24
Pasando la antorcha
George Campbell, mi chófer sin lengua, estacionó con hábil suavidad ante la puerta lateral de Stratton Oakmont. Estuve a punto de caerme, literalmente, de mi asiento cuando, rompiendo su voto de silencio, me dijo:
—¿Y ahora qué ocurrirá, señor Belfort?
¡Vaya, vaya, vaya!, pensé. ¡Ya era hora de que este pícaro se aflojara y me dijese unas pocas palabras! Y, aunque podría pensarse que su pregunta era más bien vaga, lo cierto es que había dado en el clavo. Al fin y al cabo, en poco más de siete horas, a las cuatro de la tarde, yo estaría al frente de la sala de negocios, pronunciando un discurso de despedida ante una hueste de strattonitas extremadamente preocupados, todos los cuales, como George, se estarían preguntando qué les reservaba el futuro, en lo financiero y en todo lo demás.
No me cabía duda de que en los días venideros las mentes de mis strattonitas albergarían muchas preguntas acuciantes. Por ejemplo: ¿Qué ocurriría ahora que Danny estaba al frente de la empresa? ¿Conservarían sus empleos de allí a seis meses? Y, de ser así, ¿serían tratados con justicia?
¿O Danny favorecería a sus viejos amigos y al puñado de operadores clave que compartían su afición a los qualuuds? ¿Qué destino tendrían los corredores que eran más amigos de Kenny que de Danny? ¿Serían castigados por esa amistad? Aun si no los castigaban, ¿serían tratados como ciudadanos de segunda? ¿Era posible que esa Disneylandia de los corredores de Bolsa subsistiera? ¿O Stratton se convertiría en una firma más, ni mejor ni peor que las otras?
Decidí no compartir ninguno de estos pensamientos con George. Solo dije:
—No tienes nada de qué preocuparte, George. Ocurra lo que ocurra, siempre nos haremos cargo de ti. Janet y yo ocuparemos una oficina por aquí, y hay mil cosas para las que Nadine y yo te necesitamos. —Con una gran sonrisa y tono optimista dije—: Piensa que algún día nos llevarás a Nadine y a mí a la boda de Chandler. ¿Puedes imaginártelo?
George asintió con la cabeza y descubrió sus fenomenales dientes nuevos en una amplia sonrisa.
—Me agrada mucho mi trabajo, señor Belfort. Es usted el mejor jefe que he tenido. La señora Belfort también. Todos los quieren a los dos. Es una pena que deba abandonar este trabajo. Danny no es como usted. No trata bien a la gente. Van a comenzar a marcharse.
Estaba demasiado azorado con la primera parte del discurso de George para concentrarme en la segunda. ¿Había dicho que le gustaba su trabajo? ¿Y que me quería? Bueno, lo de «querer» sin duda era un decir, pero era indudable que George había dicho que le gustaba su trabajo y que me respetaba como jefe. Tenía su gracia, después de todas las que le hice pasar: las putas, las drogas, los paseos de medianoche por Central Park con strippers, el bolso lleno de dinero que le hice recoger en la casa de Elliot Lavigne.
Pero también era cierto que yo jamás le falté el respeto, ¿verdad? Aun en mis momentos más oscuros y decadentes me esforcé por mostrarme respetuoso con él. Si bien era cierto que había pensado cosas de lo más raras con respecto a él, jamás las compartí con nadie, fuera, claro, de la duquesa, pero ella era mi esposa, así que no contaba. E, incluso entonces, lo hice con el mejor de los ánimos. No soy prejuicioso. Digo, ¿qué judío en su sano juicio podría serlo? Somos el pueblo más perseguido del mundo.
De pronto, me arrepentí de haber puesto en duda la lealtad de George. Era un buen hombre. Un hombre decente. ¿Quién era yo para ponerme a interpretar lo que decía o, mejor dicho, lo que no decía?
Con una cálida sonrisa dije:
—Lo cierto, George, es que nadie puede predecir el futuro, yo, al menos, no. ¿Quién sabe qué será de Stratton Oakmont? Supongo que el tiempo lo dirá.
»Recuerdo que cuando comenzaste a trabajar para mí solías intentar abrirme la puerta de la limo. Salías corriendo, procurando llegar antes de que yo la abriera. —Lancé una risita al recordarlo—. Te volvías loco. La cuestión es que nunca te permití hacerlo porque te respeto demasiado como para quedarme sentado como si tuviese el brazo roto o algo así. Me parecía insultante.
Añadí:
—Pero como hoy es mi último día, ¿por qué no me abres la puerta y finges por una puta vez que eres un verdadero chófer de limusina? Haz que parezca que soy algún gordo WASP. Escóltame hasta la sala de negocios. De hecho, tal vez te interese oír el discurso matinal de Danny. Lo debería estar pronunciando en este preciso instante.
—… y el estudio se centró en un grupo de más de diez mil hombres —dijo Danny por el sistema de altavoces— cuyos hábitos sexuales investigó durante más de cinco años. Creo que os quedaréis todos atónitos cuando os cuente algunas de sus conclusiones. —Con esas palabras, frunció los labios, meneó la cabeza y se puso a dar zancadas de un lado a otro, como diciendo: «¡Preparaos para conocer la verdadera depravación de la naturaleza del macho de la especie!».
¡Por el amor de Dios!, pensé. Aún no he renunciado y ya ha enloquecido. Me volví hacia George y me tomé un momento para evaluar su reacción. No parecía escandalizado. Tenía la cabeza ladeada y su expresión parecía decir: «¡No veo la hora de que explique cómo se relaciona eso con lo de las acciones!».
—¿Sabéis? —continuó Danny, que lucía un traje gris a rayas y anteojos de WASP sin aumento—, lo que el estudio descubrió es que el diez por ciento de los hombres son maricas. —Hizo una pausa para que la audiencia absorbiese todas las implicaciones de sus palabras.
¡Otro pleito en puertas! Paseé la mirada por la sala… vi muchos rostros desconcertados. Todos parecían preguntarse de qué demonios estaba hablando.
Al parecer, a Danny no le agradó la respuesta, o la falta de ella, de su público, de modo que insistió con fruición:
—Lo repito —continuó el hombre a quien la SEC consideraba el mal menor—: ¡El estudio llegó a la conclusión de que el diez por ciento de la población masculina quiere que el den por el culo! ¡Sí, el diez por ciento son maricas! ¡Es una cifra enorme! ¡Inmensa! ¡Todos esos hombres se hacen atender por el camino de tierra! ¡Maman pollas! Y…
Danny se vio obligado a interrumpir su arenga. La sala de negocios degeneraba rápidamente en un pandemonio. Los strattonitas comenzaron a ulular, aullar, aplaudir y vitorear. La mitad se puso de pie. Muchos chocaban las palmas de las manos unos con otros. Pero hacia la parte delantera, en la sección donde se concentraban las asistentes de ventas, no había nadie de pie. Lo único que se veía era una hilera de cabelleras rubias ladeadas en pronunciados ángulos. Eran las asistentes, que inclinándose en sus asientos, se susurraban en los oídos unas a otras, meneando las cabezas con aire de incredulidad.
En ese momento, George dijo, con tono de desconcierto:
—No entiendo. ¿Esto qué tiene que ver con el mercado financiero? ¿Por qué habla de los gay?
Me encogí de hombros y dije:
—Es complicado, George, pero creo que lo que intenta es inventar un enemigo común, como hizo Hitler en los treinta. —Y, pensé, que no esté denostando a los negros en este preciso instante es pura casualidad. Ese pensamiento me inspiró a añadir—: No veo por qué tienes que oír esta mierda. Mejor vete y regresa al final de la jornada, a eso de las cuatro y media, ¿de acuerdo?
George asintió con la cabeza y se marchó, indudablemente más inquieto que antes.
Mientras observaba el tumulto, no pude menos que preguntarme por qué Danny siempre terminaba por hablar de sexo en las reuniones. Era evidente que, en ese caso, lo que buscaba era una forma fácil de provocar risas, pero había otras maneras de hacerlo, maneras que no interferían con el mensaje que se buscaba transmitir. El mensaje en cuestión era que, a pesar de todo, Stratton Oakmont era una firma de Bolsa respetable, cuyo único objetivo era ganar dinero para sus clientes. Y que el único motivo por el cual ello no estaba ocurriendo era que una maligna plaga de vendedores de corto plazo se había abatido como langostas sobre los mercados, difundiendo maliciosos rumores sobre Stratton Oakmont y cualquier otra firma que se interpusiese en su camino. Y claro, el mensaje también debía dar a entender que un día, en un futuro no muy lejano, el valor intrínseco de las compañías cuyos títulos estaban siendo malvendidos sería reconocido y que sus acciones se levantarían como el fénix de entre sus propias cenizas. Y que, en ese momento, los clientes de Stratton Oakmont ganarían fortunas.
Yo le había explicado a Danny en repetidas ocasiones que, en su fuero interno, los seres humanos (a excepción de un puñado de sociópatas) tienen el deseo inconsciente de actuar de forma correcta. Por eso, en cada reunión yo buscaba transmitir ese mensaje subliminal: cuando los strattonitas sonreían, llamaban por teléfono y les arrancaban los ojos a sus clientes, no solo buscaban satisfacer sus anhelos hedonistas de riqueza y reconocimiento, sino también sus deseos inconscientes de actuar de forma correcta. Era la manera, la única, de motivarlos para alcanzar objetivos de los que nunca se hubiesen creído capaces.
En ese instante, Danny extendió los brazos y, lentamente, la calma regresó al recinto. Dijo:
—Muy bien, pero lo interesante, o mejor dicho, lo preocupante, es esto. Si el diez por ciento de los hombres son homosexuales encubiertos, entonces, de los mil hombres que hay en esta habitación, ¡cien son bujarrones dispuestos a darnos por el culo en cuanto les demos la espalda!
Al momento, las cabezas comenzaron a volverse con aire suspicaz. Hasta las jóvenes asistentes de ventas lo hicieron. Lanzaban miradas de sospecha por debajo de sus muy maquilladas órbitas oculares. Un sordo murmullo invadió el recinto. No pude distinguir las palabras, pero el sentido general era claro:
—¡Sáquenlos de la cueva y línchenlos!
Contemplé con gran expectación mientras mil cuellos se estiraban hacia uno y otro lado. Cientos de miradas acusadoras surcaron la sala, jóvenes y robustos brazos, cada uno rematado por un índice que señalaba, se extendieron. Entonces, algunas voces aisladas comenzaron a decir nombres.
—¡Teskowitz[10] es marica!
—¡O’Reilly[11] es un maldito puto! ¡De pie, O’Reilly!
—¿Y qué hay de Irv y Scott[12]? —vociferaron a coro dos strattonitas.
—¡Sí, Scott e Irv! ¡Scott se la chupó a Irv!
Pero al cabo de un minuto de dedos que señalaban y de acusaciones no tan infundadas contra Sott e Irv, nadie confesaba. Danny volvió a alzar los brazos, pidiendo silencio.
—Mirad —dijo en tono acusador—, sé qué sois algunos de vosotros, y podemos hacer las cosas de dos maneras: por las buenas o por las malas. Ahora bien, todos sabéis que Scott se la chupó a Irv. Y os habréis dado cuenta de que no por eso perdió su trabajo, ¿verdad?
Desde algún lugar de la sala de negocios se oyó la voz de Scott. En tono defensivo, dijo:
—¡No se la chupé a Irv! Lo que ocurrió…
Danny lo interrumpió, bramando por los altavoces:
—¡Basta, Scott, basta! Cuanto más lo niegues, más culpable parecerás. ¡Así que déjalo ahí! Pero lamento que tu mujer y tus hijos deban pasar vergüenza por tu culpa. —Danny meneó la cabeza con aire de repugnancia y dejó de ocuparse de Scott—. Como sea —dijo el futuro presidente de Stratton—, ese abominable acto tuvo más que ver con el poder que con el sexo. Irv ya demostró que es un verdadero hombre de poder, al hacer que uno de sus corredores junior se la chupara. De modo que podemos indultar ese acto y dar por perdonado a Scott.
»Ahora que ya he demostrado qué tolerante estoy dispuesto a ser con conductas como esa, ¿aquí no hay ni un solo hombre de verdad que tenga las pelotas o la puta decencia de mostrarse tal cual es?
De pronto, un joven strattonita de mentón débil y criterio aún más débil se levantó y dijo, en voz alta y tono firme:
—¡Soy gay, y a mucha honra! —La sala de negocios enloqueció. Al momento, objetos de toda clase volaban hacia él como letales proyectiles. Después, siseos, abucheos y gritos:
—¡Marica de mierda! ¡Fuera de aquí!
—¡Plumas y alquitrán para el chupapollas!
—¡Cuidado si salís a beber con él! ¡Tratará de poneros algo en el trago para aprovecharse!
Bueno, pensé, la reunión de la mañana podía darse por concluida. Suspendida por locura. ¿De qué había servido ese encuentro, si es que había servido de algo? No sabía decirlo. Pero sí estaba seguro de que era un sombrío anticipo de lo que el futuro, a partir del día siguiente, tenía reservado para Stratton Oakmont.
¿Qué tiene de sorprendente?
Una hora más tarde, sentado tras mi escritorio, procuraba consolarme repitiéndome esas cuatro palabras, mientras escuchaba al Loco Max vapulearnos a Danny y a mí por nuestro flamante acuerdo de compraventa. Se trataba de un invento de mi contable, Dennis Gaito, apodado el Chef por su afición a cocinar los libros. En síntesis, el acuerdo consistía en pagarme un millón al mes durante quince años. La mayor parte de esa suma se pagaría bajo los términos de un contrato de no competencia, lo cual significaba que yo aceptaba no competir con Stratton en el negocio bursátil. Pero a pesar de que el acuerdo haría que muchos levantaran las cejas, no era ilegal, al menos en lo formal.
Había logrado obligar a los abogados de la firma a que lo aceptasen, por más que su opinión era que, si bien era técnicamente legal, no podía decirse que oliera del todo bien.
Había una cuarta persona presente en mi despacho: Choza, que hasta el momento no había dicho mucho. Claro que eso no tenía nada de raro. A fin de cuentas, había pasado la mayor parte de su juventud cenando en mi casa, de modo que tenía clara conciencia de las capacidades del Loco Max.
El Loco Max decía:
—… y vosotros dos, idiotas, os vais a agarrar las pelotas entre las rodillas por esto. ¿Una venta por ciento ochenta y cuatro millones? Es como mearle en la cara a la SEC. ¡Por el amor de Dios! ¿Cuándo aprenderéis?
—Tranquilo, papá. No es tan malo como parece. Me tengo que tragar una píldora muy amarga. Digamos que los ciento ochenta y cuatro millones la endulzarán un poco.
Con una animación un poco excesiva, Danny añadió:
—Max, tú y yo trabajaremos juntos durante mucho tiempo, así que, ¿por qué no dejamos esto de lado? Tomémoslo como una experiencia. ¡Al fin y al cabo, quien se lleva el dinero es tu hijo! ¿Qué puede tener eso de tan malo?
El Loco Max se volvió y lo fulminó con la mirada. Dio una calada de campeonato a su cigarrillo y frunció los labios hasta convertirlos en un círculo diminuto. Con una poderosa exhalación, concentró el humo en un compacto haz de un centímetro de diámetro y denso como un láser, que sopló sobre el rostro sonriente de Danny con la potencia de un cañón de la guerra civil. Luego, mientras Danny aún estaba envuelto en la nube de humo, le dijo:
—Te diré una cosa, Porush. Que mi hijo se marche mañana no significa que yo vaya a comenzar a respetarte. El respeto es algo que se gana y, a juzgar por lo ocurrido en la reunión de la mañana, quizá lo mejor que pueda hacer sea ir a la oficina de desempleo ahora mismo. ¿Sabes cuántas leyes te cargaste con tu estúpido discurso? Estoy seguro de que de un momento a otro recibiremos una llamada de Dominic Barbera, ese gordo hijo de puta, abogado de los famosos. Porque es de suponer que el mariconcito ese acudirá a él.
Volviéndose hacia mí dijo:
—¿Y tú por qué cerraste el acuerdo de venta bajo los términos de un acuerdo de no competencia? ¿Cómo vas a competir, si estás inhabilitado de por vida para trabajar en finanzas? —Dio otra calada—. Tú y ese hijo de puta de Gaito sois los que disteis forma a este disparate mal concebido. Es una puta aberración, y me niego a ser parte de ella.
Con estas palabras, el Loco Max se dirigió a la puerta.
—Papá, dos cosas antes de que te marches —dije, alzando una mano.
Un siseo:
—¿Qué?
—Primero, todos los abogados de la firma aprobaron la transacción. El único motivo por el cual el monto asciende a ciento ochenta y cuatro millones es que el acuerdo de no competencia debe extenderse a quince años para aprovechar todos los beneficios fiscales. Stratton me pagará un millón al mes, y quince años a un millón al mes, da ciento ochenta y cuatro millones.
—Ahórrate la velocidad de cálculo —ladró—. No me impresiona. En lo que se refiere a las leyes impositivas, las conozco muy bien, tanto como el flagrante desprecio que les demostráis Gaito y tú. Así que no trates de enredarme, muchacho. ¿Algo más?
Como de pasada, añadí:
—Tenemos que adelantar la cena de esta noche a las seis. Nadine quiere llevar a Chandler para que mamá y tú la veáis. —Crucé los dedos y esperé a que el nombre Chandler surtiera su mágico efecto en el Loco Max. Su rostro comenzó a suavizarse de inmediato ante la mención de su única nieta.
Con una gran sonrisa y un leve acento británico, sir Max dijo:
—¡Oh! ¡Pero qué maravillosa sorpresa! ¡Tu madre estará encantada de ver a Chandler! Bien, pues voy a llamarla para darle la buena noticia. —Sir Max salió de mi despacho con una sonrisa en el rostro y paso elástico.
Miré a Danny y a Choza, y me encogí de hombros.
—Ciertas palabras clave lo tranquilizan. La más segura es «Chandler». En todo caso debo deciros que no quiero que tenga un ataque cardíaco aquí en la oficina.
—Tu padre es un buen hombre —dijo Danny— y aquí nada cambiará en lo que a él respecta. Es como mi propio padre para mí y hasta que se jubile puede hacer y decir lo que le venga en gana.
Sonreí, apreciando la lealtad de Danny.
—Tengo preocupaciones más serias que tu padre —prosiguió—. Duke Securities ya nos está dando problemas. Aunque Victor comenzó sus actividades hace solo tres días, ya está difundiendo rumores. Dice que Stratton se termina y que Duke es lo que se avecina. Aún no ha tratado de robarnos ningún corredor, pero estoy seguro de que no tardará en hacerlo. Ese gordo hijo de puta es demasiado holgazán para formar a su propia gente.
Miré a Choza:
—¿Qué opinas de todo esto?
—No creo que Victor sea una gran amenaza —respondió—. Duke es pequeña, no tienen nada para ofrecer a nadie. No tienen negocios propios, tampoco capital, menos aún antecedentes. Creo que lo que ocurre es simplemente que Victor tiene la lengua muy suelta y no sabe controlarla.
Le sonreí. Choza acababa de confirmar lo que yo ya sabía: que no era un buen consejero para tiempos de guerra y que le serviría de poco a Danny en asuntos como ese. En tono afectuoso, dije:
—Te equivocas, amigo. Lo has estudiado todo al revés. Mira, si Victor no es tonto, se dará cuenta de que tiene mucho para ofrecer a sus nuevos reclutas. Su mayor poder es su tamaño, o mejor dicho, su pequeñez. Lo cierto es que en Stratton es difícil progresar; hay demasiada gente que compite por ascender. De modo que, si no eres amigo de los directivos, por más que seas el tipo más listo del mundo, ascender o al menos hacerlo de prisa te será casi imposible.
»Pero en Duke las cosas no son así. Cualquier tipo inteligente que entre allí no tardará en progresar. Esa es la realidad. Es una de las ventajas que las compañías pequeñas tienen respecto de las grandes, no solo en esta industria sino en todas. Pero también es cierto que nosotros tenemos estabilidad y antecedentes comprobables. La gente sabe que cobra puntualmente todos los meses, y que siempre hay nuevas emisiones que nos traen ganancias. Victor quiere sembrar la incertidumbre sobre esas cosas, y por eso difunde rumores. —Me encogí de hombros—. En cualquier caso, de eso hablaré en la reunión de esta tarde. Y tú, Danny, harás bien en enfatizarlo en tus futuros discursos, si es que estás dispuesto, claro, a dejar de lado la mierda esa de la prédica antihomosexual. Buena parte de este conflicto será una guerra de propaganda y, de todos modos, de aquí a tres meses, no habrá más que hablar. Victor estará demasiado ocupado en lamerse las heridas. —Sonreí, confiado—. Bueno, ¿algo más?
—Algunas firmas pequeñas tratan de sabotearnos —dijo Choza en su habitual tono lóbrego—. Tratan de robarnos algún que otro negocio, un corredor aquí, otro allá. Estoy seguro de que pasará.
—Solo pasará si tú haces que pase —ladré—. Ocúpate de que se sepa que le pondremos una demanda a cualquier exempleado que pretenda formar su propia agencia robándonos gente. Nuestra nueva política será: Me sacas un ojo, te saco el corazón. —Miré a Danny y le pregunté—: ¿Alguien más ha recibido una citación del tribunal federal?
Danny meneó la cabeza.
—No que yo sepa, no al menos en la sala de negocios. Hasta ahora, solo somos tú, Kenny y yo. No creo que nadie más sepa que hay una investigación.
—Bien —dije, sintiendo que mi confianza disminuía a cada instante—, es posible que estén dando palos de ciego. Debería tener información pronto. Estoy a la espera de lo que me traiga Bo.
Tras unos momentos de silencio, Choza dijo:
—Por cierto, Madden firmó el acuerdo por el cual se compromete a depositar sus títulos en la cuenta de un tercero, yo, y me devolvió el certificado accionarial. Así que no debes preocuparte más por eso.
Danny dijo:
—Te lo dije. Steve es leal.
Resistí mis deseos de contarle que, últimamente, Steve lo criticaba como nunca. Decía que Danny no estaba en condiciones de administrar Stratton y que lo que yo tenía que hacer era concentrarme en ayudarlo a él, Steve, a desarrollar Zapatos Steve Madden, que mostraba más potencial que nunca. Las ventas crecían un cincuenta por ciento al mes, ¡al mes!, y seguían aumentando. Pero lo cierto era que, desde el punto de vista operativo, Steve estaba totalmente sobrepasado. La fabricación y la distribución iban muy por detrás del ritmo de ventas. Y la empresa estaba ganando mala fama en las grandes tiendas, que se quejaban de que se demoraba a la hora de entregar pedidos. A instancias de Steve, yo estaba considerando seriamente la posibilidad de instalar mi oficina en Woodside, Queens, donde estaba la sede corporativa de Zapatos Steve Madden. Allí compartiría la oficina con Steve, que se concentraría en el aspecto creativo, mientras yo me enfocaba en lo comercial.
Pero solo dije:
—No digo que sea desleal. Pero ahora que tenemos las acciones, comportarse bien le será más fácil. El dinero lleva a las personas a hacer cosas inesperadas, Danny. Solo sé paciente, no tardarás en verlo.
A la una del mediodía llamé a Janet para darle un poco de aliento. Durante los últimos días parecía muy alterada. Hoy parecía al borde de las lágrimas.
—Mira —le dije en el tono en que un padre le habla a una hija—, tenemos mucho que agradecer, cariño. No digo que no tengas motivos para estar preocupada, pero considera que esto es un nuevo comienzo, no un final. Aún somos jóvenes. Quizá debamos parar un poco el ritmo durante unos meses, pero después volveremos a arrancar a todo gas. —Le dirigí una cálida sonrisa.
—Por ahora trabajaremos desde casa, lo cual es perfecto porque te considero parte de mi familia.
Janet se puso a moquear.
—Ya lo sé. Pero… estoy aquí desde el primer día y te vi construir esto desde la nada. Fue como presenciar un milagro. Fue la primera vez que me sentí… —«¿querida?», pensé— no sé. Cuando el día de mi boda me llevaste del brazo… como lo hubiese hecho un padre… yo —y, con esas palabras, Janet se derrumbó y prorrumpió en un llanto histérico.
¡Por Dios!, pensé. ¿Qué había hecho mal? Mi intención fue consolarla y se echó a llorar. ¿Debía llamar a la duquesa? Ella era experta en ese tipo de cosas. Quizá, si se daba prisa, pudiera venir ahora y llevar a Janet a su casa. Pero eso llevaría demasiado tiempo.
No me quedó más remedio que acercarme a ella y darle un suave abrazo. Con gran ternura, dije:
—Llorar no tiene nada de malo, pero no olvides que el futuro tiene mucho que ofrecernos. En última instancia, ya sabemos que Stratton cerrará algún día, la única pregunta es cuándo. Y, dado que nos marchamos ahora, siempre seremos recordados como un éxito. —Sonreí y adopté un tono optimista—. En cualquier caso, Nadine y yo cenamos con mis padres esta noche. Llevaremos a Channy. Quiero que también vengas tú. ¿De acuerdo?
Janet sonrió ante la idea de ver a Chandler. Y yo no pude menos que preguntarme qué se podía decir sobre el estado de nuestras vidas si lo único que nos daba paz era la pureza y la inocencia de un bebé.
Ya llevaba quince minutos embarcado en mi discurso de despedida cuando me di cuenta de que estaba pronunciando mi propia elegía. Pero, mirando el lado positivo, podía decirse que tenía la infrecuente oportunidad de ver las reacciones de los asistentes a mi propio funeral.
¡Y míralos ahí sentados, pendientes de cada una de mis palabras! Todas esas expresiones arrobadas, todos esos ojos llenos de interés, todos esos torsos bien formados inclinándose hacia delante desde sus asientos. ¡Esas miradas de loca adoración de las asistentes de ventas, con sus lozanas cabelleras rubias, sus atrevidos escotes y, claro, sus increíbles caderas voluptuosas! Quizá debería intentar implantar sugestiones subliminales en lo profundo de sus mentes: que cada una de ellas ardiera en un insaciable deseo de mamármela y después tragarse hasta la última gota de la esencia misma de mi virilidad durante el resto de sus días.
¡Caray, era un maldito degenerado! Incluso ahora, en medio de mi discurso de despedida, mi mente recorría dos carriles de forma simultánea. Mis labios se abrían y cerraban mientras les agradecía a los strattonitas sus cinco años de lealtad imperecedera y admiración, pero al mismo tiempo no paraba de preguntarme si no debería haberme follado a más asistentes de ventas. ¿Qué decía eso de mí? ¿Que era débil? ¿O querer follármelas a todas era natural? Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene el poder si uno no lo usa para follar? Lo cierto era que yo no había explotado ese aspecto del poder tanto como habría podido, ¡al menos no hasta el punto en que Danny lo hizo! ¿Me lamentaría de ello algún día? ¿O había hecho lo correcto? ¡Lo propio de alguien maduro! ¡De alguien responsable!
Todos esos extraños pensamientos rugían en mi cabeza con la fuerza de un tornado de grado cinco, mientras palabras de autoencomio, llenas de sabiduría, brotaban de mi boca a raudales sin que necesitara hacer ni el más mínimo esfuerzo consciente. Me di cuenta de que mi mente no funcionaba en doble pista (lo que ocurría siempre), sino por triplicado, lo cual era una verdadera rareza.
La pista número tres consistía en un monólogo interno que cuestionaba la naturaleza decadente de la pista dos, que se enfocaba en los pros y los contras de hacérmela chupar por las asistentes de ventas. En tanto, la pista uno seguía zumbando ininterrumpidamente. Mis palabras para los strattonitas seguían fluyendo de mis labios como diminutas perlas de sabiduría y elogio a mí mismo. Las palabras surgían de… ¿dónde? Tal vez de la parte del cerebro que funciona sin necesidad de dirección consciente, o quizá lo que las hiciese brotar fuera la pura fuerza del hábito. ¿Cuántas reuniones había encabezado durante los últimos cinco años? Dos al día en cinco años, a trescientos días hábiles al año, eran mil quinientos días hábiles, dos reuniones al día equivalían a un total de tres mil, menos las que hubiese encabezado Danny, que debían de ser un diez por ciento del total, así que si le restábamos esas a las tres mil, quedaban dos mil setecientas; la cifra acudió a mi cerebro con facilidad, pero, mientras hacía los cálculos, las perlitas de sabiduría y autoelogio seguían surgiendo de mis labios, cuando, con una sacudida, regresé al presente, me encontré explicando cómo la firma de inversiones y finanzas Oakmont Stratton sin duda sobreviviría, ¡sin duda alguna!, porque era mayor que cualquier individuo y que cualquier circunstancia.
Y entonces me sentí impelido a robarle una frase a Franklin Delano Roosevelt que, a pesar de ser demócrata, parecía un tipo razonable, más allá del hecho de que recientemente me habían informado de que su esposa era tortillera. Me puse a explicar a los strattonitas que solo debíamos temerle al temor mismo.
En ese momento me sentí obligado a explicar una vez más que Danny era más que capaz de encabezar la empresa, en particular si se pensaba que lo secundaba alguien tan agudo como Choza. Pero, ay, me encontré frente a mil pares de ojos que se alzaban al cielo y al mismo número de cabezas que se meneaban con aire preocupado.
Así que sentí la necesidad de cruzar la línea de la sensatez:
—Escuchad: el hecho de que esté inhabilitado de por vida para trabajar en finanzas no impide que aconseje a Danny. ¡Hablo en serio! No solo es legal que aconseje a Danny, sino que también puedo hacerlo con Andy Greene, Steve Sanders, los propietarios de Biltmore y Monroe Parker y cualquiera de los aquí presentes que esté interesado en oírme. Para que lo sepáis, Danny y yo tenemos la tradición de desayunar y almorzar juntos, tradición que no pensamos interrumpir solo porque me haya visto obligado a llegar a un ridículo acuerdo con la SEC, ¡arreglo que hice solo porque era la manera de asegurar la supervivencia de Stratton durante los próximos cien años!
Un aplauso atronador recibió estas palabras. Paseé la mirada por el recinto. ¡Ah, cuánta adoración! ¡Cuánto amor por el Lobo de Wall Street! Hasta que mis ojos se encontraron con los del Loco Max, que parecía estar echando vapor por las malditas orejas. ¿Y qué mierda lo preocupaba tanto? ¡Si todos los demás escuchaban mis disparates con avidez! ¿Tanto le costaba unirse a los vítores? Aparté de mi mente la idea de que la reacción de mi padre no era como la de los demás porque era el único de los presentes a quien yo le importaba, y que ver a su hijo saltando de un precipicio regulatorio lo preocupaba un poco.
Para tranquilizarlo, dije:
—Por supuesto que los consejos solo son eso. ¡La palabra misma indica que son meras sugerencias que no hay por qué seguir!
Desde un lado del recinto se oyó la voz de Danny:
—Sí, es verdad, pero ¿qué persona cuerda no seguiría los consejos de JB?
¡Otro aplauso atronador! Se propagó por la sala de negocios a la velocidad de la epidemia del Ébola. Al cabo de un instante, todos los presentes se pusieron de pie para darle al lobo herido su tercera ovación de la tarde. Alcé la mano, pidiendo silencio, y atisbé el agradable rostro de Carrie Chodosh, una de las pocas mujeres corredoras de Stratton, quien, por cierto, también era una de mis empleadas favoritas.
Carrie tenía treinta y tantos años, lo cual, en el contexto de Stratton, prácticamente la convertía en una antigualla. Aun así, seguía siendo muy bella. Había sido una de las primeras strattonitas. Por entonces debía tres meses de alquiler y estaba en la ruina, caída sobre su perfecto culo. Carrie era una más de las muchas mujeres bellas que, lamentablemente, se casan con el hombre equivocado. Después de un matrimonio de diez años, su exmarido se negaba a pagarle ni un centavo de manutención para los hijos de ambos. Me pareció que era la ocasión perfecta para sacar el tema de Duke Securities y de la posibilidad de una investigación del FBI. Sí, lo mejor sería aludir al FBI ahora, predecir que habría una investigación, como si el lobo siempre lo hubiese sabido y estuviera preparado para rechazar ese ataque.
Volví a alzar la mano:
—No voy a mentiros. Llegar a un acuerdo con la SEC ha sido una de las decisiones más difíciles de mi vida. Pero lo he hecho porque sé que Stratton perdurará, pase lo que pase. ¿Sabéis?, lo que hace que Stratton sea tan especial, lo que lo vuelve invencible, es que no es solo un lugar donde la gente viene a trabajar. No es solo una empresa hecha para obtener ganancias. ¡Stratton es una idea! Y, por su naturaleza misma, las ideas no pueden ser detenidas ni aplastadas por una investigación de dos años llevada adelante por una banda de payasos reguladores, que estuvieron a punto de morir de frío en nuestra sala de reuniones y a los que no les importó gastar millones del dinero del contribuyente para embarcarse en una de las mayores cazas de brujas ocurridas desde los días de los juicios de Salem.
»La idea que Stratton encarna es que no importa en qué familia hayas nacido ni a qué escuela hayas ido, ni si tus compañeros votaban por ti como el más popular o exitoso. La idea que encarna Stratton es que, cuando entras por primera vez en esta sala de negocios, tu vida vuelve a comenzar. En el momento mismo en que entrasteis por esa puerta y jurasteis lealtad a la firma, os convertisteis en parte de la familia, en strattonitas.
Respiré hondo y señalé a Carrie.
—Todos conocéis a Carrie Chodosh, ¿verdad?
La sala de negocios respondió con aullidos y silbidos.
Alcé la mano y sonreí.
—Muy bien, muy bonito. Por si no lo sabéis, os diré que Carrie es una de los ocho corredores originales de Stratton. Cuando pensamos en Carrie, la imaginamos como es hoy: una bella mujer que conduce un flamante Mercedes, vive en el mejor barrio de Long Island, viste trajes de Chanel de tres mil dólares y vestidos de Dolce & Gabbana de seis mil, que pasa las vacaciones de invierno en las Bahamas y las de verano en los Hamptons, que tiene en su cuenta corriente quién sabe qué cifra —probablemente no tendría nada, pensé, porque así se hacían las cosas en Stratton— y todos sabéis que Carrie es una de las ejecutivas mejor pagadas de Long Island, ¡y que va camino de ganar más de un millón y medio este año!
Pasé a describir la situación de Carrie cuando llegó a Stratton y, con perfecta sincronización, Carrie dijo en voz bien alta:
—¡Siempre te querré, Jordan! —ante lo cual la sala de negocios volvió a enloquecer, y recibí mi cuarta ovación de la tarde.
Incliné la cabeza en señal de agradecimiento y, al cabo de unos buenos treinta segundos, pedí silencio. Cuando, por fin, los strattonitas regresaron a sus asientos, dije:
—Entended que Carrie estaba con la espalda contra la pared, tenía que ocuparse de un niño pequeño y de una montaña de deudas que se cernía sobre ella. ¡No podía permitirse fracasar! Su hijo Scott, quien, por cierto, es un chico increíble, pronto asistirá a una de las mejores universidades del país. Y gracias a su madre cuando se gradúe no deberá un par de cientos de miles en concepto de préstamos para estudiantes y no se verá obligado a… —¡Oh, mierda! ¡Carrie lloraba! ¡Lo había hecho otra vez! ¡Por segunda vez en el día hacía llorar a una mujer! ¿Dónde estaba la duquesa?
Carrie lloraba con tanta intensidad que tres asistentes de ventas se acercaron a consolarla. Se hacía necesario que tratase los temas que me quedaban pendientes y terminara mi discurso antes de que alguien más se echara a llorar.
—Bueno —dije—. Todos apreciamos a Carrie y no queremos verla llorar.
Carrie alzó la mano y dijo, entre resoplidos que sonaban como los que emiten los gansos:
—Estoy… estoy bien. Lo lamento.
—Bueno —respondí, preguntándome cuál sería la manera apropiada de lidiar con una strattonita hembra que llora durante un discurso de despedida—. Lo que quería deciros es, si alguno cree que ya no hay oportunidades para ascender rápidamente, que Stratton es tan grande y está tan bien organizado que el acceso a sus primeros niveles está bloqueado, ¡que sepa que, en toda la historia de la empresa, no hubo mejor momento para ascender a la cima!, y eso, amigos míos, es un hecho.
»Ahora que marcho, se produce un gran vacío que Danny debe llenar de alguna manera. ¿Y cómo lo hará para llenarlo? ¿Recurriendo a gente de fuera? ¿De Wall Street? ¡No, por supuesto que no! Así que, tanto si eres un recién llegado como si llevas aquí unos meses y ya has pasado las primeras etapas, o si estás desde hace un año y ya has ganado tu primer millón, ¡hoy es tu día de suerte! A medida que Stratton crezca, deberá enfrentarse a nuevos obstáculos regulatorios. Y, tal como lo hicimos con la SEC, también los superaremos. ¿Quién sabe? Quizá la próxima vez debamos lidiar con la NASD o con los gobiernos estatales o quizá con la fiscalía federal. Lo cierto es que prácticamente todas las grandes firmas de Wall Street deben pasar por eso. Pero sabed que, a fin de cuentas, Stratton perdurará. Y las oportunidades nacen en la adversidad. Quizás, el próximo que esté aquí, pasando la antorcha, sea Danny. Y se la pasará a uno de vosotros.
Hice una pausa para que asimilaran mis palabras antes de entrar en el cierre de mi discurso.
—Así que buena suerte para todos y que continúen los éxitos. Solo os pido una cosa: que sigáis a Danny como me habéis seguido a mí. Juradle lealtad como me la jurasteis a mí. Y, a partir de este preciso instante, quien está al mando es Danny. ¡Buena suerte, Danny, y que Dios te acompañe! Sé que llevarás las cosas a un nuevo nivel. —Con esas palabras alcé el micrófono en un gesto de salutación dedicado a Danny y recibí la ovación de mi vida.
Cuando el grupo, al fin, se serenó, se me hizo entrega de una tarjeta de despedida. Medía un metro por dos y de un lado decía, en grandes letras de molde rojas: «¡Para el mejor jefe del mundo!». Del otro lado había notas manuscritas, breves felicitaciones de cada uno de mis strattonitas, que me agradecían el haber cambiado sus vidas de forma tan espectacular. Más tarde, cuando entré en mi oficina y cerré la puerta a mis espaldas por última vez, no pude menos que preguntarme si, después de cinco años, seguirían estando tan agradecidos.