19

La mula improbable

¡Salir a cenar! ¡En Westhampton! O Judeo-Hampton, como lo llamaban los WASP hijos de puta que vivían al otro lado de la calle, en Southampton. Todos sabían que los WASP alzaban sus largas narices delgadas ante los westhamptonianos, como si fuésemos judíos de larga levita negra y sombrero de ala ancha a los que acaban de sellarles los pasaportes en Ellis Island.

A pesar de ello, yo consideraba que Westhampton era un excelente lugar para tener una casa de playa. Era un sitio para los jóvenes amantes de la diversión y, aún más importante, estaba lleno de strattonitas. Los strattonitas macho derrochaban obscenas cantidades de dinero en las strattonitas hembra. A cambio de ello, las strattonitas hembra recompensaban con actos igualmente obscenos a los strattonitas macho. Era una versión Stratton del quid pro quo.

Esa velada en particular, yo estaba sentado a una mesa para cuatro del restaurante Starr Boggs, emplazado sobre las dunas de la playa de Westhampton. Dos qualuuds empapaban el centro de placer de mi cerebro. Para un tipo como yo, era una dosis muy pequeña, y estaba totalmente controlado. Disfrutaba de una maravillosa vista del océano Atlántico, a apenas un tiro de piedra de nosotros. De hecho, estaba tan cerca que se oía el romper de las olas sobre la orilla. Eran las 20:30 de la tarde y aún había suficiente luz como para convertir el horizonte en una arremolinada paleta de púrpuras, rosas y azul medianoche. Una luna de tamaño inverosímil pendía sobre el Atlántico.

Era la clase de espectáculo que sirve de indiscutible testimonio de la maravilla de la madre naturaleza, y contrastaba marcadamente con el restaurante mismo, que era una maldita pocilga. Había mesas blancas plegables de metal esparcidas sobre un entablado gris que necesitaba con desesperación una mano de pintura y un buen pulido para quitarle las astillas. De hecho, si se te ocurría caminar descalzo por allí, sin duda irías a parar a la sala de urgencias del hospital de Southampton, la única institución sanitaria local que, aunque con renuencia, aceptaba judíos. Para agravar las cosas, unos cien farolillos rojos, anaranjados y morados pendían de unos delgados alambres grises que se cruzaban por encima del local, carente de techo. Parecía que alguien que padecía de un grave problema de alcoholismo hubiese olvidado retirar la decoración de la Navidad anterior. Y por si eso fuera poco, había antorchas de estilo polinesio estratégicamente plantadas aquí y allá. Emitían un mortecino fulgor anaranjado que le daba al lugar un aspecto aún más triste.

Pero nada de eso —fuera de las antorchas— era responsabilidad de Starr, el alto y barrigón propietario del restaurante. Starr era un cocinero de primera y sus precios eran razonables. Una vez, traje al Loco Max para que viera por sí mismo por qué la cuenta promedio por una cena en Starr Boggs ascendía a diez mil dólares. Era un concepto que le costaba entender, dado que no sabía que el vino tinto que Starr me reservaba tenía un precio de unos tres mil dólares por botella.

Esa noche, la duquesa y yo, junto a su madre, Suzanne, y la hermana de esta, la adorable Patricia, habíamos dado cuenta de dos botellas de Chateau Margaux 1985, y ya quedaba poco de la tercera, a pesar de que aún ni siquiera habíamos pedido la entrada. Pero, dado que tanto Suzanne como la tía Patricia eran medio irlandesas, era de esperar que tuviesen inclinación por el alcohol.

Hasta ese momento, la conversación era completamente inocua, y me había cuidado de que ni siquiera rozara el tema del lavado internacional de dinero. Si bien le había contado a Nadine lo que estaba haciendo con su tía Patricia, lo hice de modo en que todo pareciera perfectamente legítimo, obviando los detalles, como que estábamos violando unas mil leyes, y enfocándome en que la tía Patricia tendría su propia tarjeta de crédito, que le permitiría pasar sus últimos años desahogadamente. Tras unos minutos de mordisquearse la mejilla y alguna que otra amenaza poco entusiasta, Nadine aceptó mi versión de las cosas.

En esos momentos, Suzanne explicaba que el virus del sida era una conspiración del gobierno de Estados Unidos, no muy diferente de lo de Roswell o del asesinato de Kennedy. Yo procuraba prestarle toda mi atención, pero me distraían los ridículos sombreros de paja que ella y la tía Patricia había decidido usar. Eran más anchos que sombreros mexicanos y tenían flores rosadas alrededor de la copa. Era evidente que esas mujeres no eran residentes de Judeo-Hampton. De hecho, parecían de otro planeta.

Mientas mi suegra continuaba vapuleando al gobierno, la duquesa me hurgó con la punta del zapato por debajo de la mesa, como si dijera: «¡Otra vez con sus rarezas!». Me volví como al descuido y le dediqué un imperceptible guiño. No terminaba de acostumbrarme a la rapidez con la que se había repuesto después de dar a luz a Chandler. Seis meses atrás parecía como si se hubiese tragado una pelota de baloncesto, y ya había recuperado su peso normal —cincuenta kilos de acero macizo— y estaba dispuesta a aporrearme ante la menor provocación.

Tomé la mano de Nadine y la puse sobre la mesa, como para mostrar que hablaba en nombre de los dos, y dije:

—En lo que hace a tus teorías sobre la prensa y que todo lo que dicen es una sarta de mentiras, no podría estar más de acuerdo contigo, Suzanne. El problema es que la mayoría de las personas no tiene tanto discernimiento como tú. —Meneé la cabeza con aire grave.

Patricia tomó su copa, le dio un prodigioso sorbo y dijo:

—Qué bien que sientas eso respecto de la prensa, en particular dado que eres uno de los que esos hijos de puta no dejan de vapulear. ¿No te parece, cariño?

Le sonreí y dije:

—Bueno, ¡eso merece un brindis! —Alzando mi copa, esperé a que los demás me imitaran antes de decir—: ¡A la salud de la adorable tía Patricia, que fue bendecida con el excepcional talento de llamar a las cosas por su nombre! —Chocamos las copas y bebimos vino por valor de quinientos dólares en menos de un segundo.

Nadine se inclinó hacia mí y, acariciándome la mejilla, dijo:

—Oh, amor, todos sabemos que todo lo que dicen sobre ti es mentira. ¡Así que no te preocupes, cariño!

—Sí —añadió Suzanne—, claro que todo es mentira. Parece que seas el único que está haciendo algo malo. Es casi como para reírse si lo piensas. Todo esto empezó con los Rothschild en el siglo XVIII y siguió con J. P. Morgan y los otros como él en el XIX. La Bolsa de Valores no es más que un títere del gobierno. Es obvio que…

Suzanne volvía a empezar. Sí, no cabía duda de que estaba un poco chiflada, pero ¿quién no lo está? Y era muy lista. Era una lectora voraz y había criado sola a Nadine y a su hermano menor, AJ, con excelentes resultados (al menos en el caso de mi esposa). Y el hecho de que su exmarido no la hubiese ayudado para nada en lo económico ni en ningún otro aspecto, hacía que su logro fuese aún más meritorio. Suzanne era una hermosa mujer con el cabello de un rubio rojizo que le llegaba a los hombros y brillantes ojos azules. En conjunto, era de las buenas.

En ese momento, Starr se acercó a la mesa. Vestía una chaqueta blanca y un alto gorro blanco de chef. Parecía el muñeco del pan Pillsbury, solo que medía más de dos metros de alto.

—Buenas noches —dijo en tono caluroso—. ¡Feliz día del trabajo para todos!

Mi esposa, la aspirante a amiga del pueblo, se puso de pie al instante, como una vehemente porrista, y le dio un simpático besito en la mejilla. Luego se puso a presentar a su familia. Tras unos maravillosos momentos de charla intrascendente, Starr se puso a explicar los platos del día, comenzando por sus mundialmente famosos cangrejos de concha blanda salteados. Pero al cabo de menos de un milisegundo yo ya no lo escuchaba. Pensaba en Todd y Carolyn y en mis tres millones de dólares. ¿Cómo demonios haría para sacarlos todos sin que me echaran el guante? ¿Cómo haría con el resto del dinero? ¿Debía haber recurrido al servicio de correo de Saurel? Pero eso parecía arriesgado, ¿o no? Se trataba de reunirse con un perfecto desconocido en algún sórdido punto de encuentro y entregarle todo ese dinero.

Miré a la madre de Nadine, que casualmente también estaba mirando en mi dirección. Me ofreció la más cálida de las sonrisas, una sonrisa de verdadero afecto, a la que correspondí al instante. Yo me había portado muy bien con Suzanne. De hecho, desde el día que me enamoré de Nadine, nunca le faltó nada a su madre. Nadine y yo le compramos un coche, le alquilamos una hermosa casa con vistas al mar y le dimos ocho mil dólares para gastos todos los meses. En mis libros, Suzanne tenía la máxima calificación. Siempre había respaldado nuestro matrimonio y…

De pronto, el más diabólico de los pensamientos acudió a mi mente. Realmente era una pena que Suzanne y Patricia no pudieran llevar parte de mi dinero a Suiza. ¿Quién iba a sospechar de ellas? ¡Míralas, con esos estúpidos sombreros! ¿Qué posibilidades había de que un funcionario aduanero las detuviese? ¡Cero! ¡Sin duda! ¿Dos damas ancianas contrabandeando dinero? Sería el crimen perfecto. Pero me arrepentí al instante de mi idea. ¡Por Dios! Si metía a Suzanne en problemas…, bueno. ¡Nadine me crucificaría! Era capaz de abandonarme, llevándose a Chandler. ¡Eso era inimaginable! ¡No podría vivir sin ellas! No era…

Nadine chilló:

—Tierra llamando a Jordan. ¡Hola, Jordan!

Me volví hacia ella y le dirigí una sonrisa boba.

—Quieres el pez espada, ¿verdad, cariño?

Asentí con vehemencia, sin dejar de sonreír.

Añadió, con total confianza:

—También quiere ensalada César sin croûtons. —Se inclinó y me estampó un húmedo beso en la mejilla antes de volver a su asiento.

Starr nos agradeció y elogió la elección de Nadine antes de marcharse rumbo a la cocina. La tía Patricia alzó su copa de vino y dijo:

—Quisiera hacer otro brindis, por favor.

Todos levantamos nuestras copas.

—Por ti, Jordan. Sin ti, ninguno de nosotros estaría aquí hoy. Y gracias a ti, me mudo a un nuevo y mejor apartamento, cerca de mis nietos —miré por el rabillo del ojo a la duquesa, para ver cómo se lo tomaba. ¡Se mordisqueaba la mejilla! ¡Oh, mierda!—, y lo suficientemente grande como para que cada uno de ellos tenga su propio dormitorio. Eres un hombre verdaderamente generoso, querido, y eso es algo para enorgullecerse. ¡Por ti, querido!

Entrechocamos nuestras copas y Nadine, inclinándose sobre mí, me dio un tibio, maravilloso, beso en los labios, que hizo que más de dos litros de sangre afluyeran a mi entrepierna.

¡Oh! ¡Qué maravilloso era mi matrimonio! ¡Era más fuerte cada día que pasaba! Nadine, Chandler, yo… Éramos una verdadera familia. ¿Qué más se podía pedir?

Dos horas más tarde, estaba golpeando mi propia puerta, como Pedro Picapiedra cuando Dino, su mascota, lo deja afuera.

—¡Vamos, Nadine! ¡Abre la puerta y déjame entrar! ¡Lo siento!

Desde el otro lado de la puerta, la voz de mi esposa rezumaba desdén.

—¿Que lo sientes? ¿Ah, sí, mierdita? ¡Si abro esta puerta será para romperte la cara!

Respiré hondo y exhalé poco a poco. ¡Por Dios, odiaba eso de los diminutivos! ¿Por qué tenía que usarlos? ¡Si yo no era tan pequeño!

—¡Nadine, solo estaba bromeando! ¡Por favor! ¡No permitiré que tu madre lleve dinero a Suiza! ¡Ahora, abre la puerta y déjame entrar! —Nada. Ni una palabra. Solo el sonido de pasos.

¡Maldita sea! ¿Por qué se enfadaba tanto? ¡No había sido yo quien sugirió que su madre llevase un par de millones a Suiza! ¡Ella se ofreció! ¡Quizá yo la había incitado, pero quien se ofreció fue ella!

Con más energía:

—¡Nadine! ¡Abre la puta puerta y déjame entrar! ¡Te estás excediendo!

Volví a oír pasos, y la ranura para echar el correo, a la altura de mi cintura, se abrió. La voz de Nadine salió de allí.

—Si quieres que hablemos, podemos hablar por aquí.

¿Qué remedio me quedaba? Me incliné y…

¡Plas!

—¡Ayyyyy, mierda! —chillé, enjugándome los ojos con el faldón de mi camiseta blanca Ralph Lauren—. ¡Esa agua estaba hirviendo, Nadine! ¿Qué mierda te pasa? ¡Me podrías haber quemado!

La duquesa, desdeñosa:

—¿Que te podría haber quemado? Haré eso y algo más. ¿Cómo mierda fuiste capaz de convencer a mi madre de hacer una cosa así? ¿Crees que no me di cuenta de cómo la manipulaste? ¡Claro que se iba a ofrecer, después de todo lo que hiciste por ella! ¡Te fue tan sencillo lograr que lo hiciera, pequeño hijo de puta manipulador! ¡Tú y tus estúpidas, jodidas, tácticas de venta o trucos mentales de Jedi o como mierda que lo llames! ¡Eres un ser despreciable!

A pesar de todo lo que dijo, lo que más me hirió fue la palabra «pequeño».

—Cuidado con llamarme pequeño, o te voy a dar una paliza…

—¡Inténtalo! ¡Si me llegas a levantar la mano, te cortaré las pelotas mientras duermes y te las haré comer!

¡Caramba! ¿Cómo era posible que una cara tan bonita vomitase tanto veneno? ¡Y a mí, su propio marido! Durante la cena, la duquesa lucía como un ángel, por no mencionar el hecho de que se pasó la velada cubriéndome de besos. Pero ocurrió que, cuando Patricia concluyó su brindis, las vi a ella y a Suzanne desde cierto ángulo que hizo que me pareciesen idénticas, con sus ridículos sombreros de paja, a las hermanas Pigeon de la película La extraña pareja. Pensé que a ningún agente aduanero que estuviese en sus cabales se le ocurriría detener a las hermanas Pigeon.

Y el hecho de que ambas tuvieran pasaportes británicos hacía que todo pareciese aún más plausible. De modo que lancé un globo sonda para ver si alguna de ellas se mostraba receptiva a la idea de contrabandear dinero para mí.

La voz de mi esposa, por la abertura:

—Agáchate y dime, mirándome a los ojos, que no le permitirás hacerlo.

—¿Que me agache? ¡Sí, seguro! —dije en tono burlón—. ¿Que te mire a los ojos? ¿Para que me tires más agua hirviendo en la cara? ¿Qué crees, que soy un jodido estúpido?

La duquesa, con voz inexpresiva:

—No te voy a tirar más agua. Te lo juro por Chandler.

Me mantuve firme.

Prosiguió:

—Sabes, el problema es que mi madre y la tía Patricia creen que todo esto es un puto juego. Ambas odian al gobierno y consideran que la tuya es una causa justa. Y ahora que mi madre tiene esa idea en la cabeza, no dejará de hablar de ella hasta que le permitas llevarla a cabo. La conozco muy bien. Cree que cruzar la aduana con todo ese dinero sin que la descubran es de lo más emocionante.

—No le permitiré hacerlo, Nadine. Ni siquiera tendría que haberlo mencionado. Solo había bebido demasiado vino. Hablaré mañana con ella.

—No es que hubieras bebido demasiado. Eres un pequeño demonio incluso cuando estás sobrio. No sé por qué te amo tanto. ¡Yo estoy loca, no tú! ¡Tendría que hacerme ver por un psiquiatra, de veras! ¡Digo, la cena de hoy costó veinte mil dólares! ¿Quién se gasta veinte mil en una cena, como no se trate de una boda o algo así? ¡Nadie que yo conozca! ¡Tienes tres jodidos millones guardados en el armario, y tampoco eso es normal!

»Al contrario de lo que crees, Jordan, no necesito todo esto. Lo único que quiero es tener una vida agradable y tranquila, lejos de Stratton y de todas estas locuras. Creo que deberíamos cambiar antes de que ocurra algo malo. —Hizo una pausa—. Pero no cambiarás nunca. Eres adicto al poder, a que todos esos idiotas te llamen rey y lobo. ¡Por el amor de Dios! ¡El lobo! ¡Qué puta ridiculez! —Su repugnancia parecía chorrear por la cerradura—. ¡Mi marido, el lobo de Wall Street! ¡Es lo más absurdo que he oído en mi vida! Pero eres incapaz de verlo. Solo te importas tú mismo. Eres un pequeño hijo de puta egoísta. De verdad que lo eres.

—¡Basta de decirme pequeño, carajo! ¿Qué mierda te pasa?

—¡Ay! ¡Eres tan susceptible! —dijo, burlona—. Bueno, don Susceptible, óyeme bien: esta noche duermes en la habitación de huéspedes. ¡Mañana por la noche también! ¡Quizá, con un poco de suerte, te deje acostarte conmigo el año que viene! ¡Pero no estoy segura de que eso vaya a ocurrir! —Al cabo de un momento, oí el sonido de la llave al abrir la cerradura… después, sus tacones altos, que subían por las escaleras.

Bueno, supongo que me lo merecía. Pero, aun así, ¿qué probabilidades había de que detuvieran a su madre? ¡Diría que casi cero! Lo que hizo que la idea brotase en mi cerebro fueron esos estúpidos sombreros de paja. Y el hecho de que yo fuese el sostén económico de Suzanne también contaba, ¿o no?

Al fin y al cabo, ¡ella fue quien se ofreció! La madre de la duquesa era una dama inteligente y decente y, en su fuero interno, tenía que saber que tenía una suerte de deuda tácita conmigo, y que yo podía pretender cobrarla si realmente lo necesitaba. Digo, si prescindimos de todos los cuentos chinos, nadie da cosas porque es bueno y nada más, ¿verdad? Siempre hay un motivo ulterior, aunque más no sea la sensación de satisfacción personal que da ayudar a otro ser humano, lo cual, en sí, también es un placer egoísta.

Para ver el lado bueno de las cosas, al menos la duquesa y yo habíamos tenido relaciones sexuales esa tarde. De modo que un día o dos sin sexo no serían tan difíciles de manejar.