17

El Gran Falsificador

Treinta y seis horas más tarde, rugiendo como un avión militar, el Learjet que habíamos alquilado despegó de Heathrow y surcó el cielo de viernes por la mañana. A mi izquierda iba la tía Patricia, con el rostro paralizado en una mueca de puro terror. Se aferraba a los brazos de su asiento con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. La contemplé durante treinta segundos y vi que solo parpadeaba una vez. Sentí una punzada de culpa ante su evidente desazón, pero ¿qué podía hacer? El hecho es que meterse en un proyectil hueco de casi cinco metros de largo y ser proyectado por el aire a ochocientos kilómetros por hora no es lo que la mayor parte de las personas consideran divertido.

Danny estaba frente a mí, de espaldas a la cabina. Haría todo el trayecto a Suiza volando al revés, lo que me parecía muy desconcertante. Pero, como la mayor parte de las cosas, no parecía incomodarlo en lo más mínimo. De hecho, a pesar del ruido y las vibraciones, ya se había dormido en su posición acostumbrada, con la cabeza echada hacia atrás y la boca muy abierta. Sus inmensos dientes relucían.

No negaré que su increíble capacidad para dormirse en un abrir y cerrar de ojos me sacaba de quicio. ¿Cómo hacía para evitar el rugido incesante de sus propios pensamientos? ¡Parecía ilógico! Bueno, así eran las cosas. Su don, mi maldición.

Lleno de frustración, incliné la cabeza hacia la ventanilla oval y la apoyé en ella con un suave golpe. Después, apreté la nariz contra el cristal y contemplé cómo la ciudad de Londres se volvía cada vez más pequeña. Eran las siete de la mañana y una espesa capa de niebla la cubría como una manta húmeda. Lo único que se veía era el Big Ben, alzándose por entre la niebla como una enorme erección desesperadamente necesitada de un poco de diversión matutina. Tras lo ocurrido en las últimas treinta y seis horas, solo pensar en erecciones y diversión bastaba para desquiciar por completo mi vapuleado sistema nervioso.

De pronto, me encontré con que extrañaba a mi esposa. ¡Nadine! ¡La adorable duquesa! ¿Dónde estaba ahora, cuando más la necesitaba? ¡Qué maravilloso sería reclinar mi cabeza sobre su tibio y suave pecho para recuperarme! Pero no, no podía hacerlo. En ese momento estaba al otro lado del océano. Probablemente habría tenido alguna oscura premonición de mis pecados y estaría planeando la venganza.

Seguí mirando por la ventanilla, mientras procuraba encontrar sentido a los episodios de las últimas treinta y seis horas. Mi amor por mi esposa era genuino. Entonces, ¿por qué demonios había hecho esas cosas terribles? ¿Las drogas me llevaban a hacerlas? ¿O los actos mismos me llevaban a consumir drogas para mitigar la culpa? Esa era la eterna pregunta, del estilo de la del huevo y la gallina, y suficiente para enloquecer a cualquiera.

En ese momento, el piloto viró a la izquierda con brusquedad y la brillante luz del sol se reflejó en la punta del ala antes de entrar a raudales por la ventanilla con suficiente fuerza como para casi hacerme caer de mi asiento. Desvié la vista del deslumbrante haz y miré a la tía Patricia. ¡Ah, pobre Patricia! Seguía rígida como una estatua, aferrando los brazos de su asiento, presa de un ataque de catatonia aeronáutica. Me pareció que correspondía que la confortara, de modo que, en voz lo suficientemente fuerte como para oírse por encima del rugido de las turbinas, chillé:

—¿Qué te parece, tía Patricia? No es como un vuelo comercial, ¿verdad? ¡Aquí se siente cada viraje!

Volviéndome hacia Danny, me tomé un momento para contemplarlo. ¡Aún dormía! ¡Qué rata hija de puta!

Me concentré en la agenda del día y en mis objetivos. En lo que hacía a Patricia, las cosas serían fáciles. Solo era cuestión de que entrara y saliera del banco tan rápido como fuera posible. Les sonreiría a las cámaras del circuito cerrado, firmaría unos pocos papeles, les daría una copia de su pasaporte y eso sería todo. Me encargaría de que estuviera de regreso en Londres para las cuatro de la tarde. En una semana, tendría mi tarjeta de crédito y podría comenzar a cosechar los beneficios de ser mi apoderada. ¡Me alegraba por ella!

Una vez que despachara a Patricia, tendría una breve reunión con Saurel para atar algunos cabos sueltos y establecer una agenda aproximada para comenzar a llevar el dinero en efectivo. Comenzaría con cinco millones, quizá seis y, a partir de ahí, iría aumentando las sumas. En Estados Unidos tenía personas que se ocuparían de llevar físicamente el dinero, pero me concentraría en ello cuando estuviese de regreso.

Con un poco de suerte, daría cuenta de todas mis obligaciones ese mismo día y podría emprender el regreso desde Suiza al siguiente a primera hora de la mañana. ¡Qué bueno! ¡Amaba a mi esposa! Y, además, vería a Chandler y la tendría en mis brazos. No estaba nada mal, ¿no? ¡Chandler era perfecta! ¡A pesar de que lo único que hacía era dormir, defecar y beber fórmula para bebés tibia, se notaba que algún día sería un genio! ¡Y era absolutamente hermosa! Cada día se parecía más a Nadine. Eso era perfecto, y colmaba mis esperanzas.

Pero de todas maneras, debía concentrarme en las obligaciones del día, en particular en mi encuentro con Roland Franks. Había pensado mucho en lo que me dijo Saurel y no me cabía duda de que dar con un hombre como Franks valía mucho. Era difícil imaginar hasta dónde podía llegar si tenía en mi equipo a un experto en generar documentos que justificaran las operaciones. El beneficio más evidente radicaría en emplear mis cuentas del exterior para hacer negocios en los términos de la regulación sin tener que ceñirme al periodo de espera de dos años que dictaba la regla 144. Si Roland podía crear compañías fachada que emitieran el olor de santidad propio de entidades extranjeras legítimas, ello me permitiría emplear la regulación S para financiar algunas de mis propias compañías, en particular Dollar Time. Aquella necesitaba una inyección de dos millones de dólares y, si Roland tenía la capacidad de generar los documentos, yo podría usar el dinero que sacase subrepticiamente de Estados Unidos para proporcionársela. Ese sería uno de los principales asuntos que se discutirían.

Era curioso: por despreciable que me resultara Kaminsky, era él quien me había llevado a Jean Jacques Saurel. Era un clásico ejemplo de cómo lo malo puede llevar a lo bueno.

Con ese pensamiento, cerré los ojos y fingí dormir. Faltaba poco para llegar una vez más a Suiza.

Las oficinas de Roland Franks ocupaban el primer piso de un angosto edificio de ladrillo rojo que se elevaba tres pisos en una silenciosa calle empedrada. A uno y otro lado de la calle había varias tiendas pequeñas abiertas y, aunque era media tarde, no parecían trabajar demasiado.

Había decidido encontrarme con Roland Franks a solas, lo cual parecía lo recomendable si se piensa que los temas que íbamos a discutir bastaban para mandarme a la cárcel durante un par de miles de años.

Pero yo no estaba dispuesto a permitir que tan morbosa idea amargara mi inminente reunión con mi candidato a Gran Falsificador. Sí, Gran Falsificador. Por alguna razón inexplicable no me podía sacar esas dos palabras de la cabeza. ¡Gran Falsificador! ¡Gran Falsificador! Las posibilidades eran… ¡Infinitas! ¡Cuántas estratagemas diabólicas a las que recurrir! ¡Tantas leyes que violar bajo el velo impenetrable de los documentos falseados!

Y las cosas con la tía Patricia habían salido a pedir de boca. Era un buen presagio. De hecho, en ese preciso instante iba camino de Londres a bordo del Learjet, era de esperar que más tranquila que a la ida, puesto que se había tomado cinco copas de whisky irlandés en el almuerzo. Y Danny… Bueno, esa era otra historia. La última vez que lo vi estaba en la oficina de Saurel, quien le explicaba que la hembra de la especie suiza es un animal de naturaleza lasciva.

El pasillo que llevaba a la oficina del Gran Falsificador era sombrío y polvoriento, y no pude menos que entristecerme ante la austeridad del ambiente. Claro que el título oficial de Roland no era el de Gran Falsificador ni nada por el estilo. De hecho, me arriesgaría a afirmar que yo era el primer ser humano que recurría a esas dos palabras para definir a un administrador suizo.

En sí mismo, el título de administrador era completamente inocuo y carecía de toda connotación negativa. Desde una perspectiva legal, un administrador solo es una manera elegante de denominar a cualquier persona que tenga la obligación legal de representar a otra en sus negocios, de ser, por así decirlo, de fiar. En Estados Unidos era cosa de WASP adinerados, quienes usaban administradores para que se ocupasen de herencias o de los fideicomisos que instauraban para sus hijos e hijas idiotas. La mayor parte de los administradores operaban bajo las estrictas reglas establecidas por los padres WASP para establecer cuánto dinero gastar y cuándo hacerlo. Si las cosas salían de acuerdo a lo planeado, los idiotas no podrían echar mano al grueso de sus herencias hasta no ser lo suficientemente mayores como para aceptar el hecho de que realmente eran idiotas. Entonces, aún les quedaría el suficiente dinero como para vivir el resto de sus vidas WASP al típico modo WASP.

Pero Roland Franks no era ese tipo de administrador. Yo sería quien fijara las normas, y lo haría en mi propio beneficio. Él tendría la responsabilidad de ocuparse de todo el papeleo, y de llenar los diversos formularios oficiales que exigieran los gobiernos extranjeros. Crearía documentos de aspecto oficial que justificarían el movimiento de dinero, así como inversiones accionariales en entidades que yo controlaría en secreto. Luego, siempre siguiendo mis instrucciones, dispersaría el dinero en los países que yo escogiera.

Abrí la puerta y ahí estaba mi maravilloso Gran Falsificador.

No había recepción, sino solo una gran oficina bien amueblada, con paredes recubiertas de caoba y una mullida alfombra púrpura. Él estaba encajado detrás de un gran escritorio de roble cubierto de incontables papeles, y era una auténtica bola de grasa suiza. Tenía más o menos mi estatura, una tremenda barriga y una sonrisa traviesa que prácticamente decía: «Me paso la mayor parte del día imaginando maneras de engañar a distintos gobiernos del mundo».

Detrás de él, una gran biblioteca de nogal llegaba al techo. Tenía al menos tres metros y medio de altura. Estaba atestada de cientos de libros encuadernados en piel, todos del mismo tamaño, del mismo grosor y del mismo color castaño oscuro. Pero cada uno lucía un título distinto, estampado en letras doradas en el lomo. Había visto libros como esos en Estados Unidos. Eran los libros oficiales que uno recibe cada vez que constituye una corporación. Cada uno contenía los estatutos corporativos, certificados accionariales en blanco, sello corporativo y todo lo demás. Apoyada en los anaqueles se veía una vieja escalera de biblioteca, con ruedas en la base.

Roland Franks se me acercó y me aferró la mano antes de que yo siquiera llegase a alzarla. Se puso a sacudirla con vigor. Con una gran sonrisa dijo:

—Ah, Jordan, Jordan, ¡tú y yo tenemos que hacernos amigos! ¡Jean Jacques me ha hablado tanto de ti! Me ha contado de tus maravillosas aventuras pasadas y de tus planes para el futuro. Tenemos tanto para hablar y tan poco tiempo, ¿verdad?

Asentí con vehemencia, un poco abrumado por su calidez y su volumen. Pero me cayó bien al instante. Tenía algo muy honesto, muy directo. Era un hombre en quien se podía confiar.

Roland me guio a un sofá tapizado en cuero negro y me indicó con un gesto que me sentara, mientras él hacía lo mismo en un sillón a juego. Sacó un cigarrillo sin filtro de un estuche de plata maciza y le dio unos golpecitos contra este para comprimir el tabaco. Sacó un encendedor de plata maciza del bolsillo del pantalón y encendió el cigarrillo, ladeando la cabeza para evitar que la llama de butano de más de veinte centímetros de alto lo chamuscase. Luego, dio una honda calada.

Lo contemplé en silencio. Finalmente, al cabo de al menos diez segundos, exhaló. Apenas salió un poco de humo. ¡Increíble! ¿Adonde había ido a parar el resto?

Estaba por preguntárselo cuando dijo:

—Tienes que contarme lo de tu vuelo desde Estados Unidos. Ya es una leyenda, como dicen. —Me guiñó un ojo. Después, volviendo las palmas hacia arriba se encogió de hombros y dijo—: Pero yo, ¡en fin!, no soy más que un hombre sencillo y para mí hay solo una mujer en el mundo: ¡mi adorable esposa! —Alzó la vista al cielo—. He oído mucho acerca de tu compañía financiera y de las muchas empresas de las que eres dueño. ¡Cuántas cosas para alguien tan joven! Diría que no eres más que un muchacho, y sin embargo…

El Gran Falsificador seguía y seguía explayándose sobre lo joven y maravilloso que yo era, pero me costaba seguirle el hilo. Estaba demasiado ocupado tratando de seguir el movimiento de su inmensa papada, que parecía oscilar de un lado a otro, como un velero en un mar agitado. Roland tenía inteligentes ojos castaños, frente baja, nariz gorda. Su piel era muy blanca y su cabeza parecía asentarse directamente sobre su pecho, sin pasar por un cuello. Tenía el cabello castaño oscuro, casi negro y lo llevaba bien peinado hacia atrás sobre su cráneo redondeado. Y mi primera impresión había sido correcta: ese hombre exudaba cierto calor interno, la alegría de vivir propia de quien se siente completamente a sus anchas en su propia piel, por más que esta fuese tanta como para tapizar toda Suiza.

—… y así, amigo mío, son las cosas. Al fin y al cabo, lo que hace la diferencia siempre son las apariencias. O, como decís vosotros, las barras de las tes y los puntos de las íes, ¿verdad? —dijo el Gran Falsificador con una sonrisa.

A pesar de que solo le había prestado atención a sus últimas palabras, la esencia de lo que acababa de decir estaba clara: el rastro de papel lo es todo. En un tono más acartonado que el habitual en mí, respondí:

—No podría estar más de acuerdo, Roland. Siempre me he enorgullecido de ser un hombre cuidadoso, un hombre realista acerca del mundo en el que opera. Al fin y al cabo, hombres como nosotros no pueden permitirse ser descuidados. Ese es un lujo para mujeres y niños. —Mi entonación irradiaba sagacidad, pero, en mi fuero interno, no podía dejar de anhelar que Roland no hubiera visto El Padrino. Me sentía un poco culpable por copiar a Don Corleone, pero me era imposible dejar de hacerlo. Los diálogos de esa película son tan extraordinarios que plagiarlos me parecía natural. En cierto modo, yo vivía como Don Corleone, ¿verdad? Nunca hablaba por teléfono, mi círculo de confianza se limitaba a unos pocos viejos amigos, sobornaba a políticos y policías, Biltmore y Monroe Parker me pagaban tributos mensuales. Pero Don Corleone no tenía una desenfrenada adicción a las drogas ni tampoco era manejado fácilmente por ninguna rubia despampanante. Bueno, nadie es perfecto y esos eran mis talones de Aquiles.

Al parecer, Roland no se dio cuenta del plagio, pues dijo:

—Es maravilloso cuánto discernimiento tienes para tu edad. Y no podría estar más de acuerdo. El descuido es un lujo que ningún hombre serio puede permitirse. Y eso es algo en lo que nos concentraremos hoy. Como verás, amigo mío, puedo serte útil de muchas maneras y adoptar diversos perfiles. Claro que supongo que ya estarás familiarizado con mis actividades más triviales, como ocuparme del papeleo y llenar formularios administrativos. De modo que pasémoslas por alto. La pregunta es: ¿por dónde empezamos, mi joven amigo? Dime, y te ayudaré.

Sonreí y dije:

—Me dice Jean Jacques que eres un hombre en quien se puede tener plena confianza, que eres el mejor en lo que haces. Así que no me andaré con rodeos y actuaré dando por sentado que tú y yo haremos negocios durante muchos años.

Hice una breve pausa para que Roland, como corresponde, asintiese con la cabeza y sonriera en respuesta a mi condescendiente afirmación. Si bien nunca fui muy amigo de la condescendencia, esa era la primera vez que me encontraba cara a cara con un Gran Falsificador y, bueno, me pareció que era lo indicado.

En efecto, Roland subió las comisuras de la boca e inclinó la cabeza con aire deferente. Luego dio otra enorme calada a su cigarrillo y se puso a lanzar anillos de humo perfectamente redondos. ¡Qué hermoso!, pensé. Eran impecables círculos de humo gris claro, de unos cinco centímetros de diámetro y flotaban grácilmente por el aire.

Sonreí y dije:

—Qué buenos anillos de humo, Roland. Quizá puedas aclararme por qué a los suizos les gusta tanto fumar. No me interpretes mal, no tengo nada contra el tabaco si te gusta. De hecho, mi padre es uno de los más grandes fumadores de todos los tiempos, así que es algo que respeto. Pero los suizos parecen llevarlo a un nivel superior. ¿Por qué?

Roland se encogió de hombros y dijo:

—Hace treinta años, lo mismo ocurría en Estados Unidos. Pero tu gobierno se siente obligado a meter las narices donde no le compete, incluso en el derecho de los individuos a disfrutar de un sencillo placer masculino. Han instituido una guerra propagandística contra el fumar, que, afortunadamente, no se ha propagado hasta este lado del Atlántico. Es curioso que un gobierno crea que debe decidir qué se puede meter la gente en el cuerpo. Me pregunto qué será lo próximo, ¿la comida? —Sonrió antes de reír y darse unas palmadas en su gordo vientre con evidente deleite—. ¡Si eso llegara a ocurrir, amigo mío, sin duda que me metería una pistola en la boca y apretaría el gatillo!

Reí con amabilidad mientras meneaba la cabeza y agitaba una mano como para decir: «¡Oh, vamos, en realidad no eres tan gordo!». Dije:

—Bueno, has contestado mi pregunta, y lo que dices tiene mucho sentido. El gobierno de Estados Unidos tiene demasiada disposición a inmiscuirse en todos los aspectos de la vida, y ese es el motivo por el que estoy aquí hoy. Pero aún tengo muchas reservas con lo de hacer negocios en Suiza, la mayor parte de las cuales surgen de mi desconocimiento sobre tu mundo, es decir, sobre el manejo financiero en el exterior, y eso me pone muy nervioso. Creo firmemente, Roland, que el conocimiento es poder y que en una situación como esta, en la que hay tanto en juego, la falta de conocimiento es un camino seguro a la ruina.

»De modo que debo informarme. Todos, en algún momento, necesitamos un mentor, y eso es lo que pretendo que seas. No tengo ni idea de cómo se supone que debo operar en tu jurisdicción. Por ejemplo, ¿qué cosas se consideran tabú? ¿Hasta dónde se puede confiar en el sentido común? ¿Qué se considera temerario y qué prudente? Es muy importante que sepa esas cosas, Roland, que las conozca para evitarme problemas. Necesito entender las leyes bancarias suizas hasta la última letra. De ser posible, quisiera estudiar casos de quienes hayan sido acusados de violarlas en el pasado, para ver en qué problemas se metieron esas personas y qué errores cometieron. Quisiera cerciorarme de que no voy a repetirlos. Soy un estudioso de la historia, Roland, y creo firmemente que quien no estudia los errores del pasado está condenado a repetirlos. —Antes de fundar Stratton, había estudiado viejos casos de violación de las leyes financieras, lo que fue invaluable para mí.

Roland dijo:

—Otra maravillosa idea, mi joven amigo. Estaré más que contento de reunirte alguna información al respecto. Pero quizá pueda esclarecerte algunas cosas ahora mismo. Prácticamente todos los problemas con que se topan los estadounidenses que recurren a la banca suiza tienen poco que ver con lo que ocurre a este lado del Atlántico. Una vez que tu dinero haya llegado aquí a salvo, desaparecerá en una docena de corporaciones distintas sin hacer sonar ninguna alarma y quedará fuera del alcance de la mirada inquisitiva de tu gobierno. Me dice Jean Jacques que la señora Mellor estuvo en el banco esta mañana, ¿verdad?

Asentí.

—Sí, y ya va de regreso a Inglaterra. Pero tengo aquí una copia de su pasaporte, si la necesitas. —Me di una palmadita en el bolsillo izquierdo para indicar que la tenía conmigo.

—Excelente —dijo Roland—, más que excelente. Si tuvieras la bondad de dármelo, lo pondré en el legajo de cada corporación que formemos. Por cierto, que quede claro que Jean Jacques me suministra información solo porque tú lo autorizaste a que lo haga. De no ser así, yo ni siquiera hubiese mencionado que la señora Mellor estuvo en el banco. Y quisiera añadir que mi comunicación con Jean Jacques es unilateral. Yo no le diré nada de los negocios que haga contigo, a no ser que me lo ordenes.

»Mira, la cuestión es que te recomendaría vivamente que no pongas todos tus huevos en una sola canasta. No me interpretes mal. Union Bancaire es una muy buena institución, y te sugiero que guardes el grueso de tu dinero ahí. Pero hay bancos en otros países, por ejemplo, Luxemburgo y Liechtenstein, que nos pueden ser útiles. Al repartir tus transacciones entre distintos países, crearás una red tan enmarañada que a un solo gobierno le sería casi imposible desentrañarla.

»Cada país tiene sus propias leyes. De modo que algo que es un delito penal en Suiza, bien puede ser legal en Liechtenstein. Según la clase de transacción de la cual se trate, formaríamos entidades corporativas independientes para cada una de las etapas, haciendo solo lo que es estrictamente legal en cada país en particular. Pero estoy pintando con brocha gorda. Las posibilidades son muchas más.

¡Increíble!, pensé. ¡Un verdadero Gran Falsificador! Al cabo de un instante de silencio, dije:

—Quizá pudieras darme un breve curso de los pros y los contras de todo esto. No puedo ni comenzar a explicarte lo cómodo que me sentiría de esa manera. Hay beneficios evidentes en hacer negocios bajo la cobertura de una corporación, tanto en Estados Unidos como en Suiza. Pero lo que me interesa son los beneficios menos evidentes. —Con una sonrisa, me recosté en mi asiento y extendí las piernas. Era una postura que prácticamente decía: «Tómate tu tiempo. No tengo prisa».

—Por supuesto, amigo mío; ya vamos llegando al meollo de estos asuntos. Todas esas corporaciones son sociedades al portador, lo que significa que en la documentación no figura un propietario. En teoría, quien posea los certificados accionariales físicos, es decir, el llamado «portador», es considerado su propietario legítimo. Hay dos maneras de asegurar la propiedad de una corporación de esas. La primera es que tengas en tu poder los certificados accionariales, que seas su portador físico. En tal caso, tú serías el responsable de encontrar un lugar seguro para guardarlos, tal vez en una caja de seguridad de un banco de Estados Unidos o algo así. La segunda sería que abras una caja de seguridad numerada en Suiza y guardes ahí los certificados. Solo tú tendrás acceso a esa caja. Y, a diferencia de una cuenta de banco suiza, las cajas son numeradas: no se asocian a un nombre.

»Si escoges ese procedimiento, te sugiero que alquiles una caja por cincuenta años y pagues por adelantado. De ese modo, no habrá gobierno que pueda acceder a la caja. Solo tú y, quizá, también tu esposa, si así lo deseas, sabrán que existe esa caja. Y si me permites que te dé un consejo, te sugiero que no se lo digas a tu esposa. Más bien déjame a mí instrucciones de cómo contactar con ella si, ¡Dios no lo quiera!, algo te ocurriera. Desde ya, te doy mi palabra de que me comunicaría con ella de inmediato.

»Pero, por favor, querido amigo, no vayas a tomar mi aseveración como un cuestionamiento a la fiabilidad de tu esposa. Estoy seguro de que es una excelente persona además de ser, según me dicen, muy hermosa. Solo que más de una vez ha ocurrido que un cónyuge con afán de venganza ha llevado a un agente del fisco a un lugar que hubiera sido mejor que no conociera.

Me tomé un momento para evaluar esa afirmación. Me recordaba, horriblemente, a los fantasmas de seis millones de judíos que siguen errando por las calles de Zúrich y Ginebra en busca de sus banqueros suizos. Pero debía admitir que Roland parecía un tipo recto, que haría lo que corresponde. Pero ¿cómo podía estar seguro de eso? Como buen lobo con piel de cordero que era, no podía menos que saber que las apariencias engañan. Tal vez lo que debía hacer era informar a mi padre o, mejor aún, darle un sobre cerrado con instrucciones explícitas de que lo abriera solo en caso de que yo muriera de forma prematura, lo cual, dada mi inclinación a pilotar helicópteros drogado y a bucear sin recordar que lo había hecho, parecía estar dentro de lo probable.

Decidí reservarme esas desordenadas reflexiones.

—Prefiero la segunda opción, por muchos motivos. Aunque jamás he recibido una citación del Departamento de Justicia, no me parece mal tener toda mi documentación fuera de su alcance. Como probablemente ya hayas notado, todos mis problemas son de naturaleza civil, no penal, que es como debe ser. Soy un hombre de negocios legítimo, Roland. Quiero que lo sepas. Pero lo cierto es que muchas de las leyes financieras de Estados Unidos son muy ambiguas y no especifican con claridad qué está bien y qué mal. Te diré una cosa, Roland. En muchos casos, de hecho en la mayor parte de los casos, qué constituye una infracción a la ley es más cuestión de opinión que otra cosa. —¡Vaya cuento chino! Pero sonaba muy bien—. De modo que, a veces, alguna cosa que yo consideraba totalmente legal termina por darme un mordisco en el culo. Es un poco injusto, pero así son las cosas. Diría que la mayor parte de mis problemas está relacionada directamente con leyes financieras mal redactadas, leyes que se originan en casos selectivos contra individuos respecto de los cuales el gobierno consideró que debían ser perseguidos.

Roland lanzó una carcajada.

—¡Oh, mi amigo, eres increíble! ¡Qué maravillosa manera de interpretar las cosas! Creo que nunca oí a nadie que sintetizara su punto de vista de modo tan atractivo. Excelente, excelente.

Con una risita, dije:

—Bueno, viniendo de ti, lo considero un gran elogio. No negaré que, como todo hombre de negocios, a veces me paso de la raya y corro algún riesgo. Pero siempre se trata de riesgos calculados, es más, cuidadosamente calculados. Y, en cada caso, siempre tengo el apoyo de un rastro de papel que respalde una coartada. Doy por sentado que estás familiarizado con ese término, ¿verdad?

Roland asintió con lentitud. Era evidente que estaba hechizado con mi capacidad para racionalizar la violación de todas las leyes financieras vigentes. Lo que él no sabía era que la SEC estaba abocada a inventar otras nuevas, especialmente para ponerme coto.

Proseguí:

—Así lo supuse. Bueno, la cuestión es que cuando abrí mi empresa de correduría de Bolsa hace cinco años, un hombre muy inteligente me dio un consejo fabuloso. Dijo: «Si quieres sobrevivir en este negocio de locos, debes funcionar bajo el supuesto de que, en algún momento, cada una de tus transacciones será escrutada por alguna de las agencias del gobierno que se identifican con tres letras. Y cuando llegue ese día, más te vale estar muy seguro de poder explicar que tus transacciones no han violado ninguna ley financiera ni, por cierto, ninguna ley de ningún tipo».

»Dicho esto, Roland, te aclaro que el noventa y nueve por ciento de lo que hago es totalmente transparente. El único problema es que lo que me puede matar es el uno por ciento restante. Quizá lo prudente sería poner tanta distancia como fuera posible entre ese uno por ciento y yo. Supongo que tú serías el apoderado de esas corporaciones que dices, ¿verdad?

—Así es, mi querido amigo. Bajo la ley suiza, tendré el poder de firmar documentos en nombre de la corporación y de hacer cualquier contrato que considere positivo para los intereses de esta o de sus beneficiarios. Claro que las únicas transacciones que consideraré apropiadas serán las que tú me recomiendes. Por ejemplo, si me dijeras que crees que debo invertir mi dinero en ciertas acciones recién emitidas o en alguna operación inmobiliaria, o en cualquier otra cosa, me consideraré obligado a seguir tu consejo.

»Y ese es el aspecto en que mis servicios te serán más valiosos. A cada inversión que hagamos, compilaré un legajo lleno de documentación y correspondencia proveniente de diversos analistas financieros o expertos en bienes raíces, o lo que sea. Ello demostrará que hice tal inversión según mi propio criterio independiente. En ocasiones, puedo contratar los servicios de un auditor externo, cuya tarea será proveerme de un informe donde diga que se trata de una inversión recomendable. Obviamente dicho auditor siempre llegará a la conclusión deseada, pero no sin antes emitir un bonito informe con gráficos de barras e ilustraciones a color. En última instancia, lo que verdaderamente sustenta una coartada verosímil son cosas como esas. Si a alguien se le ocurriera cuestionar por qué hice una u otra inversión, me limitaría a señalar un legajo de cinco centímetros de grosor y encogerme de hombros.

»Una vez más, amigo mío, apenas si estamos arañando la superficie. Compartiré contigo muchas estrategias que te permitirán hacer negocios arropado con una capa de invisibilidad. Además, si en algún momento quisieras repatriar parte de ese dinero, reingresarlo en Estados Unidos sin dejar huellas, hay otra área en la que te puedo ser muy útil.

«Interesante», pensé. Eso era lo que me estaba resultando más difícil. Me desplacé hasta el borde del sofá, quedando a menos de un metro de Roland. Bajando la voz, dije:

—Eso es algo que me interesa mucho, Roland. A decir verdad, las posibilidades que planteó Jean Jacques me parecieron muy poco atractivas; esbozó dos opciones que en mi opinión eran, en el mejor de los casos, propias de aficionados, en el peor, suicidas.

—Bueno —repuso Roland, encogiéndose de hombros—, en realidad ello no me sorprende. Jean Jacques es banquero; lo que sabe es administrar bienes, no hacer malabarismos con ellos. Por cierto, debo decir que es un excelente banquero, que manejará tu cuenta con, bueno, la mayor discreción. Pero no está versado en la creación de documentos que permitan que el dinero vaya de un país a otro sin que nadie se alarme. Esa es la función de un administrador —¡del Gran Falsificador!, pensé— como yo. El hecho es que, como verás, la Union Bancaire se opondrá lo más que pueda a que saques cualquier suma de esa cuenta. Claro que siempre podrás hacer lo que mejor te parezca, no es que vayan a tratar de detenerte. Pero no te sorprendas si Jean Jacques procura disuadirte de que saques dinero de la cuenta, alegando, tal vez, que ello puede hacer sonar las alarmas. Todos los banqueros suizos operan de esa manera que, debo añadir, los beneficia. El hecho, amigo mío, es que unos tres mil millones de dólares entran y salen de la banca suiza todos los días, de modo que, sea cual sea la cantidad de movimientos de tu cuenta, mal podría hacer sonar alarma alguna. A un hombre inteligente como tú no le costará entender que el banco tiene motivos propios para querer que sus depósitos se mantengan tan altos como les sea posible.

»Pero, por mera curiosidad, dime, ¿qué procedimientos te sugirió Jean Jacques? Me interesa saber a qué retórica recurre el banco últimamente. —Con esas palabras, Roland se acomodó en el sillón y entrelazó los dedos sobre la barriga.

Abandonando el borde del asiento, imité su postura y dije:

—Bueno, lo primero que me recomendó fue que recurriera a una tarjeta de débito, lo cual me pareció un maldito disparate, por así decirlo. ¡Andar por la vida con una tarjeta de débito sobre una cuenta en el exterior deja un rastro de papel de una milla de ancho! —Meneé la cabeza y alcé los ojos al cielo para enfatizar mi opinión—. Y su segunda recomendación fue igualmente ridícula: que usara mi dinero depositado en el exterior para pedir un préstamo hipotecario sobre mi propia casa de Estados Unidos. Debo decir que me sentí extremadamente decepcionado con esa parte de su planteamiento. Así que, dime, Roland, ¿qué me estoy perdiendo aquí?

Roland sonrió con expresión confiada.

—Hay muchas maneras de hacerlo, ninguna de las cuales deja rastro de papel alguno. O, para ser más precisos, dejan un rastro de papel muy ancho, pero se trata justamente del tipo de rastro que deseamos, el que sustenta una posición de total inocencia y soporta hasta el más detenido de los escrutinios, de cualquiera de los dos lados del Atlántico. ¿Has oído hablar de una práctica llamada transferencia de costes?

¿Transferencia de costes? Sí, sabía lo que era, ¿pero cómo…? De pronto, mil diabólicas estrategias acudieron a mi mente. ¡Las posibilidades eran infinitas! Con una amplia sonrisa, miré a mi Gran Falsificador y dije:

—Pues sí, la conozco, Gran… digo, Roland, y es una idea brillante.

Pareció impactado por el hecho de que yo estuviese familiarizado con el poco conocido arte de la transferencia de costes, un juego de fachadas financieras en el que uno llevaba a cabo alguna transacción, pagando de más o de menos, según cómo quiera orientar el flujo de dinero. La gracia era que la misma persona estaba a ambos lados de la transacción: uno mismo era comprador y vendedor. La transferencia de costes se usaba sobre todo como mecanismo para evadir impuestos. Se trataba de una estrategia que usaban las corporaciones multinacionales que manejan miles de millones de dólares. La usaban para tergiversar sus estrategias internas de costos haciendo que una de sus subsidiarias —de plena propiedad de la empresa en cuestión— le vendiera a otra de las mismas características, pero ubicada en otro país. Así, se transferían ingresos desde países con fuertes impuestos a las ganancias corporativas a otros que no los tenían. Yo había leído algo al respecto en alguna revista de economía poco conocida. Se trataba de un artículo sobre Honda Motors, que sobrefacturaba las piezas de coche que vendía a sus propias subsidiarias de Estados Unidos, minimizando así sus ganancias en dicho país. Por razones obvias, la IRS, la agencia fiscal estadounidense, se había indignado.

Roland dijo:

—Me sorprende que estés familiarizado con la transferencia de costes. No es una práctica muy conocida, especialmente en Estados Unidos.

Me encogí de hombros.

—Se me ocurren mil maneras de usarla para llevar dinero de un lado a otro sin que suene alarma alguna. Todo lo que tenemos que hacer es constituir una empresa al portador y hacer que tenga negocios de algún tipo con alguna de mis compañías de Estados Unidos. Pienso, por ejemplo, en una empresa de mi propiedad que se llama Dollar Time. Tienen un inventario de indumentaria valorado en dos millones de dólares, que ni siquiera se podría vender por uno solo, el de su nombre.

»Pero lo que sí se podría hacer es formar una corporación al portador y darle un nombre que tenga algo que ver con ropa, digamos, Indumentaria Mayorista, Inc. o algo por el estilo. Entonces, haría que Dollar Time se pusiera a hacer transacciones con aquella, que le compraría su inventario, que en realidad no vale nada, transfiriendo así mi dinero de Suiza a Estados Unidos. Y los únicos rastros serían una orden de compra y un recibo.

Roland asintió con la cabeza y dijo:

—Así es, amigo mío. Y yo estoy facultado para imprimir todo tipo de recibos, facturas de compra o cualquier otra cosa que pueda hacer falta. Puedo incluso hacer imprimir comprobantes de operaciones de Bolsa y datarlos hasta un año atrás. En otras palabras, podemos tomar un periódico del año pasado, escoger alguna acción que se haya revalorizado enormemente y luego crear la documentación que demuestre que se hizo alguna operación al respecto. Pero me estoy apresurando. Enseñarte todo lo que se puede hacer me llevaría muchos meses.

»En otro orden de cosas, también estoy en condiciones de hacer que puedas disponer de importantes sumas de dinero en efectivo en muchos países. Basta con formar corporaciones al portador y crear documentos que atestigüen que hiciste compras y ventas de bienes transferibles e inexistentes. De lo que se trata es de que las ganancias vayan a dar al país que tú dispongas, y de ahí las podrás retirar en efectivo. Y lo único que quedará será un rastro de papel que demostrará que se trató de una transacción legítima. De hecho, ya he constituido dos compañías para ti. Ven, querido amigo, te las mostraré.

Con esas palabras, el Gran Falsificador se levantó de su sillón de cuero negro, me condujo hasta la biblioteca de libros corporativos y tomó dos.

—Mira —dijo—. La primera se llama United Overseas Investments, la segunda Far East Ventures. Ambas tienen sede en las Islas Vírgenes británicas, donde no se pagan impuestos ni hay verdaderas regulaciones. Para darte el resto, todo lo que necesito es una copia del pasaporte de Patricia.

—Muy bien —dije con una sonrisa y, metiendo la mano en el bolsillo de mi chaqueta, le di la copia del pasaporte de Patricia a mi maravilloso Gran Falsificador. Aprendería todo lo que pudiera de ese hombre, todos los recovecos del mundo financiero suizo, a ocultar todas mis transacciones en una maraña impenetrable de corporaciones al portador con sede en el extranjero. Y, si las cosas llegaban a complicarse, lo que me salvaría sería precisamente el rastro de papel que dejaría.

Sí, todo tenía sentido. Jean Jacques Saurel y Roland Franks eran muy distintos, pero ambos eran hombres poderosos y se podía confiar en ellos. Y eso era Suiza, el glorioso país de los secretos, así que ninguno de ellos tendría motivo alguno para traicionarme.

Lamentablemente, me equivocaba con respecto a uno de los dos.