15

La confesora

¡Aeropuerto de Heathrow! ¡Londres! Una de mis ciudades favoritas, a excepción del clima, la comida y el servicio. Lo primero, el peor de Europa; la segunda, la peor de Europa; lo tercero, también el peor de Europa. Aun así, uno no tiene más remedio que querer a los británicos o, al menos, respetarlos. Al fin y al cabo, que un país del tamaño de Ohio, sin más recursos naturales que unos pocos miles de millones de libras de carbón sucio, llegue a dominar todo un planeta durante más de dos siglos, no es algo que ocurra a diario.

Por si eso no fuera suficiente, entonces hay que admirarse de la asombrosa habilidad con la que un puñado de británicos ha sido capaz de perpetuar la estafa más prolongada de la historia de la humanidad: ¡la realeza! Es la engañifa más increíble de todos los tiempos y la monarquía británica la perpetra a la perfección. La manera en que treinta millones de integrantes de la clase trabajadora han llegado a adorar a un puñado de personas de lo más corrientes, siguiendo cada uno de sus movimientos con maravillada veneración es algo que desafía toda lógica. Y aún más increíble es que esos treinta millones de individuos son lo suficientemente estúpidos como para andar por la vida considerándose «leales súbditos» y jactándose de que les resulta imposible imaginar que la reina Isabel se limpia el culo después de una cagada.

Pero lo cierto es que nada de eso tenía importancia. De lo que se trataba era de que la tía Patricia era un producto de las gloriosas islas Británicas. Y, en mi opinión, era el recurso natural más valioso de Gran Bretaña.

La vería pronto, en cuanto pasase la aduana británica. Mientras las ruedas del Lear 55 de seis plazas tocaban la pista de aterrizaje, le dije a Danny, con voz lo suficientemente fuerte como para que se oyera por encima del ruido de las dos turbinas Pratt & Whitney:

—Soy supersticioso, Danny, así que terminaré este vuelo con las mismas palabras con que lo comencé: ¡eres un maldito demente!

Danny se encogió de hombros y respondió:

—Viniendo de ti, lo considero un elogio. No sigues enfadado porque me reservé unos pocos qualuuds, ¿no?

Meneé la cabeza:

—Es el tipo de cosa que doy por sentado que harás. Por otra parte, tienes el maravilloso efecto de recordarme que, en realidad, soy bastante normal, y no sabes cuánto te lo agradezco.

Danny sonrió y, volviendo las manos de modo que las palmas miraran hacia arriba, dijo:

—Eh, para eso estamos los amigos.

Le dirigí una fría sonrisa.

—Por cierto, supongo que no tienes más drogas encima, ¿verdad? Esta vez quisiera pasar por la aduana sin problemas.

—No, estoy limpio, tiré todo por el inodoro. —Alzó la mano derecha en el gesto de honor de los boy scouts. Añadió—: Espero que sepas lo que haces con esta mierda a lo Nancy Reagan.

—Sí que lo sé —dije en tono confiado, aunque en mi fuero interno no estaba tan seguro. Debo admitir que estaba un poco decepcionado por el hecho de que Danny no tuviese escondidos unos pocos qualuuds más. La pierna izquierda aún me estaba matando y, aunque mi mente estaba empeñada en mantener la sobriedad, la sola idea de poder adormecer el dolor con un qualuud, ¡solo uno!, era una perspectiva fabulosa. Ya habían pasado más de dos días desde que había tomado el último, y solo podía imaginar cuánto me entonaría uno ahora.

Respiré hondo y sofoqué mis pensamientos sobre los qualuuds.

—Solo recuerda lo que prometiste —dije con severidad—. Nada de putas mientras estemos en Londres. Debes comportarte bien en presencia de la tía de mi esposa. Es una mujer muy lista y se dará cuenta de todo.

—¿Y por qué debo conocerla? Basta con que le hables de mí. Solo dile que, si te llegara a ocurrir algo —¡Dios no lo quiera!— quien le dará instrucciones soy yo. Por otra parte, no me molestaría vagar un poco por las calles de Londres. Tal vez vaya a Savile Row para mandarme hacer unos trajes a medida o algo así. ¡O quizás hasta vaya a King’s Cross y pasee un poco por allí!

Me guiñó un ojo.

King’s Cross era el tristemente célebre distrito de luz roja, donde, por veinte libras, podías conseguir una mamada de una puta desdentada con un pie en la tumba y un herpes galopante.

—Gracioso, Danny, muy gracioso. Solo recuerda que aquí no hay ningún Saurel para sacarte las castañas del fuego. ¿No quieres que te contrate un guardaespaldas para que te lleve de aquí para allá? —Era una excelente idea, y hablaba muy en serio.

Pero Danny hizo un gesto desdeñoso, como diciendo que yo tenía un tornillo flojo o algo así.

—¡Corta esa mierda sobreprotectora! ¡Me las compondré solo! ¡No te preocupes por tu amigo Danny! Tengo tantas vidas como un gato.

Meneé la cabeza y alcé la vista al cielo. Pero ¿qué podía hacer? Danny era un adulto, ¿o no? Bueno, sí y no. Pero no se trataba de eso. Ahora tenía que pensar en la tía Patricia. La vería dentro de dos horas. Siempre tenía una influencia calmante sobre mí. Y un poco de calma no me sentaría nada mal.

—Dime, cariño —dijo tía Patricia. Paseábamos del brazo por una estrecha senda bordeada de árboles en Hyde Park.

—¿Cuándo nos embarcamos en esa maravillosa aventura que me propones?

Le dirigí una cálida sonrisa y respiré hondo el fresco aire británico, que, en ese momento, estaba imbuido de una niebla más espesa que una sopa de guisantes secos. Hyde Park me recordaba mucho al Central Park de Nueva York. Ambos eran diminutos trozos de cielo en medio de pululantes metrópolis. Me sentía como en mi casa. Eran las diez de la mañana y, a pesar de la niebla, el sol brillaba con suficiente intensidad como para realzar esas doscientas hectáreas de lozanos prados, gigantescos árboles, arbustos cuidadosamente recortados y sendas para equitación perfectamente mantenidas, convirtiéndolas en una pintoresca visión digna de una tarjeta postal. El parque estaba cruzado por la cantidad justa de sinuosos senderos peatonales de cemento, todos recientemente pavimentados y sin una mota de basura. En ese preciso instante, Patricia y yo recorríamos uno de ellos.

Patricia misma también era hermosa. Pero no se trataba de la clase de belleza que lucen las mujeres de sesenta y cinco años en las fotografías de la revista Town & Country, supuesto barómetro de lo que significa envejecer con gracia. Patricia era infinitamente más bella que ellas. Tenía una clase de hermosura interna, una celestial calidez que irradiaba de cada poro de su cuerpo y resonaba en cada palabra que pronunciaban sus labios. Era la belleza del agua perfectamente quieta, la belleza del fresco aire de la montaña, la belleza de un corazón que sabe perdonar. Pero en lo físico, era de lo más corriente. Era un poco más baja que yo y más bien delgada. Tenía cabello rojizo que le llegaba al hombro, ojos celestes y piel blanca, con las arrugas que eran de esperar en una mujer que había pasado la mayor parte de su adolescencia en un refugio ubicado bajo su diminuto apartamento, a resguardo de las bombas nazis. Cuando sonreía, cosa que ocurría a menudo, en particular cuando estábamos juntos, se veía que tenía los incisivos un poco separados. Ese día vestía una falda de tartán, una blusa color crema con botones dorados y una chaqueta que combinaba a la perfección con su falda. Nada parecía caro, pero el conjunto tenía un aspecto de dignidad.

Le dije:

—Si fuera posible, preferiría que fuésemos a Suiza mañana. Pero si no te va bien, esperaré aquí tanto tiempo como sea necesario. De todas maneras, tengo cosas de qué ocuparme. Tendré un jet esperando en Heathrow, de modo que podamos estar en Suiza en menos de una hora. Si quieres, podemos pasar el día juntos, pasear y hacer algunas compras.

»Pero, una vez más, Patricia —hice una pausa y la miré a los ojos—, quiero que me prometas que gastarás mensualmente al menos diez mil libras de esa cuenta, ¿de acuerdo?

Patricia se detuvo, soltó su brazo del mío y, poniéndose la mano derecha sobre el corazón, dijo:

—Querido, ¡ni siquiera sabría cómo empezar a gastar todo ese dinero! Tengo todo lo que necesito. De verdad, cariño.

La tomé de la mano y seguí andando.

—Tal vez tengas todo lo que necesitas, Patricia, pero apostaría a que no todo lo que quieres. ¿Por qué no comienzas por comprarte un coche y dejas de recurrir a los buses de dos pisos? Y, una vez que tengas tu coche, te puedes mudar a un apartamento más grande, uno que tenga suficiente espacio para que Collum y Anushka se queden a dormir. ¡Imagínate qué bueno sería tener dos dormitorios más, para tus nietos!

Me detuve durante un instante antes de proseguir.

—Y, en pocas semanas, ya tendrás la tarjeta de American Express del banco. Puedes usarla para cubrir todos tus gastos. Y puedes usarla tanto como quieras y gastar todo lo que te parezca, y nunca te llegará la cuenta.

—Pero ¿quién va a pagar la cuenta? —dijo, confundida.

—El banco. Y, como te dije, la tarjeta no tendrá límite. Cada gasto que hagas me hará sonreír.

Patricia sonrió y seguimos caminando en silencio. Pero no era un silencio tenso. Era la clase de silencio que comparten dos personas que están lo suficientemente cómodas juntas como para no forzar una conversación más allá de su progresión natural. La compañía de esa mujer me producía un increíble sosiego.

La pierna izquierda me molestaba un poco menos, pero eso tenía poco que ver con Patricia. La actividad de cualquier tipo, tratar de caminar, jugar a tenis, levantar pesas o hacer unos tiros con mis palos de golf, parecía aliviar el dolor, lo cual resultaba curioso, dado que esas dos últimas cosas hacen trabajar la columna vertebral. Pero en el momento en que dejaba de hacerlas, el dolor regresaba. Y, una vez que comenzaba el incendio, no había modo de apagarlo.

Patricia dijo:

—Sentémonos un poco, cariño. —Y me condujo a un pequeño banco de madera a la vera del sendero. Cuando llegamos allí, nos soltamos los brazos y tomamos asiento—. Te quiero como a un hijo, Jordan, y solo haré esto porque te es útil, no por el dinero. Una de las cosas de las que te darás cuenta cuando envejezcas es que a veces el dinero produce más problemas que beneficios. —Se encogió de hombros—. No me interpretes mal, querido, no es que sea una vieja estúpida que ha perdido la cabeza y vive en un mundo onírico donde el dinero no importa. Sé muy bien que sí importa. Me crie bregando por salir de entre las ruinas de la guerra, y sé lo que es preguntarse de dónde saldrá el próximo plato de comida. Por entonces, no teníamos certeza sobre nada. Los nazis habían destruido medio Londres, y no sabíamos qué nos depararía el futuro. Pero teníamos esperanzas y una sensación de que debíamos comprometernos con la reconstrucción de nuestro país. Fue entonces cuando conocí a Teddy. Estaba en la RAF; era, de hecho, piloto de pruebas. Era de lo más impresionante. Fue uno de los primeros en volar con el Harrier, que los pilotos apodaban «el orinal volador». —Sonrió con tristeza.

Tendiendo el brazo por detrás del respaldo del banco, le posé una mano en el hombro.

En tono más alegre, Patricia dijo:

—A lo que iba, querido, es que a Teddy lo impulsaba, tal vez demasiado, la idea del deber. Al fin, esta terminó por ganarle la partida. Cuanto más ascendía, menos cómodo se encontraba. ¿Entiendes lo que quiero decir, querido?

Asentí lentamente. No se trataba de una analogía perfecta, pero supuse que se refería a los peligros de perseguir una noción preconcebida de lo que significa tener éxito. Teddy y ella se habían divorciado.

Patricia insistió:

—A veces me pregunto si no dejas que el dinero te ciegue, querido. Sé que lo usas para controlar a las personas, y eso no tiene nada de malo. Así es el mundo, y que trates de que las cosas te favorezcan no te convierte en malo. Pero lo que me preocupa es que permitas que el dinero te controle a ti, y eso sí es malo. El dinero es la herramienta, querido, no el artesano; puede ayudarte a tener conocidos, pero no verdaderos amigos; y aunque quizá te compre una vida de ocio, no puede comprarte una vida de paz. Claro que ya sabes que no te estoy juzgando. Es lo último que haría. Nadie es perfecto y todos tenemos nuestros demonios. Dios sabe que yo tengo los míos.

»Pero para regresar a esta diablura que concebiste, ¡quiero que sepas que cuentas con todo mi apoyo! De hecho, me parece muy emocionante. Me siento un personaje de una novela de Ian Fleming. Todo esto de las cuentas en el exterior es arriesgado. Y, cuando se llega a mi edad, lo que te mantiene joven es un poco de riesgo, ¿o no?

Sonreí y lancé una suave sonrisa.

—Seguramente, Patricia. Pero, en lo que hace a los riesgos, te lo vuelvo a decir: siempre existe la posibilidad de que surjan problemas y, cuando ello ocurre, los riesgos se vuelven un poco menos agradables de lo que le agradaría al viejo Ian Fleming. Me refiero a que Scotland Yard puede aparecer en tu puerta, con una orden de registro en la mano.

La miré a los ojos y dije, en tono de total seriedad:

—Pero aun si eso ocurriera, Patricia, te juro que en dos segundos estaré testificando que no tenías ni idea de qué significa nada de esto. Diré que yo te di instrucciones de ir al banco y darles tu pasaporte, y que te prometí que eso no tenía nada de malo. —Mientras pronunciaba esas palabras, estaba persuadido de que eran verdad. Al fin y al cabo, ningún regulador del planeta creería que esa inocente anciana formaba parte de una red internacional de lavado de dinero. Era inconcebible.

Con una sonrisa, Patricia respondió:

—Ya lo sé, querido. Además, me encantaría malcriar un poco a mis nietos. Tal vez, incluso, me lo agradezcan lo suficiente como para irme a visitar a la cárcel cuando me detengan por fraude bancario internacional, ¿no te parece, cariño? —Con estas palabras, Patricia se inclinó y se echó a reír a carcajadas.

Acompañé su risa, aunque por dentro me moría. Hay cosas con las que no se bromea; trae mala suerte hacerlo. Era como mear en el ojo al destino. Si lo hacías durante el tiempo suficiente, sin duda te devolvería la meada, su chorro de orina sería tan grande como el que lanza una maldita manguera contra incendios.

Pero ¿cómo iba a saberlo la tía Patricia? Nunca violó la ley en toda su vida, ¡hasta que conoció al lobo de Wall Street! ¿Realmente yo era una persona tan mala como para estar dispuesto a corromper a una abuelita de sesenta y cinco años con tal de tener una coartada?

Bueno, la moneda tenía dos caras. En una, la obvia criminalidad de toda la empresa: corromper a una abuela, exponerla a un modo de vida que no necesitaba ni quería, poner en riesgo su libertad, poner en riesgo su reputación, producirle, quizás, un infarto vinculado a la tensión si las cosas salían mal.

Pero, visto de otro modo, lo cierto era que el hecho de que no deseara una vida de riqueza y dispendio no significaba que ese tipo de vida no le conviniera. ¡Por el amor de Dios, si era lo mejor que podía hacer! Gracias a ese dinero podría pasar lo que le quedaba de vida entre el lujo. Y (Dios no lo quisiera), si enfermaba, tendría acceso a la mejor atención que el dinero puede comprar. No me cabía duda de que todo ese cuento británico de la utopía igualitaria de la medicina socializada no era más que una sarta de disparates. Sin duda que había un tratamiento médico especial para quienes tenían unos cuantos millones de libras más que los otros. Sería lo justo, ¿verdad? Además, por más que los británicos no fuesen tan codiciosos como los estadounidenses, tampoco eran unos putos comunistas. Y la medicina socializada, la verdadera medicina socializada, ¡era ni más ni menos que un complot comunista!

También había otros beneficios que, globalmente, inclinaban la balanza, y mucho, a favor de que la adorable tía Patricia se metiese en la ilícita cueva del león del fraude bancario internacional. Ella misma había dicho que la mera excitación de pertenecer a una red internacional de lavado de dinero la mantendría joven, quizá durante muchos años más. ¡Qué idea tan agradable! Y, a decir verdad, ¿qué probabilidades había de que se metiera en problemas? Casi ninguna, pensé. Posiblemente, menos que ninguna.

En ese preciso instante, Patricia dijo:

—Querido, tienes el precioso don de mantener dos conversaciones al mismo tiempo. Una, la que tienes con el mundo exterior, en este caso, tu querida tía Patricia; otra, la que tienes en tu fuero interno y que tú solo puedes oír.

Reí. Me recliné y extendí los brazos a uno y otro lado del respaldo de madera, como si procurara que el banco absorbiera alguna de mis preocupaciones.

—Ves mucho, Patricia. Desde el día que nos conocimos, cuando estuve a punto de ahogarme en el inodoro, sentí que eres quien mejor me comprende. Quizás, incluso me entiendas mejor de lo que yo mismo lo hago, aunque lo dudo.

»Desde que tengo memoria, desde mi niñez, posiblemente desde el jardín de infancia, he estado perdido en el interior de mi propia cabeza.

»Recuerdo haber estado sentado en el aula, mirando a los otros niños y preguntándome cómo era posible que no entendieran. Cuando la maestra preguntaba algo, yo sabía la respuesta antes de que ella terminase de hablar. —Hice una pausa y, mirándola a los ojos, añadí—: Por favor, Patricia, no creas que estoy siendo engreído. No quisiera parecerlo. Solo trato de ser franco contigo para que me entiendas de verdad. La cuestión es que desde que era pequeño siempre estuve adelantado, en lo intelectual, quiero decir, con respecto a los demás niños de mi edad. Y, cuantos más años tengo, más crece la brecha.

»Desde mi infancia, un extraño monólogo interior retumba en mi cabeza, sin detenerse nunca, salvo cuando duermo. Estoy seguro de que a todos les ocurre. Pero mi monólogo suena a un volumen especialmente alto. Y es particularmente molesto. No dejo de hacerme preguntas. El problema es que el cerebro es como un ordenador; si formulas una pregunta, está programado para tratar de responderla, por más que no exista una respuesta. Constantemente le doy vueltas a las cosas en mi cabeza, tratando de dilucidar cómo influirán mis acciones sobre las cosas. O mejor dicho, cómo manipularé las cosas. Es como jugar al ajedrez con la propia vida. ¡Y detesto jugar al maldito ajedrez!

Estudié el rostro de Patricia en busca de alguna clase de respuesta, pero no vi más que una cálida sonrisa. Aguardé un poco más, pero no dijo nada. Sin embargo, el mensaje de su silencio era transparente como el cristal: «¡Sigue hablando!».

—La cuestión es que cuando cumplí los siete u ocho años comencé a sufrir unos ataques de pánico terribles. Aún los tengo hoy, pero los aplaco con Xanax. Pero solo pensar en los ataques de pánico basta para producirme uno. Es algo espantoso, Patricia. Son absolutamente debilitantes. Es como si el corazón se te saliera del pecho, como si cada instante fuese una eternidad. Es, literalmente, lo contrario a sentirse cómodo con uno mismo. Creo que el día que nos conocimos yo estaba siendo presa de uno, pero ese en particular era producido por un par de gramos de coca, así que no cuenta. ¿Lo recuerdas?

Patricia asintió con la cabeza y volvió a sonreír. En su expresión no había nada de condenatorio.

Proseguí:

—Bueno, pero al margen de eso, nunca he podido evitar que mi mente funcione sin parar. De niño, igual que ahora, sufría de un tremendo insomnio. Pero ahora es aún peor. Me pasaba la noche en vela, escuchando la respiración de mi hermano y viéndolo dormir como un bebé. Crecimos en un apartamento diminuto y compartíamos la habitación. Lo quiero más de lo que puedas imaginarte. Tengo muy buenos recuerdos de todo eso. Y ahora ni siquiera hablamos. Otra víctima de mi mal llamado éxito. Pero esa es otra historia.

»Le tenía aversión a la noche… Mejor dicho, miedo porque sabía que dormir me sería imposible. Pasaba la noche despierto, mirando los dígitos del despertador que tenía junto a la cama, multiplicando los minutos por las horas, más que nada por aburrimiento, pero también parecía como si mi mente me obligara a hacer tareas repetitivas. A los seis años, multiplicaba mentalmente por cuatro dígitos a más velocidad de lo que lo hubiera hecho con una calculadora. En serio, Patricia. Aún hoy soy capaz de hacerlo. ¡Pero, por entonces, mis amigos ni siquiera habían aprendido a leer! Sin embargo, eso no me servía de consuelo. Lloraba como un bebé cuando llegaba la hora de irse a la cama. Tanto miedo me daban los ataques de pánico. Mi padre iba al dormitorio y se quedaba acostado junto a mí, tratando de tranquilizarme. Mi madre también. Pero ambos trabajaban y no podían quedarse toda la noche conmigo. De modo que me quedaba a solas con mis pensamientos. Con los años, casi todo el pánico de la hora de irse a dormir desapareció. Pero nunca se marchó del todo. Cada vez que pongo la cabeza en la almohada me acosa bajo la forma de un insomnio invencible, un insomnio realmente terrible.

»Me he pasado toda la vida tratando de llenar un agujero que me es imposible colmar, Patricia. Y, cuanto más lo intento, más grande parece. He pasado más tiempo…

Y así, las palabras se pusieron a salir de mi boca, y comencé a vomitar todo el veneno que me desgarraba las entrañas desde que tengo memoria. Quizá lo que hice ese día fue luchar por salvar mi vida o, al menos, sin duda, mi cordura. Al recordarlo, creo que fue un lugar tan bueno como cualquier otro para que un hombre, en particular un hombre como yo, desnudara su alma. A fin de cuentas, en la pequeña isla de Gran Bretaña no había lobo de Wall Street ni Stratton Oakmont. Ambos estaban a un océano de distancia. Se trataba de Jordan Belfort, un niñito asustado que se había metido en honduras donde no hacía pie y cuyo éxito se estaba convirtiendo a pasos agigantados en la herramienta de su propia destrucción. La única pregunta era: ¿qué vendría antes? ¿Que me matara en mis propios términos o que el gobierno me echase el guante?

Una vez que Patricia se mostró dispuesta a escucharme, sentí que no podía detenerme. A fin de cuentas, todo ser humano siente una innegable urgencia por confesar los propios pecados. Las religiones surgieron de cosas como esa y se conquistaron reinos con la excusa de que participar de las campañas de conquista bastaría para perdonar todos los pecados.

Así que me confesé durante dos horas. Procuré, desesperadamente, deshacerme de la amarga bilis que estaba destruyendo mi cuerpo y mi espíritu al impulsarme a hacer cosas que sabía que estaban mal y a cometer actos que, en última instancia, me llevarían a la destrucción.

Le conté la historia de mi vida, empezando por la frustración que de niño me provocaba crecer en la pobreza. Le conté la locura de mi padre, y de cómo sentía resentimiento porque mi madre no me protegía de sus explosiones de cólera. Le conté que ahora sabía que mi madre había hecho cuanto le fue posible, pero que, como seguía viendo las cosas con mis ojos de la niñez, me era imposible perdonarla del todo. Le conté cómo sir Max siempre estaba conmigo en las cosas que verdaderamente importaban, y cómo también ello me hacía sentir resentimiento hacia mi madre, que no me acompañaba en esos momentos cruciales.

Le conté cómo, a pesar de ello, amaba a mi madre, y que la respetaba mucho, a pesar de que me había inculcado que la única manera honorable de ganar mucho dinero era ejercer la medicina. Le expliqué cómo me rebelé contra eso comenzando a fumar marihuana en plena adolescencia. Le conté cómo no me presenté el examen de ingreso a la facultad de medicina por haberme quedado dormido debido a que tomé demasiadas drogas la noche anterior, y cómo ello llevó a que me matriculara en la carrera de odontología en lugar de la de medicina. Le conté el primer día de clase en la facultad, cuando el decano pronunció un discurso en el que dijo que la edad de oro de la atención dental se había terminado y que, si uno quería ser dentista para ganar mucho dinero, lo mejor que podía hacer era marcharse inmediatamente y ahorrarse el tiempo y los disgustos, y cómo, en ese mismo instante, me levanté y me fui para nunca volver.

A continuación le expliqué cómo eso me llevó a los negocios con la carne y el pescado y, en última instancia, a Denise. Fue entonces que las lágrimas acudieron a mis ojos. Con gran tristeza proseguí:

—… y nos poníamos a gatear por la casa en busca de monedas perdidas para pagar el champú. Así de pobres éramos. Cuando perdí todo mi dinero, creí que Denise me abandonaría. Ella era joven y hermosa y yo era un fracasado. Nunca tuve mucho éxito con las mujeres, Patricia, por más que tú o cualquier otro puedan creer lo contrario. Cuando comencé a ganar dinero con lo de la carne, supuse que ello me serviría de compensación en ese aspecto. Y cuando conocí a Denise, bueno, estaba convencido de que me amaba por mi coche. Por entonces tenía un pequeño Porsche rojo, lo cual no era poca cosa para un muchacho de veintiún años, en particular si provenía de una familia pobre.

»Te diré una cosa: la primera vez que vi a Denise quedé totalmente prendado. Era como una visión. ¡Divina! Mi corazón dejó de latir, Patricia. Ese día iba al volante de mi camioneta y procuraba vender carne al propietario de la peluquería donde trabajaba Denise. La perseguí cien veces de un lado a otro del salón, pidiéndole su número de teléfono, pero no quería dármelo. De modo que me fui a casa a toda velocidad, tomé mi Porsche, regresé a la puerta de la peluquería y aparqué para tener la certeza de que me viera al salir. —Al llegar a este punto, sonreí, avergonzado—. ¿Te lo imaginas? ¿Te parece que es algo que un hombre con confianza en sí mismo haría? ¡Qué jodido papelón! No deja de tener su gracia que, desde que fundé Stratton, todos los chicos de Estados Unidos se creen con derecho a tener un puto Ferrari al cumplir los veintiuno. —Meneé la cabeza y alcé la vista al cielo.

Patricia sonrió y dijo:

—Sospecho, querido, que no eres el primer hombre que, al ver una muchacha bonita, corre a casa a buscar su coche nuevo. Y también sospecho que no serás el último. De hecho, cerca de aquí hay una parte del parque que se llama Rotten Row, donde los jóvenes solían exhibir sus caballos frente a las damas con la esperanza de llevárselas a la cama algún día. —Patricia festejó su propia afirmación con una risita antes de proseguir—: Tú no inventaste ese juego, querido.

Le concedí una sonrisa y dije:

—Sí, tienes razón, pero aun así, siento que fui un tonto. En lo que respecta a cómo sigue la historia… ya lo sabes. Pero lo peor fue que cuando dejé a Denise por Nadine, salió en todos los periódicos. ¡Qué maldita pesadilla debe de haber sido para Denise! ¡Que a los veinticinco años te abandonen por una modelo despampanante! Y los diarios la representaron como si fuese una vieja ricachona que había perdido su atractivo, como si yo hubiese cambiado a una anciana por una chica con algo de vida. Este tipo de cosas ocurre todo el tiempo en Wall Street, Patricia.

»Lo que quiero decir es que también Denise era joven y bella. ¿No te parece irónico? Casi todos los hombres que se enriquecen dejan a su primera esposa. Sé que eres inteligente, así que sabes exactamente a qué me refiero. Así se hacen las cosas en Wall Street y, como has dicho, yo no inventé el juego. Pero toda mi vida se aceleró. No viví lo que corresponde a la segunda ni a la tercera década de vida; es como si hubiese pasado directamente a la cuarta. Y entre los veinte y los cuarenta años hay cosas por las que todo hombre debe pasar y que forman el carácter. Ciertas luchas, Patricia, que todos afrontan y que sirven para entender de qué va ser un hombre. Yo no las viví, así que soy un adolescente atrapado en el cuerpo de un hombre. Dios me dio ciertas aptitudes, pero no tuve la madurez emocional para usarlas bien. Todo en mí era un accidente en potencia.

»Dios me dio la mitad de la ecuación: la capacidad de conducir a las personas y de resolver las cosas de maneras que a la mayoría de la gente ni se le ocurren. Pero no me dio la sobriedad ni la paciencia para emplearla como corresponde.

»Dondequiera que Denise fuese, la gente la señalaba y decía: “Mira, esa es la que Jordan Belfort dejó por la chica de Miller Lite”. Te diré una cosa, Patricia, merecería que me azotaran por lo que hice con Denise. Wall Street o no, lo que hice fue jodidamente imperdonable. Dejé a una muchacha buena y hermosa que se mantuvo junto a mí en las buenas y en las malas, que apostó un futuro conmigo. Y cuando finalmente su billete salió ganador, lo cancelé. Arderé en el infierno por eso, Patricia. Y me lo merezco.

Respiré hondo.

—No puedes imaginar cómo procuré justificarme, atribuirle alguna responsabilidad a Denise. Pero me fue imposible hacerlo. Algunas cosas están mal en sí mismas, por más que las mires desde mil ángulos distintos. Pero al fin y al cabo llegas siempre a la misma conclusión, que, en mi caso, es que fui un sinvergüenza sucio y podrido que dejó a una esposa leal por otra, de piernas más largas y rostro un poco más bonito.

»Escucha, Patricia, sé que tal vez te sea difícil ser imparcial en esto, pero sospecho que una mujer como tú es capaz de ver las cosas como son. La cuestión es que nunca podré confiar en Nadine como confiaba en Denise. Y nadie me podrá convencer de hacerlo. Tal vez, solo tal vez, dentro de cuarenta años, cuando ambos hayamos envejecido juntos, quizá considere la posibilidad de confiar. Pero falta mucho para ese momento.

Patricia dijo:

—No podría estar más de acuerdo, querido. Confiar en una mujer que conociste en esas circunstancias solo sería posible mediante un acto de fe ciega. Pero atormentarte con ello no tiene sentido. Te puedes pasar el resto de tu vida mirando a Nadine con los ojos entornados y preguntándote cuáles serán sus intenciones. Pero de hacerlo, bien puede ser que termines por convertir la cuestión en una profecía autocumplida. A fin de cuentas, lo que nos ocurre suele ser el resultado de la energía que emitimos hacia el universo. Esa es una ley universal, querido.

»Pero hay otro asunto, que es este. Ya sabes lo que dicen de la confianza: para confiar en alguien, antes debes confiar en ti mismo. Y tú, ¿eres fiable, querido?

¡Oh, caray! ¡Vaya pregunta! La procesé en mi ordenador mental, cuya respuesta no me agradó. Poniéndome de pie, dije:

—Tengo que levantarme, Patricia. La pierna izquierda me está matando por pasar tanto tiempo sentado. ¿Caminamos un poco? Vamos hacia el hotel. Quisiera pasar por el Rincón de los Oradores. Quizás haya alguno subido a un cajón denostando a John Major. Así se llama el primer ministro, ¿verdad?

—Sí, querido —respondió Patricia. Poniéndose de pie, enlazó su brazo al mío. Desandamos el sendero en dirección al hotel. De pasada, dijo—: Y después de que oigamos lo que tenga que decir el orador, me contestas mi última pregunta, ¿de acuerdo?

¡Esa mujer era demasiado! ¡Pero era imposible no quererla! ¡Mi confesora!

—De acuerdo, Patricia, de acuerdo. La respuesta es: ¡No! Soy un jodido mentiroso, un adúltero, y me acuesto con prostitutas con la misma facilidad con la que cualquier otro se cambia de camisa, en particular cuando estoy entonado con drogas, lo cual es más o menos casi todo el tiempo. Pero aun cuando no estoy drogado, soy adúltero. Ahí lo tienes. Ahora lo sabes. ¿Estás contenta?

Patricia rio ante mi pequeño estallido, antes de dejarme helado diciendo:

—Pero querido, todos sabemos lo de las prostitutas, incluida tu suegra, mi hermana. Es toda una leyenda. En el caso de Nadine, creo que decidió aceptar lo bueno y lo malo también. Pero lo que te preguntaba era si tenías romances con otras mujeres, mujeres por las que sientas algo.

—¡No, claro que no! —respondí con gran confianza. Y luego, con menos confianza, registré mi memoria para constatar si había dicho la verdad. Nunca había engañado a Nadine, ¿verdad? No, en realidad, no. No, al menos, del modo tradicional. ¡Qué feliz pensamiento había puesto Patricia en mi cabeza! ¡Qué mujer maravillosa!

Aun así, se trataba de un tema que prefería evitar, de modo que me puse a hablar de mi espalda, del dolor crónico que me estaba enloqueciendo. Le conté las operaciones, y cómo habían empeorado las cosas, le expliqué que había probado con narcóticos, todo, desde Vicodin hasta morfina, y que me producían náuseas y depresión, y que ello me llevó a tomar medicamentos contra las náuseas y Prozac, y que esos medicamentos me daban dolor de cabeza, así que tomé Advil, que me hizo daño al estómago, y que tomé Zantac para combatir el dolor, lo que hizo subir las enzimas hepáticas. Después le conté que el Prozac embotaba mi impulso sexual y me secaba la boca, y que entonces tomé Salagen para estimular las glándulas salivales y corteza de yohimbina para la impotencia, y que, finalmente, dejé de tomar también eso. En última instancia, expliqué, siempre regresaba a los qualuuds, que parecían ser la única droga que realmente eliminaba el dolor.

Cuando llegábamos al Rincón de los Oradores dije con tristeza:

—Me temo que ahora soy un adicto a las drogas, Patricia, y que, aun si no me doliera la espalda, sería incapaz de dejarlas. Últimamente tengo episodios de fuga, hago cosas que no recuerdo en absoluto. Es como para asustarse, Patricia. Es como si parte de tu vida se evaporara, ¡puf!, para siempre. Pero a lo que iba es a esto: tiré todos mis qualuuds por el inodoro y ahora me muero por uno. Hasta he pensado en decirle a mi secretaria que me mande a mi chófer en el Concorde, con el único propósito de que me traiga unos qualuuds. Eso me costaría veinte mil dólares, por veinte qualuuds. ¡Veinte mil dólares! Pero sigo pensando en hacerlo.

»¿Qué puedo decir, Patricia? Soy un adicto. Nunca se lo he confesado antes a nadie, pero sé que es verdad. Y todos los que me rodean, mi esposa incluida, no me dicen nada porque les da miedo. Por decirlo en otras palabras, viven de mí, así que me siguen la corriente. Me dicen que sí a todo.

»Esta es mi historia. No tiene nada de bonita. Vivo la existencia más desequilibrada del planeta. Soy un fracasado con éxito. Tengo treinta y un años y es como si estuviese por cumplir sesenta. Solo Dios sabe cuánto tiempo más estaré en este mundo. Pero sé que amo a mi esposa. Y siento por mi bebé cosas de las que nunca me creí capaz. En cierto modo, vivo por ella. Por Chandler. Lo es todo para mí. Cuando nació, juré que abandonaría las drogas. Pero ni yo mismo me lo creí. Soy incapaz de hacerlo, al menos por períodos prolongados.

»Me pregunto qué pensará Chandler cuando se entere de que su padre es un adicto a las drogas. Me pregunto qué pensara cuando yo acabe en la cárcel. Me pregunto qué pensará cuando sea mayor y lea todos esos artículos que hablan de las andanzas de su padre con putas. Tengo terror de que llegue ese momento, en serio, Patricia. Y no me cabe duda de que llegará. Es muy triste, Patricia. Muy, muy triste…

Con esas palabras, terminé. Me había revelado como nunca antes. ¿Me sentía mejor? ¡Ay!, en realidad, no. Me sentía exactamente igual que antes. Y, a pesar de la caminata, la pierna izquierda me estaba matando.

Esperé a que Patricia me diese algún tipo de sabio consejo, pero ello no ocurrió. Supongo que ese no es el trabajo de los confesores. Lo único que hizo fue apretarme el brazo con más fuerza, quizá para estar un poco más cerca de mí, o quizá para mostrarme que, a pesar de todo, aún me quería y siempre lo haría.

No había nadie en el Rincón de los Oradores. Según me dijo Patricia, la acción se concentraba en los fines de semana. Pero estaba bien así. Ese miércoles se habían dicho muchas cosas en Hyde Park. Durante un momento, el lobo de Wall Street había vuelto a ser Jordan Belfort.

Pero no por mucho tiempo. A la distancia, observé los nueve pisos del hotel Dorchester, que se elevaban por encima del agitado tránsito de Londres.

Sólo podía pensar en dos cosas: ¿a qué hora partiría el Concorde de Nueva York?, y ¿cuánto tardaría en llegar a Londres?