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Cruzando una delgada línea

Nueve días después de recibir la envenenada llamada de Visual Image, estaba sentado en el mundialmente célebre restaurante Rao’s de East Harlem, enzarzado en un fogoso debate con el legendario investigador privado Bo Dietl, a quien sus amigos simplemente llaman Bo.

Aunque estábamos sentados a una mesa para ocho, solo un comensal más se nos reuniría para la velada, a saber, el agente especial Joe Barsini[9] del FBI, quien era un amigo circunstancial de Bo y que, esperábamos, también lo sería mío. Bo había organizado el encuentro. Barsini debía llegar en quince minutos.

En este momento, Bo hablaba y yo escuchaba o, para ser más precisos, Bo me sermoneaba y yo lo oía con una mueca de disgusto. El tema de su discurso era una genial idea que se me había ocurrido: espiar al FBI con micrófonos ocultos. Al decir de Bo, era la cosa más descabellada que hubiese oído en toda su vida.

—… la cuestión es que las cosas no se hacen de esa manera, Bo. —Bo tenía la curiosa costumbre de llamar «Bo» a sus amigos, lo cual a veces, en particular cuando estaba bajo el influjo de los qualuuds, me confundía. Afortunadamente, esa noche no tenía problemas para entenderlo, porque estaba totalmente sobrio, lo que me parecía el estado adecuado para un primer encuentro con un agente del FBI; en particular, con uno con el que esperaba entablar amistad para que, eventualmente, me diera información.

Aun así, tenía cuatro qualuuds, que me moría por tomar, en el bolsillo de mi pantalón gris. En el bolsillo interno de mi chaqueta deportiva azul llevaba una bola de cocaína de tres gramos y medio que me llamaba con la más seductora de las voces. Pero no le haría caso. Estaba decidido a mantenerme fuerte, al menos hasta después de que el agente Barsini se marchara adonde fuere que se van los agentes del FBI después de la cena, probablemente, a sus casas. Mi intención original había sido tomar una cena liviana para que la comida no interfiriese con mi inminente banquete químico, pero en ese momento, un olor a ajo salteado y salsa de tomate casera estimulaba mi nervio olfativo de manera deliciosa.

—Mira, Bo —prosiguió Bo—, obtener información del FBI no es muy difícil en un caso como este. De hecho, ya tengo alguna. Pero antes de que te diga nada, escucha bien. Hay ciertas normas que debes seguir si no quieres encontrarte en verdaderos problemas. La primera es que no se ponen micrófonos en sus jodidas oficinas. —Meneó la cabeza con aire de incredulidad. Era algo que había hecho muchas veces desde el momento en que nos sentamos, quince minutos antes—. La segunda es que no se intenta sobornar a sus secretarias ni, por cierto, a nadie más. —Al decirlo, meneó la cabeza un poco más—. Y, en fin, no haces seguir a sus agentes para ver si te enteras de cosas de sus vidas privadas. —Esta vez meneó la cabeza con especial vigor y alzó la mirada al cielo, como lo haría una persona que acaba de oír algo que desafía toda lógica.

Miré por la ventana del restaurante, tratando de evitar su mirada acusadora y me encontré con que mi vista se perdía en la lóbrega penumbra de Harlem Este. Me pregunté por qué demonios el mejor restaurante italiano de Nueva York se habría instalado en esa puta cloaca de vecindario. Pero recordé que Rao’s existía desde hacía cien años, y que, a fines del siglo XIX, Harlem era distinto.

El hecho de que Bo y yo estuviésemos sentados a una mesa para ocho era un asunto mucho más importante de lo que parece, dado que las reservas para Rao’s debían hacerse con cinco años de antelación. La realidad era que conseguir una reserva para comer en ese pequeño y pintoresco anacronismo era prácticamente imposible. Las doce mesas del restaurante eran casi de propiedad, al estilo de un consorcio, de un selecto puñado de neoyorquinos, más bien relacionados que ricos.

El aspecto de Rao’s no era gran cosa. Esa noche estaba decorado para las Navidades, lo que no tenía nada que ver con el hecho de que fuese 14 de enero. Cuando llegara agosto, la decoración no habría cambiado. Esa era la manera en que se hacían las cosas en Rao’s, donde todo remitía a una época más simple. La comida se servía como se hace en las casas de familia y, desde un rincón, una rocola del estilo de las de la década de 1950 emitía música italiana. Tarde por la noche, el propietario del restaurante, Frankie Pellegrino, cantaba para los comensales, hombres de respeto que, congregados en la barra, fumaban cigarros y se saludaban unos a otros al estilo mafioso mientras sus mujeres los miraban con adoración, como en los viejos buenos tiempos, al margen de lo que estos hubieran sido. Y cuando las mujeres iban al lavabo, los hombres se ponían de pie y las saludaban con una inclinación, como en los viejos buenos tiempos, al margen de lo que estos hubieran sido.

Todas las noches, medio restaurante estaba lleno de atletas de categoría mundial, estrellas de cine de fama mundial y capitanes de la industria. La otra mitad estaba ocupada por auténticos mafiosos.

El bien conectado «propietario» de la mesa donde nos sentábamos no era yo, sino Bo. Como correspondía a un integrante de la estelar lista de parroquianos del restaurante, Bo era un hombre cuya estrella estaba ascendiendo. Bo había comenzado a forjar su leyenda cuarenta años atrás. En la década de 1980 ya era uno de los polizontes más condecorados de la historia del departamento de policía de la ciudad de Nueva York. Había hecho setecientos arrestos en algunos de los vecindarios más rudos de la ciudad, Harlem incluido. Se había hecho de un gran renombre al esclarecer casos que se consideraban irresolubles y, al fin, su fama llegó a ser nacional. Ocurrió cuando resolvió uno de los crímenes más atroces que se hubieran cometido en Harlem: la violación de una monja blanca por dos adictos al crack desesperados por dinero.

Sin embargo, a primera vista, Bo no parecía tan duro; tenía un apuesto rostro amuchachado, barba perfectamente recortada y cabello castaño claro que comenzaba a ralear, peinado hacia atrás sobre su cráneo redondeado. No era muy grande. Debía de medir un metro ochenta y pesar unos noventa kilos. Pero su pecho era amplio, y su grueso cuello parecía el de un gorila. Bo era uno de los hombres mejor vestidos de la ciudad. Solía ataviarse con trajes de seda de dos mil dólares y camisas de seda blanca, muy almidonadas, con gemelos en los puños y cuellos de estilo mafioso. Llevaba un reloj de oro tan pesado como para hacer ejercicios de antebrazo con él y, en el meñique, un anillo con un diamante rosa del tamaño de un cubo de hielo.

Todos sabían que el éxito de Bo a la hora de resolver casos tenía que ver con sus orígenes. Nació y creció en Ozone Park, Queens, rodeado de mafiosos por un lado y polizontes por el otro. Por lo tanto, desarrolló una capacidad única para recorrer una delgada línea entre ambos, recurriendo al respeto que le tenían los caciques mafiosos locales para resolver casos que nunca hubiesen podido ser investigados por medios tradicionales. Con el tiempo, fue haciéndose fama de hombre que sabe mantener la confidencialidad de sus contactos y que emplea la información que le dan para aplastar el delito callejero, que parecía ser el que más lo incomodaba. Sus amigos lo querían y respetaban, sus enemigos lo detestaban y temían.

Bo, que nunca soportó la burocracia, se retiró del departamento de policía de Nueva York a los treinta y cinco años. Recurriendo a su legendaria fama y aún más sus legendarios contactos, no tardó en establecer una de las agencias de seguridad más respetadas y de crecimiento más rápido de Estados Unidos. Había sido por ello que, dos años atrás, cuando decidí mejorar la seguridad interna de Stratton al más alto nivel, lo busqué y contraté.

Más de una vez lo había convocado para que asustara a algún delincuente que cometía el error de tratar de inmiscuirse por las malas en las operaciones de Stratton. Nunca supe bien qué hacía Bo con esas personas. Lo que sé es que, una vez que yo lo telefoneaba, Bo se «sentaba a conversar» con quienquiera que fuese, que nunca volvía a molestar después del encuentro. Aunque ahora que lo pienso, uno de ellos, después de su reunión con Bo, me envió un ramo de flores bastante bonito.

Los niveles más altos de la mafia entendían de forma tácita, y esto no tenía nada que ver con Bo, que enviar a sus jóvenes financieros a trabajar en Stratton a modo de entrenamiento era mejor que meterse por la fuerza en nuestras operaciones. Luego, al cabo de más o menos un año, esos infiltrados de la mafia se marchaban tranquilamente, incluso se despedían como caballeros para no perturbar las actividades de la firma. Y entonces abrían sus propias firmas de Bolsa, respaldadas por la mafia y que trabajaban para esta.

A lo largo de los últimos dos años, Bo se había comprometido con todos los aspectos de la seguridad de Stratton. Investigaba incluso a las empresas cuyas acciones lanzábamos al mercado para cerciorarse de que no fuésemos víctima de fraudes. Y, a diferencia de la mayor parte de sus competidores, Bo Dietl y Asociados no aportaba la clase de información que cualquier experto en computadoras puede sacar de LexisNexis. No, la gente de Bo se ensuciaba las manos y sacaba a la luz cosas que uno hubiese creído eran imposibles de descubrir. Aunque era innegable que sus servicios no eran baratos, también lo era que valían lo que costaban.

El hecho era que Bo Dietl era el mejor en lo suyo.

Yo seguía mirando por la ventana cuando me dijo:

—¿Qué piensas, Bo? Miras por esa jodida ventana como si fueses a encontrar alguna respuesta en la calle.

Callé durante un momento, pensando si decirle o no que el único motivo por el cual le sugerí espiar con micrófonos ocultos al FBI era que ya lo había hecho, con tremendo éxito, con la SEC. Y que había sido él quien me indujo involuntariamente a ello cuando me presentó a los exagentes de la CIA que me vendieron los micrófonos sin decírselo. Uno de los micrófonos tenía forma de enchufe y estaba conectado desde hacía un año en mi sala de reuniones. Obviamente, no necesitaba baterías. ¡Era un aparatito maravilloso!

Aun así decidí que no era el momento de compartir ese pequeño secreto con Bo. Dije:

—Sabes que te propuse lo de espiar al FBI porque estoy muy dispuesto a dar pelea. No tengo ninguna intención de hacerme el muerto solo porque un agente del FBI anda por ahí preguntando sobre mí. Lo que hay en juego es demasiado, y demasiadas personas se verían afectadas si abandono todo. Ahora que sabes cómo son las cosas, dime de qué te has enterado, ¿de acuerdo?

Asintió con la cabeza pero, antes de responder, tomó su gran vaso de escocés de pura malta y bebió lo que debían ser tres o cuatro medidas como si no fuesen más fuertes que agua. Frunció los labios:

—¡Sí, amigo! ¡Esto es cosa fina! —Finalmente, me respondió—: En primer lugar, la investigación está en su primera etapa y la encabeza un tal Coleman, agente especial Gregory Coleman. A ningún otro integrante del buró le interesa el tema; consideran que es un caso perdido. Y en la fiscalía federal tampoco hay interés. El funcionario a cargo del caso es un tipo llamado Sean O’Shea y, por lo que me dicen, es un tipo bastante decente. No es de los que buscan fama con sus acusaciones.

»Hay un abogado de nombre Greg O’Connell, buen amigo mío, que solía trabajar con Sean O’Shea. Le pedí que hablara con él y, según me dice, a Sean tu caso no le podría importar menos. Tienes razón en eso de que no se ocupan de muchos casos financieros. Se centran más bien en la mafia, porque Brooklyn está en su jurisdicción. Así que, a ese respecto, eres afortunado. Pero dicen que este Coleman es muy obstinado. Habla de ti como si fueses una estrella. Te tiene en gran estima, pero no del modo que te agradaría. Diría que está un poco obsesionado con todo el asunto.

Meneé la cabeza con aire grave.

—Bueno, ¡qué gran noticia! ¡Un agente del FBI obsesionado! ¿Y de dónde ha salido, así de pronto? ¿Por qué ahora? Debe de tener algo que ver con el arreglo que me propone la SEC. Esos hijos de puta me están traicionando.

—Tranquilo, Bo. No es tan malo como parece. Esto no tiene nada que ver con la SEC. Solo que Coleman se siente intrigado por ti. Lo más probable es que tenga que ver, más que nada, con lo mucho que sales en los periódicos, todo eso del lobo de Wall Street. —Meneó la cabeza—. Todas esas historias de drogas, putas y despilfarro. Es tentador para un joven agente del FBI que gana cuarenta mil al año. Y este Coleman es joven, tiene, creo, treinta y pocos años. No muchos más que tú. Así que piensa en la dura realidad de este tipo, cuando mira tus declaraciones y se da cuenta de que ganas más en una hora que él en un año. Y además, ve a tu mujer bailando en la pantalla de su televisor.

Bo se encogió de hombros.

—A lo que voy es que quizá deberías mantener el perfil bajo por un tiempo. Podrías tomarte unas largas vacaciones, lo que sería perfectamente lógico dado lo del arreglo con la SEC. ¿Cuándo se hará público?

—No estoy del todo seguro —respondí—. Probablemente en una o dos semanas.

Bo asintió.

—Bueno, la buena noticia es que Coleman tiene fama de tipo recto. No es como el agente que conocerás hoy, que es todo lo contrario. Si quien estuviese a tus espaldas fuese Jim Barsini… bueno, sería una mala noticia. Ya ha matado a dos o tres, a uno de ellos con un fusil de gran calibre, cuando ya tenía las manos arriba. O sea, fue algo así: «¡FBI! ¡Bam! ¡Quieto! ¡Arriba las manos!». ¿Te haces una idea, Bo?

¡Por Dios!, pensé. ¿La única tabla de salvación es un agente del FBI chiflado y con sed de sangre?

Bo prosiguió:

—Así que no todo está mal, Bo. Este Coleman no parece la clase de persona que vaya a fabricar pruebas contra ti o amenazar a tus strattonitas con que irán a la cárcel de por vida. Tampoco parece la clase de tipo que recurriría a aterrorizar a tu esposa.

Lo interrumpí, muy preocupado:

—¿Qué quieres decir con lo de aterrorizar a mi esposa? ¿Cómo podría meter a Nadine en esto? Ella no ha hecho nada, aparte de gastar mucho dinero. —La mera idea de que Nadine se pudiera ver involucrada me llevó a un abatimiento más intenso. Bo adoptó el tono de voz propio de un psiquiatra que le habla a un paciente que está de pie en la cornisa de un edificio de diez pisos.

—Tranquilo, Bo. Coleman no acosa a nadie. Lo que trataba de decir es que ha ocurrido que algún agente ha presionado a un marido a través de su esposa. Pero ello no tiene por qué pasar en tu caso, porque Nadine no tiene nada que ver con tus negocios, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —respondí con seguridad. Me puse a repasar mis negocios para ver si lo que acababa de decir era verdad. Llegué a la triste conclusión de que no lo era—. Lo cierto es que hice un par de operaciones en su nombre, pero nada malo. Diría que su responsabilidad anda cerca de cero. Pero nunca dejaría que las cosas lleguen tan lejos, Bo. Preferiría declararme culpable y que me encerraran veinte años antes de permitir que procesaran a mi mujer.

Bo asintió lentamente.

—Así lo haría cualquier hombre de verdad. Pero a lo que voy es que quizás ellos lo sepan y lo consideren tu punto débil. Como sea, nos estamos adelantando. La investigación está en su primera etapa y, por ahora, es tentativa. Si tienes suerte, alguna otra cosa se cruzará en el camino de Coleman. Algún caso que no tenga vinculación con el tuyo y perderá su interés por ti. Solo muévete con cuidado, Bo, y todo saldrá bien.

Asentí.

—Así lo haré.

—Bien. Bueno, Barsini llegará de un momento a otro, así que fijemos algunas normas básicas. Primero, no hables de tu caso. No es ese tipo de reunión. Solo somos un grupo de amigos que se reúnen a charlar. Nada de investigaciones ni nada por el estilo. Comienza por desarrollar una amistad circunstancial con él. Recuerda, no estamos procurando que nos suministre información que no debería darnos. —Meneó la cabeza para enfatizar sus palabras—. Lo cierto es que si Coleman está empecinado en investigarte, no hay nada que Barsini pueda hacer. Pero si Coleman no tiene nada sólido contra ti y solo está encaprichado, Barsini le podría decir: «Eh, conozco al tipo, y no es tan malo, así que ¿por qué no lo dejas en paz?». Recuerda, Bo, si de algo no te deben acusar es de tratar de sobornar a un agente del FBI. Eso se paga con una larga estancia en la cárcel.

Bo alzó las cejas y añadió:

—Pero, por otro lado, Barsini sí te puede dar cierta información. Mira, se trata de que hay cosas que quizá Coleman quiera saber y que le podemos transmitir por medio de Barsini. ¿Quién sabe? Tal vez llegues a entablar una verdadera amistad con Barsini. En realidad, es un buen tipo. Es un loco hijo de puta, sí, pero ¿quién no lo es?

Asentí.

—Bueno, no me gusta juzgar a la gente, Bo. Detesto a quienes lo hacen. Creo que son los peores, ¿no?

Bo sonrió.

—Sí, supuse que así lo verías. Y te aseguro que Barsini no es el típico agente del FBI. Es un exintegrante de la fuerza de élite de la armada, los SEAL, o quizá de la unidad de reconocimiento de la infantería de marina, no sé bien cuál. Lo que debes saber es que es un entusiasta del buceo, así que tú y él tenéis algo en común. Quizá podrías invitarlo a tu yate, en particular si todo este asunto de Coleman resulta no tener importancia. Nunca está de más tener un amigo en el FBI.

Le sonreí, resistiéndome al impulso de saltar sobre la mesa y plantarle un beso en los labios. Bo era un verdadero guerrero, un colaborador impagable. ¿Cuánto le pagaba, entre sus honorarios de Stratton y lo que yo mismo le daba? Más de medio millón al año, tal vez más. Y valía cada centavo.

Pregunté:

—¿Qué sabe de mí? ¿Sabe que me están investigando?

Bob meneó la cabeza.

—Para nada. Le dije muy poco sobre ti. Solo que eres buen cliente y buen amigo. Ambas cosas son ciertas, Bo, y por eso estoy haciendo esto, por amistad.

Al instante, respondí:

—Y no creas que no lo aprecio, Bo. No olvidaré…

Bo me interrumpió.

—Ahí viene. —Me indicó con un gesto a un hombre de unos cuarenta años que entraba en el restaurante. Medía aproximadamente un metro noventa y debía de pesar unos cien kilos. Llevaba el cabello cortado al rape. Tenía facciones toscas y apuestas, penetrantes ojos castaños y una mandíbula increíblemente cuadrada. De hecho, parecía salido de un cartel de reclutamiento de un grupo paramilitar de extrema derecha.

—¡Gran Bo! —exclamó el hombre con tan poco aspecto de agente del FBI—. ¡Amigo! ¿En qué andas y de dónde mierda sacaste este restaurante? ¡Es un lugar como para hacer un poco de práctica de tiro! —Ladeó la cabeza y alzó las cejas, como para enfatizar lo perfectamente razonable de su observación. Añadió—: Pero, bueno, no es asunto que deba preocuparme. Al fin y al cabo, lo que yo mato son asaltantes de bancos, ¿no? —me dedicó este último comentario acompañándolo de una cálida sonrisa. El agente especial Barsini prosiguió—: Y tú debes de ser Jordan. ¡Bueno, me alegro de conocerte, compañero! Bo me dice que tienes un barco de primera, mejor dicho, todo un buque, y también que te gusta bucear. Deja que te estreche la mano. —Me tendió la suya. Me apresuré a estrechársela, sorprendido de notar que tenía el doble del tamaño de la mía. Tras casi descoyuntarme el hombro, al fin soltó su presa y los tres nos sentamos.

Estaba por continuar con el tema del buceo, pero no pude hacerlo. El Agente Especial Demente cambió de inmediato de tema.

—Te digo —dijo en tono ácido—, este vecindario realmente es una puta jodida cloaca. —Meneó la cabeza con expresión de repugnancia, acomodándose en su silla y cruzando las piernas, lo que tuvo el efecto de dejar al descubierto el enorme revólver que llevaba a la cintura.

—Sí, Bo —le dijo Bo a Barsini—. No seré yo quien te contradiga. ¿Sabes a cuántos encerré cuando trabajaba en este vecindario? No me creerías si te lo digo. ¡Y la mitad de ellos eran siempre los mismos, una y otra vez! Recuerdo a uno, del tamaño de un puto gorila. Me cogió por sorpresa y me golpeó desde atrás con una tapa de cubo de basura. Casi me noquea. Luego, le dio a mi compañero y lo dejó sin sentido.

Alzando las cejas, pregunté:

—¿Y qué ocurrió con el tipo? ¿Lo atraparon?

—Sí, claro —repuso Bo, con tono casi ofendido—. Solo me aturdió. Cuando me recuperé, aún estaba aporreando a mi compañero. Le quité la tapa y le machaqué un rato la cabeza con ella. Pero tenía uno de esos cráneos extragruesos, como un puto coco. —Bo se encogió de hombros antes de finalizar su relato diciendo—: Sobrevivió.

—Bueno, mierda, eso sí que es una puta lástima —respondió el agente federal—. Eres demasiado blando, Bo. Yo le hubiese arrancado la tráquea y después se la habría hecho comer. Sabes, hay una forma de hacerlo sin que ni una gota de sangre te ensucie las manos. Se trata de cómo sacudes la muñeca. Se oye una especie de chasquido, algo así —el agente federal presionó la lengua contra el paladar y comprimió las mejillas antes de soltarla—: ¡Pop!

En ese preciso instante, Frank Pellegrino, también conocido como Frankie No, porque siempre les decía que no a los que entraban a pedir una mesa, se acercó para presentarse al agente Barsini. Frank vestía una ropa tan elegante, bien combinada y recién planchada que hubieras jurado que salía de la tintorería. Traje azul oscuro con gruesas rayas gris tiza. Del bolsillo superior emergía un pañuelo blanco, perfecto, impecable, perfectamente plegado, como solo puede lucir en un hombre como Frankie. A sus sesenta y tantos años se lo veía rico, esbelto y apuesto. Tenía el don único de hacer que cada uno de los comensales de Rao’s sintiera que era su invitado especial.

—Tú debes de ser Jim Barsini —dijo Frank Pellegrino con calidez—. Bo me habló mucho de ti. Bienvenido a Rao’s, Jim.

Barsini se levantó y se puso a descoyuntar el brazo de Frank.

Contemplé, fascinado, cómo el cabello entrecano perfectamente peinado de Frank se mantenía inmóvil mientras su cuerpo se sacudía como un muñeco de trapo.

—Por Dios, Bo —le dijo Frank al verdadero Bo—. ¡Este tipo da la mano como un oso gris! Me recuerda a… —y, con esas palabras, Frank se embarcó en una de sus muchas historias referidas a hombres sin cuello.

Dejé de prestar atención al instante. Sonreía mientras me concentraba en el asunto más importante del momento: ¿qué podía hacer con el agente especial Barsini o qué le podía dar para lograr que le dijera al agente especial Coleman que dejara de joderme? Por supuesto que lo más sencillo sería sobornarlo. No parecía un tipo particularmente moralista, ¿verdad? Aunque quizá toda esa actitud de soldado de fortuna significaba que era incorruptible, que le parecía deshonroso aceptar dinero por codicia y nada más. Me pregunté cuánto pagaría el FBI a sus agentes. ¿Cincuenta mil al año? ¿Cuánto buceo podías hacer con esa suma? No mucho. Además, había formas y formas de bucear. Tener un ángel guardián en el FBI era algo por lo que valdría la pena pagar bien, ¿no?

Y, por cierto, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar al agente Coleman para que perdiese interés en mí para siempre? ¿Un millón? ¡Sin duda! ¿Dos? ¡Por supuesto! ¡Dos millones son calderilla si se los compara con la posibilidad de afrontar una investigación federal y la ruina económica!

Pero ¿a quién engañaba? Eran puros sueños. De hecho, un lugar como Rao’s era el perfecto recordatorio de que no se puede confiar a largo plazo en el gobierno. Hacía solo tres o cuatro décadas, los mafiosos hacían lo que les venía en gana. Sobornaban a la policía, a los políticos, a los jueces, ¡por Dios, si hasta sobornaban a los maestros de escuela! Pero entonces llegaron los Kennedy, que, como eran mafiosos, veían a la mafia italiana como competidora. De modo que renegaron de todos los acuerdos, de esos maravillosos toma y daca y… bueno, el resto es historia.

—… y así fue como lo arregló todo —dijo Frankie No, completando por fin su relato—. Pero lo cierto es que no secuestró de verdad al cocinero; solo lo tuvo de rehén por un rato.

Ante eso, todos, yo incluido, prorrumpimos en histéricas carcajadas. El hecho era que yo me había perdido el noventa por ciento de la anécdota. Pero en Rao’s, perderse un relato no era demasiado grave. Lo cierto es que allí repetían una y otra vez las mismas historias.