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Obsesiones internacionales

Tres horas después estaba sentado frente a Jean Jacques Saurel en el restaurante Le Jardin, en el vestíbulo del hotel Le Richemond. La mesa estaba puesta con una de las mejores vajillas que nunca hubiera visto. Un maravilloso despliegue de plata maciza pulida a mano y una bella colección de porcelana china reposaban sobre un mantel blanco como la nieve y muy almidonado. Lujosas cosas, pensé, ¡que deben de haber costado una fortuna! Pero la decoración del restaurante, como la del resto del hotel, no me gustaba. Era art déco, de alrededor de 1930, que era la última vez, supuse, que el restaurante había sido redecorado.

Pero a pesar de la deficiente decoración y del hecho de que estaba al borde del agotamiento por el cansancio del viaje, mi interlocutor era de los mejores. Saurel había resultado ser todo un putero y, en ese momento, me explicaba el arte de llevarse a la cama a las franchutas suizas, que, decía, eran más putas que las gallinas. Según él, convencerlas de irse a la cama era tan fácil que todos los días miraba por la ventana de su oficina y, mientras las veía ataviadas con sus cortas faldas paseando a sus diminutos perros, imaginaba que tenían una diana pintada en la espalda.

Me pareció una observación graciosa y lamenté que Danny no estuviera allí para oírla. Pero los temas que Saurel y yo planeábamos discutir en esa velada eran tan ilegales que era imposible que lo hiciéramos delante de un tercero, incluso cuando este formaba parte del delito. Era totalmente impensable. Era una más de las lecciones que me enseñó Al Abrams: «Si son dos, es un delito; si son tres, una conspiración».

Así que allí estaba, a solas con Saurel. Pero mi mente no dejaba de regresar a Danny o, para ser más precisos, de preguntarse qué demonios estaría haciendo en ese preciso instante. No era la clase de tipo para dejar solo en el extranjero. Librado a sus propios recursos, era indudable que encontraría algo malo para hacer. Lo único bueno era que en ese país no había demasiado que Danny pudiera hacer, a no ser que violara y asesinara, que el hombre que tenía frente a mí no pudiera resolver con una llamada telefónica a las autoridades.

—… así que casi siempre —proclamaba Saurel— me las llevo al hotel Metropole, justo frente al banco, y me las follo allí. Por cierto, Jordan, debo decir que encuentro la palabra «follar» muy satisfactoria. Realmente, no hay palabra francesa que sea igual de expresiva. Pero no quiero irme por las ramas. Lo que trato de decir es que, además de la banca, mi segunda profesión es procurar llevarme tantas suizas como me sea posible a la cama. —Se encogió de hombros con gesto de gigoló, mientras me dedicaba una cálida sonrisa europea. Después, le dio otra honda calada a su cigarrillo.

—Según Kaminsky —dijo, exhalando el humo—, compartes mi afición por las mujeres bellas, ¿verdad?

Sonreí y asentí con la cabeza.

—Ahh… eso es bueno —dijo el putero—, ¡muy bueno! Pero también me ha dicho que tu esposa es muy hermosa. Es curioso, ¿no te parece?, eso de tener una esposa bella, pero aun así estar siempre de cacería. Pero lo entiendo, amigo mío. ¿Sabes?, mi mujer también es muy hermosa, y sin embargo me siento impelido a complacerme con cualquier mujer joven y hermosa que esté dispuesta a aceptarme, siempre y cuando esté a la altura de mis normas de excelencia. Y en este país no faltan mujeres como esas —se encogió de hombros—. Pero, en fin, así es el mundo, y así se supone que deben actuar los hombres como nosotros, ¿no te parece?

¡Vaya! ¡Sonaba espantoso! Eran precisamente las mismas palabras que yo me había repetido a mí mismo tantas veces cuando trataba de racionalizar mi conducta. Pero oírselas decir a otro hacía que me diera cuenta de lo verdaderamente ridículas que eran.

—Mira, Jean. Creo que llega un momento en que uno debe aceptar que ya ha probado lo que quería demostrar. Y yo ya he llegado a ese punto. Amo a mi esposa y ya no ando follando por ahí.

Saurel entornó los ojos con aire sabio y asintió.

—He llegado a ese punto muchas veces. Y hacerlo es muy agradable, ¿no? Nos sirve para que recordemos qué es verdaderamente importante en la vida. A fin de cuentas, sin una familia nuestra vida estaría muy vacía. Y por eso disfruto tanto del tiempo que paso con mi familia. Pero al cabo de unos días me doy cuenta de que si sigo con ellos puedo llegar a cortarme las venas.

»No me interpretes mal, Jordan. No es que no ame a mi esposa y a mi hijo. Claro que los amo. Pero soy francés y, en cuanto hombre francés, ya se sabe que solo puedo tragarme una ración limitada de esto de la esposa-e-hijos si no quiero hartarme de ellos. Lo que quiero decir es que todas las cosas que hago cuando no estoy en casa me hacen mejor marido y mejor padre. —Saurel tomó su cigarrillo del cenicero de cristal y le dio una tremenda calada.

Esperé… Seguí esperando… Pero nunca exhaló. ¡Vaya, eso era interesante! ¡Otra cosa que mi padre no hacía! Al parecer, Saurel se tragaba el humo, absorbiéndolo. De pronto, se me ocurrió que las razones por las que los hombres europeos fumaban no parecían ser las mismas que las de los estadounidenses. Era como si en Europa se tratara de disfrutar de un sencillo placer masculino, mientras que en Estados Unidos fuese más bien ejercer el derecho a matarse con un vicio terrible, a pesar de todas las advertencias.

Era hora de hablar de negocios.

—Jean —dije en tono cálido—, responderé a tu primera pregunta, la de cuánto dinero estoy interesado en traer a Suiza. Creo que lo lógico sería empezar con poco, unos cinco millones o así. Luego, si las cosas salen bien, podría pensar en traer sumas considerablemente más importantes, digamos que unos veinte millones a lo largo de los siguientes doce meses. En lo que se refiere a usar los correos del banco, agradezco tu ofrecimiento, pero preferiría recurrir a los míos. En Estados Unidos tengo algunos amigos que me deben favores y estoy seguro de que harían eso por mí.

»Pero quedan algunas cosas que me preocupan; la primera, Kaminsky. Me es imposible seguir adelante si él sabe de mi relación con tu banco. De hecho, basta con que siquiera sospeche que yo tengo un solo centavo en tu banco para que se termine el negocio. Cerraría todas las cuentas y me llevaría mi dinero a otro lado.

Saurel se mantuvo impertérrito.

—No hace falta que vuelvas a tocar el tema —dijo en tono glacial—. Kaminsky no solo no se enterará de nada, sino que, si pretende inquirir en el asunto, su número de pasaporte figurará en una lista de alerta y la Interpol lo detendrá a la primera ocasión. Los bancos suizos nos tomamos nuestras leyes de secreto bancario con mucha más seriedad de lo que puedas imaginarte. Además, Kaminsky fue empleado nuestro, lo que lo hace particularmente vulnerable. Si revela cualquier información de esta naturaleza, o si solo mete la nariz en cosas en las que no debe hacerlo, irá a la cárcel, y no estoy bromeando. Lo encerraremos en un calabozo y haremos desaparecer no la llave sino el calabozo entero. De modo que dejemos a Kaminsky de lado, desde ahora y para siempre. Si quieres que sea empleado tuyo, es tu problema. Pero cuídate, porque es un bufón muy locuaz.

Asentí y sonreí.

—Tengo mis motivos para mantener a Kaminsky en el lugar que ocupa. Dollar Time está sufriendo graves pérdidas, y si contrato un nuevo director ejecutivo se pondrá a escarbar. Así que por ahora lo mejor es dejar las cosas como están. Pero tenemos que discutir cosas más importantes que el futuro de Dollar Time. Si me das tu palabra de que Kaminsky nunca sabrá nada de mi cuenta, te creo. No volveré a mencionar el tema.

Saurel asintió.

—Me gusta tu forma de hacer negocios, Jordan. Tal vez hayas sido europeo en una encarnación anterior. —Me dedicó la más amplia de sus sonrisas.

—Gracias —dije en tono ligeramente irónico—. Supongo que eso es un gran elogio, Jean. Pero aún me quedan algunas preguntas importantes que hacerte, sobre todo con respecto a la mierda que me dijisteis esta mañana, lo de que necesitáis mi pasaporte para abrir una cuenta. Vamos, Jean, ¿no te parece que es un poco exagerado?

Saurel encendió otro cigarrillo y aspiró profundamente. Por entre el humo, me lanzó una sonrisa de complicidad y dijo:

—Bueno, amigo mío, ahora que te conozco mejor, diría que ya se te ha ocurrido cómo sortear ese escollo, ¿o no?

Asentí con la cabeza, pero no dije nada.

Al cabo de unos segundos de silencio, Saurel se dio cuenta de que le tocaba mover ficha.

—Bien, pues —dijo encogiéndose de hombros—, la mayor parte de lo que se dijo en el banco era, como decís vosotros, pura mierda. Se dijo para que lo oyera Kaminsky, y claro, para que lo oyésemos todos. Al fin y al cabo, tiene que parecer que respetamos la ley. Pero lo cierto es que asociar tu número de pasaporte a una cuenta numerada en Suiza sería un suicidio. Nunca te aconsejaría que lo hicieras. Pero sí creo que sería prudente que abrieras una cuenta a tu nombre en nuestro banco, una que exhiba orgullosamente tus datos ante todo el que quiera verlos. De esa manera, si al gobierno de tu país se le ocurre investigar los registros de tus comunicaciones telefónicas, tendrás una razón válida para justificar tus llamadas a nuestro banco. Y, como sabes, no existe ninguna ley que prohíba tener cuentas en Suiza. Todo lo que tienes que hacer es enviarnos una suma pequeña. Digamos que doscientos cincuenta mil dólares, que te invertiríamos en diversas acciones europeas, solo en las mejores compañías, claro, lo que sería motivo suficiente para que contactes regularmente con nuestro banco.

¡Nada mal!, pensé. Era evidente que las coartadas verosímiles eran una obsesión internacional de los delincuentes de guante blanco. Me revolví en mi asiento, incómodo, procurando aliviar la presión sobre mi pierna izquierda, que lentamente comenzaba a incordiarme otra vez, y dije en tono negligente:

—Entiendo a qué te refieres, y es muy posible que siga tu consejo. Pero solo para que sepas con quién estás tratando, te diré que las posibilidades de que te llame desde mi casa son menos que cero. Preferiría conducir hasta un teléfono público en Brasil con un par de miles de cruceiros en monedas en el bolsillo antes que permitir que tu número aparezca en mi cuenta telefónica.

»Pero, para responder a tu pregunta: tengo intención de recurrir a una integrante de mi familia, que no lleva mi apellido. Es pariente de mi mujer, y ni siquiera es ciudadana estadounidense, sino británica. Voy a Londres mañana por la mañana y pienso regresar pasado mañana con ella, con su pasaporte en la mano y lista para abrir una cuenta en tu banco.

Saurel asintió y dijo:

—Doy por sentado que confías en ella. De no ser así, podemos suministrarte personas que aporten sus pasaportes. Son gente carente de toda sofisticación, casi todos granjeros y pastores de la isla de Man o algún otro paraíso fiscal. Son ciento por ciento de fiar. Además, no tendrán acceso a tu cuenta. Pero supongo que ya habrás evaluado lo fiable que es esa mujer. Aun así, te sugiero que conozcas a un hombre llamado Roland Franks[8]. Es un profesional de estos asuntos, en particular en lo que respecta a crear documentación. Puede generar facturas de compraventa, resúmenes financieros, órdenes de compra, certificados de operaciones bursátiles y casi cualquier otra cosa, dentro de lo razonable. Es lo que llamamos un agente fiduciario. Te ayudará a constituir corporaciones en los papeles. Ello te aislará aún más de la mirada inquisitiva de tu gobierno, al permitirte desglosar tu participación en compañías que cotizan en Bolsa en unidades más pequeñas, evitando así que debas llenar los formularios que se exigen cuando uno posee más del cinco por ciento de las acciones de una empresa. Su colaboración no tendría precio para ti, en todos los aspectos de tus negocios, exteriores y domésticos.

Interesante. Tenían su propio servicio, verticalmente integrado, de ratoneras. Esos suizos eran cosa seria. Roland Franks oficiaría de falsificador, generando documentos que sustentaran mis coartadas.

—Me gustaría mucho conocerlo —respondí—. Quizá puedas organizar algo para pasado mañana.

Saurel asintió y dijo:

—Me ocuparé de ello. El señor Franks también es útil para desarrollar estrategias que te permitan reinvertir o gastar, si así lo prefieres, tu dinero depositado en el exterior como quieras, de formas que no alarmen, como decís vosotros, a las agencias reguladoras de tu país.

—¿Por ejemplo…? —dejé la pregunta en suspenso.

—Bueno, hay muchas maneras. La más común es emitir una tarjeta Visa o American Express que esté directamente vinculada a tu cuenta en nuestro banco. Cuando hagas una compra, el monto se deducirá de esa cuenta. —Con una sonrisa, añadió—: Por lo que me dice Kaminsky, gastas sumas importantes con tus tarjetas de crédito. Así que esa sería una herramienta muy valiosa para ti.

—¿La tarjeta estaría a mi nombre o al de la mujer que quiero que abra la cuenta?

—Al tuyo. Pero te recomiendo que emitas otra para ella. Sería prudente que también ella gastara alguna cantidad simbólica todos los meses, ¿me entiendes?

Asentí para mostrar que así era. Era evidente que el que Patricia gastara dinero todos los meses respaldaría la idea de que la cuenta era suya. Pero el problema, en mi opinión, era otro, verbigracia, que, si la tarjeta estaba a mi nombre, todo lo que el FBI necesitaría hacer sería seguirme cuando fuera de compras, entrar en la tienda donde yo hubiese adquirido algo y exigir la copia del talón. Y ese sería mi fin. Me pareció extraño que Saurel sugiriese una estrategia con debilidades tan obvias. Pero decidí guardarme esa reflexión. En cambio, dije:

—A pesar de mis desenfrenados hábitos de consumo, creo que esa solo es una manera de gastar sumas modestas. Al fin y al cabo, Jean, estamos hablando de transacciones por un valor millonario. No me parece que una tarjeta de débito, como las llamamos en Estados Unidos, vaya a hacer mucha mella en ellas. ¿No hay modos de repatriar sumas más importantes?

—Sí, claro. Otra estrategia habitual es que pidas un préstamo hipotecario sobre tu propia casa… Un préstamo de tu propio dinero. En otras palabras, haces que el señor Franks cree una empresa sobre el papel, y luego transfieres dinero de tu cuenta suiza a la de dicha corporación. Luego, el señor Franks prepara los documentos como prestador del crédito hipotecario, tú firmas como deudor, y de esa manera recibes tu propio dinero. Esta estrategia tiene un doble beneficio. Primero, te cobras interés a ti mismo, y lo acumulas en el país en el que elijas formar tu corporación, algún paraíso fiscal. Últimamente, el señor Franks prefiere usar las Islas Vírgenes británicas, que tienden a ser muy laxas a la hora de exigir documentación. Y, claro, no tienen impuesto a las ganancias. El segundo beneficio es que puedes deducir esos intereses de tus impuestos en Estados Unidos. A fin de cuentas, en tu país, los intereses hipotecarios pueden deducirse de los impuestos.

Repasé sus palabras y llegué a la conclusión de que se trataba de un procedimiento astuto. Pero, como estrategia, parecía aún más arriesgada que lo de la tarjeta de débito. Si yo hipotecaba mi casa, quedaría anotado en los registros municipales de Old Brookville, lo que significaba que al FBI le bastaría con ir al ayuntamiento y pedir una copia de mi título de propiedad. Descubrirían que una compañía radicada en un paraíso fiscal había financiado la hipoteca. ¡Esa sí que sería una señal de alarma! Al parecer, esa era la parte más difícil del juego. Llevar el dinero a un banco suizo era fácil, y protegerse de una eventual investigación, también. Pero repatriar el dinero sin dejar un rastro documental sería complicado.

—Por cierto —preguntó Jean—, ¿cómo se llama la mujer que traerás al banco?

—Patricia. Patricia Mellor.

Saurel volvió a sonreír con aire cómplice.

—Un buen nombre, amigo mío. ¿Cómo puede violar la ley una mujer con un nombre como ese?

Una hora más tarde, Saurel y yo emergimos del ascensor del hotel y avanzamos por el pasillo del cuarto piso, rumbo a la habitación de Danny. Como en el vestíbulo de la planta baja, la alfombra parecía obra de un mono retrasado, y lucía la misma triste combinación de amarillo-orín-de-perro y rosa vómito. Pero las puertas eran flamantes. De nogal marrón oscuro y relucían. Interesante dicotomía, pensé. Quizás ese fuera el significado de la expresión «encanto del Viejo Mundo».

Cuando llegamos a la relumbrante puerta de Danny, dije:

—Mira, Jean, Danny es todo un amante de la parranda, así que no te sorprendas si se le traba un poco la lengua. Estaba bebiendo scotch cuando me marché y creo que aún no debe de haber terminado de eliminar de su sistema las píldoras que tomó para dormir durante el vuelo. Pero, suene como suene, quiero que sepas que es muy lúcido. De hecho, su lema es «incluso si sales con los muchachos, despierta con los hombres». ¿Me entiendes, Jean?

Saurel me dedicó una amplia sonrisa y respondió:

—Por supuesto que lo entiendo. No puedo sino respetar a un hombre cuya filosofía de vida es esa. Así hacemos las cosas en buena parte de Europa. Yo sería el último en juzgar a alguien por su afición a los placeres de la carne.

Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Y ahí estaba Danny, tendido en el piso de la habitación, totalmente desnudo, a no ser que se considere que las putas suizas son prendas de vestir. Porque tenía cuatro de estas, desnudas, sobre su cuerpo. Había una de espaldas, a horcajadas sobre su rostro, aplastándole la nariz con su prieto culito; otra, montada sobre sus caderas, subía y bajaba. Besaba ferozmente a la sentada sobre la cara de Danny. Una tercera lo tenía de los tobillos, separándole las piernas, mientras que la cuarta le sujetaba los brazos de la misma manera. El hecho de que dos personas entraran en la habitación no las perturbó en lo más mínimo. Seguían adelante con su trabajo.

Me volví a Jean y lo contemplé durante un momento. Tenía la cabeza ladeada y se frotaba la barbilla con la mano derecha con aire pensativo, como si procurase dilucidar qué papel desempeñaba cada uno de los actores de esa sórdida escena. A continuación, entornó los ojos y asintió con lentitud.

—¡Danny! —exclamé—. ¿Qué mierda crees que estás haciendo, degenerado?

Danny soltó su brazo derecho y desplazó a la puta que tenía sentada en la cara. Alzó la cabeza y procuró sonreír, pero tenía el rostro casi paralizado. Al parecer, también se las había ingeniado para conseguir cocaína.

—¡Sttoi assiendo un skrrum! —farfulló por entre sus dientes apretados.

—¿Que estás haciendo qué? No entiendo una jodida palabra.

Danny respiró hondo, como si reuniese hasta la última gota de sus fuerzas y dijo con voz entrecortada y tono impaciente:

—¡Es-toy ha-cien-do un scrum!

—¿De qué mierda hablas? —musité.

Saurel dijo:

—Ah, me parece que dice que está haciendo un scrum, como en el rugby. —Con estas palabras, meneó la cabeza con aire enterado y dijo—: El rugby es un deporte muy popular en Francia. Parece que tu amigo está haciendo un scrum de una clase muy poco habitual, pero debo decir que cuenta con toda mi aprobación. Ve a tu habitación y llama a tu esposa, Jordan. Yo me ocupo de tu amigo. Veamos si es un verdadero caballero y está dispuesto a compartir su riqueza.

Asentí y me puse a registrar la habitación de Danny. Encontré veinte qualuuds y unos tres gramos de coca y los tiré por el inodoro. Después, los dejé a él y a Saurel a su suerte.

Pocos minutos después estaba tirado en mi cama, pensando en la locura que era mi vida. Sentí una repentina urgencia de llamar a la duquesa. Miré el reloj: eran las nueve y media de la noche. Hice los cálculos. En Nueva York eran las cuatro y media de la mañana. ¿Podía llamar a esa hora? A la duquesa le encantaba dormir. Antes de que mi cerebro pudiera responder a la pregunta, mi dedo ya estaba marcando.

Tras pocos timbrazos, mi mujer atendió.

—¿Hola?

Cauteloso, en tono de disculpa:

—Hola, cariño, soy yo. Lamento llamarte a esta hora de la madrugada, pero te extrañaba mucho y quería decirte cuánto te amo.

Dulce como la miel:

—Oh, yo también te amo, mi amor, pero no es de madrugada. ¡Estamos a media tarde! ¡Te equivocaste con el cambio de hora!

—¿De veras? —dije—. Mmm… Bueno, de todas maneras te echo mucho de menos. No sabes cuánto.

—Oh, qué dulce —dijo la despampanante duquesa—. Channy y yo te echamos de menos. ¿Cuándo regresas, amor mío?

—En cuanto pueda. Voy a Londres mañana, para ver a la tía Patricia.

—¿En serio? —dijo con ligera sorpresa—. ¿Y por qué vas a ver a la tía Patricia?

De pronto, me di cuenta de que no debía hablar de eso por teléfono, estaba a punto de involucrar a la tía de mi esposa en una operación de lavado de dinero. Hice a un lado esos turbadores pensamientos y dije:

—No, no quise decir eso. Tengo otras cosas que hacer en Londres y pensé que pasaría por la casa de la tía Patricia y la invitaría a cenar.

—Ohh —respondió la duquesa, feliz—. Bueno, dale saludos de mi parte, ¿de acuerdo, cariño?

—Sí, nena, así lo haré. Así lo haré. —Callé durante un instante y dije—: ¿Cariño?

—¿Qué, amor?

Apesadumbrado:

—Lo lamento.

—¿Qué lamentas, cariño?

—Todo, Nadine. Ya sabes de qué estoy hablando. Tiré todos los qualuuds por el inodoro y desde que bajé del avión no tomé ni uno.

—¿En serio? ¿Y cómo va tu espalda?

—No muy bien, nena; duele mucho. Pero no sé qué hacer. No sé si se puede hacer algo. La última operación no hizo más que empeorarla. Ahora me duele todo el día y toda la noche. No sé. Quizá las píldoras la empeoren. Realmente, ya no sé qué pensar. Cuando regrese a Estados Unidos veré a ese médico de Florida.

—Todo saldrá bien, amor. Ya lo verás. ¿Sabes cuánto te amo?

—Sí —mentí—. Lo sé. Y yo te amo el doble de eso. Ya verás qué buen esposo soy cuando regrese a casa.

—Ya eres bueno. Ahora vete a dormir, cariño, y vuelve a casa en cuanto puedas, ¿de acuerdo?

—Así lo haré, Nadine. Te quiero mucho. —Colgué el teléfono y, tendido en la cama, me palpé la parte trasera de la pierna izquierda con el pulgar, tratando de dar con el lugar exacto del dolor. Pero no pude. No estaba en ningún lado y estaba en todos. Y parecía moverse. Respiré hondo y procuré relajarme para aliviar el dolor a fuerza de voluntad.

Sin darme cuenta de lo que hacía, me encontré rezando una vez más para que un rayo cayera del cielo y fulminara al perro de mi esposa. Después, siempre sintiendo que mi pierna izquierda ardía inmisericorde, el cansancio del viaje me abrumó y me dormí.