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Inmortalizando a los muertos

Cinco días después de la muerte de la tía Patricia, estaba de nuevo en Suiza, sentado en la sala de estar enmaderada de la casa del Gran Falsificador. Era un lugar acogedor, emplazado en la campiña suiza, a unos veinte minutos de Ginebra. Era domingo y terminábamos de almorzar. La mujer del Gran Falsificador, a quien yo en mi fuero interno llamaba señora Gran Falsificadora, acababa de depositar sobre una mesa de vidrio biselado una bandeja rebosante de hediondos quesos, además de todo tipo de postres antidieta: un fabuloso despliegue de chocolates suizos, pastas francesas y pasteles cremosos.

Yo había llegado dos horas atrás, con la intención de sentarme a hablar de negocios al momento, pero el Gran Falsificador y su esposa habían insistido en atiborrarme con suficientes exquisiteces suizas como para hacer reventar a una jauría de San Bernardos. En ese momento estaban sentados frente a mí, acomodados en sendas sillas reclinables tapizadas en cuero. Ambos vestían chándales color gris, lo que los hacía parecer dos dirigibles publicitarios de Good Year. Pero eran unos maravillosos anfitriones, cuyos corazones correspondían al tamaño de sus cuerpos.

Desde el infarto cerebral y subsiguiente muerte de Patricia, Roland y yo solo habíamos mantenido una breve conversación telefónica desde un teléfono público del Club Ecuestre Costa Dorada. Preferí no recurrir a los del Brookville Country Club, que parecía maldito. Me había dicho que no me preocupara, que él se ocuparía de todo. Pero se negó a dar detalles, lo cual, dada la naturaleza de nuestros tratos, era comprensible.

De modo que yo había volado a Suiza la noche anterior con intención de reunirme con él para llegar al fondo del asunto.

Pero esa vez fui astuto. En lugar de coger un vuelo comercial y correr el riesgo de ser arrestado por manoseo de azafata, viajé en un jet privado, un lujoso Gulfstream III. Danny me acompañó y me aguardaba en el hotel, lo cual significaba que había un noventa por ciento de posibilidades de que estuviera haciendo un scrum con cuatro putas suizas.

Así que allí estaba yo, con una sonrisa en el rostro y frustración en el corazón, contemplando cómo Roland y su esposa arrasaban con la mesa de postres.

Al fin, perdí la paciencia y dije en tono de gran amabilidad:

—Sois unos anfitriones verdaderamente maravillosos. No podría agradecérselo lo suficiente. Pero, desgraciadamente, tengo que tomar el vuelo de regreso a Estados Unidos, así que, si te parece, Roland, ¿podemos pasar a los negocios ahora? —Alcé las cejas y sonreí con timidez.

El Gran Falsificador sonrió ampliamente.

—Por supuesto, amigo mío. —Se volvió a su esposa—. ¿Por qué no comienzas a preparar la cena, querida?

¿La cena?, pensé, ¡por el amor de Dios!

Ella asintió con entusiasmo y se excusó, en cuyo momento Roland tendió la mano hacia la mesa de los postres y cogió otras dos fresas cubiertas de chocolate, la vigésimo primera y la vigésimo segunda, si la memoria no me falla.

Respiré hondo y dije:

—Dado que Patricia murió, Roland, mi principal preocupación es cómo sacar el dinero de las cuentas de la UPB. Y luego, después de eso, ¿qué nombre debo utilizar? Debo decirte que una de las cosas que me hacían sentir cómodo era poder usar el nombre de Patricia. Confiaba en ella. Y la quería. ¿Quién hubiese creído que fallecería tan pronto? —Meneé la cabeza y lancé un hondo suspiro.

El Gan Falsificador se encogió de hombros y dijo:

—Por supuesto que la muerte de Patricia es triste, pero no tienes por qué preocuparte. El dinero fue transferido a otros dos bancos, en ninguno de los cuales fue vista Patricia Mellor. La documentación necesaria fue creada, y en cada papel figura la firma de Patricia o lo que, sin duda, pasaría por esta. Todos los documentos tienen la fecha atrasada apropiada, anterior, por supuesto, a su defunción. Tu dinero está a salvo, amigo mío. Nada ha cambiado.

—¿Pero a nombre de quién está?

—De Patricia Mellor, por supuesto. ¿Qué mejor titular que un muerto? Nadie vio nunca a Patricia en ninguno de estos bancos, y el dinero está en las cuentas de tus corporaciones al portador, cuyos certificados obran en tu poder. —El Gran Falsificador se encogió de hombros, como diciendo «nada de esto es gran cosa en el mundo de las Grandes Falsificaciones». Añadió—: El único motivo por el que saqué el dinero del Union Banc es porque Saurel cayó en desgracia allí. Más vale prevenir que curar.

¡Gran Falsificador! ¡Gran Falsificador! Había colmado todas mis expectativas. Sí, el Gran Falsificador valía su considerable peso en oro, o casi. Aún más, se las había ingeniado para transformar la muerte en… ¡Vida! Y eso era lo que tía Patricia hubiese querido. Su nombre viviría para siempre en el sórdido submundo del sistema bancario suizo. En esencia, el Gran Falsificador la había inmortalizado. Al morir así, de manera tan repentina, no había podido despedirse. Pero yo estaba dispuesto a apostar que uno de sus últimos pensamientos fue una leve preocupación por el hecho de que su inesperado fin pudiera traerle problemas a su sobrino político preferido.

El Gran Falsificador cogió las fresas número veintitrés y veinticuatro y se puso a masticar. Dije:

—¿Sabes?, Roland, cuando conocí a Saurel me cayó bien, pero ahora tengo dudas. Está en permanente comunicación con Kaminsky, y eso me hace sentir incómodo. Preferiría no hacer más negocios con el Union Banc, si te parece bien.

—Siempre actuaré según tus instrucciones —dijo el Gran Falsificador— y debo decirte que creo que, en este caso, tu decisión es la correcta. Pero, en cualquier caso, no tienes por qué preocuparte por Jean Jacques Saurel. A pesar de que es francés, vive en Suiza, y el gobierno de Estados Unidos no tiene poder sobre él. No te traicionaría.

—No me cabe duda de que no lo hará —respondí—. Pero no es un problema de confianza. No me gusta que la gente, en particular un tipo como Kaminsky, sepa de mis negocios. —Sonreí, procurando dar la impresión de que el tema no me preocupaba—. Por cierto, desde hace una semana que trato de hablar con Saurel, pero en su oficina me dicen que está en viaje de negocios.

El Gran Falsificador asintió.

—Sí, creo que está en Estados Unidos viendo unos clientes.

—¿Ah, sí? No tenía ni idea. —Por algún motivo, la noticia me pareció perturbadora, aunque no hubiese podido decir por qué.

Roland dijo, sin particular énfasis:

—Sí, tiene muchos clientes allí. Conozco a uno que otro, pero no a la mayoría.

Asentí, haciendo a un lado mi aprensión, que, decidí, era pura paranoia sin causa. Quince minutos después me encontraba en la puerta de entrada, con una bolsa de exquisiteces suizas en la mano. El Gran Falsificador y yo intercambiamos un afectuoso abrazo.

Dije Au revoir!, que, en francés, significa «hasta la vista».

Pero resultó que lo adecuado habría sido decir «adiós».

Finalmente, crucé la puerta de nuestra casa de playa de Westhampton la mañana del viernes, apenas pasadas las diez. Lo único que quería era ir a la planta alta, tener en brazos a Chandler un rato, hacerle el amor a la duquesa e irme a dormir. Pero nunca llegué a hacerlo. A menos de treinta segundos de mi llegada sonó el teléfono.

Era Gary Deluca.

—Lamento molestarte, de veras —dijo el Detallista—, pero estoy tratando de hablar contigo desde ayer. Creo que debes saber que Kaminsky fue arrestado ayer por la mañana. Está en una cárcel de Miami, detenido sin posibilidad de fianza.

—¿De veras? —respondí en tono negligente. Estaba en ese estado de extrema fatiga en el que uno no entiende de inmediato las implicaciones de lo que oye—. ¿Y de qué lo acusan?

—De lavado de dinero —dijo Deluca, inexpresivo—. ¿Te suena el nombre de Jean Jacques Saurel?

Eso sí lo entendí. ¡Me despertó con una sacudida!

—Tal vez… creo que me lo presentaron cuando estuve en Suiza. ¿Por qué?

—Porque también él fue arrestado —dijo el Portador de Malas Noticias—. Está en la cárcel con Kaminsky. También él está detenido sin posibilidad de fianza.