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La recaída

«Si gano un millón de dólares a la semana, y el estadounidense promedio gana mil, si gasto veinte mil dólares en algo, eso equivale a que el estadounidense promedio gasta veinte, ¿no?».

Había transcurrido una hora y estaba sentado en la suite presidencial del Dorchester cuando ese fabuloso razonamiento acudió a mi mente. Parecía tan lógico que tomé el teléfono, marqué el número de la casa de Janet y, despertándola, le dije con voz tranquila:

—Quiero que mandes a George a casa de Alan el Químico. Debe retirar veinte qualuuds y venir a traérmelos en el próximo Concorde. ¿De acuerdo? —Solo entonces me di cuenta de que en Bayside, donde vivía Janet, había un retraso de cinco horas con respecto a Londres y, por lo tanto, eran las cuatro de la madrugada.

Pero la punzada de culpa fue fugaz. Al fin y al cabo, no era la primera vez que hacía algo así, y tenía la impresión de que no sería la última. De cualquier modo, le pagaba un salario cinco veces más alto que el que correspondía a una secretaria, así que podía decirse que había comprado el derecho a despertarla. Y, si esto no era así, ¿no me había ganado acaso el derecho a despertarla al brindarle el cariño y la bondad propios del padre que no tuvo? (¡Otro razonamiento maravilloso!).

Evidentemente, sí, porque sin demorarse ni un segundo, Janet ya estaba completamente despierta y dispuesta a complacerme. Respondió en tono animado:

—No hay problema. Estoy casi segura de que el Concorde sale mañana por la mañana. Me aseguraré de que George vaya en él. Y no hace falta enviarlo adonde Alan. Tengo unos reservados para una emergencia aquí mismo, en casa. —Calló durante un instante antes de proseguir—: ¿Desde dónde me llamas, desde tu cuarto de hotel?

Antes de responderle, me pregunté qué conclusiones sacaría uno sobre el hecho de que un hombre pudiera llamar a su secretaria para pedirle que recurriera a un avión supersónico para satisfacer su adicción a las drogas y su obvio anhelo de autodestrucción sin que aquella siquiera alzase una ceja. Era un pensamiento turbador, así que escogí no demorarme en él. Dije:

—Sí, estoy en el hotel. ¿De dónde crees que te llamaría, idiota, desde una de esas cabinas rojas que hay en Piccadilly Circus?

—Vete a la mierda —respondió—. Solo me lo preguntaba. —Cambiando a un tono esperanzado, dijo—: ¿Te agrada más que el hotel de Suiza?

—Sí, es mucho mejor, querida. No es exactamente lo que me gusta, pero todo es nuevo y bonito. Buen trabajo.

Hice una pausa para que me respondiera, pero no dijo nada. ¡Por Dios! Pretendía que le describiera la habitación en detalle para así obtener su placer de segunda mano del día. ¡Qué pesada se ponía! Sonreí y dije:

—Sí, es muy bonito. Al decir del director del hotel, está decorado al modo tradicional británico, pero no sé qué mierda quiso decir con eso. Pero la habitación está muy bien, en particular la cama. Tiene un dosel con mucha tela azul. Supongo que a los ingleses les gusta el azul. También les deben de gustar las almohadas, porque hay como mil.

»El resto del hotel está lleno de toda clase de mierda británica. Hay una inmensa mesa de comedor con uno de esos candelabros de plata maciza. Me recuerda a Liberace. La habitación de Danny está frente a la mía, pero en este momento está de correrías por las calles de Londres; como en la canción Los hombres lobo de Londres.

»Y eso es todo. No tengo más información que transmitir, aparte de mi precisa ubicación, que, estoy seguro, también quieres conocer. Así que te lo diré antes de que me lo preguntes. Estoy en el balcón de la habitación, y mientras hablamos, miro hacia Hyde Park. Pero no veo nada porque hay mucha niebla. ¿Conforme?

—Ajá —fue todo lo que dijo.

—¿Cuánto cuesta esta habitación? No me fijé cuando firmé el ingreso.

—Nueve mil libras por noche, es decir, unos trece mil dólares. Parece que los vale, ¿no?

Me tomé un momento para evaluar la pregunta. Nunca he sabido por qué me siento siempre impelido a reservar la suite presidencial, por oneroso que sea el precio. Tengo la certeza de que tiene alguna relación con haber visto a Richard Gere en Pretty woman, una de mis películas favoritas. Pero hay algo más profundo. Es lo que siento al aproximarme a la conserjería de un hotel de lujo y decir: «Mi nombre es Jordan Belfort. Tengo reservada la suite presidencial». Bueno, debe de ser porque soy un infeliz inseguro, pero ¿y qué?

Con sarcasmo, dije:

—Gracias por recordarme la conversión de moneda, señora Banco Mundial. Casi la había olvidado. A trece mil la noche esta habitación es una jodida ganga. Aunque me parece que, a ese precio, debería venir con un esclavo de regalo, ¿no te parece?

—Trataré de que te den uno —dijo Janet—. Pero, de todas maneras, he conseguido que mañana te dejen quedarte hasta tarde por el precio de una sola noche. ¿Ves cómo cuido siempre tu dinero? Por cierto, ¿cómo está la tía de Nadine?

Al instante, me sumí en la paranoia y me puse a calcular qué posibilidades había de que alguien estuviese escuchando nuestra conversación. ¿Tendría el FBI la osadía de intervenir el teléfono de Janet? ¡No, era inconcebible! Intervenir teléfonos tiene un alto coste, y jamás se había dicho nada significativo en esa línea, a no ser, claro, que los federales estuvieran empeñados en arrestarme por degenerado sexual y drogadicto perdido. ¿Y los ingleses, qué? ¿Era posible que el MI6 me estuviese investigando por un delito que aún no había cometido? ¡No, también eso era inconcebible! Ya tenían bastante que hacer con el IRA, ¿no? ¿Por qué mierda les iban a importar el lobo de Wall Street y sus diabólicos planes para corromper a una maestra jubilada? No, no les importaba. Convencido de que podía hablar tranquilo, dije:

—Está muy bien. Acabo de dejarla en su piso. Así llaman aquí a los apartamentos.

—Caramba, cuánto sabes, Sherlock —dijo la muy insoportable.

—Oh, disculpa. No estaba enterado de que fueras una experta viajera. Por cierto, necesito quedarme un día más en Londres. Tengo cosas que hacer, así que reserva una noche más en el hotel y asegúrate de que el avión me esté esperando en Heathrow el viernes por la mañana. Y dile al piloto que regresamos el mismo día. Patricia vuelve esa misma tarde. ¿De acuerdo?

Janet, con típico sarcasmo:

—Lo que diga, jefe. —¿Por qué siempre decía «jefe» en ese tono burlón?—. Pero no veo por qué sientes necesidad de mentirme acerca del motivo por el cual te quedas una noche más en Londres.

¿Cómo lo sabía? ¿Era tan evidente que mi intención era colocarme con qualuuds en privado, lejos de las miradas inquisitivas de los banqueros suizos? No, solo era que me conocía muy bien. En ese aspecto, se parecía a la duquesa. Pero como yo no le mentía tanto a Janet como a mi esposa, ella tenía más práctica en darse cuenta de cuándo mis intenciones eran malas.

Aun así, me sentí obligado a mentir:

—No me rebajaré a responderte. Pero, dado que has sacado el tema, bien puedo aprovechar la ocasión. Al parecer, en Londres hay un club nocturno que está de moda. Se llama Annabelle’s y dicen que es imposible entrar. Consígueme la mejor mesa para mañana por la noche. Diles que quiero que me esperen con tres botellas de Cristal heladas. Si tuvieras algún problema…

—Por favor, no me insultes —interrumpió Janet—. Tu mesa te estará esperando, sir Belfort. Pero no olvides que sé de dónde vienes, y Bayside no es particularmente famoso por sus aristócratas. ¿Necesitas algo más o ya tienes todo lo que necesitas para tu velada de mañana?

—Oh, Janet, eres una bruja. ¿Sabes?, tenía intención de iniciar una nueva vida en lo que hace a mujeres, pero dado que me has dado la idea, ¿por qué no encargas dos fichas azules, una para mí y otra para Danny? O, ahora que lo pienso, mejor encarga tres, no vaya a ser que alguna no nos guste. Aquí en el extranjero nunca se sabe con qué te vas a topar.

»En fin, te dejo. Voy al gimnasio a una sesión rápida y después a Bond Street a hacer unas compras. ¡Mi padre estará encantado cuando le llegue la cuenta! Ahora, deprisa, antes de que corte, ¡recuérdame qué buen jefe soy y dime cuánto me quieres y me echas de menos!

Inexpresiva:

—Eres el mejor jefe del mundo y te quiero y te echo de menos y no puedo vivir sin ti.

—Bueno, eso es lo que pensaba —repuse con tono enterado. Corté sin despedirme.