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Almuerzo en el universo alternativo

Cada vez que la puerta de Tenjin se abría, un puñado de strattonitas entraba en el restaurante, y tres chefs de sushi y media docena de diminutas camareras dejaban lo que fuera que estuviesen haciendo para vociferar: Gongbongwa! Gongbongwa! Gongbongwa!, que quiere decir «buenas tardes» en japonés. Luego, les dedicaban profundas reverencias a los strattonitas, cambiando su tono de voz a un extraño chillido para decir: Yo-say-no-sah-no-seh! Yo-say-no-sah-no-seh! Yo-say-no-sah-no-seh!, que solo Dios sabe qué significa.

Los chefs se precipitaban a saludar a los recién llegados, cogiéndoles las muñecas para inspeccionar sus relucientes relojes de oro. En un inglés marcadamente acentuado los interrogaban:

—¿Cuánto cuesta reloj? ¿Dónde compraste? ¿Con qué coche venir a restaurante? ¿Ferrari? ¿Mercedes? ¿Porsche? ¿Qué clase de palo de golf usar? ¿Dónde jugar? ¿Hasta dónde lanzar pelota? ¿Cuánto tener de handicap?

Entre tanto, las camareras, enfundadas en quimonos rosa salmón y con morrales color verde lima a las espaldas, frotaban con sus manos el fino paño italiano de todas esas chaquetas hechas a medida por Gilberto, dando cabezadas de apreciación y emitiendo sonidos de arrullo:

—Oooohhhh… Aaaaah… linda-a-tela… tann-suave.

Y entonces, como obedeciendo a una señal inaudible, se detenían todos al mismo tiempo y regresaban a lo que fuese que estaban haciendo. En el caso de los chefs de sushi, enrollar, plegar, rebanar y cortar. En el de las camareras, servir enormes jarras de sake Premium y cerveza Kirin a los jóvenes sedientos y servirles a los ricos hambrientos enormes bandejas de madera en forma de bote colmadas de sushi y sashimi demasiado caro.

Y, en el momento mismo en que uno creía que las cosas volvían a la normalidad, la locura se repetía, y el personal de Tenjin, locamente animado, volvía a lanzarse sobre un grupo de strattonitas recién llegados para cubrirlos de pompa y circunstancia japonesas, a la que añadían lo que en mi opinión posiblemente eran puros cuentos chinos, o japoneses.

¡Bienvenidos a la hora del almuerzo al estilo Stratton!

En ese preciso instante, el universo alternativo ejercía todo su poder sobre ese diminuto rincón del planeta Tierra. Docenas de automóviles deportivos y limusinas extralargas bloqueaban el tránsito a la puerta del restaurante, mientras, en el interior, los jóvenes strattonitas ponían en práctica sus tradiciones ancestrales: comportarse como manadas de lobos salvajes. De las cuarenta mesas del local, solo dos estaban ocupadas por no-strattonitas, o «civiles», como los llamábamos. Tal vez hubiesen ido a dar a Tenjin por casualidad, mientras buscaban un lugar tranquilo para comer en paz. Era indudable que no esperaban el extraño destino que les había tocado en suerte. Y es que, a medida que el almuerzo progresaba, las drogas comenzaban a surtir efecto.

Sí, el reloj acababa de marcar la una de la tarde, y algunos de los strattonitas ya se estaban divirtiendo. No era difícil identificar a los que habían tomado qualuuds: eran los que estaban parados sobre las mesas, hablando confusamente y babeando mientras contaban sus proezas. Afortunadamente, las asistentes de ventas tenían órdenes de quedarse en la sala de negocios, atendiendo los teléfonos y poniendo al día el papeleo, así que todos conservaban sus ropas y no había nadie follando en los baños o debajo de las mesas.

Yo estaba sentado en un reservado del fondo del restaurante. Contemplaba esa locura, mientras fingía escuchar la cháchara de Kenny Greene, el retardado de cabeza cuadrada, quien vomitaba sus propios cuentos chinos en estado puro. A todo eso, Victor Wang, el Chino Depravado, asentía con su cabezota de panda a todo lo que decía su retardado amigo, aunque yo tenía la certeza de que también él sabía muy bien que Kenny era retrasado y que solo fingía asentir a sus palabras.

Cabeza Cuadrada decía:

—… y ese es el motivo por el cual esto te haría ganar mucho dinero, JB. Victor es el tipo más agudo que conozco. —Tendió la mano para palmear la enorme espalda del chino—. Después de ti, claro, pero eso lo doy por entendido.

Con una sonrisa insincera, dije:

—Bueno, vaya, Kenny, ¡gracias por el voto de confianza!

Victor soltó una risita ante la estupidez de su amigo y me dirigió una de sus atroces sonrisas, entornando los ojos hasta que casi desaparecieron.

Pero lo cierto era que Kenny nunca entendió el concepto de lo irónico. De modo que tomó mi agradecimiento al pie de la letra y ahora lucía radiante de orgullo.

—Según mis cálculos, solo harán falta unos cuatrocientos mil para que la cosa despegue en serio. Si quieres, me los das en efectivo y se los hago llegar a Victor por medio de mi madre —«¿de su madre?», me pregunté— y ni siquiera debes preocuparte por dejar un mal rastro de papel —¿mal rastro de papel?— porque mi madre y Victor son copropietarios de algunos bienes raíces y con eso se justifica todo fácilmente. Necesitaremos algunos corredores de Bolsa clave para que las ruedas comiencen a girar y, sobre todo, una gran porción de la próxima emisión. Calculo que lo que debemos hacer…

Dejé de escuchar. Kenny estaba que reventaba de excitación y cada palabra que salía de su boca era un puro disparate.

Ni Victor ni Kenny sabían de la propuesta de la SEC. No se lo haría saber hasta pasados unos días, y para entonces se habrían meado encima de emoción ante el futuro de Duke Securities, tanto que Stratton Oakmont les parecería algo sin la menor importancia. Solo entonces se lo diría.

En ese momento miré a Victor por el rabillo del ojo y me tomé un instante para estudiarlo. ¡Mirar al Chino Depravado con el estómago vacío me hacía sentir deseos de comérmelo! Nunca había entendido por qué ese inmenso chino me parecía tan apetitoso. Probablemente tuviese algo que ver con su piel, más suave que la de un recién nacido. Y por debajo de esa aterciopelada piel había una docena de capas de rica grasa china, y debajo de ellas, otras doce de indestructible músculo chino, perfecto para comerlo; y todo el conjunto estaba pintado de un delicioso amarillo chino, del exacto matiz de la miel.

El resultado final era que, cada vez que posaba los ojos en Victor Wang, me parecía un cochinillo y sentía deseos de meterle una manzana en la boca, ensartarle un espetón por el agujero del culo, ponerlo a las brasas y untarlo de salsa agridulce para invitar a un grupo de amigos a comerlo, ¡al estilo de una parrillada hawaiana!

—… y Victor siempre te será leal —proseguía Cabeza Cuadrada— y podrás sacarle más dinero a Duke Securities que a Biltmore y Monroe Parker juntas.

Me encogí de hombros y dije:

—Tal vez, Kenny, pero eso no es lo que más me preocupa de esto. No me interpretes mal, tengo intención de ganar mucho dinero. Al fin y al cabo, ¿por qué no habíamos de ganarlo los tres? Pero para mí, lo más importante de esto, lo que de verdad trato de lograr, es asegurar tu futuro y el de Victor. Si puedo hacerlo y, además, ganarme unos millones adicionales al año, consideraré que fue un gran éxito. —Hice una pausa de unos segundos para que absorbieran mis mentiras, procurando percibir cómo se tomaban mi repentino cambio de opinión.

Hasta ahora, todo va bien, pensé.

—El juicio de la SEC tendrá lugar en algún momento de los próximos seis meses, y ¿quién sabe en qué terminará? Por más que, al parecer, las cosas van bien, quizá llegue un momento en que lo lógico sea llegar a un arreglo. Y si ello ocurriera, quiero que todos tengan su billete de salida listo y a mano. Aunque no lo creas, te diré que hace ya un tiempo que quiero echar a andar Duke, pero tengo pendiente el asunto de mi participación accionarial en Judicate. No puedo venderla hasta dentro de dos semanas, así que debemos mantener todo en secreto por ahora. No puedo enfatizar cuán importante es eso. ¿Entienden?

Victor asintió con su cabeza de panda y dijo:

—No le diré ni una palabra a nadie. Y en lo que se refiere a mis acciones de Judicate, ni me importan. Con Duke todos podemos ganar tanto dinero que me importa una mierda si no vendo ni una de las acciones de Judicate.

En ese momento, Kenny intervino:

—¡Ves, JB! ¡Te lo dije! Victor tiene las cosas claras. Está totalmente de acuerdo contigo. —Una vez más, extendió la mano y palmeó la inmensa espalda del chino.

Victor dijo:

—También quiero decirte que te juro absoluta lealtad. Tú solo dime qué acciones quieres que compre, y lo haré. Y no venderé ni una hasta que no me digas que lo haga.

Sonreí y dije:

—Ese es el motivo por el cual acepto hacer esto, Victor. Confío en ti y sé que te comportarás como debes. Y también, claro, porque sé que eres astuto y que tendrás mucho éxito. —«Y las palabras son baratas», pensé. De hecho, habría apostado mi vida a que toda esta buena voluntad de Victor era pura mierda. El chino era incapaz de serle leal a nadie ni a nada, en especial a sí mismo. A fuerza de alimentar su retorcido ego se jodería él mismo sin darse cuenta.

Tal como lo habíamos planeado, Danny llegó al cabo de quince minutos. Era el lapso que, según mis cálculos, Kenny necesitaba para disfrutar de su momento de gloria sin que Danny le aguara la fiesta. A fin de cuentas, albergaba un hondo resentimiento por el hecho de que Danny hubiese ocupado su lugar como mi segundo. Dejar a Kenny de lado fue algo que me hizo sentir mal, pero que era imprescindible. Aun así, era una pena que tuviera que caer junto a Victor, en particular si se tenía en cuenta que Kenny creía todo lo que me decía respecto a la lealtad de Victor y todas esas estupideces. Pero la debilidad de Kenny se originaba en el hecho de que aún veía a Victor con ojos de adolescente. Aún lo idolatraba porque consideraba que había sido exitoso como vendedor de coca, cuando lo cierto era que Victor solo había triunfado traficando marihuana, lo que se considera el peldaño más bajo en el escalafón de la venta de drogas.

Yo ya había tenido una reunión con Danny cuando regresé a Stratton después del encuentro con Ike. Le expliqué mi plan con gran detalle, reservándome muy poco. Cuando terminé, su respuesta fue la esperada.

—Para mí —dijo— siempre serás el dueño de Stratton, y sesenta centavos de cada dólar siempre serán tuyos. Y eso vale tanto si instalas tu oficina al otro lado de la calle como si decides dar la vuelta al mundo en tu yate.

Entonces, una hora más tarde, llegaba a Tenjin, donde lo primero que hizo fue servirse una gran taza de sake. A continuación, llenó las nuestras y alzó la suya, disponiéndose a hacer un brindis. Dijo:

—Por la amistad, la lealtad y porque hagamos un scrum con unas fichas azules esta noche.

—¡Eso! ¡Eso! —exclamé, y los cuatro entrechocamos nuestras tazas de porcelana blanca antes de apurar el tibio líquido ardiente.

Volviéndome a Kenny y Victor dije:

—Mirad, todavía no le he contado a Danny en qué estamos con lo de Duke —mentira—, así que permitidme que le haga una breve síntesis para ponerlo al día, ¿de acuerdo?

Victor y Kenny asintieron y, tras una breve introducción, pasé a los pormenores. Cuando llegué al tema del emplazamiento de Duke, me volví a Victor y le dije:

—Te daré un par de opciones. La primera es instalarte en Nueva Jersey, apenas cruzando el puente George Washington y abrir la firma allí. Lo mejor sería Fort Lee, o tal vez Hackensack. En cualquiera de los dos casos, no tendrás problemas para reclutar personal. Podrás atraer a chicos de toda Nueva Jersey. Incluso es posible que algunos se vengan de Manhattan, los que estén hartos de trabajar allí. La segunda opción sería ir a Manhattan mismo, pero esa es una espada de doble filo. Por un lado, allí hay un millón de muchachos, de modo que reclutar no sería un problema. Pero, por otro, te será difícil construir lealtades allí.

»Una de las claves de Stratton es que somos la única opción en este lugar. Mira este restaurante, por ejemplo. —Señalé las mesas con la cabeza—. Todos los comensales son strattonitas. Así que se trata, Victor, de una sociedad autosuficiente —resistí el deseo de usar la palabra “secta”, más apropiada— en la que nadie está expuesto a un punto de vista alternativo. Si abres una oficina en Manhattan, tus corredores almorzarán con otros, de mil firmas diferentes. Quizás ello no parezca demasiado importante ahora, pero créeme, en el futuro lo será, en particular si tienes mala prensa o si tus acciones se desmoronan. Entonces, te sentirás muy feliz de estar en un lugar en el que nadie pueda susurrarles cosas negativas en los oídos a tus corredores. Pero en fin, la elección es tuya.

Victor asintió lentamente con su cabezota de panda, como si ponderara los pros y los contras. Me pareció casi risible, puesto que sabía que las probabilidades de que el chino quisiera irse a Nueva Jersey eran pocas o ningunas, y que, como dicen, «pocas» se había ido de vacaciones. Su gigantesco ego jamás le permitiría irse a Nueva Jersey. Al fin y al cabo, mal podía decirse que ese estado evocara ideas de riqueza y éxito, ni que fuera, aún más importante, un lugar donde se concentraran los que influían en el juego de las finanzas. No, Victor querría abrir su firma en el corazón mismo de Wall Street, tuviera sentido hacerlo o no. Y eso era justo lo que yo quería. Así, me sería mucho más fácil destruirlo cuando llegase el momento.

Yo les había hecho ese mismo discurso a los propietarios de Biltmore y de Monroe, todos los que originalmente habían querido abrir sus oficinas en Manhattan. Y por eso era que Monroe Parker estaba metida en el remoto interior del estado de Nueva York y que Biltmore tenía sus oficinas en Boca Ratón, para ser más precisos, en el área conocida como «Milla de los Gusanos», que era el nombre que la prensa le había dado a la parte del sur de Florida donde se concentraban las agencias de Bolsa.

A fin de cuentas, todo se reducía a lavar cerebros, lo que tiene dos aspectos. El primero consiste en repetir una y otra vez la misma cosa a un público cautivo. El segundo, en cerciorarse de ser el único que habla. No puede haber otros puntos de vista. Claro que ayuda si lo que uno dice es lo único que sus súbditos quieren oír, lo cual era el caso en Stratton Oakmont. Dos veces al día, todos los días, me ponía en pie al frente de la sala de negocios y les decía a todos que si hacían exactamente lo que yo dijera, tendrían más dinero del que nunca hubieran creído posible y que las muchachas más hermosas se arrojarían a sus pies. Y eso era exactamente lo que había ocurrido.

Al cabo de unos buenos diez segundos de silencio, Victor respondió:

—Entiendo lo que dices, pero creo que yo andaría muy bien en Manhattan. Hay tantos muchachos que me parece imposible no cubrir todas mis plazas en dos segundos.

Cabeza Cuadrada añadió:

—Y apuesto a que Victor es capaz de motivarlos, y mucho. Así que todos estarán felices de trabajar para él. Como sea, puedo ayudarlo en ese aspecto. Tomé notas de todos tus discursos, así que podemos repasarlos con Victor y…

¡Oh, por Dios! Dejé de escuchar de inmediato y me puse a estudiar al panda gigante, procurando imaginar qué ocurriría en el interior de su retorcido cerebro. De hecho, no era nada tonto y tenía su utilidad. Por ejemplo, me había hecho todo un servicio hacía unos tres años…

Fue justo después de que abandoné a Denise. Nadine aún no se había mudado a vivir conmigo de forma oficial, de modo que, como no tenía una mujer en casa, decidí contratar un mayordomo a tiempo completo. Yo quería un mayordomo gay, como el que salía en Dinastía, ¿o era en Dallas? Como fuera, la cosa era que quería un mayordomo gay propio, pues, rico como era, me parecía que me correspondía.

De modo que Janet salió en busca de un mayordomo gay que, por supuesto, no tardó en encontrar. Se llamaba el Mayordomo Patrick y era tan gay que le salían plumas del culo. Patrick me pareció un buen tipo, más allá del hecho de que de vez en cuando se le veía un poco borracho. Pero como yo no pasaba mucho tiempo en casa, realmente no sabía demasiado bien cómo era.

Cuando la duquesa se mudó, enseguida se hizo cargo de la casa y empezó a notar algunas cosas. Por ejemplo, que el Mayordomo Patrick era un alcohólico perdido que cambiaba de parejas sexuales a la velocidad con que dispara una ametralladora, o al menos eso es lo que le dijo a la duquesa, en una ocasión en que su lengua lameculos estaba lubricada con valium, alcohol y quien sabe qué más.

Los problemas no tardaron en llegar. El Mayordomo Patrick cometió el lamentable error de suponer que la duquesa cenaría conmigo en casa de mis padres para Pascua, de modo que decidió celebrar una orgía gay para veintiún amigos, que formaron un tren humano en mi sala de estar antes de ponerse a luchar desnudos en mi habitación. Sí, cuando la duquesa (que por entonces tenía veintitrés años) llegó, tuvo el placer de ver todo un espectáculo: todos esos homosexuales apretados unos contra otros, bolas contra culos, follando como animales de granja en nuestro nidito de amor de Manhattan, en el piso veintitrés de las torres Olympic.

Fue precisamente por la ventana de ese apartamento que Victor suspendió al Mayordomo Patrick sobre el vacío cuando salió a la luz que este y sus amiguetes me habían robado cincuenta mil dólares en efectivo del cajón de los calcetines. En defensa de Victor debe decirse que solo suspendió a Patrick del lado de afuera de la ventana después de haberle solicitado en repetidas ocasiones que devolviese los bienes robados. Claro que enfatizó sus pedidos con crosses de derecha y ganchos de izquierda, que tuvieron el efecto de romper la nariz de Patrick, reventarle los capilares de ambos ojos y fisurarle tres o cuatro costillas. Es de suponer que Patrick confesó y devolvió el dinero, ¿verdad?

Bueno, no. De hecho, Danny y yo estábamos allí y presenciamos el salvaje numerito de Victor. Danny fue el que se mostró más duro a la hora de hablar; al menos, así lo hizo hasta que el chino lanzó el primer puñetazo y el rostro de Patrick explotó, convirtiéndose en una hamburguesa cruda, en cuyo momento Danny corrió al baño y se puso a vomitar.

Al cabo de un rato, me pareció que Victor se estaba entusiasmando y que tenía toda la intención de tirar a Patrick por la ventana. De modo que le pedí amablemente que lo volviese a meter, cosa que pareció lamentar profundamente, pero que hizo. Cuando Danny emergió del baño, con semblante preocupado y verdoso, le expliqué que había llamado a la policía y que venían a arrestar al Mayordomo Patrick. Danny se azoró porque yo tuviese la osadía de llamar a la policía después de haber instigado el ataque contra Patrick. Pero le expliqué que, cuando la policía llegase, les contaría exactamente qué había pasado, y eso fue lo que hice. Y para asegurarme de que los dos jóvenes policías me entendieran bien, les di mil dólares en efectivo a cada uno, ante lo cual asintieron, sacaron las porras de sus cinturones de uniforme del departamento de policía de Nueva York y se lanzaron a darle otra concienzuda paliza a Patrick.

Mientras divagaba entre esos recuerdos, llegó Massa, mi camarero favorito, para apuntar nuestros pedidos. Sonreí y le dije:

—Dime, Massa, qué recomiendas…

Pero Massa me cortó en seco, preguntando:

—¿Por qué tomar limo hoy? ¿Dónde Ferrari? ¡Como Don Johnson!, ¿no? ¡Tú como Don Johnson! —Ante lo cual las dos camareras exclamaron:

—¡Ohh… él ser Don Johnson… él ser Don Johnson!

Les sonreí a mis admiradoras japonesas, que se referían a mi Ferrari Testarossa blanco, exactamente el modelo que conducía Don Johnson en su papel de Sonny Crockett en Corrupción en Miami. Era solo un ejemplo entre muchos de la manera en que yo hacía realidad mis fantasías de adolescente. Como Corrupción en Miami fue una de mis series de televisión favoritas de esos años, me compré un Testarossa blanco apenas gané mi primer millón. La referencia a Don Johnson me abochornó un poco, así que, agitando una mano y meneando la cabeza dije:

—Bien, pues, ¿qué hay en el menú…?

Pero Massa volvió a interrumpirme.

—¡Tú también ser James Bond! Tener Aston Martin como Bond. Tener juguetes en coche… ¡Aceite… clavos!

Ante lo cual las camareras exclamaron:

—¡Ohh, él ser James Bond! ¡Besa-besa, mata-mata! ¡Besa-besa, mata-mata!

Todos nos desternillamos. Massa se refería a una de las imbecilidades más grandes que yo nunca hubiese cometido. Había ocurrido hacía casi un año. Una nueva emisión había producido ganancias por valor de veinte millones de dólares. Yo estaba sentado en la oficina con Danny y los qualuuds comenzaban a surtir efecto. Comencé a sentir una irrefrenable necesidad de gastar dinero. Llamé a mi vendedor de coches exóticos y le compré a Danny un convertible Rolls Royce Corniche negro por doscientos mil dólares. Después, compré un Aston Martin Virage verde para mí, por doscientos cincuenta mil dólares. Pero con eso no me alcanzó. Aún sentía necesidad de gastar. Así que el vendedor me propuso convertir mi Aston Martin en un auténtico auto de James Bond. Podría tirar una mancha de aceite e interferir radares. Su matrícula se escondería, revelando una luz estroboscópica destinada a cegar a los perseguidores. También tendría una caja, que pulsando un interruptor, esparciría sobre la carretera clavos, pinchos o diminutas minas terrestres, en el supuesto de que yo encontrara un traficante de armas que me las vendiera. El precio: cien mil dólares. Incorporé todas las modificaciones propuestas, que tuvieron el efecto de quitarle tanta energía a la batería que el coche nunca funcionó bien. De hecho, cada vez que salía a dar una vuelta, se averiaba, así que se quedó en mi garaje, donde lucía muy bonito.

Le dije a Massa:

—Gracias por el elogio, pero estamos hablando de negocios, amigo mío.

Massa hizo una obediente reverencia, recitó los especiales del día y apuntó nuestros pedidos. Volvió a inclinarse y se marchó.

Le dije a Victor:

—Bueno, volvamos al tema del financiamiento. No me convence eso de que la madre de Kenny emita el cheque. No importa si estáis haciendo negocios entre vosotros o no. Es una señal de alarma, así que no lo hagáis. Te daré los cuatrocientos mil en efectivo, pero no quiero que recibas dinero de Gladys. ¿Y tus propios padres? ¿No puedes darles el dinero y que ellos emitan el cheque?

—Mis padres no son así —dijo Victor, en un raro momento de humildad—. Son personas sencillas y no lo entenderían. Pero puedo organizar algo con cuentas del exterior, en Oriente, a las que tengo acceso.

Con disimulo, Danny y yo intercambiamos una mirada. El jodido chino hablaba de cuentas en el exterior antes de siquiera haber abierto su firma de Bolsa. ¡Qué maníaco depravado! Existe una progresión lógica para cometer delitos, y la clase de delito a la que Victor se refería viene al final, cuando ya has ganado dinero, no al comienzo. Le dije:

—Eso hace sonar otras alarmas, distintas, pero igualmente estridentes. Déjame que lo piense durante un día o dos y daré con la mejor manera de hacerte llegar el dinero. Quizás haga que una de mis ratoneras te lo preste, no en forma directa sino a través de un tercero. Ya se me ocurrirá algo, no te preocupes.

Victor asintió con la cabeza.

—Lo que digas, pero si necesitaras recurrir a mis cuentas en el exterior, solo dímelo, ¿de acuerdo?

Le dirigí una sonrisa inexpresiva y tendí mi lazo:

—Sí, te haré saber si las necesito, pero lo cierto es que no me meto en esa clase de cosa. Pero hay un último tema del que debo hablarte, que es cómo debes manejar la cuenta de negocios de Duke. Hay dos maneras de hacerlo, a la larga y a la corta. Ambas tienen sus pros y sus contras. No me voy a meter en todos los pormenores ahora, pero te haré una síntesis. Si haces negocios a la larga, puedes ganar mucho más dinero que de la otra manera. Cuando digo a la larga me refiero a conservar grandes bloques de acciones en la caja de negocios de Duke; entonces, puedes hacer que su precio suba y ganar dinero sobre lo que tienes guardado. Del mismo modo, si haces negocios a la corta, es decir, si conservas un número de acciones reducido en caja, cuando esos títulos suban, estarás perdiendo dinero. Y durante tu primer año de actividad es de suponer que todas las acciones que manejes subirán, así que, si lo que quieres es ganar mucho dinero, te conviene trabajar favoreciendo marcadamente los negocios a la larga. Es lo que debes hacer si realmente quieres oír la campanilla de la caja registradora. Ahora bien, no negaré que ello requiere pelotas; es algo que puede llegar a ponerte bastante nervioso, porque tus corredores no siempre estarán en condiciones de comprar todos los títulos que tengas en depósito. De modo que hay una tendencia a que el efectivo quedé paralizado bajo la forma de títulos en inventario.

»Pero siempre y cuando tengas suficiente confianza, y agallas para esperar, cuando pase la fase descendente y los títulos comiencen a subir, ganarás una jodida fortuna. ¿Me sigues, Victor? No es una estrategia para débiles. Es una estrategia para los que son fuertes y saben trabajar a futuro. —Con esas palabras alcé mucho las cejas y volví las palmas hacia arriba, como si dijera: “¿Eres de lo míos en este aspecto?”. Después, esperé para ver si Cabeza Cuadrada hacía alguna observación sobre el hecho de que yo acababa de darle a Victor el peor consejo de la historia de Wall Street. Lo cierto es que hacer negocios a la larga es la receta segura para el desastre. Retener acciones en la cuenta de tu empresa conlleva el riesgo de perderlo todo. El efectivo es lo que manda en Wall Street, y si tu cuenta de negocios está comprometida en acciones, eres vulnerable a los ataques. En cierto modo, eso mismo ocurre en cualquier otro negocio. Hasta un fontanero que haya invertido demasiado en herramientas y repuestos puede encontrarse con que está corto de efectivo. Y a la hora de pagar las cuentas, es decir, alquiler, teléfono, salarios, mal puede ofrecerles a sus acreedores pagarlas con elementos de fontanería. No, el efectivo manda en todos los negocios, y especialmente en el de las finanzas, donde tu inventario puede perder todo su valor de un día a otro.

La manera correcta de hacer las cosas es a la corta, lo que te mantiene provisto de efectivo. Si bien es cierto que pierdes si las acciones suben, puede considerarse que ese coste equivale a pagar una prima de seguros. Así había administrado yo la cuenta de negocios de Stratton, permitiendo que la firma sufriese pérdidas en la compraventa diaria, pero asegurando que mantuviese sus reservas de efectivo, un modo de garantizar que, el día que hacíamos una nueva emisión, la campanilla de la caja registradora no dejara de sonar. En síntesis, puede decirse que perdía un millón al mes por negociar acciones a la corta, pero al mismo tiempo me aseguraba diez millones al mes en emisiones públicas iniciales al no desprenderme de mi efectivo. Me parecía algo tan evidente que no podía concebir que se hiciesen negocios de otra manera.

El asunto era ver si Cabeza Cuadrada y el chino entendían o no cuál es la buena forma de hacer negocios. Yo esperaba que la locura misma de la idea de negociar a la larga fuese atractiva para el ego de Victor. Lo cierto es que ni siquiera Danny, que era muy listo, entendía del todo ese concepto, o quizá lo que ocurriera fuese que tenía tal inclinación innata a los riesgos que estuviese dispuesto a poner en juego la salud de la empresa con tal de tener la posibilidad de ganar unos pocos millones más al año. Era imposible saberlo.

En el momento justo, Danny intervino.

—Te diré la verdad. Al comienzo, me ponía nervioso cuando veía que hacías negocios a gran escala a la larga, pero, con el tiempo, bueno… cuando vi todo el dinero adicional que ello traía —se puso a menear la cabeza, como aprobando sus propios dislates—, bueno… es increíble. Pero sin duda requiere pelotas.

Kenny, el idiota:

—Sí, ganamos fortunas haciendo negocios de esa manera. Sin duda que ese es el modo, Vic.

Tenía su gracia, pensé. Al cabo de tantos años, Kenny aún no tenía ni la más remota idea de cómo hacía yo para mantener Stratton en el pináculo de la salud financiera, a pesar de todos los problemas. Yo nunca hice negocios a la larga, ¡ni una sola vez! A no ser, claro, en los días de emisión de nuevas acciones, en que permitía que durante unos pocos minutos cuidadosamente escogidos, la firma trabajara muy a la larga, mientras el precio de las unidades subía y subía. Pero lo hacía porque sabía que una gigantesca inundación de billetes de compra llegaría de un momento a otro.

Victor dijo:

—Vivir en el riesgo no es un problema para mí. Eso es lo que diferencia a los hombres de los niños. Siempre y cuando sepa que las acciones van a subir, estoy dispuesto a invertir en ellas hasta mi último centavo. El que no arriesga no gana, ¿no? —El panda sonrió hasta que sus ojos desaparecieron.

Asentí.

—Así es, Vic. Además, si te llegaras a encontrar en una posición difícil, siempre estaré ahí para apoyarte hasta que te recuperes. Considérame tu póliza de seguro.

Alzamos las tazas en un nuevo brindis.

Al cabo de una hora, yo recorría la sala de negocios con sentimientos contradictorios. Hasta ahora, todo iba según lo planeado, pero ¿qué pasaría con mi propio futuro? ¿Qué se haría del lobo de Wall Street? Al fin, toda esa experiencia, toda mi salvaje cabalgata se convertiría en un lejano recuerdo, algo para contarle a Chandler. Le contaría cómo, alguna vez, su papá fue uno de los jugadores clave de Wall Street, cómo fue dueño de una de las mayores firmas de Bolsa de la historia y cómo todos estos muchachos, que se hacían llamar strattonitas, andaban por Long Island gastando obscenas cantidades de dinero en toda clase de cosas inútiles.

Sí, Channy, los strattonitas seguían a tu padre y lo consideraban su rey. Y durante un breve período, más o menos para la época en que tú naciste, papá realmente era como un rey y a él y a mamá los trataban como a monarcas dondequiera que fuesen. Y ahora tu padre es… ¿Quién demonios es? Bueno, tal vez papá podría mostrarte algunos recortes de periódicos, quizás eso ayudaría a explicar las cosas… o… bueno, tal vez no. Todo lo que dicen sobre tu padre es mentira, Channy, ¡puras mentiras! La prensa siempre miente; ya lo sabes, Chandler, ¿no? Solo pregúntale a tu abuelita, Suzanne; ella te lo dirá. Oh, claro que hace un tiempo que no la ves; está en la cárcel con la tía Patricia, por lavado de dinero. ¡Caramba!

¡Esa sí que era una premonición oscura! ¡Por Dios! Respiré hondo y la aparté de mi conciencia. A los treinta y un años ya iba camino de ser olvidado. ¡Toda una fábula con moraleja! ¿Era posible ser un olvidado a esa edad? Tal vez mi caso fuese como el de los niños actores que en cuanto crecen un poco se ponen feos y desgarbados. ¿Cómo se llamaba el pelirrojo ese de La familia Partridge? ¿Danny Bona-ducha o algo así? Pero ¿no era mejor ser un olvidado que alguien que nunca llegó a nada? Era difícil decirlo, porque lo cierto era que esa moneda tenía otra cara, a saber, que me había habituado a algo sin lo cual me costaría vivir. Yo había vivido sin gozar de ese poderoso rugido durante veintiséis años, ¿no? Pero ahora… bueno, ¿cómo haría para vivir sin él, si ya era una parte tan importante de mí?

Respiré hondo, tomando fuerzas. Me tenía que concentrar en los muchachos, los strattonitas. ¡Se trataba de ellos! Tenía un plan, y a él me ceñiría: retirada gradual; mantener mi influencia tras bambalinas; tranquilizar a la tropa; mantener la paz entre las firmas de Bolsa; y tener a raya al Chino Depravado.

Cuando me aproximé al escritorio de Janet, vi que su semblante tenía una expresión sombría que anunciaba problemas. Tenía los ojos un poco más abiertos que de costumbre, los labios ligeramente separados. Estaba sentada en el borde de su asiento y, en el instante mismo en que sus ojos se encontraron con los míos se puso de pie y se me acercó. Me pregunté si le habría llegado algún indicio de lo que estaba ocurriendo con la SEC. Los únicos que lo sabíamos éramos Danny, Ike y yo, pero, en cosas como esa, Wall Street era un lugar curioso y las noticias solían viajar a una notable velocidad. De hecho, un viejo dicho de Wall Street afirma que «las buenas noticias viajan deprisa, las malas, a la velocidad de la luz».

Apretó los labios:

—Han llamaron de Visual Image para decir que tienen que hablar contigo cuanto antes. Dicen que es absolutamente urgente que te comuniques con ellos hoy mismo.

—¿Quién mierda es Visual Image? ¡Es la primera vez que oigo ese nombre!

—Sí que los conoces. Son los que hicieron el vídeo de tu boda, ¿recuerdas? Tú les fletaste el avión para que fuesen a Anguilla. Eran dos, un hombre y una mujer. Ella era rubia, él, de cabello castaño. Ella vestía…

La interrumpí:

—Sí, sí, ya los recuerdo. No necesito una descripción pormenorizada. —Meneé la cabeza, asombrado ante la memoria de Janet para los detalles. De no haberla interrumpido, hasta me habría dicho el color de la falda de la mujer—. ¿Quién llamó, él o ella?

—Él. Y parecía nervioso. Dijo que tenía que hablar contigo cuanto antes, que había un problema.

¿Un problema? ¿De qué mierda hablaba? ¡No tenía sentido! ¿Qué tema tan urgente podía tener para tratar conmigo el cámara de mi boda? ¿Podía tratarse de algo que ocurrió en esa fiesta? Me tomé un momento para registrar mi memoria… No, era muy difícil que fuera algo así, a pesar del hecho de que en su momento recibí una advertencia oficial del gobierno de la diminuta isla caribeña de Anguilla. Yo había pagado pasajes de avión a trescientos de mis amigos (¿amigos?) más íntimos para que fueran a pasar una semana de vacaciones, también pagadas por mí, en uno de los mejores hoteles del mundo, el Malliouhana. Me costó más de un millón de dólares y, el fin de la semana, el presidente de la isla me informó de que el único motivo por el cual no habían sido detenidos todos por posesión de drogas era que mi aporte a la economía local había sido tan importante que decidió hacer la vista gorda. Pero añadió que todos los asistentes habían sido puestos en una lista de vigilancia y que, si llegaban a regresar a Anguilla, harían bien en no traer sus drogas consigo. Pero todo había ocurrido tres años atrás, de modo que la llamada no podía tener nada que ver con ello, ¿o sí?

Le dije a Janet:

—Llámalo. Lo atenderé en mi oficina. —Me volví y me dirigí hacia ella. Por encima del hombro, pregunté—: Por cierto, ¿cómo se llama?

—Steve. Steve Burstein.

Al cabo de pocos segundos, el teléfono de mi escritorio sonó. Intercambié breves saludos con Steve Burstein, presidente de Visual Image, una pequeña empresa familiar ubicada en algún lugar de la costa sur de Long Island.

En tono preocupado, Steve dijo:

—Eh… bueno… no sé como decirte esto… digo… te portaste tan bien con mi esposa y conmigo. Nos trataste como si fuésemos invitados a tu boda. Nadine y tú fuisteis muy amables. Y nunca asistí a una boda tan agradable y…

Lo interrumpí.

—Oye, Steve, aprecio el hecho de que hayas disfrutado de mi boda, pero estoy más bien ocupado en este momento. ¿Por qué no me dices de qué se trata?

—Bueno —respondió—, hoy han venido a verme dos agentes del FBI y me pidieron una copia del vídeo de tu boda.

Y en ese momento supe que mi vida nunca volvería a ser la misma.