billetes de primera para la gran vida, que les duraría unos cuantos años. Si en algún momento las cosas se les ponían difíciles, siempre podían pedir visados de salida en la oficina de Nueva York del FBI, donde el agente Coleman los estaría esperando con los brazos abiertos y una gran sonrisa.

Esa misma noche estaba en mi sótano de Brookville, Long Island, sentado en el sofacama junto al Chef. Jugábamos a un juego poco conocido que se llama «¡A que no puedes con esta mentira!». Las reglas son simples: el participante que cuenta la mentira procura que su historia sea lo más hermética posible, mientras el contrincante busca encontrar sus puntos débiles. La manera de ganar es inventando un cuento que cuadre tan bien que al contendiente le sea imposible encontrar puntos débiles. Y como tanto el Chef como yo éramos verdaderos maestros de la mentira en estado puro, era evidente que si conseguíamos engañarnos el uno al otro también podríamos hacerlo con el agente Coleman.

El Chef era apuesto, de rasgos marcados. Apenas pasaba de los cincuenta años y se dedicaba a tergiversar las cuentas desde la escuela secundaria. Yo lo consideraba una suerte de estadista maduro, la lúcida voz de la razón. Con su sonrisa contagiosa y su millón de vatios de carisma social, el Chef era todo un hombre. Era un hombre que vivía para los campos de golf de primera categoría, los puros habanos, los buenos vinos y la conversación inteligente, en particular la que versaba sobre cómo joder a las autoridades impositivas y financieras, lo cual, al parecer, era la principal misión de su vida.

Esa tarde me había sincerado por completo, desnudándole mi alma y ofreciendo profusas disculpas por todo lo hecho a sus espaldas. Incluso entonces seguí mintiendo, explicándole que no lo había informado de mis negocios en Suiza porque no quería hacerlo correr riesgos. Afortunadamente, no hizo ningún esfuerzo por exponer los puntos débiles de mi relato, sino que se limitó a encogerse de hombros con una amistosa sonrisa.

A medida que le iba contando mis infortunios me sentía cada vez más abatido. Pero el Chef se mantenía impasible. Cuando finalicé, se encogió de hombros con aire indiferente y dijo:

—Bueno, he oído cosas peores.

—¿De veras? —repuse—. ¿Y cómo mierda es posible tal cosa?

El Chef agitó una mano como al desgaire y dijo:

—He estado en situaciones más apuradas que esta.

Sentí un gran alivio ante sus palabras, por más que estaba seguro de que solo las había dicho para tranquilizarme. Estábamos jugando, y ya íbamos por la tercera ronda de puras mentiras. Por el momento no había un ganador claro. A cada ronda nuestras historias se volvían mejores, más herméticas, más difíciles de desmentir. Nos quedaban por resolver dos puntos fundamentales: primero, ¿cómo se hizo Patricia con los tres millones iniciales con que abrió la cuenta? Segundo, si el dinero era de Patricia, ¿por qué nadie había contactado con sus herederos? Había dejado dos hijas, ambas de treinta y tantos años. De no aparecer un testamento que indicara lo contrario, eran las herederas legítimas.

El Chef dijo:

—Creo que el verdadero problema es la infracción a la ley que pena el sacar divisas no declaradas del país. Partamos de la suposición de que ese Saurel haya contado todo. De ser así, los federales supondrán que el dinero fue llegando a Suiza en distintas fechas. Lo que necesitas es algún documento que demuestre que ello no ocurrió, que le diste todo el dinero a Patricia en Estados Unidos. Necesitamos una declaración jurada de alguien que haya sido testigo presencial de que le entregaste el dinero a Patricia aquí. Si el gobierno lo pone en cuestión, bastará con mostrarles el papel y decir: «¡Aquí tienes, compañerito! ¡Nosotros también tenemos nuestros testigos presenciales!».

Añadió:

—Pero no me gusta esto del testamento. Huele mal. Es una pena que Patricia no esté viva. Lo mejor sería que la pudiésemos llevar a Nueva York para que dijera unas pocas cosas a los federales, ya sabes, bla, bla, bla. Así se resolvería todo.

Me encogí de hombros.

—Bueno, no puedo resucitar a Patricia, pero apuesto a que sí puedo hacer que la madre de Nadine firme una declaración jurada donde diga que fue testigo de que le di el dinero a su hermana en Estados Unidos. Suzanne odia al gobierno y me comporté muy bien con ella durante los pasados cuatro años. En realidad no tiene nada que perder, ¿verdad?

El Chef asintió:

—Bueno, si acepta hacerlo, sería fantástico.

—Lo hará —dije con confianza, preguntándome qué temperatura tendría el agua que la duquesa me arrojaría por la cabeza esa noche—. Hablaré con Suzanne. Pero antes, la duquesa debe aprobarlo. Pero aun en el supuesto de que obtenga la declaración jurada, queda por resolver lo del testamento. Eso de que no les haya dejado nada a sus hijas suena un poco raro… —De pronto, una idea fabulosa brotó en mi cerebro—. ¿Y si contactamos con las hijas y las hacemos participar? ¿Si van a Suiza a reclamar el dinero? ¡Para ellas sería como ganar la lotería! Podría hacer que Roland haga un testamento nuevo, donde diga que todo el dinero que le di a Patricia revierte a mí, pero que los intereses son para sus hijas. Si ellas declaran el dinero ante las autoridades británicas, ¿cómo hará el gobierno estadounidense para alegar que el dinero era mío?

—Ajá —dijo el Chef, con una sonrisa—, ¡eso sí me gusta! De hecho, acabas de ganar la partida. Creo que si conseguimos darle forma a esto, estás salvado. Tengo una firma asociada en Londres que puede ocuparse de la presentación ante la autoridad impositiva inglesa. De ese modo controlaremos todas las etapas del asunto. Tú recuperas tu inversión original, las hijas de Patricia se hacen con cinco millones de un día para otro y todos seguimos con nuestras vidas.

Sonreí y dije:

—Este Coleman enloquecerá cuando se entere de que las hijas de Patricia fueron a reclamar el dinero. Apuesto a que ya se estaba relamiendo.

—Ya lo creo —dijo el Chef.

Quince minutos después me reuní con la inminentemente furiosa duquesa en el dormitorio principal. Estaba sentada a su escritorio, hojeando un folleto y, a juzgar por su expresión, no se trataba de un catálogo de prendas de vestir. Lucía absolutamente arrebatadora. Tenía el cabello perfectamente cepillado y estaba enfundada en un diminuto camisón de seda blanca, tan fino que parecía como hecho de niebla. Calzaba un par de zapatos blancos abiertos, de tacón en punta y sensual tobillera. Era todo su atuendo. Había bajado las luces y una docena de velas encendidas difundían un cálido fulgor anaranjado.

En cuanto me vio se precipitó a cubrirme de besos.

—¡Qué hermosa estás! —dije tras unos buenos treinta segundos de besos y arrumacos—. Siempre estás preciosa, pero hoy más que nunca. Las palabras no alcanzan.

—Bueno, ¡gracias! —dijo la deliciosa duquesa en tono juguetón—. Me alegro de que esa sea tu opinión, porque acabo de tomarme la temperatura y estoy ovulando. ¡Espero que estés preparado, porque esta noche te voy a dar mucho que hacer, amigo!

Mmm… La situación tenía dos aspectos. Por un lado, ¿cuánto puede enfadarse con su marido una mujer que está ovulando? Quiero decir que la duquesa quería otro niño, así que tal vez estuviese dispuesta a no dar importancia a las malas noticias en aras de la procreación. Pero, por otro, existía la posibilidad de que se encolerizara tanto que se pusiera la bata y comenzara a tortazos. Y lo cierto era que todos los besos que me acababa de dar habían hecho que un tsunami de sangre afluyera a mi entrepierna.

Caí de rodillas y me puse a olisquearle los muslos como un pomerano en celo. Dije:

—Tengo que hablarte de algo.

Rio.

—Vamos a la cama y hablemos allí.

Me tomé un instante para procesar sus palabras. La cama parecía ofrecer ciertas garantías de seguridad. Lo cierto era que la duquesa no era más fuerte que yo; sí era experta en el uso del desequilibrio, y la cama minimizaría sus posibilidades de recurrir a él.

Una vez en el lecho maniobré para quedar sobre ella y, enlazando las manos tras su cuello, la besé profundamente, inhalando hasta su última molécula. En ese momento, la amaba hasta lo imposible.

Me pasó las manos por el cabello, alisándomelo con suaves caricias. Dijo:

—¿Qué ocurre, amor? ¿Por qué ha venido Dennis?

¿Se lo digo o no?, me pregunté, contemplando sus piernas. Entonces se me ocurrió: ¿por qué decirle nada? ¡Sí! ¡Sobornaría a su madre! ¡Qué idea genial! ¡El lobo ataca de nuevo! Suzanne necesitaba un coche nuevo, así que la llevaría a comprarlo al día siguiente, momento en que le propondría lo de la declaración jurada mientras hablásemos de temas intrascendentes: Eh, Suzanne, qué bien luces en tu nuevo descapotable y, por cierto, ¿podrías firmar aquí, al pie, donde dice firma?… Oh, ¿qué significa bajo pena de perjurio? Bueno, nada, no es más que jerga legal, así que ni pierdas tiempo en leerlo. Solo firma, y, si te procesan, lo discutiremos cuando llegue el momento. Luego, la haría prometer que guardaría el secreto y rezaría por que no le contara nada a la duquesa.

Sonreí a la deleitosa duquesa y dije:

—Nada importante. Dennis se va encargar de la auditoría de Zapatos Steve Madden, así que estuvimos repasando algunos números. Pero bueno, lo que te quiero decir es que quiero este bebé tanto como tú. Eres la mejor madre del mundo, Nadine, además de la mejor esposa. Soy afortunado por tenerte.

—Oh, qué dulce eres —dijo la duquesa con voz almibarada—. Yo también te amo. Hazme el amor ahora mismo, cariño.

Y así lo hice.