25
Auténticos verdaderos
¿Cuántas repeticiones de La isla de Gilligan puede ver uno antes de decidir meterse una pistola en la boca y apretar el gatillo?
Era una gélida mañana de miércoles y, a pesar de que ya eran las once, estaba acostado en la cama, viendo la televisión. La jubilación forzosa, pensé, no es cosa de broma.
Había pasado una considerable parte de las últimas semanas viendo televisión, demasiado tiempo, según la abatida duquesa. Últimamente me había obsesionado con La isla de Gilligan.
Había una razón para ello: al ver las repeticiones de La isla de Gilligan descubrí con horror que yo no era el único lobo de Wall Street. Para mi gran aflicción, compartía ese no tan honroso apodo con alguien, un viejo idiota WASP que había tenido la desdicha de naufragar en la isla de Gilligan. Se llamaba Thurston Howell III, y ¡ay!, realmente era un WASP estúpido. Al típico modo WASP, se había casado con una hembra de su especie, una atroz rubia de nombre Lovey, casi tan imbécil como él. Lovey sentía la necesidad de ataviarse con conjuntos sastre de paño o vestidos de fiesta cubiertos de lentejuelas, además de maquillarse, a pesar del hecho de que la isla de Gilligan estaba en algún lugar del Pacífico Sur, por lo menos a mil kilómetros del puerto más cercano. Pero los WASP son conocidos por su exceso en el vestir.
Empecé a preguntarme si el hecho de que el lobo de Wall Street original fuese un torpe era casual o si me habrían puesto ese apodo con la intención de insultarme, comparando a Jordan Belfort con un viejo WASP hijo de puta con un coeficiente intelectual de sesenta y cinco y un problema de incontinencia. Quizá sí, pensaba, sombrío, quizá sí.
Era todo muy triste, deprimente, también. Lo bueno era que pasaba mucho tiempo con Chandler, que empezaba a hablar. Mis sospechas quedaban confirmadas: ahora estaba más claro que el agua que mi hija era un auténtico genio. Me resistía a mi urgencia de valorarla desde un punto de vista puramente físico. Sabía muy bien que luciera como luciese, yo querría igual hasta la última molécula de su cuerpo. Pero el hecho era que su belleza era impresionante y que se parecía cada vez más a su madre. A medida que veía cómo se desarrollaba su personalidad, me enamoraba más y más de ella. Era la nena de papá, y rara vez dejaba de pasar al menos tres o cuatro horas al día con ella, enseñándole palabras nuevas.
Poderosos sentimientos florecían en mi interior, sentimientos con los que no estaba familiarizado. Para bien o para mal, me di cuenta de que nunca había querido incondicionalmente a otro ser humano, mis esposas y padres incluidos. Solo ahora, con Chandler, entendía por fin el significado de la palabra «amor». Por primera vez entendí que mis padres habían sufrido, literalmente, mis propios dolores, en particular durante mi adolescencia, cuando parecía empeñado en desperdiciar mis talentos. Entendí al fin de dónde venían las lágrimas de mi madre y supe que también yo derramaría lágrimas como esas si mi hija llegaba a comportarse como lo había hecho yo. Sentía culpa por todo el dolor que les había causado a mis padres al darme cuenta de que debía de haberlos lastimado en sus fibras más íntimas. De modo que la cosa era el amor incondicional, ¿verdad? Era el más puro de los amores y, hasta ahora, yo no había hecho más que recibirlo.
Nada de eso disminuía mis sentimientos respecto de la duquesa. Más bien me preguntaba si alguna vez llegaría a ese estado con ella, a un nivel de comodidad y confianza que me permitiera bajar la guardia y quererla incondicionalmente. Quizá sí, si tuviésemos un hijo más. O si envejecíamos de verdad, juntos, hasta sobrepasar el punto en que el cuerpo físico manda como lo hace. Quizás entonces confiaría en ella.
Con el correr de los días me di cuenta de que recurría a Chandler para que me diera paz, estabilidad, la sensación de que mi vida tenía sentido. La idea de que podía llegar a ir a la cárcel y verme separado de ella era algo que abrumaba mi mente como un peso muerto, que no se marcharía hasta que el agente Coleman, al no encontrar nada, dejara de investigar. Solo entonces me quedaría tranquilo. Aún aguardaba noticias de Bo respecto a las informaciones que pretendía obtener del agente especial Barsini. Pero le estaba resultando difícil hacerlo.
Y también estaba la duquesa. Las cosas iban notablemente bien en ese aspecto. De hecho, ahora que tenía más tiempo libre, me resultaba mucho más fácil ocultarle mi adicción a las drogas, que crecía a pasos agigantados. Me había embarcado en una maravillosa rutina consistente en levantarme a las cinco de la madrugada, dos horas antes que ella, para poder tomar en paz mis qualuuds de la mañana. Así podía pasar por las cuatro fases del trip —cosquilleo, lengua trabada, babeo, pérdida de conciencia— antes de que ella siquiera hubiese despertado. Cuando recuperaba la conciencia veía unos pocos episodios de La isla de Gilligan o de Mi bella genio antes de pasar más o menos una hora jugando con Channy.
A mediodía almorzaba en Tenjin con Danny, para que los strattonitas nos vieran juntos. Cuando los mercados cerraban, Danny y yo volvíamos a encontrarnos para tomar qualuuds juntos. Era mi segundo viaje del día. Por lo general, regresaba a casa en torno de las siete, cuando la fase de babeo ya había terminado hacía un buen rato, y cenaba con la duquesa y Chandler. Aunque tenía la certeza de que la duquesa se daba cuenta de todo, al parecer había decidido hacer la vista gorda, agradecida tal vez por el hecho de que yo hiciese un esfuerzo por no babear en su presencia, cosa que la enfurecía más que ninguna otra.
En ese momento oí el «bip» del teléfono. La impertinente voz de Janet sonó por el intercomunicador.
—¿Ya estás despierto?
—Son las once de la mañana, Janet. Claro que estoy despierto.
—Bueno, aún no has aparecido, así que ¿cómo quieres que lo sepa?
¡Increíble! Seguía sin demostrarme respeto, incluso ahora que trabajaba en mi casa. Era como si la duquesa y ella se aliaran contra mí, me tomaran de hazmerreír. Oh, sí, fingían que era todo en broma, por amor, pero no tenía nada de gracioso.
¿Y qué motivos tenían las dos para burlarse de mí? ¡Ninguno! Aunque estaba inhabilitado para participar en el negocio de las finanzas, me las había compuesto para ganar cuatro millones de dólares en febrero, y en este mes, marzo, aunque solo era el día tres, había ganado un millón. Así que no podía decirse que fuese una inútil babosa marina que se pasaba el día acostada en la cama sin hacer nada.
Y qué mierda hacían ellas todo el día, ¿eh? Janet se pasaba la mayor parte de su jornada mimando a Chandler y chismorreando con Gwynne. Nadine pasaba sus días montando sus estúpidos caballos antes de pasearse por la casa enfundada en un conjunto de equitación inglés, consistente en pantalones de montar verdes elásticos, polo de cuello alto a tono y relucientes botas negras que le llegaban a las rodillas, tosiendo, estornudando y rascándose a causa de su incurable alergia a los equinos. La única persona de la casa que realmente me comprendía era Chandler, y quizá también Gwynne, que cada mañana me traía el desayuno a la cama y me ofrecía qualuuds para el dolor de espalda.
Le dije a Janet:
—Estoy despierto, así que tranquilízate. Estoy viendo las noticias financieras por televisión.
Janet, la escéptica:
—¿Ah, sí? Yo también. ¿Qué está diciendo el tipo?
—Vete a la mierda, Janet. ¿Qué quieres?
—Alan Chemtob está al teléfono. Dice que es importante.
Alan Chemtob, alias Alan el Químico, mi fiable proveedor de qualuuds, era un verdadero incordio. No bastaba con pagar cincuenta dólares por qualuud para que ese parásito social hiciera su vida. ¡Oh, no! Ese traficante de drogas quería ser amado o querido o quién sabe qué mierda. Digo, ese gordo hijo de puta le daba un renovado sentido a la expresión «tu traficante amigo». Aun así, tenía los mejores qualuuds que se podían conseguir, lo cual era, lamentablemente, un término relativo. Para el entendido, los buenos qualuuds son los que provienen de los países donde empresas farmacéuticas aún pueden producirlos.
Sí, era una historia triste. Como ocurre con la mayor parte de las drogas recreativas, los qualuuds alguna vez fueron legales en Estados Unidos. Pero cuando la DEA se dio cuenta de que por cada receta legítima que se despachaba había otras cien falsas, decidió ilegalizarlos. Ahora, solo dos países manufacturaban qualuuds legales: España y Alemania. Y en ambos lugares los controles eran tan estrictos que era casi imposible obtener cantidades significativas de la droga.
Por eso, mi corazón se puso a batir como el de un conejo cuando Alan el Químico dijo:
—No vas a creerlo, Jordan, pero he encontrado un farmacéutico jubilado que tiene veinte Lemmons auténticos guardados en su caja fuerte desde hace casi quince años. Hace cinco años que procuro que me los venda pero se resistía a soltarlos. Ahora tiene que pagar la inscripción de su hijo en la universidad y quiere venderlos a quinientos dólares por píldora. Me pregunto si te podría inte…
—¡Claro que me interesan! —contuve mis deseos de decirle que el hecho de que dudara de mi interés demostraba que era un jodido imbécil. Hay qualuuds y qualuuds. Cada marca tiene una formulación ligeramente distinta y también su potencia varía. Y ninguna logró un resultado tan perfecto como los genios de Farmacoquímica Lemmon, que comercializaban sus qualuuds bajo la marca Lemmon 714. Los Lemmon, como se los conocía, eran legendarios, no solo por su potencia sino por su capacidad de transformar vírgenes de escuela católica en reinas de la felación. De allí se originaba su mote de «abrepiernas»—. ¡Los quiero todos! —ladré—. Es más, dile al tipo que si me vende cuarenta le daré mil dólares por píldora y si me vende cien, mil quinientos. Ciento cincuenta mil dólares, Alan. —¡Por Dios!, pensé, ¡si el lobo de Wall Street es un hombre rico! ¡Verdaderos Lemmon! Se consideraba que los Palladin eran verdaderos qualuuds pues eran manufacturados por una empresa farmacéutica legal en España. Y si los Palladin eran verdaderos, entonces los Lemmon eran… ¡Auténticos verdaderos!
El Químico respondió:
—Solo tiene veinte.
—¡Mierda! ¿Estás seguro? ¿No te estarás reservando algunos, no?
—Por supuesto que no —repuso el Químico—. Te considero un amigo y nunca le haría eso a un amigo, ¿no te parece?
¡Qué jodido infeliz!, pensé. Pero mi respuesta fue ligeramente distinta:
—No podría estar más de acuerdo, amigo mío. ¿Cuándo puedes estar aquí?
—El tipo estará fuera hasta las cuatro. Yo puedo estar en Old Brookville alrededor de las cinco. —Añadió—: Pero asegúrate de tener el estómago vacío.
—¡Oh, vamos, Químico! ¡Me ofende que puedas pensar que no lo haré! —Con esas palabras nos despedimos. Colgué el auricular y me revolqué sobre mi colcha de seda blanca de doce mil dólares como un niño que acaba de ganarse un cupón de compras ilimitadas para la juguetería FAO Schwarz.
Fui al baño, abrí el botiquín y cogí una caja cuyo rótulo decía: «Enema Fleet». La abrí desgarrándola, me bajé los calzoncillos hasta las rodillas e inserté el pico puntiagudo del frasco en mi culo con tal ferocidad que sentí que me raspaba el colon sigmoide. Al cabo de tres minutos, todo el contenido de mi aparato digestivo salió en un torrente. En mi fuero interno estaba bastante seguro de que esta medida no intensificaría mi experiencia, pero quería estar seguro. Luego, me metí el dedo en la garganta y vomité lo que quedaba de mi desayuno de esa mañana.
Sí, pensé. Había hecho lo que cualquier hombre sensato haría bajo tan extraordinarias circunstancias, con la posible excepción de lo de haberme administrado el enema antes de provocarme el vómito. Pero entre las dos operaciones me había lavado las manos con agua muy caliente, lo cual subsanaba ese mínimo error.
Luego, telefoneé a Danny para decirle que hiciera como yo. Por supuesto, me hizo caso.
A las cinco de la tarde, Danny y yo estábamos jugando al billar en mi sótano, aguardando, impacientes, la llegada de Alan el Químico. Hacía media hora que Danny me venía ganando ampliamente. Mientras las bolas entrechocaban y sonaban, Danny vapuleaba al chino:
—Tengo la total certeza de que esas acciones vienen del chino. Nadie más tiene tantas.
Los títulos de los que hablaba Danny eran de M. H. Meyerson, la última emisión de Stratton. El problema era que parte de mi acuerdo con Kenny incluía darle a Victor grandes bloques de esa emisión. Claro que ello se hacía con instrucciones explícitas de que no debía venderlos. Y, claro, Victor, ignorando dichas órdenes, estaba abocado a vender hasta la última acción. Lo verdaderamente frustrante del asunto era que, por la naturaleza misma del Nasdaq, era imposible demostrar esa transgresión. Eran puras suposiciones.
Aun así, mediante un proceso de eliminación no era difícil llegar a la verdad: el chino nos estaba jodiendo.
—¿Qué te sorprende tanto? —pregunté, cínico—. El chino es un maníaco depravado. Vendería esos títulos aunque no necesitara hacerlo, por puro despecho. Ahora ves por qué te dije que te quedaras unas cien mil acciones. Él ya vendió todo lo que podía vender, y tú sigues bien plantado.
Danny asintió con expresión sombría.
Sonreí y le dije:
—No te preocupes, compañero. ¿Cuánto le has vendido hasta ahora de esos otros títulos?
—Más o menos un millón de acciones.
—Bien. Cuando llegues al millón y medio, le voy a apagar la luz a ese chino y…
La campanilla de la puerta de entrada me interrumpió. Danny y yo nos miramos y quedamos inmóviles, con las bocas entreabiertas. Al cabo de un momento se oyeron los pasos de Alan el Químico en las escaleras del sótano. Apenas entró, comenzó con la mierda personal, preguntando:
—¿Cómo está Chandler?
¡Dios mío!, pensé. ¿Por qué no sería como los demás traficantes y se limitaba a merodear por las esquinas y venderles drogas a los escolares? ¿Por qué necesitaba que lo quisieran?
—Oh, muy bien —dije, pensando «¿me das de una vez los putos Lemmon?»—. ¿Y como están Marsha y los niños?
—Oh, Marsha es Marsha —dijo, rechinando los dientes como corresponde a un auténtico adicto a la cocaína como él—, pero los niños están muy bien. ¿Sabes?, realmente me vendría bien si me pagaras en una cuenta especial que abriré para los niños. Una cuenta para pagar la universidad cuando llegue el momento.
—Sí, claro. —«¡Y entrega los qualuuds de una vez, gordo de mierda!», pensé.
—Llama a la asistente de Danny y ella se ocupará. ¿Verdad, Dan?
—¡Por supuesto! —dijo Danny, apretando las mandíbulas. La expresión de su rostro decía: «Entrega los jodidos Lemmon o sufrirás las consecuencias».
Al cabo de quince minutos, Alan entregó al fin los qualuuds. Tomé uno y lo estudié. Era perfectamente redondo, apenas más grande que una moneda de diez centavos y del espesor de un Cheerio de nuez a la miel. Era blanco como la nieve, se veía muy limpio y tenía un magnífico lustre que servía de recordatorio visual de que, aunque se parecía a una aspirina Bayer, distaba mucho de serlo. De un lado de la píldora se veía su marca, Lemmon 714, grabada en gruesas letras de molde. Una delgada línea cruzaba el otro lado. Toda la circunferencia de la píldora tenía los bordes biselados propios de esa marca.
El Químico dijo:
—Son de las buenas, Jordan. Hagas lo que hagas, no se te ocurra tomar más de una. No son como las Palladin; son mucho más fuertes.
Le aseguré que no lo haría. Diez minutos después, Danny y yo emprendíamos nuestro camino al paraíso. Cada uno se había tragado una y ahora estábamos en el gimnasio de mi sótano, rodeados de espejos que cubrían todas las paredes. El gimnasio estaba atestado de aparatos Cybex de última generación, y de suficientes pesas de todas las formas y tamaños como para impresionar a Arnold Schwarzenegger. Danny corría por una cinta sinfín a considerable velocidad; yo subía por un StairMaster, tan deprisa como si tuviese al agente especial Coleman a mis talones.
Le dije a Danny:
—Nada hace detonar los qualuuds como un poco de ejercicio, ¿eh?
—¡Totalmente de acuerdo! —exclamó Danny—. Es todo cuestión de metabolismo; cuanto más rápido, mejor. —Tendió la mano para tomar una taza de porcelana blanca llena de sake—. Y, por cierto, esto es un toque de genio. Lo de tomar sake caliente después de consumir un verdadero Lemmon es toda una inspiración. Como rociar gasolina sobre un furioso incendio.
Tomando mi propia taza, tendí el brazo para brindar con Danny. También él lo intentó, pero nuestras máquinas no estaban lo suficientemente cerca y las tazas no llegaban a entrechocar.
—¡Buen intento! —dijo Danny con una risita.
—¡Al menos hicimos el esfuerzo! —respondí, riendo también.
Y los dos idiotas, entre risitas, alzaron sus copas el uno hacia el otro y se tragaron su sake.
En ese momento, la puerta se abrió y apareció ella, la duquesa de Bay Ridge, con su conjunto de equitación color verde lima. Dio un agresivo paso adelante y se plantó en una pose: la cabeza ladeada, los brazos cruzados bajo los pechos, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, la espalda un poco arqueada.
Entornando los ojos con aire suspicaz dijo:
—¿Qué estáis haciendo, idiotas?
¡Caramba! ¡Una complicación inesperada!
—Creí que saldrías con Hope esta noche —dije en tono acusador.
—A… a… ¡chú! —estornudó mi aspirante a amazona, abandonando su pose—. Tenía tanta alergia que tuve que… que… ¡achís!… —la duquesa volvió a estornudar— decirle a Hope que no podría ir.
—¡Salud, duquesa! —dijo Danny, llamando a mi mujer por su apodo.
La respuesta de la duquesa:
—Me vuelves a llamar «duquesa» otra vez y te vuelco ese puto sake por la cabeza. —Y a mí—: Ven conmigo, tengo que hablarte de algo. —Con esas palabras nos volvió la espalda y se dirigió al sofacama que había del otro lado del sótano. Estaba justo frente a la pista de squash, convertida ahora en sala de exposición de ropa, debido a la última aspiración de mi esposa: diseñadora de moda para embarazadas y bebés.
Danny y yo la seguimos, obedientes. Le susurré al oído a mi amigo:
—¿Sientes algo?
—Nada —susurró en respuesta.
La duquesa dijo:
—Hoy estuve hablando con Heather Gold y me dijo que es el momento justo para que Channy comience a cabalgar. Así que quiero comprarle un poni. —Dio una única cabezada, como para enfatizar sus palabras—. Bueno, la cuestión es que tienen uno muy bonito y que no es muy caro.
—¿Cuánto? —dije, sentándome junto a la duquesa y preguntándome cómo iba a hacer Chandler para montar un poni si ni siquiera había empezado a caminar.
—¡Solo setenta mil dólares! —respondió la duquesa con una sonrisa—. No está mal, ¿no?
Bueno, pensé, si aceptas que tengamos relaciones sexuales mientras esto comienza a explotar, te compraré de buena gana ese poni de precio descabellado. Pero solo dije:
—Parece una jodida ganga. Ni siquiera sabía que fabricaran ponis de ese precio. —Alcé los ojos al cielo.
La duquesa me aseguró que sí, que los había y, para reforzar su solicitud, se me acercó tanto como para que oliese su perfume.
—¡Por favor! —susurró en un tono irresistible—. Seré tu mejor amiga.
En ese preciso instante, Janet apareció en lo alto de las escaleras luciendo una amplia sonrisa.
—¡Hola a todos! ¿Cómo van las cosas por aquí abajo?
Alcé la mirada y le dije:
—¡Ven y únete a la puta fiesta! —Evidentemente, no registró el sarcasmo y, al cabo de un momento, la duquesa la había reclutado para su causa y ambas hablaban de lo hermosa que luciría Chandler a caballo, vestida con un lindo conjuntito de equitación inglés que la duquesa le podía mandar hacer por Dios sabe qué suma.
Intuyendo que me encontraba frente a una oportunidad, le susurré a la duquesa que, si venía conmigo al cuarto de baño, y me permitía penetrarla mientras se inclinaba sobre el lavamanos, estaría más que feliz de ir a Establos Costa Dorada a comprarle el poni al día siguiente, en cuanto terminara La isla de Gilligan, ante lo cual, susurrando también ella, me preguntó:
—¿Ahora?
Asentí con la cabeza, repitiendo tres veces:
—¡Por favor!
La duquesa sonrió y asintió. Pedimos a los demás que nos excusaran durante un momento.
Una vez en el baño y sin más trámites, la hice inclinarse sobre el lavamanos y me zambullí en ella sin recurrir a lubricación alguna. Dijo «¡ay!» antes de lanzar una tos y un estornudo. Dije «¡gracias, mi amor!» y bombeé una docena de veces a toda velocidad antes de acabar dentro de ella con la potencia de un cohete. Todo el asunto duró unos nueve segundos.
La duquesa volvió su linda cabecita y dijo:
—¿Eso es todo? ¿Has terminado?
—Ajá —respondí, mientras me frotaba las yemas de los dedos unas con otras sin sentir, todavía, ni asomos de cosquilleo—. ¿Por qué no vas al dormitorio y usas tu vibrador?
Aún inclinada, la duquesa dijo:
—¿Por qué estás tan ansioso por librarte de mí? Sé que Danny y tú estáis en algo. ¿Qué es?
—Nada. Solo tenemos que hablar de negocios, cariño. Eso es todo.
—¡Vete a la mierda! —dijo la duquesa, furiosa—. ¡Sé que mientes! —Y en un único, veloz movimiento, se apartó del lavamanos a fuerza de brazos, lo que me hizo salir proyectado hacia atrás y estamparme contra la puerta del baño con tremenda potencia. Luego, se subió los pantalones de equitación, estornudó, se miró al espejo durante un segundo, se acomodó el cabello, me apartó de un empujón y se marchó.
Diez minutos después, Danny y yo estábamos solos en el sótano. Seguíamos totalmente sobrios. Meneé la cabeza con aire solemne y dije:
—Son tan viejos que deben de haber perdido potencia. Creo que deberíamos tomar otro.
Así lo hicimos y, al cabo de treinta minutos, ¡nada! ¡Ni un jodido cosquilleo!
—¿Te das cuenta? —dijo Danny—. ¡Quinientos dólares por píldora y no funcionan! ¡Es un crimen! Dame el frasco. Quiero ver la fecha de caducidad.
Le tiré el frasco.
Miró la etiqueta.
—¡Diciembre de 1981! ¡Están caducados! —Le quitó la tapa y sacó otros dos Lemmon—. Deben haber perdido el efecto. Tomemos una más.
Treinta minutos más tarde, estábamos desolados. Cada uno había tomado tres Lemmon añejos sin sentir ni el más leve cosquilleo.
—¡Bueno, hasta aquí hemos llegado! —dije—. No cabe duda de que no funcionan.
—Sí —dijo Danny—. Así es la vida, amigo mío.
En ese momento, la voz de Gwynne sonó en el intercomunicador:
—Señor Belfort, Bo Dietl al teléfono.
Tomé el auricular.
—Eh, Bo. ¿Cómo va todo?
Su respuesta me sobresaltó.
—Tengo que hablar contigo ahora mismo —ladró—, pero no por este teléfono. Ve a un teléfono público y llama a este número. ¿Tienes algo para escribir?
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Hablaste con Bar…?
Bo me interrumpió:
—Por este teléfono no, Bo. Pero la respuesta corta es sí, y tengo información para ti. Ahora ve a buscar un bolígrafo.
Un minuto más tarde estaba al volante de mi pequeño Mercedes blanco, congelándome hasta el culo. Con las prisas, había olvidado ponerme la chaqueta. La temperatura del exterior era absolutamente glacial —no menos de quince grados bajo cero— y, a las siete de esa tarde de invierno, ya había oscurecido. Puse el coche en marcha y me dirigí al portón de entrada. Al salir, giré a la izquierda y salí a Pin Oak Court. Quedé sorprendido al ver que había largas hileras de coches estacionados a uno y otro lado de la calle. Al parecer, algún vecino de mi manzana estaba de fiesta. ¡Maravilloso!, pensé. ¡Me acababa de gastar diez mil dólares en los peores qualuuds de la historia y alguien lo estaba celebrando!
Iba rumbo al teléfono público del Brookville Country Club. Estaba a apenas unos cientos de metros calle arriba y, treinta segundos después, me encontré frente a la entrada principal. Estacioné frente a la sede del club y ascendí media docena de peldaños de ladrillo rojo antes de entrar por la puerta flanqueada por columnas corintias.
Dentro de la sede había una fila de teléfonos públicos contra una pared. Dirigiéndome a uno, llamé al número que me había dado Bo antes de ingresar el de mi tarjeta de crédito. Atendió tras unos pocos timbrazos y enseguida me dio las terribles noticias:
—Escucha, Bo —dijo Bo desde otro teléfono público—. Barsini me acaba de decir que eres objeto de una investigación a fondo sobre lavado de dinero. Al parecer, el tal Coleman piensa que tienes veinte millones en Suiza. Tiene una fuente allí que le da información. Barsini no ha querido entrar en detalles, pero me ha dado a entender que caíste como parte de otra investigación, que originalmente no se centraba en ti. Pero ahora sí que eres el objetivo principal. Él se ocupó de que así fuera. Es probable que el teléfono de tu casa esté intervenido, y también el de la casa de la playa. Dime, Bo, ¿qué está pasando?
Respiré hondo, procurando serenarme y tratando de encontrar algo que decirle a Bo… pero ¿qué le podía decir? ¿Que tenía millones de dólares en la supuesta cuenta de Patricia Mellor y que quien llevó ese dinero allí fue mi suegra? ¿Que Todd Garret había sido arrestado porque Danny cometió la estupidez de conducir bajo el efecto de los qualuuds? ¿De qué servía contarle eso? En mi opinión, de nada. De modo que solo dije:
—No tengo ningún dinero en Suiza. Debe tratarse de un error.
—¿Qué? No te he entendido. ¿Me repites lo que has dicho?
Frustrado, repetí:
—¡Ije e o teggo iún diero e Suduiza!
En tono de incredulidad, Bo dijo:
—¿Qué te pasa? ¿Estás drogado? ¡No entiendo una jodida palabra de lo que dices! —Enseguida, adoptando un tono urgente, añadió—: ¡Escúchame, Jordan! ¡No te pongas al volante! ¡Dime dónde estás y mandaré a Rocco a buscarte! ¿Dónde estás, compañero? ¡Di algo!
De pronto, una sensación de tibieza trepó por mi cerebro mientras un agradable cosquilleo se difundía por cada molécula de mi cuerpo. Aún tenía el auricular contra la oreja, y quería decirle a Bo que enviase a Rocco a buscarme al Brookville Country Club, pero no podía mover los labios. Era como si mi cerebro enviase señales, pero algo las interfiriera o distorsionara. Me sentía paralizado.
Y me sentía maravillosamente. Contemplé el frente de metal pulido del teléfono público. Ladeé la cabeza para ver si me reflejaba… ¡Qué bonito era ese teléfono!… ¡Qué brillante!… Repentinamente, el teléfono pareció alejarse… ¿Qué ocurría? ¿Dónde se iba el teléfono?… ¡A la mierda!… Ahora me caía hacia atrás, desplomándome como un árbol al que acaban de talar… ¡ÁRBOL VA!… y… de pronto… ¡bum!, estaba acostado de espaldas, en estado de semiinconsciencia, estudiando el techo del club. Era uno de esos techos falsos, de espuma plástica, de los que se usan en las oficinas. ¡Qué ordinariez para un club como este!, pensé. ¡Estos jodidos WASP ahorraban en su propio techo!
Respiré hondo y comprobé si no se me había roto algún hueso. Todo parecía funcionar. Los comprimidos me habían protegido. Los pequeños hijos de puta se habían tomado noventa minutos para detonar, pero una vez que lo hicieron… ¡Vaya! Había pasado de inmediato de la fase del cosquilleo a la del babeo. De hecho, acababa de descubrir una nueva fase, ubicada en algún lugar entre la de babeo y la de inconsciencia. Era la… ¿Cuál era? Necesitaba un nombre para esta fase. ¡Era la fase de la parálisis cerebral! ¡Sí! Mi cerebro era incapaz de enviar señales claras a mi sistema musculoesquelético. ¡Qué maravillosa nueva fase! Mi cerebro seguía afilado como un bisturí, pero no controlaba mi cuerpo. ¡Demasiado bueno! ¡Demasiado bueno!
Haciendo un gran esfuerzo, estiré el cuello y vi el auricular, que seguía oscilando, colgado del extremo de su brillante cable metálico. Me parecía oír la voz de Bo gritando: ¡Dime dónde estás y te mando a Rocco!, aunque lo más probable era que fuese cosa de mi imaginación. ¡Mierda!, pensé. De todos modos, ¿qué sentido tenía tratar de regresar al teléfono? Había perdido oficialmente el habla.
Tras pasar cinco minutos en el suelo, de pronto me di cuenta de que Danny debía de estar en mi mismo estado. ¡Oh, por Dios! ¡La duquesa debía de estar enloquecida, preguntándose dónde me habría metido! Necesitaba regresar a casa. Estaba a apenas doscientos metros de allí, apenas un tirón. Podía conducir ese trecho, ¿verdad? O quizá debía regresar a pie. Pero no, hacía demasiado frío para eso. Era probable que si lo intentaba muriese congelado.
Rodé hasta quedar boca abajo y me puse en cuatro patas. Procuré levantarme, pero en vano. Cada vez que sacaba las manos de la alfombra, me caía hacia un costado. Tendría que llegar al coche gateando. ¿Qué tenía eso de malo? Chandler gateaba y se manejaba muy bien así.
Cuando llegué a la puerta principal, me puse de rodillas. La abrí y salí a gatas. Allí estaba mi coche, diez escalones más abajo. Por más que lo intentara, mi cerebro, temiendo las consecuencias, se negaba a permitirme gatear escaleras abajo. De modo que me tendí de bruces, crucé los brazos sobre el pecho y, convirtiéndome en un cilindro humano, me puse a rodar escaleras abajo. Al principio, con lentitud… con perfecto control, y entonces… ¡oh, mierda! ¡Ahí voy!… ¡más rápido!… ¡aún más rápido!… b-bum… b-bum… b-bum… Finalmente, aterricé en el asfalto del estacionamiento con un golpe sordo.
Pero una vez más las pastillas me protegieron. Treinta segundos más tarde estaba sentado en el asiento del conductor, con el motor encendido, el coche en marcha y el mentón apoyado sobre el volante. Así encorvado, con los ojos que apenas si asomaban sobre el tablero, parecía una de esas viejas de cabello teñido de azul que van por el carril izquierdo de la autopista a treinta kilómetros por hora.
Salí del estacionamiento a una velocidad de unos dos kilómetros por hora, elevándole una silenciosa plegaria a Dios. Al parecer, tal como dicen en los libros, se trataba de un Dios bueno y misericordioso, porque, al cabo de un minuto, estaba estacionado frente a casa y entero. ¡Victoria! Le agradecí al Señor porque fuera el Señor y, tras considerables esfuerzos, entré gateando en la cocina, en cuyo momento me encontré mirando el hermoso rostro de la duquesa que se cernía sobre mí. ¡Caray! ¡Ahora sí que tenía problemas! ¿Cuán enfadada estaba? Imposible saberlo.
Y entonces me di cuenta de que no estaba enfadada. De hecho, lloraba histéricamente. Al cabo de un rato me encontré con que estaba acuclillada junto a mí, cubriéndome la cabeza y el rostro de besos, tratando de hablar por entre las lágrimas:
—¡Oh, gracias a Dios que llegaste a casa a salvo, cariño! ¡Creí que te había perdido! Yo… yo… —no le salían las palabras— te amo tanto. Creí que habías tenido un accidente. Bo llamó y dijo que te habías desmayado mientras hablabas con él. Entonces bajé al sótano y me encontré a Danny gateando y dándose contra las paredes. Deja que te ayude a levantarte, amor. —Me incorporó, me condujo a la mesa de la cocina y me sentó en una silla. Un segundo después, mi cabeza golpeó la mesa.
—Tienes que acabar con esto —suplicó—. Vas a matarte, mi amor. Yo… no podría perderte. Por favor, mira a tu hija; te ama. Vas a morir si sigues así.
Miré a Chandler. Mis ojos se encontraron con los suyos. Sonrió:
—¡Papi! —dijo—. ¡Hola, papi!
Le sonreí a mi hija y estaba a punto de responder, con mi lengua trabada, «yo también te amo» cuando dos pares de robustos brazos me levantaron de mi asiento y se pusieron a arrastrarme escaleras arriba.
Rocco Noche dijo:
—Señor Belfort, a la cama y a dormir, ahora mismo. Todo saldrá bien.
Rocco Día añadió:
—No se preocupe, señor B. Nos ocuparemos de todo.
¿De qué mierda hablaban? Quise preguntárselo pero no me salían las palabras. Un minuto después estaba solo en cama, aún totalmente vestido pero con la cabeza tapada con la ropa de cama y las luces apagadas. Respiré hondo, procurando entender qué había ocurrido. Tenía su gracia que, aunque la duquesa se hubiese mostrado tan amable, hubiese llamado a los guardaespaldas para que me llevasen a la cama, como si fuese un niño que se ha portado mal. «¡Bueno, a la mierda!», pensé. El dormitorio real era muy confortable y disfrutaría lo que quedaba de parálisis cerebral así, flotando entre la seda china.
En ese momento, las luces del dormitorio se encendieron. Un instante después, alguien me quitó la colcha de seda de la cabeza y me encontré mirando, con los ojos entrecerrados, el deslumbrante haz de una linterna.
—Señor Belfort —dijo una voz desconocida—, ¿está despierto, señor?
¿Señor? ¿Quién mierda me dice señor? En pocos segundos mis ojos se habían adaptado a la luz, así que lo vi. Era un agente, dos, para ser preciso, del departamento de policía de Old Brookville. Vestían equipo completo: pistolas, esposas, insignias relucientes, todo el asunto. Uno era alto y gordo y tenía un gran bigote. El otro era bajo y nervudo, con la piel enrojecida de un adolescente.
Al momento sentí que una terrible nube oscura descendía sobre mí. Algo había salido muy mal. ¡Se veía que el agente Coleman había trabajado deprisa! ¡Apenas si comenzaba la investigación y ya me estaban arrestando! ¿Qué pasó con eso de que las ruedas de la justicia son lentas? ¿Por qué enviaba el agente Coleman a la policía de Brookville a arrestarme? ¡Por Dios, si eran como policías de juguete! Su destacamento parecía una casa de muñecas. ¿Así era como arrestaban a los sospechosos de lavado de dinero?
—Señor Belfort —dijo el policía—, ¿ha estado usted conduciendo?
¡Oh, oh! Drogado y todo, mi cerebro comenzó a enviar señales de emergencia a mi laringe, ordenándole negar todo.
—O e de é tá balando. —No sé de que está hablando, farfullé.
Al parecer, mi respuesta no les agradó mucho, porque al instante me encontré bajando por la escalera de caracol, con un policía a cada lado y las manos esposadas a la espalda. Cuando llegamos a la puerta de la casa, el policía gordo dijo:
—Ha tenido usted siete accidentes de tráfico distintos, señor Belfort. Seis fueron aquí mismo, en Pin Oak Court, el otro fue una colisión frontal en Chicken Valley Road. La conductora del otro coche va camino al hospital. Tiene un brazo roto. Está arrestado, señor Belfort, por conducir bajo la influencia de tóxicos, imprudencia, poner en peligro a terceros y abandonar la escena del accidente. —Y pasó a leerme mis derechos. Cuando llegó a la parte de qué hacer si no podía pagar un abogado, él y su compañero rieron, burlones.
Pero ¿de qué hablaban? Yo no había tenido ningún accidente, menos aún siete. ¡Dios había respondido a mi plegaria, protegiéndome del mal! ¡No me buscaban a mí! Se trataba de un caso de identidad equivocada, pensé hasta que vi mi pequeño Mercedes, y mi boca se abrió de par en par. El coche estaba totalmente destrozado. El lado del pasajero, que tenía frente a mí, estaba completamente hundido. La rueda trasera estaba doblada hacia dentro en un marcado ángulo. La parte delantera del coche parecía un acordeón. El paragolpes trasero colgaba hasta el suelo. De pronto, me sentí mareado, me cedieron las rodillas, y sin que pudiera hacer nada… ¡bam!… otra vez estaba en el suelo, mirando el cielo nocturno.
Los dos policías se inclinaron sobre mí. El gordo dijo, en tono preocupado:
—Señor Belfort, ¿qué ha tomado, señor? Díganoslo, así podemos ayudarlo.
Bueno, pensé, si tuviese usted la amabilidad de ir al cuarto de baño del piso de arriba, encontrará en el botiquín una bolsita de dos gramos de cocaína. Por favor, tráigamela así aspiro un poco para compensarme porque, de no ser así, me tendrá que llevar a la comisaría en brazos, como un bebé. Pero la sensatez prevaleció y solo dije:
—¡Se eivoan e tio! —¡Se equivocan de tipo!
Los policías se miraron uno al otro y se encogieron de hombros. Me levantaron tomándome de los sobacos y me llevaron hacia el coche patrulla.
En ese momento, la duquesa salió a la carrera, chillando con su acento de Brooklyn:
—¿Dónde coño se creen que llevan a mi marido? ¡Estuvo conmigo en casa toda la tarde! ¡Si no lo sueltan ya mismo, la semana que viene estarán trabajando en una juguetería!
Me volví a mirarla. La duquesa tenía un Rocco a cada lado. Los dos policías se detuvieron. El gordo dijo:
—Señora Belfort, sabemos quién es su marido y tenemos muchos testigos que afirman que él iba al volante de su coche. Le sugiero que llame a alguno de sus abogados. Estoy seguro de que tiene muchos. —Y con estas palabras, los policías volvieron a emprender la marcha hacia el coche patrulla.
—No te preocupes —gritó la duquesa, mientras me sentaban en el asiento trasero—. ¡Bo dijo que se encargaría de todo, cariño! ¡Te amo!
Cuando el coche de la policía emprendió la marcha, solo podía pensar en cuánto amaba a la duquesa y también, por cierto, en cuánto me amaba ella a mí. Pensé en cómo lloró al creer que me había perdido y cómo me defendió cuando los policías me llevaban, esposado. Quizás ese había sido el momento en que finalmente demostró su lealtad. Quizás ahora me pudiera quedar tranquilo de una vez por todas, sabiendo que me acompañaría en las buenas y en las malas. Sí, pensé, la duquesa realmente me amaba.
El viaje a la comisaría de policía de Old Brookville fue breve. Parecía, más que nada, una acogedora casa particular. Era blanca y tenía postigos verdes. Lucía muy tranquilizadora. De hecho, pensé, parecía un lugar muy apropiado para dormir después de un banquete de qualuuds. Dentro había dos calabozos, y no tardé en encontrarme sentado en uno de ellos. En realidad, no estaba sentado sino tirado en el suelo, con la mejilla contra el cemento. Tenía un vago recuerdo de los trámites de ingreso: me tomaron las huellas digitales, fotografías y hasta grabaron una cinta de vídeo para dejar pruebas de mi extremo estado de intoxicación.
—Señor Belfort —dijo el policía gordo, cuya barriga le colgaba por sobre el cinturón formando un rollo que parecía un salchichón—, nos tiene que dar una muestra de orina.
Me senté. De pronto, me di cuenta de que ya no estaba drogado. Una vez más, los auténticos qualuuds demostraban su calidad; ya estaba totalmente sobrio. Respiré hondo y dije:
—No sé qué creerán que están haciendo, pero si no me permiten llamar por teléfono ahora mismo, estarán en graves problemas.
El gordo hijo de puta pareció azorado. Dijo:
—Vaya, veo que fuera lo que fuese lo que tomó, ya se le pasó el efecto. Sí, puede salir de su celda y le quitaré las esposas, pero solo si me promete no salir corriendo.
Asentí con la cabeza. Abrió la puerta de la celda y me indicó con un gesto un teléfono que había sobre un pequeño escritorio de madera. Llamé a mi abogado, tratando de no pensar en qué conclusiones podían sacarse del hecho de que supiese el teléfono de memoria.
Cinco minutos después estaba meando en un vaso de plástico y preguntándome por qué mi abogado, Joe Fahmeghetti, me había dicho que no me preocupara porque el análisis de drogas diese positivo.
Estaba otra vez en el calabozo, sentado en el suelo, cuando el policía dijo:
—Bien, señor Belfort, por si se lo pregunta, el análisis reveló la presencia de cocaína, metacualona, benzodiazepinas, anfetaminas, MDMA, opiáceos y marihuana. De hecho, lo único que no encontramos fueron alucinógenos. ¿Qué pasa, no le gustan?
Le dirigí una fría sonrisa.
—Le diré una cosa, señor oficial de policía. En lo que hace a eso de los accidentes, se equivocan de persona. Y, en lo que respecta a las drogas, me importa una mierda lo que diga el análisis. Tengo problemas de columna y el médico me receta todo lo que tomo. ¡Así que púdrase!
Se quedó mirándome con expresión de incredulidad. Después, miró su reloj de pulsera y se encogió de hombros.
—Bueno, sea como sea, es demasiado tarde para que el tribunal nocturno esté en funcionamiento, así que tendremos que llevarlo al centro de detención en el condado de Nassau. No creo que haya estado nunca allí, ¿verdad?
Resistí mis deseos de decirle otra vez al gordo hijo de puta que se pudriera. La cárcel del condado de Nassau era un verdadero infierno, pero ¿qué podía hacer? Miré el reloj de pared; aún no eran las once. ¡Caray! ¡Tendría que pasar la noche detenido! ¡Qué puta desgracia!
Una vez más cerré los ojos y procuré dormir. Entonces oí que alguien me llamaba. Me levanté y miré por entre los barrotes, viendo un espectáculo de lo más extraño. Había un viejo calvo enfundado en un pijama a rayas contemplándome.
—¿Es usted Jordan Belfort? —me preguntó en tono irritado.
—Sí, ¿por qué?
—Soy el juez Stevens. Soy un amigo de un amigo. Considere que esta es su comparecencia. Supongo que está dispuesto a renunciar a su derecho a un abogado, ¿verdad? —Me guiñó un ojo.
—Sí —respondí con vehemencia.
—Muy bien, tomaré eso como una declaración de que no se considera culpable de lo que lo acusan. Lo declaro libre bajo apercibimiento. Llame a Joe y le dirá cuándo es el juicio. —Con esas palabras sonrió, me dio la espalda y se marchó.
Pocos minutos después salía. Joe Fahmeghetti me esperaba en la puerta. Incluso a esa hora de la noche iba vestido como un perfecto dandi, con un inmaculado traje azul marino y corbata rayada. Su cabello entrecano estaba perfectamente peinado. Le sonreí antes de alzar el índice, como diciendo: «¡Espera un segundo!». Me asomé a la comisaría y le dije al policía gordo:
—Le tengo que decir una cosa.
Alzó la vista:
—¿Sí?
Extendí la mano cerrada, con el dedo mayor levantado y le dije:
—Puede coger el centro de detención y metérselo en el culo.
De camino a casa le dije a mi abogado:
—Estoy en problemas con lo del análisis de orina, Joe. Me dio positivo en todo.
Mi abogado se encogió de hombros.
—¿Qué te preocupa tanto? No te atraparon en el coche mismo, ¿verdad? Así que, ¿cómo van a probar que tenías esas drogas en la sangre cuando ibas al volante? Bien podría ser que, apenas entraste en tu casa, te tomaste unos pocos qualuuds y aspiraste un poco de coca. No es ilegal tener drogas en el cuerpo, lo ilegal es poseerlas. De hecho, estoy dispuesto a apostar que puedo hacer que el arresto mismo carezca de validez, alegando que, para empezar, Nadine no autorizó a los policías a entrar en la casa. Sí tendrás que pagar por los daños de uno de los coches. El hecho es que solo se te acusa de un accidente, porque no hay testigos de los otros. Y tendrás que pagarle a la mujer cuyo brazo rompiste para que cierre la boca. Todo el cuento no te costará más de cien mil.
Se encogió de hombros, como si dijera: «¡Sinvergüenza!».
Asentí:
—¿De dónde sacaste a ese juez viejo loco? ¡Me salvó la vida!
—Mejor que no lo sepas —dijo mi abogado, alzando la vista al cielo—. Digamos que es un amigo de un amigo.
Lo que quedaba de camino transcurrió en silencio. Cuando entrábamos en la finca, Joe dijo:
—Tu mujer está en cama, bastante alterada. Así que tranquilo con ella. Se pasó horas llorando, pero diría que ya se ha calmado bastante. Bo estuvo aquí con ella la mayor parte de la noche, y fue una gran ayuda. Se marchó hace unos quince minutos.
Asentí con la cabeza. Joe añadió:
—Recuerda esto, Jordan: un brazo roto se arregla. Un cadáver no. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Sí, Joe. Pero no hay de qué preocuparse. Terminé con toda esa mierda. Para siempre. —Nos estrechamos las manos y se marchó.
La duquesa estaba acostada en nuestro dormitorio. Me incliné y le besé la mejilla antes de desvestirme y meterme en la cama junto a ella. Nos quedamos mirando el dosel de seda blanca. Nuestros cuerpos desnudos se tocaban en hombros y caderas. Le tomé la mano.
En voz baja dije:
—No recuerdo nada, Nadine. Perdí la conciencia. Creo que…
Me interrumpió.
—Shhh, no digas nada, amor. Solo quédate aquí acostado y relájate. —Me oprimió la mano y nos quedamos en silencio durante lo que pareció un tiempo muy largo.
Le apreté la mano.
—Nunca más, Nadine. Te lo juro. Y esta vez hablo muy en serio. Digo, si esto no es una señal de Dios, no sé qué lo es. —Le di un suave beso en la mejilla—. Pero tengo que hacer algo con lo del dolor de espalda. No puedo seguir viviendo así. Es insoportable. Y comienza a influir en todo lo que hago. —Respiré hondo, tratando de serenarme—. Quiero ir a Florida a ver al doctor Green. Tiene una clínica especializada en problemas de columna, y su tasa de curaciones es muy elevada. Pero, ocurra lo que ocurra, ya terminé para siempre con las drogas. Sé que los qualuuds no son la respuesta, sé que me llevarán al desastre.
La duquesa se tumbó de costado, quedando de cara a mí y, pasándome el brazo por sobre el pecho, me abrazó con ternura. Me dijo que me amaba. Le besé la rubia cabeza y respiré hondo para oler su aroma. Le dije que yo también la amaba y que lamentaba lo ocurrido. Le prometí que nada como eso volvería a ocurrir.
Tenía razón.
Lo que pasó fue peor.