26

Los muertos no hablan

Dos mañanas después desperté para atender la llamada de Kathy Green, agente de bienes raíces de Florida y esposa del doctor Barth Green, neurocirujano de fama mundial. Yo le había pedido a Kathy que encontrara un lugar para que la duquesa y yo viviéramos mientras me sometía a un tratamiento de cuatro semanas sin ingresar en el Jackson Memorial Hospital.

—A Nadine le encantará Indian Creek Island —dijo una bondadosa Kathy—. Es uno de los lugares más tranquilos de Miami. ¡Es tan sereno, tan apacible! Hasta tienen su propio cuerpo de policía, lo cual, considerando cuánto os importa la seguridad, es otro punto a favor.

¿Sereno y apacible? Bueno, se suponía que yo quería alejarme de todo, ¿verdad? ¿En cuántos problemas podía meterme en cuatro breves semanas, en particular en un lugar tan aburrido y pacífico como Indian Creek Island? Allí me aislaría de las presiones de un mundo frío y cruel, a saber: qualuuds, cocaína, crack, hierba, Xanax, Valium, Ambien, anfetamina, morfina y, claro, el agente especial Gregory Coleman.

Dije:

—Bueno, Kathy. Parece justo lo que necesito, en particular eso de que es apacible. ¿Cómo es la casa?

—Absolutamente arrebatadora. Es una mansión mediterránea blanca con techo de tejas rojas, y hay un embarcadero para un yate de veinticinco metros —Kathy titubeó durante un momento— que, supongo, no alcanzará para el Nadine, pero quizá te puedas comprar otro barco aquí, ¿no? Estoy segura de que Barth te podría ayudar con eso. —Su tono parecía decir que esa absurda sugerencia le parecía perfectamente lógica—. En cualquier caso, el jardín es fabuloso. Tiene una piscina olímpica, cabaña, bar, barbacoa a gas y un jacuzzi para seis con vista a la bahía. Es perfecto para recibir. Y lo mejor de todo es que el propietario está dispuesto a vender la casa, totalmente amueblada, por solo cinco millones y medio. Es toda una ganga.

¡Espera un minuto! ¿Quién ha dicho que yo quería comprar una casa? ¡Solo iba a Florida cuatro semanas! ¿Y por qué iba a querer otro barco, si detestaba el que ya tenía? Dije:

—A decir verdad, Kathy, no tengo intención de comprar una casa, al menos no en Florida. ¿Crees que el propietario estará dispuesto a alquilarla por un mes?

—No —dijo una abatida Kathy, cuyos anhelos y esperanzas de una comisión de seis puntos sobre esa venta de cinco millones y medio de dólares se acababan de evaporar ante sus grandes ojos azules—. La tiene en venta y nada más.

—Mmmm… —repuse, no muy convencido de que así fuera—. ¿Por qué no le ofreces cien mil al mes, a ver qué dice?

El Día de los Inocentes[13] me mudé a la casa por un mes. El propietario se trasladó, seguramente dando saltitos y cantando de alegría, a un hotel de cinco estrellas en South Beach. Al margen de eso, que fuese el Día de los Inocentes era la fecha perfecta para mi mudanza, dado que no tardé en descubrir que Indian Creek Island era un área protegida donde medraba una especie en extinción poco conocida: la de los ancianos WASP de canas matizadas de azul que, tal como Kathy predijera, mostraban menos vivacidad que las babosas marinas.

Lo positivo fue que, en el lapso transcurrido entre el accidente de coche y el tratamiento de espalda me las compuse para hacer una rápida visita a Suiza, donde me reuní con Saurel y con mi Gran Falsificador. Mi objetivo era enterarme de cómo había sabido el FBI que yo tenía cuentas en Suiza. Sin embargo, y para mi sorpresa, todo parecía estar en orden. El gobierno estadounidense, me aseguraron tanto Saurel como el Gran Falsificador, no había hecho indagación alguna. De ser así, ellos habrían sido los primeros en enterarse.

Indian Creek Island estaba a apenas quince minutos en coche de la clínica. Y no faltaban coches. La duquesa se había encargado de que así fuera. Hizo enviar por barco un flamante Mercedes para mí y un Range Rover para ella.

Gwynne también vino a Miami para ocuparse de mis necesidades, y también ella necesitaba un coche. De modo que le compré un Lexus nuevo en una agencia de Miami.

Por supuesto que Rocco también vino con nosotros. Era parte de la familia, ¿verdad? Y también él necesitaba un coche, así que Richard Bronson, uno de los propietarios de Biltmore, me ahorró el dolor de cabeza de comprar uno más, prestándome su Ferrari convertible rojo por un mes. Así, todos quedaron cubiertos.

Con tantos coches entre los que escoger, mi decisión de alquilar un yate a motor de veinte metros de eslora para ir y venir a la clínica resultó absurda. Costaba veinte mil dólares a la semana y tenía cuatro hediondos motores diésel, una confortable cabina en la que jamás entré y un puente sin toldo, lo que hizo que el sol me produjera quemaduras de tercer grado en cuello y hombros. El barco incluía un anciano capitán de blancos cabellos que iba y venía de la clínica a una velocidad promedio de cinco nudos por hora.

En ese momento surcábamos las aguas de la hidrovía intercostera con rumbo norte, regresando a Indian Creek Island desde la clínica. Era sábado, un poco antes de mediodía, y ya hacía casi una hora que navegábamos. Yo estaba sentado en el puente junto a Gary Deluca, director de operaciones de Dollar Time, que tenía un notable parecido con el presidente Grover Cleveland. Gary era calvo, ancho, de expresión adusta, mandíbula cuadrada y muy velludo, sobre todo en el torso. Ambos nos habíamos quitado las camisas y disfrutábamos del sol. Yo llevaba casi un mes de sobriedad, todo un milagro.

Esa mañana, Deluca me había acompañado en mi navegación matinal a la clínica. Era una manera de que nos reuniésemos sin interrupciones, y nuestro encuentro no tardó en convertirse en un intercambio de amargas quejas sobre Dollar Time. Ambos coincidíamos en que no había esperanzas para la empresa.

Pero ninguno de los problemas de Dollar Time era obra de Deluca. Se había incorporado a la empresa como parte de un equipo destinado a ponerla en condiciones, demostrando ser un operador de primera. Yo ya lo había convencido de mudarse a Nueva York para encargarse de la dirección operativa de Zapatos Steve Madden, que necesitaba desesperadamente de alguien como él. Habíamos discutido todo eso por la mañana, en nuestro viaje hacia el sur. Ahora que nos dirigíamos al norte, hablamos de algo que me parecía infinitamente más preocupante: sus observaciones sobre Gary Kaminsky, director financiero de Dollar Time, el mismo que me había presentado a Jean Jacques Saurel —quien, a su vez, me hizo conocer al Gran Falsificador— un año antes.

—Sea como sea —dijo Deluca desde detrás de sus gafas de sol—, en él hay algo raro que no puedo definir con exactitud. Es como si tuviese sus propias prioridades, que nada tienen que ver con Dollar Time. Como si la empresa fuese una fachada para él. Un tipo de su edad debería estar muy preocupado al ver que la empresa se va por la cloaca, pero no parece importarle en lo más mínimo. Se pasa la mitad del día explicándome cómo podríamos derivar nuestros beneficios a Suiza, lo que me hace desear arrancarle el puto peluquín, ya que no hay beneficios que derivar. —Gary se encogió de hombros—. En fin. Tarde o temprano nos enteraremos en qué anda ese hijo de puta.

Asentí lentamente, dándome cuenta de que mi corazonada inicial sobre Kaminsky había sido correcta. El lobo había sido muy astuto al no permitir que ese hijo de puta de peluquín se entrometiera en mis negocios suizos. Aun así, no tenía la certeza de que no hubiese intuido que pasaba algo raro, de modo que lancé un globo sonda en dirección a Deluca.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Está totalmente obsesionado con el asunto de la banca suiza. De hecho, en su momento me sacó el tema. —Me detuve, como si tratara de hacer memoria—. Creo que fue hace cosa de un año. Bueno, la cuestión es que me fui a Suiza con él para ver cómo eran las cosas, pero me pareció algo que podía traer más problemas que beneficios, así que preferí pasar. ¿Te contó algo de eso?

—No, pero sé que tiene muchos clientes allí. Es muy reservado a ese respecto, pero se pasa el día hablando por teléfono con Suiza. Siempre me ocupo de revisar las cuentas de teléfono y, te digo, debe hacer media docena de llamadas internacionales al día. —Deluca meneó la cabeza con aire grave—. Sea lo que fuere lo que está haciendo, más le vale que sea algo completamente transparente, porque si tiene el teléfono intervenido, se verá en serios problemas.

Bajé las comisuras de la boca y me encogí de hombros, como diciendo: «¡Eso es problema suyo, no mío!». Pero lo cierto era que si Kaminsky estaba en contacto constante con Saurel y tal vez incluso con el Gran Falsificador, era como para preocuparse. Dije, como de pasada:

—Solo por curiosidad, ¿por qué no consigues los registros de llamadas y verificas si telefonea siempre a los mismos números? De ser así, llama a uno y vé quién te atiende. Me gustaría saberlo, ¿de acuerdo?

—No hay problema. En cuanto regresemos a la casa, me subo al coche y hago una rápida pasada por la oficina.

—No, eso es ridículo. Los registros de llamadas seguirán allí el lunes. —Sonreí para enfatizar mi despreocupación—. En cualquier caso, Elliot Lavigne ya debe de haber llegado a casa. Me interesa mucho que lo conozcas. Te será muy útil a la hora de reestructurar las operaciones de Zapatos Steve Madden.

—¿Es verdad que está un poco loco?

—¿Un poco loco? ¡Está totalmente chiflado, Gary! Pero también es uno de los tipos más inteligentes de la industria de la indumentaria. Tal vez, el más inteligente de todos. La cosa es que hay que tratar con él en el momento justo, cuando no está babeando o metiéndose algo por la nariz o viajando con ácido o pagando diez mil dólares a una puta para que cague sobre una mesa de vidrio mientras él mira desde abajo, haciéndose una paja.

Había visto por primera vez a Elliot Lavigne cuatro años atrás, cuando estaba de vacaciones en las Bahamas con Kenny Greene. Yo estaba recostado junto a la piscina del Hotel y Casino Crystal Palace cuando Kenny llegó, corriendo. Recuerdo que gritaba algo así como: «¡Date prisa! ¡Hay un tipo en el casino que tienes que ver! ¡Ya lleva apostado más de un millón y es apenas mayor que tú!».

A pesar de que sentí algún escepticismo ante la versión de Kenny, me levanté de mi hamaca y me dirigí al casino. Le pregunté a Kenny:

—¿De qué trabaja ese tipo?

—Le pregunté a uno de los del casino —respondió Cabeza Cuadrada, cuyo manejo del idioma no abarcaba palabras como «croupier» o «tallador»— y me dijo que es presidente de una importante empresa de indumentaria.

Dos minutos después estaba contemplando, atónito e incrédulo, al joven señor Indumentaria. Al recordarlo, no sé quién me impactó más: Elliot, que no solo estaba jugando diez mil dólares por apuesta, sino que tenía toda la mesa de blackjack, que es para siete personas, para él solo, lo que significaba que jugaba setenta mil dólares por vez, o su esposa, Ellen, quien, a pesar de que no podía tener más de treinta y cinco años, ya había adquirido un aspecto que yo veía por primera vez: el de los supremamente ricos y verdaderamente demacrados.

Quedé azorado. Estuve mirando esos fenómenos durante unos buenos quince minutos. Como pareja no parecían combinar bien. Él era más bien bajo, muy bien parecido, con espeso cabello que le llegaba al hombro y una elegancia natural tan fabulosa que, si llegabas a verlo andando por ahí en pañales y corbata de moño, hubieras creído que esa era la última moda.

Ella era baja y tenía el rostro delgado, nariz delgada, mejillas hundidas, cabello rubio teñido, una piel coriácea y opaca, ojos demasiado juntos, cuerpo consumido. Supuse que debía tener la mejor personalidad del mundo, que sería una esposa cariñosa, siempre dispuesta a apoyar a su marido. De no ser así, ¿qué motivo podía haber para que ese apuesto joven que apostaba con la negligencia y la elegancia de 007 se sintiera atraído por ella?

Me equivocaba un poco.

Al día siguiente, Elliot y yo nos encontramos casualmente en la piscina. Después de la conversación intrascendente de rigor, no tardamos en pasar a hablar de nuestros respectivos trabajos, de cuánto ganábamos, y de cómo habíamos llegado adonde estábamos.

Resultó que Elliot era presidente de Perry Ellis, uno de los principales fabricantes de ropa masculina con base en el distrito de la indumentaria. No era propietario de la compañía, que era una división de Salant, una empresa que cotizaba en la Bolsa de Valores de Nueva York. De modo que, en esencia, era un asalariado. Cuando me dijo cuánto ganaba, estuve a punto de caerme de mi hamaca: solo un millón al año, más un adicional de unos pocos cientos de miles, que variaba según las ganancias anuales. A mi entender era poca cosa, en particular si se tenía en cuenta su afición a las apuestas fuertes.

¡El hecho era que, cada vez que se sentaba a la mesa de blackjack, se jugaba el salario de un año! No sabía si admirarlo o despreciarlo. Decidí admirarlo. Sin embargo, me dio a entender que tenía una fuente de ingresos adicional en Perry Ellis, un plus, por así decirlo, vinculado a la fabricación de camisas de vestir que se hacía en el extranjero, en Oriente. Y aunque no entró en detalles, no me costó leer entre líneas: tenía un ingreso por sobrefacturación de esas fábricas. Aun así, si eso le daba unos tres o cuatro millones de dólares al año, era poco en comparación a lo que ganaba yo.

Antes de separarnos intercambiamos números de teléfono y prometimos contactar en Estados Unidos. El tema de las drogas nunca surgió. Una semana más tarde nos juntamos a almorzar en un restaurante de moda ubicado en el distrito de la indumentaria. A los cinco minutos de sentarnos, Elliot metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una bolsita de plástico llena de cocaína. Hundió en ella una ballenita marca Perry Ellis que, con un fluido movimiento, se llevó a la nariz antes de aspirar su contenido. Repitió el proceso una vez, luego otra, y otra más. Pero lo hacía con tal fluidez, y tan casualmente, que ni uno de los parroquianos lo notó.

A continuación, me ofreció la bolsita. La rechacé, diciendo:

—¿Estás loco? ¡En pleno día!

Respondió:

—Solo cállate y hazlo.

A lo que dije:

—¡Claro! ¿Por qué no?

Un minuto después me sentía maravillosamente. Pasados otros cuatro, me embargaba la ansiedad, no podía dejar de rechinar los dientes y necesitaba desesperadamente un Valium. Elliot se apiadó de mí. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos qualuuds moteados de marrón.

—Tómate esto. Son de fabricación clandestina y vienen mezclados con Valium.

—¿Tomar qualuuds ahora? —le dije, azorado—. ¿En mitad del día?

—Sí —ladró—. ¿Por qué no? Eres el jefe. ¿Quién te va a decir algo? —Y sacando otros dos, se los tragó con una sonrisa. Después, se levantó y se puso a hacer saltos de rana en medio del restaurante para acelerar el proceso de detonación. Como me pareció que sabía muy bien qué estaba haciendo, me tomé los míos.

Pocos minutos después, un hombre robusto entró en el restaurante. Todos lo miraban. Parecía tener unos sesenta y tantos años y se notaba que era muy rico. Elliot me dijo:

—Ese tipo tiene quinientos millones. Pero mira qué corbata tan fea lleva. —Con esas palabras, cogió un cuchillo, se acercó al millonario y, tras abrazarlo, le cortó la corbata a la vista de todos. Luego, se sacó la suya, que era muy hermosa, le levantó el cuello al tipo y se la puso, haciendo un perfecto nudo Windsor en menos de cinco segundos. El otro le devolvió el abrazo y se lo agradeció.

Una hora después recurríamos a los servicios de unas prostitutas. Era mi primera ficha azul, y Elliot me la presentó. A pesar de que yo sufría de un grave ataque de pene flácido, la ficha azul ejerció su magia oral, que terminó por surtir efecto. Tras acabar torrencialmente, le di una propina de cinco mil dólares por sus esfuerzos, momento en el que me dijo que yo era muy apuesto y que, a pesar de que era una puta, se consideraba candidata al matrimonio, si estaba interesado.

Al cabo de un rato, Elliot entró en la habitación y dijo:

—¡Vamos! ¡Vístete! ¡Nos vamos a Atlantic City! El casino nos manda un helicóptero y nos regalan dos relojes de oro. —Respondí que solo tenía cinco mil dólares encima, a lo que dijo—: Ya hablé con el casino, te abrirán un crédito por medio millón.

Me pregunté por qué estarían tan dispuestos a prestarme tanto dinero, dado que yo no había apostado más de diez mil dólares a lo largo de toda mi vida. Pero, una hora más tarde, me encontré jugando blackjack en el Trump Castle a razón de diez mil dólares por apuesta como si nunca hubiese hecho otra cosa. Cuando la noche terminó, había ganado un cuarto de millón. Estaba enganchado.

Elliot y yo hicimos varios viajes juntos por el mundo, a veces con nuestras esposas, otras no. Se convirtió en mi principal ratonera, pagándome millones en efectivo, que sacaba del dinero que le esquilmaba a Perry Ellis y del que ganaba en los casinos. Era un jugador de primera, y en ellos ganaba nada menos que dos millones adicionales al año.

Después me divorcié de Denise y, en su momento, cuando estaba a punto de casarme con Nadine, llegó mi despedida de soltero. Marcaría un punto de inflexión en la vida de Elliot Lavigne. La fiesta tendría lugar en el Mirage Hotel de Las Vegas, que acababa de abrir y era considerado el sitio de moda por excelencia. Asistieron cien strattonitas, acompañados de cincuenta putas y de suficientes drogas como para sedar a toda la población de Nevada. Reclutamos treinta putas más en las calles de Las Vegas e hicimos traer algunas otras por avión desde California. Llevamos media docena de policías neoyorquinos, precisamente aquellos a quienes tenía sobornados con las nuevas emisiones de Stratton. Una vez que llegaron, los policías de Nueva York no tardaron en entablar relación con algunos de sus pares de Las Vegas, que también contratamos.

La despedida de soltero tuvo lugar una noche de sábado. Elliot y yo estábamos en la planta baja, compartiendo una mesa de blackjack. Nos rodeaba una turba de curiosos, así como un puñado de guardaespaldas. Elliot jugaba por cinco, yo, por los restantes dos. Apostábamos diez mil dólares por vez, nos estaba yendo bien, y estábamos muy drogados. Yo me había tomado cinco qualuuds, además de aspirar no menos que unos tres o cuatro gramos de coca; Elliot había tomado tantos qualuuds como yo, además de suficiente coca como para construir una rampa de esquí. Yo iba ganando setecientos mil dólares; él iba por los dos millones. Por entre mis dientes apretados y sin dejar de remover las quijadas, le dije:

—Deemos po aoa y amos arrriba a er coo ssiguen los festeos.

Claro que Elliot entendía tan bien como yo la jerga qualuudiana y supo que le había dicho: dejemos por ahora y vamos arriba a ver cómo siguen los festejos. En ese momento, yo estaba tan drogado que sabía que ya no podría jugar más esa velada. Me detuve en la caja y canjeé fichas por valor de un millón. Puse el dinero en una mochila Mirage azul que me eché al hombro. Elliot quería seguir jugando, así que dejó sus fichas en la mesa, custodiadas por un guardia armado.

Una vez arriba, recorrimos un largo pasillo, al final del cual había una formidable doble puerta cerrada, junto a la que dos policías de uniforme montaban guardia. Abrieron la puerta, tras la cual se desarrollaba la fiesta de despedida de mi soltería. Elliot y yo entramos y quedamos paralizados: era como ver Sodoma y Gomorra resucitadas. Toda la pared del fondo estaba ocupada por un único ventanal que daba al Strip, la principal avenida de la ciudad. El recinto estaba lleno de personas que, entre otras cosas, bailaban. El techo parecía bajar, el suelo subir; olía a sexo, a sudor y a marihuana de primera, sin semilla. La música era tan fuerte que resonaba en mis tripas. Media docena de policías neoyorquinos vigilaban para que nadie se comportase mal.

Al fondo del salón, una horrorosa puta de las páginas de periódico, de cabello naranja, cara de bulldog y cubierta de tatuajes, estaba sentada en un taburete de bar. Estaba completamente desnuda y tenía las piernas abiertas. Veinte strattonitas desnudos hacían cola para follársela.

En ese mismo instante sentí asco de todo lo que formaba parte de mi vida. Stratton había caído a profundidades inéditas. La única solución que se me ocurrió consistió en bajar a mi suite, tomar cinco miligramos de Xanax, veinte de Ambien y treinta de morfina. Después me fumé un porro y me sumí en un profundo sueño.

Desperté. Elliot Lavigne me sacudía de los hombros. Era temprano por la mañana siguiente, y me explicaba en tono calmo que teníamos que irnos ya mismo de Las Vegas, que era un lugar demasiado decadente. Feliz de marcharme, me apresuré a hacer las maletas. Pero cuando abrí la caja fuerte la encontré vacía.

Desde la sala de estar, Elliot gritó:

—Tuve que tomar prestado algo de tu dinero anoche. Perdí un poco.

Resultó que había perdido dos millones. Una semana después, él, Danny y yo fuimos a Atlantic City con la intención de que recuperara lo perdido. Perdió otro millón. En los años que siguieron continuó perdiendo, y perdiendo, y perdiendo, hasta que, al fin, lo perdió todo. Exactamente cuánto perdió sigue siendo materia de especulación, aunque los cálculos coinciden en que la suma estuvo entre los veinte y los cuarenta millones. Elliot se arruinó. Quedó en la bancarrota más absoluta. Debía impuestos y me debía a mí, y su físico estaba destruido. No pesaba más de cincuenta kilos y su piel adquirió el color amarronado de sus qualuuds clandestinos, lo que me hizo alegrarme de tomar solo los de marca. Es que siempre busco el lado bueno de las cosas.

Y ahora estábamos allí, sentados en mi jardín de Indian Creek Island, contemplando la bahía de Biscayne y Miami, que se recortaba en el horizonte. En torno de la mesa estaban Elliot Lavigne, Gary Deluca y Arthur Wiener. Este último era un amigo de Elliot, de unos cincuenta años, calvo, rico y adicto a la cocaína.

Junto a la piscina estaban la duquesa, la esquelética Ellen y Sonny Wiener, la mujer de Arthur. Era la una de la tarde, hacía casi cuarenta grados y no había ni una nube en el cielo. En esos momentos, Elliot procuraba contestar una pregunta que yo le acababa de formular; concretamente cómo debía responderle Steve Madden a la cadena Macy’s, que se había mostrado receptiva a la idea de tener puntos de venta fijos de sus zapatos en sus tiendas.

—A ave pa ca Maen aa as coas en gan esacala e esigile má a Macy’s —dijo Elliot con una sonrisa. Se había tomado cinco qualuuds y sorbía una Heineken bien helada.

Le dije a Gary:

—Creo que lo que Elliot quiere decir es que debemos responderle a Macy’s desde una posición de fuerza, decirles que no podemos aceptar una política de instalar zapaterías sucursal por sucursal. Tiene que ser a nivel regional, con el objetivo de eventualmente estar en todo el país.

Arthur asintió.

—Bien dicho, Jordan. Excelente traducción. —Metió una diminuta cuchara en el frasquito de coca que tenía en la mano y aspiró su contenido por la fosa izquierda.

Elliot miró a Deluca y, asintiendo con la cabeza, alzó las cejas, como si dijese: «¿Ves? Entenderme no es tan difícil».

En ese momento, la esquelética judía se acercó a su marido.

—Elliot, dame un qualuud. Se me terminaron.

Elliot meneó la cabeza en un gesto de negación y, cerrando el puño, alzó el dedo mayor en dirección a su esposa.

—¡Eres un verdadero hijo de puta! —dijo la mujer, furiosa—. Espera y verás qué te ocurre la próxima que se te acaben a ti. ¡Yo también te mandaré a la mierda!

Miré a Elliot, cuya cabeza subía y bajaba. Era indicio seguro de que estaba a punto de salir de la fase de la lengua trabada para pasar a la del babeo. Dije:

—Eh, El, ¿quieres que te haga algo de comer así bajas un poco?

Con una gran sonrisa, Elliot me respondió:

—¡Hame ua abuesa co eso e aeonato!

—¡Ya mismo! —dije, levantándome para ir a la cocina a prepararle una hamburguesa de campeonato con queso. En la sala de estar me salió al paso la duquesa, ataviada con una tanga celeste apenas perceptible.

Por entre sus dientes apretados siseó:

—¡No aguanto a Ellen ni un segundo más! ¡Está mal de la puta cabeza y no la quiero en mi casa! Babea, aspira coca y todo esto es repugnante. Llevas sobrio casi un mes y no quiero que estés rodeado de esto. No te hace bien.

No le presté mucha atención a lo dicho por la duquesa. Entendí sus palabras, pero me concentraba en sus pechos, que acababa de hacerse aumentar una medida. Se veían gloriosos. Dije:

—Tranquila, cariño. Ellen no es tan mala. Además, Elliot es uno de mis mejores amigos, así que echarlos está fuera de lugar —en el momento mismo en que dije esas palabras me di cuenta de que había cometido un error. Menos de un segundo después la duquesa me tiraba un golpe, concretamente una derecha cruzada, con la mano abierta.

Pero como llevaba sobrio un mes, mis reflejos eran como los de un gato y eludir el golpe me fue fácil. Dije:

—Tranquila, Nadine. No resulta tan fácil pegarme cuando estoy sobrio, ¿verdad? —Le sonreí con picardía, y ella me devolvió la sonrisa.

Abrazándome, dijo:

—Estoy muy orgullosa de ti. Ya eres otro. Hasta la espalda va mejor, ¿no?

—Un poco —respondí—. Ahora es soportable, pero aún no está del todo bien. Creo que ya ni siquiera siento deseos de tomar qualuuds. Y te amo más que nunca.

—Yo también te amo —dijo, haciendo un puchero—. Solo es que estoy enfadada porque Elliot y Ellen son malignos. Él tiene la peor de las influencias sobre ti, y si se queda más tiempo… bueno, ya sabes a qué me refiero. —Me dio un húmedo beso en los labios y apretó su vientre contra el mío.

Unos dos litros de sangre acudieron a mi entrepierna y, de pronto, me sentí mucho más dispuesto a comprender el punto de vista de la duquesa.

—Te propongo algo: si aceptas ser mi esclava sexual durante todo el fin de semana, mando a Elliot y a Ellen a un hotel, ¿de acuerdo?

La duquesa sonrió y se restregó contra el lugar justo.

—Muy bien, querido. Ordena y obedezco. Solo sácalos de aquí y soy toda tuya.

Quince minutos más tarde, Elliot babeaba sobre su hamburguesa y yo hablaba por teléfono con Janet, diciéndole que reservara una habitación para él y Ellen en un lujoso hotel a unos treinta minutos de allí.

De pronto, y con la boca todavía llena de hamburguesa con queso, Elliot se levantó y se zambulló en la piscina. Al cabo de unos segundos emergió y me hizo señales de que me desafiaba a una carrera por debajo del agua. Era algo que siempre hacíamos: competir para ver quién nadaba más largos bajo el agua. Como Elliot se había criado junto al mar, era buen nadador y me llevaba alguna ventaja. Pero, dado su actual estado, me pareció que podía ganarle. Además, de adolescente fui socorrista, y también era un nadador bastante bueno. Nadamos cuatro largos cada uno. Empate. La duquesa se acercó al borde de la piscina y dijo:

—¿No os parece que ya va siendo hora de que crezcáis, grandullones? No me gusta ese juego. Es una estupidez. Alguna vez va a terminar mal. —Añadió—: ¿Y dónde está Elliot?

Miré al fondo de la piscina. Entorné los ojos. ¿Qué mierda estaba haciendo? ¿Estaba tumbado de costado? ¡Mierda! De pronto entendí la gravedad de lo que ocurría y, sin detenerme a pensar, me zambullí hasta el fondo de la piscina.

No se movía. Lo cogí del cabello y, con un poderoso tirón del brazo derecho y la patada en tijera más fuerte que pude, lo levanté del fondo y me dirigí a la superficie. El agua hacía que su cuerpo casi no pesara. En el momento en que salimos a la superficie, tracé un arco con el brazo hacia la derecha y Elliot salió volando del agua y aterrizó sobre el cemento del borde. Estaba muerto. ¡Muerto!

—¡Oh, Dios mío! —gritó Nadine. Las lágrimas corrían por su rostro—. ¡Elliot está muerto! ¡Salvadlo!

—¡Ve a llamar una ambulancia! —grité—. ¡De prisa!

Le puse dos dedos en la carótida. No tenía pulso. Probé con la muñeca. Nada. Mi amigo murió, pensé.

En ese momento, oí una especie de chirrido. Era Ellen Lavigne:

—¡Oh, Dios, no! ¡Por favor, no te lleves a mi marido! ¡Por favor! ¡Sálvalo, Jordan! ¡Sálvalo! ¡No dejes que muera! ¡No puedo perder a mi marido! ¡Tengo dos hijos! ¡Oh, no! ¡No ahora! ¡Por favor! —prorrumpió en incontenibles sollozos.

Me di cuenta de que mucha gente me rodeaba: Gary Deluca, Arthur y Sonny, Gwynne y Rocco, incluso la niñera, que tras sacar a Chandler de la piscina para niños se había acercado para ver el motivo de tanto alboroto. Nadine, que acababa de llamar pidiendo una ambulancia, se acercaba a la carrera. Las palabras «¡Sálvalo! ¡Sálvalo!» resonaban en mis oídos. Quería hacerle el boca a boca, como había aprendido hacía tantos años.

Realmente quería hacerlo, pero ¿sería conveniente?, pensé. ¿No sería mejor que Elliot muriera? Sabía mucho sobre mis actividades, y de un momento a otro el agente Coleman mandaría pedir el resumen de sus transacciones bancarias, ¿o no? En ese momento, con Elliot allí tendido, muerto frente a mí, no pude menos que maravillarme de lo oportuna que sería su muerte. Los muertos no hablan… Esas cuatro palabras se iban apoderando de mi mente, suplicándome que no lo resucitara, que dejara que el secreto de nuestros nefandos negocios pereciera con él.

Y ese hombre había sido el azote de mi vida. Me había hecho regresar a los qualuuds después de años de no consumirlos, me había convertido en adicto a la cocaína y, finalmente, me había fallado en el juego de la ratonera, lo que era lo mismo que robar mi dinero. Y todo para alimentar su adicción al juego y a las drogas, por no hablar de sus problemas con la agencia impositiva. El agente Coleman no era tonto y les sacaría provecho a esas debilidades, en particular lo de la impositiva. Podía amenazar con la cárcel a Elliot. Y entonces, Elliot colaboraría y le contaría todo. ¡Caray! Lo mejor era dejar que muriera porque… los muertos no hablan.

Pero oí que alguien gritaba:

—¡No te detengas! ¡No te detengas! —De pronto, ¡me di cuenta de que ya estaba tratando de resucitarlo! Mientras mi mente consciente debatía qué hacer, algo infinitamente más poderoso se había puesto en acción en mi interior, avasallando mis pensamientos.

De hecho, me encontré con que mi boca estaba apretada contra la de Elliot, que mis pulmones exhalaban en los suyos. Alcé la cabeza y me puse a bombear el pecho de Elliot con mis manos, en un ritmo que simulaba el del corazón.

¡Nada! ¡Mierda! ¡Seguía muerto! ¿Cómo podía ser? ¡Si yo lo estaba haciendo todo bien! ¿Por qué no volvía en sí?

De pronto recordé haber leído un artículo sobre la maniobra Heimlich, sobre cómo habían salvado por ese procedimiento a un niño ahogado. De modo que volteé a Elliot, poniéndolo de bruces y lo rodeé con mis brazos. Apreté tanto como me fue posible. ¡Crac! ¡Cric! ¡Croc!… Me di cuenta de que le había roto casi todas las costillas. De modo que lo volteé una vez más para ver si ya respiraba. No lo hacía.

Todo había terminado. Estaba muerto. Miré a Nadine y, con lágrimas en los ojos, dije:

—¡No sé qué hacer! ¡No vuelve!

Entonces, oí nuevos chillidos de Ellen:

—¡Oh, Dios mío! ¡Mis hijos! ¡Oh, Dios! ¡Por favor, no te detengas, Jordan! ¡Debes salvar a mi marido!

Elliot estaba totalmente azul y la última chispa de luz abandonaba sus ojos. Así que, con una silenciosa plegaria, inhalé tanto como me fue posible. Puse mi boca contra la suya y con toda la fuerza que mis pulmones pudieron reunir soplé una poderosa bocanada de aire. Su abdomen se infló como un globo. De repente, la hamburguesa con queso salió por donde había entrado y Elliot vomitó en mi boca. Comencé a tener arcadas.

Vi que su pecho se movía en una respiración superficial y, metiendo la cara en la piscina, me lavé el vómito de la boca. Miré a Elliot, notando que su rostro estaba un poco menos azul. Entonces, dejó de respirar otra vez. Miré a Gary y le dije:

—Sigue tú.

Pero Gary extendió los brazos con las palmas de las manos mirando hacia mí y meneó la cabeza como si dijera: «¡Ni lo sueñes!». Dio dos pasos hacia atrás para enfatizar su negativa. De modo que me volví hacia el mejor amigo de Elliot, Arthur, y le hice la misma solicitud, a la que respondió del mismo modo que Gary. Así que no me quedó más opción que hacer la cosa más asquerosa que imaginarse pueda. Le eché un poco de agua en la cara a Elliot, mientras la duquesa se ponía en acción y le enjugaba el vómito de las comisuras. Luego, le metí la mano en la boca y saqué carne de hamburguesa a medio digerir, apartándole la lengua para despejar las vías respiratorias. Volví a poner mi boca sobre la suya y a respirar por él, mientras los demás miraban, paralizados de espanto.

Finalmente oí el sonido de las sirenas y, al cabo de un instante, los paramédicos estaban con nosotros. Menos de tres segundos después le habían metido un tubo por la garganta y bombeaban oxígeno a sus pulmones. Lo pusieron con cuidado en una camilla y, depositándola a la sombra de un árbol, a un costado de la mansión, le conectaron al brazo un frasco de suero.

Salté a la piscina y me enjugué el vómito de la boca, mientras me sacudían incontrolables arcadas. La duquesa llegó corriendo, llevándome cepillo y pasta de dientes, y me puse a lavarme los dientes sin salir de la piscina. Luego, salí de un salto y me acerqué a la camilla. En ese momento, había media docena de policías junto a los enfermeros. Estos procuraban, con desesperación, pero sin éxito, hacer que el corazón de Elliot regresara a su ritmo normal. Uno de los paramédicos me tendió la mano y dijo:

—Usted es un héroe, señor. Ha salvado la vida de su amigo.

Así fue que me di cuenta: ¡yo era un héroe! ¡Yo! ¡El lobo de Wall Street! ¡Un héroe! ¡Qué delicioso sonido el de esa palabra! Sentía una desesperada necesidad de volver a oírlo, de modo que dije:

—Disculpe, no le he entendido. ¿Cómo ha dicho?

El enfermero sonrió y dijo:

—Es usted un héroe, en el verdadero sentido de la palabra. Poca gente habría actuado como usted. Aun sin entrenamiento, hizo exactamente lo que debía. Bien hecho, señor. Es usted un verdadero héroe.

¡Oh, caray!, pensé. Esto era absolutamente maravilloso. Pero necesitaba oírlo en boca de la duquesa que, con sus voluptuosas caderas y flamantes pechos, estaría a mi entera disposición, al menos por unos días. Porque yo, su marido, era un héroe y ninguna hembra puede rechazar los requerimientos sexuales de un héroe.

Encontré a la duquesa sola, sentada en el borde de una tumbona, conmocionada. Procuré dar con las palabras justas para inducirla a que dijera que yo era un héroe. Decidí que lo mejor sería recurrir a la psicología invertida: la encomiaría por la serenidad con que reaccionó y por la prontitud con que pidió la ambulancia. De ese modo, se sentiría obligada a devolverme el elogio.

Me senté a su lado y le pasé un brazo por los hombros.

—Gracias a Dios llamaste a la ambulancia, Nadine. Todos se quedaron paralizados, menos tú. Eres una mujer fuerte. —Esperé, paciente.

Se recostó contra mí y dijo, con una sonrisa triste:

—No sé. Fue instinto, más que nada. Sabes, esta clase de cosas pasan en las películas, pero uno nunca cree que le pasará. ¿Entiendes qué quiero decir?

¡In-cre-í-ble! ¡No me decía que era un héroe! No me quedaba más remedio que ponerme específico.

—Sí que te entiendo. Uno nunca cree que algo así puede ocurrir, pero cuando pasa, bueno, el instinto toma la iniciativa. Supongo que eso es lo que me llevó a actuar como lo hice.

—«¡Eh! ¡Duquesa! —pensé—, ¿entiendes a qué voy, o no, por el amor de Dios?».

Al parecer sí entendía, porque, abrazándome, dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Estuviste increíble! Nunca vi una cosa así. ¡Las palabras no alcanzan para decir qué brillante estuviste! Todos se quedaron paralizados y tú…

¡Caramba!, pensé. Hablaba y hablaba, pero no decía la palabra mágica.

—… y tú… digo… ¡Eres un héroe, querido! —¡Ya era hora!—. Creo que nunca estuve tan orgullosa de ti. ¡Mi marido, el héroe! —Y me dio el beso más húmedo que pueda imaginarse.

En ese preciso instante entendí por qué todo niño quiere ser bombero. Vi que subían la camilla de Elliot a la ambulancia.

—Vamos —dije—. Vayamos al hospital, no vaya a ser que hagan las cosas mal, después de lo duro que he trabajado para salvar a Elliot.

Veinte minutos más tarde estábamos en la sala de emergencias del hospital Mount Sinai. El diagnóstico inicial era atroz: Elliot había sufrido daño cerebral. Quizá se quedase en estado vegetativo.

De camino al hospital, la duquesa telefoneó a Barth. Entonces yo lo seguí a la sala de urgencias, donde reinaba el inconfundible olor de la muerte. Allí, cuatro médicos y dos enfermeras rodeaban a Elliot, tendido sobre una mesa de examen.

Aunque el Mount Sinai no era el hospital de Barth, era evidente que su reputación lo precedía. Todos los médicos presentes sabían exactamente quién era. Uno de ellos, alto y enfundado en una bata blanca, dijo:

—Está en coma, doctor Green. No puede respirar sin asistencia. Su función cerebral está disminuida y tiene siete costillas rotas. Le administramos epinefrina, pero no responde. —El doctor miró a Barth a los ojos y meneó lentamente la cabeza, como si dijese: «No saldrá de esta».

Entonces, Barth Green hizo algo de lo más extraño. Con total y absoluta confianza se dirigió a Elliot y, tomándolo de los hombros, acercó la boca a su oído, y en tono severo, gritó:

—¡Elliot! ¡Despiértate ahora mismo! —Se puso a sacudirlo vigorosamente—. ¡Soy el doctor Barth Green, Elliot, y te digo que te dejes de estupideces y abras los ojos ya mismo! ¡Tu esposa quiere verte!

Y allí mismo, a pesar de eso de que Ellen lo quería ver, haría que la mayor parte de las personas escogieran la muerte, Elliot acató las órdenes de Barth y abrió los ojos. Al cabo de un momento, su función cerebral regresó a la normalidad. Paseé la mirada por la habitación. Todos los médicos y enfermeras presentes estaban boquiabiertos.

Yo también. Era un milagro, obra de un taumaturgo. Me puse a menear la cabeza, asombrado, lo que hizo que, por el rabillo del ojo, viera una gran jeringa llena de un líquido transparente. Entorné los ojos para leer el rótulo. Decía «morfina». Qué curioso, pensé, que a alguien se le ocurriese inyectarle morfina a un moribundo.

De pronto me inundó una terrible urgencia de robar esa jeringa llena de morfina y clavármela en el culo. No sabía bien por qué. Llevaba sobrio casi un mes, pero eso ya no parecía importar. Di un vistazo al recinto. Todos se abalanzaban en torno de Elliot, aún azorados por la notable manera en que iban saliendo las cosas. Me acerqué a la bandeja metálica y tomando con disimulo la jeringa me la deslicé en el bolsillo de mis pantalones cortos.

Al cabo de un segundo sentí como si un creciente calor irradiara del bolsillo. ¡Coño! ¡Era como si la morfina me agujereara el bolsillo! ¡Tenía que inyectármela cuanto antes! Le dije a Barth:

—Esto es lo más increíble que he visto en mi vida, Barth. Salgo a dar la buena noticia a todos.

Cuando informé al grupo que aguardaba en la sala de espera de la milagrosa recuperación de Elliot, Ellen se puso a llorar de alegría y me abrazó. La aparté, diciendo que tenía una urgente necesidad de ir al baño. Cuando comencé a alejarme, la duquesa me tomó del brazo y me dijo:

—¿Estás bien, cariño? Parece que te pasa algo.

Le sonreí y dije:

—Sí, estoy bien. Solo necesito ir al baño.

En el momento en que di la vuelta a la primera esquina, emprendí una carrera digna de un atleta olímpico. Entré precipitadamente en el baño, me metí en uno de los lavabos, cerré la puerta, saqué la jeringa del bolsillo, me bajé los pantalones y arqueé la espalda de modo en que mi culo quedase bien expuesto. Estaba a punto clavarme la aguja cuando me di cuenta de algo espantoso.

¡La jeringa no tenía émbolo!

Era una de esas nuevas jeringas de seguridad que deben insertarse en un émbolo independiente para funcionar. Lo único que yo tenía era un inútil tubo de morfina rematado por una aguja. Desolado, me tomé un momento para contemplar la jeringa. ¡Y tuve una genial inspiración! Subiéndome los pantalones, corrí a la tienda de regalos y compré un pirulí antes de correr de regreso al baño. Me clavé la aguja en el culo. Luego, con el palito del pirulí, presioné el cilindro hasta que la última gota de morfina entró en mi cuerpo. Al instante, sentí que un barril de pólvora explotaba dentro de mí, sacudiéndome hasta lo más íntimo.

¡Coño!, pensé. Debía de haberle acertado a una vena, porque la droga me estaba pegando a una velocidad increíble. De pronto, caí de rodillas. Tenía la boca reseca, sentía como si mis entrañas hubiesen sido sumergidas en un baño de espuma caliente, mis ojos eran como brasas, los oídos me resonaban como la campana de una catedral, mi esfínter anal estaba tenso como el parche de un tambor, y yo era feliz.

Así que el héroe se quedó sentado en el suelo del baño, con los pantalones por debajo de las rodillas y una jeringa clavada en el culo. Entonces se me ocurrió que la duquesa quizás estuviese preocupada por mí.

Un minuto después, iba por el pasillo, rumbo a la duquesa cuando una anciana judía me dijo:

—Disculpe, señor.

Me volví hacia ella. Con una nerviosa sonrisa, señaló mis pantalones cortos. Dijo:

—¡Su culo! ¡Mire su culo!

La jeringa aún estaba clavada y emergía de debajo de mi pantalón corto como la banderilla del lomo de un toro. Sonreí y le agradecí a la amable señora antes de quitarme la jeringa, tirarla a un cubo de basura y seguir mi camino.

Cuando la duquesa me vio, me sonrió. Y en ese momento la habitación empezó a oscurecerse y… ¡Oh, mierda!

Desperté en la sala de espera, sentado en una silla de plástico. Un doctor de mediana edad, enfundado en un verde uniforme de cirugía, estaba de pie frente a mí, haciéndome oler un frasco de sales. Junto a él estaba la duquesa. Ya no sonreía. El médico dijo:

—Su respiración está muy deprimida, señor Belfort. ¿Ha consumido algún narcótico?

—No —dije, forzando una débil sonrisa dedicada a la duquesa—. Supongo que esto de ser un héroe es agotador, ¿no, cariño? —Volví a desmayarme.

Recobré la conciencia en el asiento trasero de una limusina Lincoln extralarga. Estábamos llegando a Indian Creek Island, donde nunca ocurre nada emocionante. Lo primero que pensé fue que tenía que inhalar un poco de cocaína para compensar. Ese fue el problema desde el primer momento. Inyectarse morfina sin un agente compensador es una estupidez. No volvería a hacerlo. Le agradecí a Dios que Elliot hubiese traído cocaína. La cogería de su habitación y la descontaría de los dos millones que me debía.

Cinco minutos después, la habitación de huéspedes parecía como si una docena de agentes de la CIA hubiesen pasado tres horas buscando un microfilm robado. Había ropa esparcida por todas partes y hasta la última pieza de mobiliario estaba volcada de costado. ¡Y la cocaína no aparecía! ¡Mierda! ¿Dónde estaba? Seguí buscando y buscando. De hecho, lo hice durante más de una hora, hasta que al fin me di cuenta: ¡fue la rata hija de puta de Arhur Wiener! ¡Él le robó la cocaína a su mejor amigo!

Sintiéndome vacío y solo, subí al inmenso dormitorio principal y, dejándome caer en mi cama, maldije a Arthur Wiener antes de caer en un profundo sueño.