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Sólo los buenos mueren jóvenes

Junio de 1994

Que las oficinas de Zapatos Steve Madden fuesen como una caja de zapatos parecía lo adecuado. En realidad, las cajas eran dos. La del fondo, de diez por veinte metros, alojaba una diminuta fábrica con un puñado de anticuadas máquinas operadas por aproximadamente una docena de obreros hispanohablantes que compartían una única tarjeta de residencia en Estados Unidos y que no pagaban ni un solo dólar de impuestos; la del frente, de parecido tamaño, alojaba al personal administrativo de la firma, la mayor parte del cual consistía en muchachas de entre dieciocho y veintipocos años, todas ellas con el cabello multicolor y los piercings visibles que dicen a gritos: «¡Sí, también tengo uno en el clítoris y otros en ambos pezones!».

Y esas jóvenes hembras encaramadas sobre las plataformas de quince centímetros de alto de sus zapatos —todos de marca Steve Madden— iban de un lado a otro entre el humo de varas de incienso aromatizadas al cannabis, al ritmo de música hip-hop a todo volumen y de las campanillas de una docena de teléfonos que sonaban al mismo tiempo, mientras en las mesas de diseño se planificaban incontables nuevos modelos y líderes religiosos de diversa confesión, con sus atuendos tradicionales, llevaban adelante rituales de purificación. Y, todo, de alguna manera, parecía funcionar. Lo único que faltaba era un médico brujo que hiciese una ceremonia vudú, aunque sin duda no tardaría en aparecer.

Frente a la antedicha caja de zapatos había otra, más pequeña, de unos tres por seis metros, y allí era donde Steve, alias el Zapatero, tenía su oficina. Desde mediados de mayo, hacía cuatro semanas, también mi oficina estaba allí. El Zapatero y yo ocupábamos uno y otro lado de un escritorio de fórmica negra que, como todo lo demás, estaba cubierto de zapatos.

En ese momento yo me estaba preguntando por qué todas las adolescentes de Estados Unidos enloquecían por esos zapatos que me parecían horribles. En cualquier caso, no cabía duda de que lo más importante de esa empresa eran sus productos. Había zapatos por todas partes, en particular en la oficina de Steve, donde estaban esparcidos por el suelo, colgaban del techo y se apilaban sobre mesas plegables baratas y anaqueles de fórmica blanca, lo que los hacía aún más feos.

Había aún más zapatos en el alféizar, detrás de Steve, en pilas tan altas que apenas si permitían ver por la lóbrega ventana el lóbrego estacionamiento que, bueno, combinaba a la perfección con esa lóbrega parte de Queens, a saber, el lóbrego recoveco conocido como Woodside. Estábamos a unos tres kilómetros al este de Manhattan, lugar que hubiese sido mucho más apropiado para un hombre relativamente refinado como yo.

Pero el dinero es el dinero y, por algún motivo incomprensible, esa diminuta empresa parecía estar a punto de producirlo, y a montones. De modo que aquí habíamos sentado nuestros reales traseros Janet y yo. Ella ocupaba una oficina propia al otro lado del pasillo. Y sí, también ella estaba rodeada de zapatos.

Era lunes por la mañana y el Zapatero y yo tomábamos café en nuestra oficina infestada de zapatos. Nos acompañaba Gary Deluca, en su primer día como gerente de operaciones. No es que reemplazara a nadie, porque, hasta el momento, la compañía había estado operando en piloto automático. También estaba John Basile, gerente de producción y jefe de ventas de la empresa desde hacía tiempo.

Tenía su gracia, pensé, que personas con nuestro aspecto estuviesen en disposición de constituir la empresa de zapatos femeninos más grande del mundo. Éramos una banda abigarrada: yo vestía como un golfista profesional; Steve, como un pordiosero. Gary parecía un hombre de negocios conservador y John Basile, un treintañero regordete de nariz bulbosa, cráneo pelado y facciones carnosas, parecía, con sus jeans descoloridos y su camiseta, uno de esos chicos que te traen la pizza a domicilio. Yo adoraba a John. Era muy brillante y, aunque católico, estaba bendecido con la auténtica ética protestante del trabajo, además de entender el concepto de los negocios a gran escala.

Pero, ay, era un escupidor de campeonato, lo cual significaba que, cuando se entusiasmaba o, simplemente, quería enfatizar algo, había que hablarle con impermeable o ubicarse en un ángulo de al menos treinta grados de uno u otro lado de su boca. Por lo general, sus salivazos iban acompañados de exagerados gestos, casi todos dedicados a expresar su opinión de que el Zapatero era un jodido gallina por negarse a aceptar pedidos más grandes de las tiendas.

En esos momentos estaba diciendo:

—¿Cómo mierda va a crecer esta compañía, Steve, si no permites que me comprometa a entregar más zapatos? ¡Vamos, Jordan, tú sabes a qué me refiero! ¿Cómo mierda voy a entablar buenas… —¡mierda!, ¡las «b» del Escupidor eran sus consonantes más letales, y una me acababa de acertar en plena frente!— relaciones con las grandes tiendas si no tengo producción para ofrecerles? —El Escupidor hizo una pausa y me miró con aire interrogativo, preguntándose tal vez por qué yo me tomaba la cabeza entre las manos, oliéndome, al parecer, las palmas.

Me levanté y me puse detrás de Steve para protegerme de los salivazos. Dije:

—Lo cierto es que entiendo el punto de vista de ambos. Esto no es distinto de los negocios financieros. Steve quiere actuar de manera conservadora y no tener muchos zapatos en inventario, tú quieres aumentar la producción al máximo para que no te falten productos para vender. Entiendo. Y mi respuesta es: ambos tenéis razón, y ambos no la tienen, y que sea de uno u otro modo depende de si los zapatos se venden o no. Si se venden, eres un genio y ganaremos toneladas de dinero. Pero si te equivocas y no se venden, estamos jodidos. Estaremos sentados sobre una montaña de mierda sin valor que no podremos vender a nadie.

—Eso no es así —argumentó el Escupidor—. Siempre podemos vender los zapatos a Marshall’s o TJ Maxx o alguna de esas cadenas de productos de oferta.

Steve hizo girar su silla de cara a mí.

—John no te está mostrando el cuadro completo. Sí, podemos vender cuantos zapatos queramos a gente como Marshall’s o TJ Maxx. Pero, de hacerlo, destruiríamos nuestra reputación con las grandes tiendas y las zapaterías especializadas. —Ahora, Steve miró a John a los ojos y dijo—: Tenemos que proteger la marca, John. Pero tú no terminas de metértelo en la cabeza.

El Escupidor dijo:

—Sí que lo entiendo. Pero la marca también debe crecer y no crecerá si nuestros clientes van a las tiendas y no encuentran nuestros zapatos. —Con expresión desdeñosa, el Escupidor entornó los ojos y le hizo bajar la mirada al Zapatero—. Y, si te dejara hacer las cosas a tu modo, esto seguirá siendo una empresa artesanal para siempre. Jodidos peces chicos, nada más. —Se volvió hacia mí, y me dispuse a protegerme—. Mira, Jordan —el salivazo me pasó a diez grados—, gracias a Dios que estás aquí porque este tipo es un jodido gallina y estoy harto de andarme con rodeos. Tenemos los zapatos más deseados del país y no puedo satisfacer los putos pedidos porque este tipo no me permite manufacturar el producto. Te digo, esta es una jodida tragedia griega, nada menos.

Steve dijo:

—John, ¿sabes cuántas empresas se han ido al garete por hacer las cosas como dices tú? Si erramos, será mejor que sea por exceso de cautela, al menos hasta que tengamos más zapaterías propias. Entonces, podremos vender bajo nuestra propia marca. Y no hay forma de que me convenzas de que no es así.

De mala gana, el Escupidor tomó asiento. Tenía que admitir que estaba más que impresionado con el trabajo de Steve, no solo ese día, sino a lo largo de las pasadas cuatro semanas. Sí, también Steve era un lobo con piel de cordero. A pesar de su apariencia, era un líder nato, bendecido con todos los talentos, en particular, el de inspirarles lealtad a sus empleados.

De hecho, como en Stratton, toda la gente de Zapatos Steve Madden se enorgullecía de formar parte de una secta. Pero el mayor problema del Zapatero era que se negaba a delegar responsabilidades, lo cual era el origen de su apodo. En cierto modo, Steve aún era un zapatero a la antigua, lo cual, a decir verdad, era tanto su mayor fuerza como su mayor debilidad. En ese momento su empresa ganaba apenas cinco millones de dólares al año, de modo que aún podía permitirse actuar así. Pero eso estaba por cambiar. Un año atrás, la compañía ganaba un millón. Y para el año próximo andaríamos por los veinte millones de dólares.

En eso me había concentrado durante las últimas cuatro semanas. Contratar a Deluca solo fue el primer paso. Mi objetivo era que la compañía pudiese funcionar sola, independientemente de Steve y de mí. Así que lo que ambos debíamos hacer era reunir equipos de diseño y de operaciones de primer nivel. Pero ir demasiado deprisa era la receta para la ruina. Además, antes que nada debíamos controlar las operaciones, que eran un desastre.

Volviéndome hacia Gary, le dije:

—Sé que es tu primer día, pero me interesa conocer tu opinión. Dame tu opinión con franqueza, estés de acuerdo con Steve o no.

El Escupidor y el Zapatero se volvieron hacia el flamante jefe de operaciones de la empresa. Dijo:

—Bueno, entiendo el punto de vista de ambos —muy bien, muy diplomático, pensé—, pero mi interpretación se aplica más al aspecto operativo que a ninguna otra cosa. De hecho, diría que buena parte de esto tiene que ver con la cuestión de las ganancias brutas, después de las reducciones de precios por liquidación, claro, y con cuántas veces al año pretendamos renovar inventario. —Gary asintió con la cabeza, impresionado por su propia sagacidad—. Aquí hay temas complejos vinculados a las modalidades de distribución, cuántos productos queremos llevar y adónde; es, por así decirlo, cuestión de cuántos centros y cuántos canales de distribución queremos. Claro que antes que nada tendría que hacer un análisis del verdadero coste de los bienes que vendamos, incluyendo tasas y fletes, cosa que no deberíamos descuidar. Mi intención es hacerlo como se debe y, una vez que haya compilado un estudio que contemple estas variables, podemos revisarlo en la próxima reunión de la junta directiva, que debería tener lugar aproximadamente…

¡Oh, Dios mío! Nos estaba sepultando con tantos detalles. Yo no tenía tolerancia alguna respecto de la gente de operaciones y las estupideces sin sentido que tan caras les son. ¡Detalles! ¡Detalles! Miré a Steve. Tenía aún menos tolerancia que yo para esos asuntos, y parecía a punto de dormirse. Tenía la barbilla apoyada en el esternón y la boca muy abierta.

—… lo cual es, más que nada —proseguía el Detallista—, una función de nuestra eficiencia operativa a la hora de embalar y distribuir. La clave de esto…

En ese momento, el Escupidor se levantó e interrumpió al Detallista.

—¿De qué mierda hablas? —escupió el Escupidor—. ¡Lo único que quiero es vender unos jodidos zapatos! ¡Me importa una mierda cómo los haces llegar a las tiendas! ¡Y no necesito ningún puto estudio para entender que si los hago a un coste de doce dólares y los vendo a treinta estoy ganando dinero! ¡Por el amor de Dios! —Ahora, el Escupidor dio dos gigantescos pasos y se quedó frente a mí. Por el rabillo del ojo vi que Steve sonreía, satisfecho.

El Escupidor dijo:

—Jordan, tú eres quien debe decidir. Eres el único al que Steve le hace caso. —Se detuvo para enjugarse un cúmulo de baba de su redondeado mentón—. Yo quiero hacer que esta compañía crezca, pero si me atan las manos…

—¡Muy bien! —dije, interrumpiendo al Escupidor. Me volví al Detallista y le dije—: Ve y pídele a Janet que telefonee a Elliot Lavigne. Está en los Hamptons.

Dirigiéndome a Steve, dije:

—Quiero la opinión de Elliot antes de tomar una decisión sobre esto. Sé que hay una respuesta y si alguien la tiene, es Elliot.

Y, además, pensé, mientras Janet lo busca tendré ocasión de volver a contar la historia de mi acto de heroísmo.

Lamentablemente, la oportunidad no se presentó. Veinte segundos más tarde, el Detallista había regresado y, al cabo de un instante, el teléfono sonó:

—Eh, amigo, ¿cómo vas? —dijo Elliot Lavigne.

—Bien —respondió su héroe—. Pero, lo que es más importante: ¿Cómo te sientes tú y cómo van tus costillas?

—Me estoy recuperando —repuso Elliot, quien llevaba seis semanas de sobriedad, lo que, para él, era un récord mundial—. Espero poder volver al trabajo en unas pocas semanas. ¿Qué ocurre?

Hice un rápido esbozo del meollo del asunto, cuidándome de no decirle quién opinaba qué para no influir en su veredicto. Lo gracioso fue que daba igual. Cuando terminé, ya lo sabía.

—Lo cierto —dijo el sobrio Elliot— es que toda la idea de que no debes vender tu marca en las liquidaciones es más mito que realidad. Todas las grandes marcas se deshacen de sus inventarios muertos a través de las cadenas de descuento. Entra en cualquier TJ Maxx o Marshall’s y verás etiquetas de todas las grandes marcas: Ralph Lauren, Calvin Klein, Donna Karan, también Perry Ellis. Es imposible existir sin las cadenas de tiendas de ofertas, a no ser que tengas tus propios puntos de venta, y eso sería prematuro en tu caso. Pero tienes que ser cuidadoso al hacer negocios con ellos. Hay que venderles solo partidas mínimas, porque si las grandes tiendas se enteran de que tu marca se suele ver en las de liquidaciones, tendrás en problemas.

»En términos generales —dijo el recuperado rey de la indumentaria—, John tiene razón. No puedes crecer si no tienes producción para vender. ¿Sabes?, las grandes tiendas no te tomarán en serio si no tienen la certeza de que puedes mantenerlas provistas. Y por más que en este momento exista mucha demanda para tus productos, los compradores mayoristas no entrarán en el juego hasta no estar convencidos de que puedes cumplir con las entregas de zapatos. Y, en este momento, vosotros tenéis fama de no hacerlo. Tenéis que mejorar ese aspecto cuanto antes. Sé que ese es uno de los motivos por los que contratasteis a Gary, y sin duda que se trata de un paso en la dirección correcta.

Miré a Gary para ver si se alegraba, pero no fue así. Su semblante era pétreo, impasible. Todos esos tipos de operaciones eran raros, gente tranquila que jugaba sobre seguro siempre, sin arriesgarse jamás. La sola idea de tener que hacer ese trabajo me daba ganas de suicidarme.

Elliot prosiguió:

—Pero aun si ordenáis el aspecto operativo, lo cierto es que John solo tiene razón a medias. Steve tiene que tener en cuenta la cuestión estratégica de proteger su marca. No os engañéis, amigos, a fin de cuentas, la marca es todo. Si la desprestigiáis, daos por muertos. Os puedo dar una docena de ejemplos de marcas que estuvieron de moda y terminaron por arruinarse por vender en las cadenas de ofertas. Ahora, ves sus etiquetas en los mercadillos de barrio. —Elliot hizo una pausa para que sus palabras surtieran efecto.

Miré a Steve y vi que estaba recostado en su silla, casi cayéndose. Al parecer, la sola idea de que el nombre Steve Madden, ¡su propio nombre!, pudiera asociarse a las palabras «mercadillo de barrio» lo había dejado literalmente sin aliento. Miré al Escupidor; estaba sentado en el borde de su asiento, como si se dispusiera a saltar al interior del cable del teléfono para estrangular a Elliot. Miré a Gary. Se mantenía impasible.

Elliot prosiguió:

—Tu objetivo final debería ser dar franquicias de la marca Steve Madden. Si lo logras, lo único que tendrás que hacer será quedarte sentado y cobrar regalías. Lo primero tendría que ser cinturones y bolsos; después, indumentaria deportiva, jeans, gafas de sol y cualquier otra cosa; lo último es el perfume, y con eso sí que puedes pasar todos los límites. Y nunca llegarás ahí si John hace las cosas a su modo en todas las etapas. No te ofendas, John, pero la naturaleza del negocio es esa. Estás pensando en términos de hoy mismo, que la demanda está al rojo. Pero en algún momento se enfriará y, cuando menos te lo esperes, algún producto no se venderá y te encontrarás metido hasta las rodillas en un mar de zapatos de aspecto estúpido que nadie que no viva en un estacionamiento para tráilers se pondría. Entonces, te verás forzado a hacer las cosas mal y a ofrecer los zapatos donde no corresponde.

En ese momento, Steve intervino:

—Eso es exactamente lo que digo, Elliot. Si hacemos las cosas como lo dice John, terminaremos con un almacén atestado de zapatos y una cuenta bancaria vacía. No quiero ser el próximo Sam and Libby.

Elliot rio.

—Es sencillo. Aunque no sé nada acerca de tu negocio, apostaría a que el grueso de tu volumen de ventas proviene de un puñado de modelos, a lo sumo tres o cuatro. Y no deben ser los de aspecto ridículo, los que tienen tacones de veinte centímetros y tachas y cremalleras metálicas. Con esos creas la mística, eso de que sois unos jóvenes irreverentes y toda esa mierda. Pero lo cierto es que esos zapatos apenas si deben tener compradores, fuera de las locas de Greenwich Village y de tu propia oficina. Lo que da dinero son tus zapatos clásicos, los básicos, como el Mary Lou y el Marilyn, ¿verdad?

Miré a Steve y al Escupidor. Los dos tenían la cabeza ladeada, los labios fruncidos, los ojos muy abiertos. Tras unos segundos de silencio, Elliot dijo:

—¿Debo considerar que ese silencio significa «sí»?

Steve dijo:

—Tienes razón, Elliot. Los zapatos locos no se venden mucho, pero son los que nos dan fama.

—Y así es exactamente como debe ser —dijo Elliot, que dos semanas atrás no podía decir dos palabras sin babear—. Es lo mismo que los vestidos absurdos que se ven en las pasarelas de Milán. En realidad, nadie compra esa mierda, pero es la que crea la imagen. De modo que la respuesta es que debéis aumentar la producción, pero solo con los artículos clásicos, y solo en los colores que se vendan más. Me refiero a los zapatos que sabes que agotarás, los que vendes una temporada tras otra. Pero nunca, jamás, arriesguéis sumas importantes en un zapato raro, incluso si estáis enamorados de él, incluso si obtenéis resultados positivos en las primeras pruebas de aceptación en el mercado. Siempre es mejor equivocarse por exceso de cautela con cualquier producto que no haya demostrado ser un ganador. Si algo realmente funciona bien, pero no hay suficiente producción, tanto mejor, hará que sea más codiciado. Dado que facturáis en México, recuperaréis la ventaja sobre la competencia a la hora de reponer.

»Y si, en una de esas ocasiones en que apostáis a lo excepcional, os equivocáis, mandad inmediatamente todo a liquidación y ponedlo enseguida en la columna de pérdidas. En este negocio, perder de entrada es la mejor manera de perder. Lo peor que te puede pasar es tener un almacén abarrotado de productos sin demanda. Además, debes comenzar a asociarte con las grandes tiendas. Tienes que hacerles saber que estás dispuesto a hacerte cargo de tus zapatos, que los puedes compensar con dinero si ellos rebajan sus precios. De esa manera, ellos pueden poner tus zapatos en oferta, pero sin perder el margen de ganancias con que contaban. Y tú te deshaces de toda tu basura a través de las mismas grandes tiendas.

»Por otra parte, tendríais que comenzar a abrir tiendas Steve Madden cuanto antes. Sois fabricantes, así que podéis fijar precios mayoristas y minoristas. Además, la mejor manera de deshacerse de un inventario muerto es a través de liquidaciones en tus propias tiendas. De ese modo, no os arriesgáis a desprestigiar la marca. Y esta es mi respuesta —dijo Elliot Lavigne—. Vais camino del triunfo. Si os ceñís al programa, es imposible que os vaya mal.

Paseé la mirada por la habitación. Todos asintieron.

¿Y por qué no iban a hacerlo? ¿Quién podía oponerse a tanta lógica? Era triste, pensé, que un tipo tan inteligente como Elliot desperdiciara su vida con las drogas. En serio. No había nada más triste que el talento desperdiciado, ¿no? Oh, sí, Elliot estaba sobrio ahora, pero no me cabía duda de que, en cuanto sus costillas se curaran y se pusiera otra vez en acción, su hábito regresaría en toda su furia. Ese era el problema con las personas que, como Elliot, se negaban a aceptar que las drogas eran más fuertes que ellos.

Como fuere, yo tenía bastante de qué ocuparme; tanto como para mantener atareadas a cinco personas. Aún estaba en el proceso de aplastar a Victor Wang; aún debía lidiar con Danny, que estaba haciendo locuras en Stratton; aún tenía cosas que resolver respecto de Kaminsky, de quien había confirmado que se pasaba la mitad del día haciéndole llamadas telefónicas a Saurel en Suiza, y el agente Coleman aún andaba tras mis pasos, citaciones en mano. De modo que centrarme en la sobriedad de Elliot era una pérdida de tiempo. Tenía asuntos urgentes que discutir con Steve en el almuerzo, después de lo cual iría en helicóptero a los Hamptons, a visitar a la duquesa y a Chandler.

Dadas las circunstancias, la dosis adecuada de metacualona a consumir debía ser pequeña, digamos que unos doscientos cincuenta miligramos, es decir, un qualuud, tomado en ese momento, treinta minutos antes del almuerzo. Ello me daría el toque justo para disfrutar de mi pastilla sin que el aguafiestas del Zapatero, que llevaba cinco años sobrio, se percatase de mi estado. Luego, justo antes de sentarme ante los mandos de mi helicóptero, inhalaría unas pocas líneas de coca. Al fin y al cabo, siempre piloteaba mejor cuando estaba bajando de los qualuuds, pero subiéndome por las paredes en un ataque de paranoia inducida por la cocaína.

¡Almorzar bajo el efecto de un solo qualuud! Un viaje inocuo para tratarse de una comida en lo peor de Corona, Queens. Como en todos los vecindarios originalmente italianos, allí aún subsistía un bastión de la mafia. Y en cada uno había un restaurante italiano, propiedad del hombre más respetado del bastión. E invariablemente, esos eran los lugares donde se servía la mejor comida italiana en muchos kilómetros a la redonda. En Harlem tal lugar era Rao’s. En Corona era el restaurante Park Side. A diferencia de Rao’s, Park Side era un establecimiento grande y lujoso. Tenía una maravillosa decoración, a base de toneladas de nogal, espejos ahumados, cristal biselado, tiestos con flores y helechos perfectamente mantenidos. La barra parecía sacada de una película de gangsters, lo cual no era de extrañar, y la comida era (literalmente) para morirse.

El propietario de Park Side era Tony Federici, un verdadero hombre de respeto. Como era de esperar, tenía fama de esto y de lo otro, pero para mí no era más que el mejor anfitrión de los cinco distritos de Nueva York. Por lo general, se lo veía por su restaurante ataviado con un delantal de chef, con una jarra de Chianti casero en una mano y una bandeja de pimientos asados en la otra.

El Zapatero y yo estábamos sentados ante una mesa en el fabuloso jardín del restaurante. En ese momento hablábamos de la posibilidad de que reemplazara a Elliot como mi principal ratonera.

—En principio no tengo ningún problema con que lo hagamos —le decía yo al codicioso Zapatero, que estaba obsesionado con el juego de las ratoneras—, pero me preocupan dos cosas. Primero, ¿cómo mierda vas a hacer para devolverme todo el dinero que me corresponda sin dejar un rastro de papel? Es mucho dinero, Zapatero. Y mi segunda preocupación es que ya eres ratonera de Monroe Parker y no quisiera interferir con sus asuntos. —Meneé la cabeza para enfatizar mis palabras—. Una ratonera es una cuestión muy personal, así que antes tendría que pedirles permiso a Alan y a Brian.

El Zapatero asintió.

—Entiendo a qué te refieres. En cuanto a devolverte el dinero, no será un problema. Lo puedo hacer con nuestras acciones de Zapatos Steve Madden. Cada vez que venda acciones de las que tengo a mi nombre, pero que son tuyas, te pagaré de más. En los papeles, te debo más de cuatro millones de dólares, de modo que tengo un motivo legítimo para emitir cheques para ti. A fin de cuentas, las cifras serán tan grandes que nadie podrá seguirles la pista, ¿no?

Pensé que no era mala idea, en particular si establecíamos alguna clase de acuerdo anual por consultoría por ayudarlo a administrar Zapatos Steve Madden. Pero el hecho de que Steve fuese mi ratonera por un millón y medio de acciones de Zapatos Steve Madden planteaba un problema más inquietante, a saber, que Steve apenas si tenía acciones en su propia compañía. Era algo que había que rectificar antes de que surgieran problemas, lo que no dejaría de ocurrir cuando, más adelante, Steve viera que yo ganaba decenas de millones y él solo millones. De modo que sonreí y dije:

—Ya organizaremos algo con lo de la ratonera. Creo que usar títulos de Zapatos Steve Madden es una muy buena idea, pero nos lleva a otro tema más importante, que es que tu participación accionarial en la compañía es mínima. Tenemos que hacer que te hagas con más acciones antes de que las cosas se pongan en marcha. Solo tienes trescientas mil acciones, ¿verdad?

Steve asintió.

—Y unos pocos miles de opciones sobre títulos. Eso es todo.

—Muy bien. Ya que somos socios en todos estos embrollos, te aconsejo vivamente que te reserves un millón de opciones accionariales a un cincuenta por ciento de descuento sobre los valores actuales de mercado. Es lo justo, en particular dado que tú y yo nos las repartiremos a partes iguales, que es lo más justo de todo. Las mantendremos a tu nombre para que Nasdaq no tenga motivo alguno de alarma, y a la hora de vender me das mi parte junto a todo lo demás.

El Gran Zapatero sonrió y me tendió la mano.

—No puedo agradecerte lo suficiente, JB. No te dije nada, pero te aseguro que es un tema que me tenía un poco inquieto. Pero siempre supe que, llegado el momento, lo resolveríamos. —Se levantó de su asiento, lo imité, y nos abrazamos al estilo mafioso, lo cual, dado el lugar donde nos encontrábamos, no produjo miradas de curiosidad.

Cuando volvimos a sentarnos, Steve dijo:

—Pero ¿por qué no hacemos que sean un millón y medio? Setecientos cincuenta para cada uno.

—No —dije, mientras un placentero cosquilleo se difundía por las diez yemas de mis dedos—. No me gusta trabajar con números impares. Trae mala suerte. Redondeemos en dos millones. Así será más fácil hacer las cuentas: un millón de opciones para cada uno.

—¡Hecho! —aprobó el Zapatero—. Y, dado que eres el principal accionista de la empresa, creo que podemos ahorrarnos la formalidad de una reunión del consejo, ¿no? Es todo estrictamente legítimo, ¿verdad?

—Bueno —dije, rascándome la barbilla, pensativo—, como tu socio general de embrollos, te sugiero que evites recurrir a la palabra «legítimo» si no es en los casos más excepcionales. Pero ya que has sacado el tema, te diré que, como principal accionista, estoy dispuesto a apostar a que todo esto saldrá bien y a darle mi más decidida aprobación a toda la transacción. Se trata de algo que debemos hacer, queramos o no. Es cuestión de juego limpio.

—Entiendo —dijo el Zapatero, feliz—. Está más allá de nuestro control. Hay extrañas fuerzas en juego, mucho más poderosas que un humilde Zapatero y un no tan humilde lobo de Wall Street.

—Me gusta tu modo de pensar, Zapatero. Cuando regreses a la oficina llama a los abogados y diles que le pongan una fecha atrasada a las actas de la última reunión del consejo. Si se ponen difíciles, diles que hablen conmigo.

—No hay problema —dijo el Zapatero, quien acababa de aumentar su participación en su empresa en un cuatrocientos por ciento. Entonces, bajó la voz, adoptando un tono conspirativo—. Mira, te diré una cosa, si no quieres no tienes por qué contarle a Danny nada de esto. —Sonrió con expresión diabólica—. Si me pregunta, le diré que todas son mías.

¡Caray! ¡El tipo era un jodido traidor! ¿Creería que de ese modo yo lo respetaría más? Pero me reservé mis reflexiones.

—Te diré la verdad —dije—, no estoy muy contento con la forma en que Danny está llevando las cosas. En cuestión de inventarios es como el Escupidor. Cuando dejé Stratton, la firma trabajaba con un déficit de inventario de dos millones. Ahora, básicamente funciona en estado de suma cero. Es una jodida lástima. —Meneé la cabeza con aire preocupado—. No obstante, en este momento Stratton gana más dinero que nunca, que es lo que ocurre cuando operas a la larga. Pero ahora Danny es vulnerable. —Me encogí de hombros—. En fin. Pero ya dejé de preocuparme por eso. Haga lo que haga, ya no puedo sacarlo.

Steve se encogió de hombros.

—No te tomes a mal lo que te he dicho —«¿oh, en serio?», pensé, «¿y cómo querías que lo tomara, maldito traidor?»— pero ¿sabes?, tú y yo pasaremos los próximos cinco años construyendo esta empresa entre los dos. Brian y Alan tampoco están muy entusiasmados con Danny. Tampoco lo están Loewenstern y Bronson. Al menos, eso es lo que se rumorea. Llegado el momento, tendrás que dejar que esos tipos sigan su propio camino. Siempre te serán leales, pero quieren hacer sus propios negocios, independientemente de Danny.

En ese momento vi que Tony Federici, enfundado en su conjunto de chef y con una jarra de Chianti en la mano, se nos acercaba. Me levanté a saludarlo.

—Eh, Tony, ¿cómo vas? —pregunté, pensando, «¿mataste a alguien últimamente?».

Steve se paró al instante y con una amplia sonrisa dijo:

—¡Eh, Tony el Duro! ¡Tony Corona! He oído hablar de ti. Me crie en Long Island, pero incluso ahí todos sabían de Tony el Duro. ¡Es un placer conocerte!

Con esas palabras, Steve le tendió la mano a su nuevo amigo, el Duro Tony Corona, quien despreciaba inmensamente tales apodos.

Bueno, hay muchas maneras de morir, pensé, así que esta es una de tantas. Quizá Tony se mostrase clemente y le concediera a Steve el honor de no arrancarle las pelotas, de modo que, cuando lo sepultaran, aún las tuviera en su lugar.

Contemplé la pálida mano huesuda del Gran Zapatero suspendida en el aire, esperando a ser estrechada por otra, que no aparecía. Miré el rostro de Tony. Parecía sonreír, aunque su sonrisa hacía pensar en la que un carcelero sádico le dirigiera a un condenado a muerte al preguntarle: «¿Qué te gustaría comer en tu última cena?».

Al fin, Tony extendió una flácida mano.

—Sí, gusto en conocerte —dijo con voz inexpresiva. Sus ojos castaños oscuros eran como rayos de la muerte.

—¡Encantado de conocerte, Tony el Duro! —dijo el cada vez más muerto Zapatero—. ¡He oído tantas cosas buenas sobre este restaurante! Tengo intención de venir muy a menudo. Si llamo para reservar mesa, diré que soy amigo del Duro Tony Corona, ¿de acuerdo?

—Bien —dije con una sonrisa nerviosa—. Creo que será mejor que volvamos a lo nuestro, Steve. —Luego, volviéndome hacia Tony, le dije—: Gracias por venir a saludar. Fue agradable verte, como siempre. —Alcé la vista al cielo y meneé la cabeza, como diciendo: «No le hagas caso a mi amigo; sufre de síndrome de Tourette».

Tony frunció la nariz dos veces y siguió su camino. Probablemente iba rumbo al club social del otro lado de la calle, donde, mientras sorbía un café, ordenaría que asesinaran a Steve. Me senté y meneé la cabeza, muy serio.

—¿Qué mierda te pasa, Zapatero? ¡Nadie le dice Tony el Duro! ¡Nadie! Puedes darte por muerto.

—¿De qué hablas? —dijo el Zapatero, atónito—. Le caí muy bien, ¿o no? —Ladeando la cabeza, añadió, nervioso—: ¿O estoy totalmente equivocado?

En ese momento, Alfredo, el gigantesco maître, se acercó a la mesa.

—Tiene una llamada —me dijo Alfredo el Gigante—. Puede atenderla en el bar. Allí estará tranquilo. No hay nadie. —Sonrió.

¡Oh, oh! ¡Me estaban haciendo responsable de los actos de mi amigo! Esos eran asuntos mafiosos serios, cuyas sutilezas eran incomprensibles para un judío como yo. Pero, en esencia, parecía tratarse de que, al traer al Zapatero a este restaurante, me había hecho responsable de él y ahora estaba por sufrir las consecuencias de su insolencia. Le sonreí a Alfredo el Gigante y se lo agradecí. Luego, levantándome me dirigí al bar… o quizás al congelador donde guardaban la carne.

Cuando llegué al teléfono me detuve durante un instante y miré en torno de mí.

—Hola —dije, escéptico, esperando oír solo el tono de llamada antes de que una cuerda de piano se me ciñera al cuello.

—Hola, soy yo —dijo Janet—. Suenas raro, ¿qué te ocurre?

—Nada, Janet. ¿Qué quieres? —Mi tono fue algo más seco que de costumbre. Quizás el efecto del qualuud estaba pasando.

—¡Perdón por haber nacido! —dijo mi susceptible asistente.

Con un suspiro:

—¿Qué quieres, Janet? Estoy ocupado.

—Tengo a Victor Wang en línea. Dice que es urgente. Le dije que habías salido a almorzar y dijo que se quedará a la espera hasta que regreses. Si te interesa mi opinión, te diré que es un imbécil.

«¡¿A-quién-mierda-le-interesa-tu-opinión-Janet?!», pensé.

—Bueno, sí, pásamelo —dije, sonriéndole a mi reflejo en el espejo ahumado de detrás de la barra. Ni siquiera parecía drogado. Quizá no lo estuviera. Metí la mano en el bolsillo y saqué un qualuud español. Lo estudié durante un instante antes de zampármelo en seco.

Aguardé el sonido de la voz aterrorizada del Chino Depravado. Yo llevaba ya casi una semana operando a la corta para aniquilarlo y, en ese momento, Duke Securities estaba hasta las orejas de acciones. Sí, los títulos llovían sobre Victor, y él acudía a mí en busca de ayuda, que yo le daría… a mi modo.

En ese momento, oí la voz del Chino Depravado. Tras un amistoso saludo pasó a explicarme que tenía más títulos de los que existían físicamente para cierta compañía. El hecho era que toda la emisión de marras consistía en un millón y medio de acciones, y él se encontraba en posesión de un millón seiscientas mil.

—… y las acciones siguen llegando —dijo el panda parlante— y no entiendo cómo puede ser posible. Sé que Danny me jodió, ¡pero ni él puede tener más acciones de esas! —El chino parecía totalmente confundido. Claro que no sabía que yo tenía una cuenta especial en Bear Sterns, destinada a vender tantas acciones como me viniera en gana, fueran mías o no e independientemente de si podía tomarlas en préstamo o no. Era un tipo de cuenta especial, de las que se conocen como «cuenta privilegiada de correduría de Bolsa», que permite operar a través de cualquier firma bursátil del mundo. No había modo de que el chino se enterase de quién estaba vendiendo.

—Tranquilo —dije—. Si tienes problemas de liquidez, Vic, estoy aquí para ayudarte en lo que haga falta. Si necesitas venderme tres o cuatrocientas mil acciones, solo dilo. —Ese era el monto por el cual yo estaba en corto en ese preciso momento, pero estaba corto a precios mucho más altos que los que él había pagado, de modo que, si Victor era tan estúpido como para venderme las acciones entonces, yo conseguiría una gran ganancia. Y después invertiría el proceso y volvería a jugar esos títulos a la corta. Cuando todo terminara, las acciones valdrían centésimos y el chino estaría trabajando en algún restaurante de la calle Mott, amasando wan tan.

—Sí —respondió el panda parlante—, eso me vendría muy bien. Estoy con problemas de liquidez y las acciones ya están por debajo de los cinco dólares. No puedo permitir que sigan cayendo.

—No hay problema, Vic. Solo llama a Kenny Kock, de Meyerson; te comprará bloques de a cincuenta mil acciones a intervalos regulares durante las próximas horas.

Victor me dio las gracias. Corté e inmediatamente telefoneé a Kenny Kock, cuya esposa, Phyllis, fue testigo en mi boda. Le dije a Kenny:

—El Chino Depravado te llamará para venderte bloques de a cincuenta mil de ya sabes qué —yo ya le había contado de mi plan a Kenny, de modo que era consciente de mi guerra secreta contra el chino—, así que sal a vender otras cincuenta mil ahora mismo, antes de que compremos las suyas. Y luego ponte a vender bloques de a cincuenta mil cada hora y media, más o menos. Haz las ventas mediante cuentas no identificadas, para que Víctor no sepa de dónde provienen.

—No hay problema —dijo Kenny Kock, jefe de corredores de M. H. Meyerson. Yo acababa de hacerle ganar a su empresa diez millones de dólares en ofertas públicas iniciales, de modo que mi autoridad sobre él en temas de Bolsa era absoluta—. ¿Algo más?

—No, eso es todo —respondí—. Solo asegúrate de que sean ventas pequeñas, en bloques de a cinco o diez mil. Quiero que crea que provienen de diversos inversores pequeños que venden de forma aleatoria. —¡Ah, una inspiración!—. Por cierto, trabaja tan a la corta como te parezca para tu propia cuenta, ¡porque esas acciones se van al jodido cero!

Corté la comunicación y bajé las escaleras rumbo al baño, donde tenía intención de tomar unas rayas de coca. No cabía duda de que, tras mi actuación ante Victor, merecedora de un Oscar, me los había ganado. No sentía ni pizca de remordimiento por el ascenso y caída de Duke Securities. Durante los pasados meses, el Chino Depravado se había comportado como era de esperar. Me había robado corredores de Stratton, alegando que ya no querían trabajar en Long Island; había vendido todos los títulos de las nuevas emisiones de Stratton que tenía en su poder, aunque, por supuesto, lo negaba, y denostaba abiertamente a Danny, a quien calificaba de «torpe bufón» incapaz de administrar Stratton. Así que ese era su merecido.

Al cabo de menos de un minuto ya salía del baño, donde consumí un cuarto de gramo de coca en cuatro enormes dosis. Mientras subía por las escaleras, mi corazón latía más rápido que el de un conejo y mi presión sanguínea era más alta que la de una víctima de accidente cerebrovascular, lo cual me encantaba. Mi mente funcionaba a todo tren y tenía todo bajo control.

Al llegar al final de las escaleras, me encontré frente al pecho, del tamaño de un dirigible, del Gigante Alfredo.

—Tiene otra llamada —dijo.

—¿De veras? —respondí, intentando que mi mandíbula dejara de moverse de un lado a otro.

—Creo que es su esposa.

¡Caray! ¡La duquesa! ¿Cómo lo hace? ¡Siempre parece saber cuándo estoy haciendo algo malo! Aunque lo cierto era que, como siempre estaba haciendo algo malo, la ley de las probabilidades dictaba que siempre me llamaría en mal momento.

Con la cabeza gacha fui a la barra y tomé el teléfono. No me quedaba más remedio que capear el temporal.

—¿Hola? —dije en tono tentativo.

—Hola, querido. ¿Estás bien?

¿Si estaba bien? ¡Qué pregunta malintencionada! Esta duquesa era muy astuta.

—Sí, muy bien, querida. Estoy almorzando con Steve. ¿Qué ocurre?

La duquesa lanzó un hondo suspiro y dijo:

—Malas noticias. La tía Patricia acaba de morir.