18

Fu Manchú y la mula

Era una soleada tarde de sábado en Westhampton Beach, el fin de semana largo del Día del Trabajo, y mi esposa y yo estábamos en la cama, haciendo el amor como cualquier matrimonio. Bueno, casi. La duquesa estaba tumbada de espaldas con los brazos extendidos por encima de su cabeza, que reposaba sobre una almohada de seda blanca. El perfecto óvalo de su rostro estaba enmarcado por su excitante cabellera rubia. Yo estaba tendido sobre ella, con mis brazos extendidos como los suyos. Nos estrechábamos las manos, entrelazando los dedos. Lo único que nos separaba era una delgada película de transpiración.

Yo trataba de usar todo el peso de mi escuálido cuerpo para evitar que se moviera. Teníamos más o menos la misma talla, de modo que encajábamos a la perfección. Aspiré su glorioso aroma y sentí que sus pezones se clavaban en mis tetillas. Sentía la tibieza de sus deliciosos muslos y la sedosa suavidad de sus tobillos que se restregaban contra los míos.

Pero, aunque mi esposa era suave, esbelta, y unos diez grados más caliente que la más furiosa de las hogueras, ¡también era fuerte como un buey! Por mucho que lo intentara, me estaba resultando imposible hacer que se mantuviera en un lugar.

—¡Deja de moverte! —grité, con una mezcla de pasión e ira—. ¡Ya casi termino, Nadine! ¡Solo mantén juntas las piernas!

La voz de la duquesa adoptó el tono de la de un niño que está a punto de tener una rabieta.

—¡Es-toy in-có-mo-da! ¡Dé-ja-me le-van-tar-me ya mis-mo!

Traté de besarla en los labios, pero volvió la cabeza y solo logré acertarle a uno de sus altos pómulos. Estirando la cabeza, procuré alcanzarla desde el costado, pero inmediatamente apartó la cabeza. Quedé frente a su otro pómulo. Era tan marcado que casi me corta el labio inferior.

Yo sabía que debía haberla soltado —habría sido lo correcto—, pero no estaba de talante para mudanzas en ese preciso instante, en particular ahora, cuando me encontraba a punto de llegar a la Tierra Prometida. De modo que intenté un cambio de táctica. En tono suplicante dije:

—¡Vamos, Nadine! ¡No me hagas esto! —Hice un puchero—. Llevo dos semanas siendo un esposo perfecto, ¡así que deja de quejarte y permíteme besarte!

Mientras pronunciaba esas palabras me enorgullecía, y mucho, de que fueran ciertas. Había sido un esposo casi perfecto desde el día que regresé de Suiza. No me había acostado con prostitutas, ¡ni una sola!, por no mencionar el hecho de que ni siquiera volvía tarde a casa. Mi consumo de drogas había disminuido mucho, bajando a la mitad de lo habitual. Incluso pasé días enteros sin consumirlas. De hecho, ni siquiera recordaba la última vez que había llegado a la fase del babeo.

Estaba en medio de uno de eso breves interludios en los que mi desenfrenada adicción a las drogas parecía, hasta cierto punto, controlada. Ya había pasado por esos lapsos en que mi urgencia de volar más alto que el Concorde disminuía en gran parte. Y durante tales períodos hasta mi dolor de espalda parecía mermar y dormía mejor. Pero, ay, siempre era solo por un tiempo. Una u otra cosa terminaban por lanzarme a nuevos excesos, peores que ninguno de los anteriores.

Sin poder evitar cierto tono de enfado, dije:

—¡Vamos, maldita sea! ¡Deja quieta la cabeza! ¡Estoy por acabar y quiero besarte cuando lo haga!

Al parecer, la duquesa consideró que la mía era una actitud egoísta que no podía aprobar. Antes de que me pudiera dar cuenta de lo que ocurría, me puso las manos sobre los hombros y con un rápido movimiento de sus esbeltos brazos empujó hacia arriba. Mi pene quedó libre y salí volando de la cama, rumbo al piso entarimado.

En mi descenso, vi durante un instante el agradable azul oscuro del océano Atlántico, que se extendía al otro lado de la pared de vidrio de una sola pieza que cerraba toda la parte trasera de la casa. El mar estaba a unos cien metros, pero parecía mucho más cerca. Antes de tocar tierra oí a la duquesa decir:

—¡Oh, cariño! ¡Cuidado! ¡No quise…!

¡Bum!

Respiré hondo y pestañeé, rogando por que no se me hubiera roto ningún hueso.

—Arghh… ¿Por qué has hecho eso? —gemí. Estaba tumbado de espaldas en el piso y mi pene erecto relucía al sol de la tarde. Alcé un poco la cabeza y contemplé mi erección durante un instante… estaba intacta. Eso me animó un poco. ¿Me había roto la columna vertebral? No, casi con certeza, no. Pero estaba demasiado aturdido como para moverme.

La duquesa asomó su rubia cabeza por el borde de la cama y se me quedó mirando con expresión interrogativa. Luego frunció sus generosos labios y, en el tono que suelen usar las madres para dirigirse a sus hijos cuando estos han sufrido alguna caída en los juegos de la plaza dijo:

—¡Oh, mi pobre bebé! ¡Regresa a la cama conmigo y haré que te sientas mejor!

Como a caballo regalado no se le miran los dientes, pasé por alto el diminutivo, rodé, me puse a cuatro patas y me incorporé. Estaba por retomar mi posición sobre ella, pero me detuve a contemplar, hipnotizado, el increíble espectáculo que se me ofrecía: no solo la deliciosa duquesa, sino los tres millones de dólares en efectivo sobre los que estaba tumbada.

¡Sí, eran tres millones justos! ¡Tres de los verdaderamente grandes!

Acabábamos de terminar de contarlos. Eran fajos de a diez mil, cada uno de algo menos de tres centímetros de espesor. Trescientos fajos esparcidos por toda la gigantesca cama, uno sobre el otro, en una pila de más de medio metro de alto. En cada ángulo de la cama se elevaba un enorme colmillo de elefante, a tono con la decoración del dormitorio, que evocaba un safari africano en pleno Long Island.

Nadine se apartó un poco en la cama, haciendo que setenta u ochenta mil dólares fueran a reunirse con el cuarto de millón que arrastré en mi caída. Pero ni se notó. Había tanto verde que la cama parecía la selva del Amazonas durante la temporada de lluvias.

La duquesa me dedicó una cálida sonrisa.

—¡Lo lamento, cariño! ¡No tenía intención de tirarte de la cama! ¡Te lo juro! —Se encogió de hombros con aire inocente—. Es que tenía un terrible calambre en el hombro y, bueno, se ve que no pesas mucho. Metámonos en el guardarropa y hagamos el amor allí. ¿De acuerdo, cariño? —Me dedicó otra sonrisa lúbrica y, en un único movimiento atlético, bajó su cuerpo desnudo de la cama y se quedó de pie junto a mí. Entonces, torció la boca y comenzó a mordisquearse el interior de una mejilla. Era algo que hacía cuando le costaba entender alguna cosa.

Al cabo de unos segundos dejó de mordisquear y dijo:

—¿Estás seguro de que esto es legal? Porque… No sé. Hay algo que me parece… raro.

En ese momento no sentía muchos deseos de mentirle a mi esposa acerca de mis actividades de lavado de dinero. De hecho, mi único deseo era que se inclinase junto al costado de la cama para follármela hasta no poder más. Pero era mi esposa, lo cual significaba que se había ganado el derecho a que le mintiera. Con la mayor de las convicciones dije:

—Ya te lo dije, Nadine. Saqué todo el dinero del banco. No es la primera vez que lo hago. Ahora bien, no te voy a negar que Elliot me da algún que otro dólar cada tanto. —¿Uno que otro? ¡Más bien cinco millones!—. Pero una cosa no tiene nada que ver con la otra. Este dinero es estrictamente legítimo, y si un representante del gobierno irrumpiera en la habitación, bastaría con mostrarle los comprobantes de extracción para que quedara satisfecho. —La abracé por la cintura y, ciñendo mi cuerpo al suyo, la besé.

Lanzó una risita y me apartó.

—Ya sé que lo sacaste del banco, pero igual es ilegal. No sé… tener todo este dinero en efectivo… bueno, no sé. Es raro. —Otra vez se puso a mordisquear—. ¿Estás seguro de que sabes lo que haces?

En ese momento yo ya iba perdiendo mi erección, lo que me entristecía profundamente. Había llegado la hora de un cambio de ámbito.

—Confía en mí, amor. Tengo todo bajo control. Metámonos en el guardarropa y hagamos el amor. Todd y Carolyn estarán aquí en menos de una hora y quiero hacer el amor sin prisas. Por favor.

Me miró entornando los ojos antes de emprender una súbita carrera, diciéndome por encima del hombro:

—¡Te apuesto una carrera hasta el guardarropa!

No cabe duda de que algunos judíos bastante chiflados emigraron de Lefrak City a comienzos de la década de 1970. Pero ninguno tan chiflado como Todd Garret. Todd me llevaba tres años, y aún recuerdo la primera vez que lo vi. Yo acababa de cumplir diez años y él estaba en el garaje para un solo coche del diminuto apartamento con jardín al que se había mudado con sus chiflados padres, Lester y Thelma. Su hermano mayor, Freddy, había muerto hacía poco debido a una sobredosis de heroína. Cuando lo encontraron sentado en el inodoro, dos días después, aún tenía una aguja oxidada clavada en el brazo.

De modo que, en términos relativos, Todd era normal.

Estaba pateando y dando puñetazos a una pesada bolsa de lona blanca, enfundado en pantalones negros y zapatillas negras de kung-fu. Por entonces, a comienzos de los setenta, no había academias de artes marciales en todos los centros comerciales locales, de modo que Todd Garret no tardó en hacerse fama de bicho raro. Pero al menos era tenaz. Lo podías encontrar doce horas al día, siete días a la semana, aporreando su bolsa con puños, rodillas y pies.

Nadie se lo tomaba en serio hasta que cumplió diecisiete años. Fue entonces que Todd se encontró en el lugar equivocado, un bar de Jackson Heights, Brooklyn. Jackson Heights estaba a pocos kilómetros de Bayside, pero podía haber sido otro planeta. El idioma oficial era el inglés chapurreado, la profesión más común el desempleo, y hasta las abuelas llevaban navajas automáticas. Resultó que en ese bar Todd tuvo una disputa con cuatro colombianos que vendían drogas. Lo atacaron. Cuando todo terminó, dos de ellos tenían los huesos rotos, los cuatro la cara partida y uno había sido acuchillado con su propia navaja, que Todd le había quitado. Después de eso, todos tomaron en serio a Todd.

A partir de ese momento, Todd se dedicó al tráfico de drogas a gran escala, cuya cima no tardó en alcanzar mediante una combinación de amenazas e intimidación y una considerable dosis de habilidades callejeras. Tenía veintipocos años y ganaba cientos de miles de dólares al año. Pasaba los veranos en el sur de Francia y en la Riviera italiana, y los inviernos en las gloriosas playas de Río de Janeiro.

Todo iba bien para Todd hasta cinco años atrás. Un día que estaba tumbado en la playa de Ipanema lo picó un insecto tropical y, sin más trámite, cuatro meses después estaba en lista de espera para un trasplante de corazón. En menos de un año, llegó a pesar cuarenta kilos, y su cuerpo de un metro ochenta de estatura se convirtió en un esqueleto.

Tras pasar dos largos años en la lista de espera, un leñador de más de dos metros de alto, que, al parecer tenía dos pies izquierdos y una línea de la vida inusualmente corta, murió al caerse de un alerce californiano. Como se suele decir, lo que es malo para unos es bueno para otros: sus tejidos resultaron ser perfectamente compatibles con los de Todd.

Tres meses después del trasplante, Todd había regresado al gimnasio; al cabo de otros tres, ya estaba totalmente recuperado; tres más, y se convirtió en el mayor traficante de qualuuds de Estados Unidos, y cuando pasaron otros tres meses, descubrió que yo, Jordan Belfort, propietario de la legendaria firma de inversiones Stratton Oakmont, era adicto a los qualuuds, así que entramos en contacto.

Sucedió hacía más de dos años y, desde ese momento, Todd me había vendido cinco mil qualuuds, además de darme otros cinco mil gratis, como agradecimiento por todo el dinero que yo lo hacía ganar con las nuevas emisiones de Stratton. Pero cuando las ganancias por las nuevas acciones fueron millonarias, no tardó en darse cuenta de que no había manera de que me lo pagara con qualuuds. Así que le dio por preguntarme si no necesitaba que hiciera algo, lo que fuera, por mí.

Resistí cuanto pude mi deseo de hacer que aporreara a todos los que me habían mirado mal de segundo grado en adelante, pero a la enésima vez que me dijo «si hay algo que pueda hacer por ti, aunque sea matar a alguien, házmelo saber», decidí aceptar su oferta. Y el hecho de que su nueva esposa, Carolyn, fuese suiza, hacía que las cosas pareciesen más naturales.

En ese preciso instante, Todd y Carolyn estaban de pie en mi dormitorio, haciendo lo de siempre: discutir. A instancias mías, la duquesa se había ido de compras a la ciudad. No era cuestión de que viera la locura que estaba teniendo lugar.

Carolyn no vestía más que prendas de seda blanca y zapatillas Tretorn blancas de tenis. Estaba de pie a menos de un metro y medio de mí, con las manos enlazadas detrás de la cabeza y los codos hacia fuera, como si un policía acabara de gritar: «¡No se mueva! ¡Las manos detrás de la cabeza o disparo!». Entretanto, sus enormes pechos suizos pendían como dos globos llenos de agua adheridos a su cuerpo delgado, de huesos menudos, de un metro sesenta de alto. Una lozana cabellera rubia teñida le llegaba hasta la raya del culo. Tenía un par de ojos azules impresionantes, frente amplia, rostro bastante bonito. Era una bomba, sí. Una bomba suiza.

—¡Todd, estúpido! —dijo la bomba suiza con un acento que chorreaba como un queso suizo—. ¡Me haces daño con la cinta, idiota!

—¡Calla, zorra francesa! —Todd trazaba círculos en torno de su esposa. Tenía un rollo de cinta adhesiva en la mano. A cada vuelta que daba, le ceñía aún más los trescientos mil dólares que llevaba adheridos al vientre y los muslos.

—¿Cómo te atreves, imbécil? Tengo derecho a darle un golpe por decirme una cosa así, ¿verdad, Jordan?

Asentí:

—Sin duda, Carolyn. Rómpele la cara. El problema es que tu esposo es un hijo de puta tan enfermo que probablemente lo disfrute. Si realmente quieres hacerlo enfadar, creo que lo mejor que puedes hacer es contarles a todos que es un hombre afable y bondadoso al que los domingos por la mañana le gusta quedarse en la cama contigo y leer el Times.

Todd me dirigió una sonrisa maligna y no pude menos que preguntarme cómo era posible que un judío de Lefrak hubiera terminado por parecerse a Fu Manchú. El hecho era que sus ojos se habían vuelto levemente oblicuos, que su piel tenía un leve tono amarillo y que tenía barba y bigote idénticos a los de Fu Manchú. Siempre vestía de negro, y ese día no había hecho una excepción. Iba enfundado en una camiseta Versace negra, con una enorme «V» de cuero negro en el pecho y pantalones cortos para ciclismo, de lycra negra. Camiseta y pantalón se adherían a su musculoso cuerpo como una segunda piel. En su zona lumbar, el contorno del revólver que llevaba siempre, un 38 recortado, se dibujaba bajo sus pantalones de lycra. El áspero vello negro de sus antebrazos parecía pertenecer a un hombre lobo.

—No sé para qué la envalentonas —farfulló Todd—. Limítate a ignorarla. Es lo mejor.

La Bomba rechinó sus blancos dientes.

—¡Oh, ignórate a ti mismo, imbéstil!

—Se dice «imbécil» —ladró Todd—, no «imbéstil», suiza estúpida. Y ahora cierra la puta boca que ya casi termino.

Todd tendió el brazo y tomó de la cama un detector de metales manual, como los que usan en los aeropuertos. Comenzó a pasarlo por toda la extensión del cuerpo de la Bomba. Cuando llegó a sus enormes senos, se demoró… y ambos nos tomamos un momento para contemplarlos. Bueno, nunca fui particularmente aficionado a los senos, pero ese era un par de tetas excepcional.

—Ves, ya te dije —dijo la Bomba—. ¡No suena! Esto es papel moneda, no plata. ¿Creías que el detector de metales serviría para algo, eh? Lo que pasa es que, aunque te dije que no lo hicieras, estabas empeñado en gastar dinero en ese estúpido aparato, hombre perro.

Todd meneó la cabeza con expresión de hartazgo.

—La próxima vez que me llames hombre perro, también será la última, y si crees que bromeo, haz la prueba. Pero, para responder a tu pregunta, te diré que todos los billetes de cien dólares incluyen una cinta metálica. Así que quería cerciorarme de que tantos juntos no hicieran sonar el detector. Toma, mira. —Sacó un billete de uno de los fajos y lo alzó a la luz. Y, en efecto, ahí estaba: una delgada banda de metal, de aproximadamente un milímetro de ancho, recorría el billete de arriba abajo.

Feliz, Todd dijo:

—¿Conforme, genio? No vuelvas a dudar de mí.

—Bueno, esta vez tienes razón, Todd, pero solo esta. Te informo que debes tratarme mejor, porque soy una chica guapa y puedo encontrarme a otro hombre. Te luces delante de tu amigo, pero quien lleva los pantalones en la casa soy yo…

Y la Bomba suiza se puso a hablar y hablar de cómo la maltrataba Todd, pero yo había dejado de escucharla. Se estaba volviendo dolorosamente evidente que ella sola no alcanzaría a transportar suficiente dinero como para que realmente sirviera de algo. A no ser que estuviese dispuesta a meterlo en su equipaje, lo que me parecía demasiado arriesgado, necesitaría hacer diez viajes de ida y vuelta para transportar los tres millones. Ello significaba pasar por la aduana veinte veces, diez de cada lado del Atlántico. El hecho de que fuese ciudadana suiza casi garantizaba que podría entrar en su país sin problemas, y las probabilidades de que la detuvieran al salir de Estados Unidos eran prácticamente nulas. De hecho, a no ser que alguien la delatara, no había probabilidad alguna de que ello ocurriera.

Aun así, meter la mano en el frasco de los caramelos una y otra vez parecía temerario, casi como invocar a la mala suerte. En algún momento, algo terminaría por salir mal. Y los tres millones solo eran el comienzo. Si todo salía bien, mi intención era transportar cinco veces más que eso.

Les dije a Todd y a la Bomba:

—Lamento interrumpiros cuando os estáis matando el uno al otro, pero, si me disculpas, Carolyn, tendría que dar un paseo por la playa con tu marido. Ya veo que tú sola no puedes llevar suficiente dinero, así que tenemos que pensar otra cosa. Preferiría no hablar en la casa. —Tomé unas tijeras de costura que había sobre la cama y se las alcancé a Todd—. Toma. Quítale los fajos y después vamos a la playa.

—¡Que se joda! —dijo, entregándole las tijeras a su esposa—. Que se los quite ella sola. Le dará algo que hacer, además de quejarse. Es lo único que sabe hacer: quejarse y hacer compras y, quizás, abrir las piernas de vez en cuando.

—¡Ay, qué gracioso eres, Todd! ¡Como si fueses tan buen amante! ¡Ja! ¡Qué broma tan buena! Ve, Jordan, llévate a este gran hombre a la playa. Yo me quito todo.

Con escepticismo pregunté:

—¿Estás segura, Carolyn?

Todd dijo:

—Sí, está segura. —Luego, la miró a los ojos y dijo—: Cuando llevemos este dinero a la ciudad, voy a volver a contar cada dólar y si llega a faltar un solo billete, te cortaré la garganta y me quedaré mirando mientras te desangras hasta morir.

La bomba suiza se puso a chillar.

—¡Oh, esta es la última vez que me amenazas! Tiraré tus medicinas y las cambiaré por veneno… ¡Hijo de puta! ¡Te voy a romper…! —Y siguió maldiciendo a Todd en una mezcla de inglés y francés, tal vez también un poco de alemán, aunque era difícil decirlo.

Todd y yo salimos del dormitorio por la puerta corrediza de vidrio que miraba al Atlántico. A pesar de que el cristal era lo suficientemente grueso como para resistir un huracán de categoría 5, cuando salimos a la plataforma de madera que daba a la playa seguíamos oyendo los gritos de Carolyn.

En el extremo de la plataforma, una larga senda de tablas se extendía por encima de las dunas y llevaba a la playa. Mientras caminábamos hasta la orilla del mar me sentía tranquilo, casi sereno, a pesar de que, en el interior de mi cabeza, una voz gritaba: «¡Estás a punto de cometer uno de los errores más graves de tu corta vida!». Pero la ignoré y preferí concentrarme en la tibieza del sol.

Nos dirigimos hacia el oeste, de modo que el azul Atlántico quedaba a nuestra izquierda. Había un pesquero unos doscientos metros mar adentro, y se veían blancas gaviotas zambulléndose en su estela, tratando de robar alguna migaja de las redes. A pesar de la naturaleza obviamente benigna del navío, no pude dejar de pensar que podía haber algún agente del gobierno oculto en el puente, apuntándonos con un micrófono direccional, intentando oír nuestra conversación.

Respiré hondo y, pugnando por contener la paranoia, dije:

—Lo de Carolyn no va a funcionar. Llevaría demasiados viajes y con tanto ir y venir, Aduanas terminará por prestarle atención a su pasaporte. Y no puedo permitirme repartir los viajes a lo largo de los próximos seis meses. Tengo negocios en Estados Unidos que dependen de que haga llegar esos fondos al exterior.

Todd asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Conocía lo suficiente la calle como para saber que no debía preguntar qué clase de negocios, ni por qué tenía tanta urgencia. Pero el hecho era que yo tenía que sacar el dinero del país cuanto antes. Tal como lo había sospechado, Dollar Time estaba en peores condiciones de lo que había dicho Kaminsky. Necesitaba una inmediata inyección de tres millones de dólares en efectivo.

Reunir el dinero mediante una oferta pública llevaría al menos tres meses y requeriría una auditoría independiente de los libros de la empresa. ¡Y eso sí que sería algo digno de ver! ¡Caray! Al ritmo al que esa empresa quemaba efectivo, era inevitable que el auditor la calificase como «en riesgo inmediato», lo que significaba que su evaluación financiera incluiría una nota en la que diría que existían serias dudas sobre la posibilidad de que sobreviviese un año más. Si eso ocurría, Nasdaq la sacaría de su lista, y ese sería el tiro de gracia. Una vez fuera de Nasdaq, Dollar Time se convertiría en una empresa de a céntimo y todo se perdería.

De modo que la única opción que me quedaba era reunir dinero por oferta privada. Pero eso era más fácil de decir que de hacer. Aunque Stratton era formidable a la hora de recaudar mediante una oferta pública, era débil en lo que hacía a ofertas privadas. Se trataba de un negocio totalmente distinto, y la empresa no estaba pensada para él. Por otra parte, yo siempre estaba embarcado en diez o quince negocios simultáneos, y todos ellos requerían de aportes privados. De modo que estaba trabajando al límite. Invertir tres millones de dólares en Dollar Time amenazaría seriamente mis otros negocios de inversión financiera.

Pero había otra opción: la regulación S. La exención contemplada en ella me permitiría usar mis cuentas a nombre de Patricia Mellor para comprar acciones de Dollar Time de forma privada, para, al cabo de cuarenta días, invertir el proceso y venderlas en Estados Unidos con un gran margen de ganancia. Era muy distinto a tener que comprar las acciones de forma privada en Estados Unidos y después esperar dos años para venderlas, como dictaba la regla 144.

Yo ya le había adelantado a Roland Franks la posibilidad de recurrir a la regulación S, y me dijo que estaba en condiciones de crear la documentación necesaria para que la transacción fuese incuestionable. Todo lo que debía hacer era ocuparme de hacer llegar mi dinero a Suiza y, a partir de ese momento, las cosas funcionarían solas.

Le dije a Todd:

—Tal vez debería llevar el dinero conmigo en el Gulfstream. La última vez que crucé la aduana suiza ni siquiera me sellaron el pasaporte. No veo por qué no va a pasar lo mismo esta.

Todd meneó la cabeza.

—Ni se te ocurra. No permitiré que te arriesgues. Has sido demasiado bueno conmigo y con mi familia. Haremos que mi madre y mi padre lleven parte del dinero. Ambos andan por los setenta años, y es imposible que en la aduana sospechen de ellos. Saldrán de un país y entrarán en el otro sin problemas. También usaré a Rich y Dina. Son cinco personas, y llevarán trescientos mil cada una. En dos viajes, estará hecho. Esperamos unas pocas semanas y lo volvemos a hacer. —Al cabo de unos segundos añadió—: Yo mismo lo haría, pero creo que estoy en alguna lista por lo de las drogas. Pero sé que mis padres están totalmente limpios, y Rich y Dina también.

Caminamos en silencio mientras lo consideraba. Era cierto que los padres de Todd eran mulas perfectas; a nadie se le ocurriría detener a personas de esa edad. Pero Rich y Dina eran otra cosa. Ambos tenían pinta de hippies, en particular Rich, con su cabello que le llegaba al culo y su aspecto consumido que lo hacía parecer un adicto a la heroína. Dina también tenía cara de que se picaba los brazos con lo que encontrara, pero quizás en la aduana la tomaran por una vieja bruja que necesitaba desesperadamente un tratamiento de belleza.

—Muy bien —dije, lleno de confianza—. No me cabe duda de que tus padres son la apuesta más segura, y probablemente también Dina lo sea. Pero Rich tiene demasiado aspecto de vendedor de drogas, así que dejémoslo fuera de esto.

Todd se detuvo y, volviéndose hacia mí, dijo:

—Todo lo que te pido, compañero, es que si, Dios no lo quiera, algo le ocurriera a alguno de ellos, te hagas cargo de los abogados. Sé que lo harás, pero te lo digo ahora para no tener que decirlo más tarde. Aunque te aseguro que no ocurrirá nada. Te lo prometo.

Puse la mano en su hombro y dije:

—Eso dalo por descontado. Si algo ocurriese, no solo les pagaría a los abogados sino que, si todos mantienen la boca cerrada, se encontrarán con un adicional de siete cifras cuando todo termine. Tengo plena confianza en ti, Todd. Te daré tres millones para que te los lleves a la ciudad, y no me cabe duda de que al cabo de una semana estarán en Suiza. Hay pocas personas en el mundo en las que confiaría tanto.

Todd asintió con aire solemne.

Añadí:

—Por cierto, Danny te dará un millón más, pero no lo tendrá hasta mediados de la semana próxima. Yo estaré en Nueva Inglaterra en el yate, con Nadine, así que llámalo y ponte de acuerdo con él, ¿de acuerdo?

Todd hizo una mueca.

—Haré lo que digas, pero detesto tratar con Danny. Es un peligro; toma demasiados qualuuds durante el día. Si aparece con un millón de dólares en efectivo, y drogado, te juro por Dios que le rompo la cara. Esto es serio y no quiero lidiar con un idiota que babea.

Sonreí.

—Entiendo. Hablaré con él. Bueno, debo regresar a la casa. La tía inglesa de Nadine está de visita y ella y su hermana, la madre de Nadine, vienen a cenar. Tengo que prepararme.

Todd asintió.

—No hay problema. Pero no te olvides de decirle a Danny que no esté pasado cuando nos encontremos el miércoles, ¿de acuerdo?

Sonreí y asentí.

—No me olvidaré, Todd. Te lo prometo.

Satisfecho, dirigí la mirada al mar y contemplé el horizonte. El cielo era de un profundo azul cobalto, con apenas un indicio de magenta en el punto en que se fundía con el mar. Respiré hondo…

Y simplemente lo olvidé.