13
Lavado de dinero exprés
La Union Bancaire Privée ocupaba un reluciente edificio de oficinas acristalado en negro que se alzaba diez pisos por encima del corazón franchute de Ginebra. Estaba en la rue du Rhône, lo que significaba, supuse, calle Rhône. Estaba en el centro mismo del demasiado caro barrio comercial de Ginebra, muy cerca de mi géiser favorito.
A diferencia de los bancos estadounidenses, donde al entrar uno ve sonrientes cajeras protegidas por paneles de vidrio a prueba de balas, en el vestíbulo de este solo había una joven, enmarcada por unas cuarenta toneladas de mármol gris italiano. Lucía un conjunto sastre color gris claro, una blusa blanca de cuello alto y un semblante inexpresivo. Tenía el cabello rubio peinado hacia atrás y recogido en un apretado moño. Su piel era impecable, sin arrugas ni imperfecciones. Otro robot suizo, pensé.
Cuando Danny y yo nos acercamos a su escritorio nos miró con aire suspicaz. ¡Se había dado cuenta de todo! Sin duda que sí. Lo llevábamos escrito en el rostro. ¡Éramos jóvenes delincuentes estadounidenses que buscaban lavar sus oscuras ganancias! ¡Traficantes de droga que ganaban su dinero vendiéndosela a escolares!
Respiré hondo y contuve las ganas de explicarle que éramos meros estafadores financieros. ¡Solo éramos adictos a las drogas, no las vendíamos, por Dios!
Pero, afortunadamente, prefirió reservarse su opinión y no mencionar la naturaleza de nuestro delito. Lo único que dijo fue:
—¿Podría ayudarlos en algo?
¿«Podría»? ¡Dios nos ampare! ¿Más condicionales?
—Sí, ¿vengo a ver a Jean Jacques Saurel[7]? ¿Soy Jordan Belfort? —¿Por qué mierda todo lo que decía me salía en tono interrogativo? Esos suizos de mierda me estaban contagiando.
Me quedé esperando a que la androide me respondiera, pero no lo hizo. Se limitó a quedarse contemplándome. Después hizo lo mismo con Danny. Nos miraba de arriba abajo. Luego, como para enfatizar lo mal que había pronunciado yo el nombre, dijo:
—Ah, se refiere a monsieur Jean Jacques Saurel. —¡Qué bello sonaba ese nombre cuando ella lo decía!—. Sí, señor Belfort, lo esperan en el quinto piso. —Señaló el ascensor.
Danny y yo subimos en el ascensor chapado en caoba y operado por un joven vestido como un mariscal del ejército suizo del siglo XIX. Le susurré a Danny:
—Recuerda lo que te dije. Pase lo que pase, nos marchamos diciendo que no nos interesa, ¿de acuerdo?
Asintió con la cabeza.
Salimos a un largo pasillo también chapado en caoba que hedía a riqueza. El silencio era tal que me dio la impresión de encontrarme dentro de un ataúd, pero preferí no ahondar en esa idea. En cambio, respiré hondo y me dirigí a la alta silueta que se recortaba en el extremo del pasillo.
—¡Ah, señor Belfort! ¡Señor Porush! ¡Buenos días a los dos! —dijo Jean Jacques Saurel en tono cálido. Nos estrechó la mano. Con una traviesa sonrisa dijo—: Espero que las cosas hayan andado mejor después de ese feo asunto del aeropuerto. ¡Me tiene que contar con más detalle su aventura con la azafata!
Me guiñó un ojo.
¡Vaya tipo!, pensé. No era el típico franchute suizo. Era basura europea, pero tanta elegancia sin duda no era suiza. Tenía la piel morena y el cabello castaño oscuro peinado hacia atrás, del modo en que se lleva en Wall Street. Sus facciones eran largas y delgadas, pero de aspecto agradable. Llevaba un inmaculado traje azul con delgadas listas gris claro, una camisa blanca con gemelos en los puños y una corbata de seda azul de aspecto caro. La ropa le caía con esa perfección que solo alcanzan los hijos de puta europeos.
Mantuvimos una breve conversación en el pasillo, durante la cual me enteré de que Jean Jacques no era suizo, sino francés, y que habitualmente trabajaba en la sucursal de París. Me dejó muy impresionado al decirme que no estaba cómodo con la presencia de Gary Kaminsky en la reunión pero que, dado que había sido este quien había hecho el contacto, era inevitable. Sugirió que no hiciésemos un análisis demasiado concienzudo esta vez, y que tuviésemos un encuentro personal al día siguiente, o al otro. Le dije que yo venía con la intención de terminar la reunión de ese día con una negativa, precisamente por la razón que él mencionaba. Frunció los labios y asintió con aire de aprobación, como si dijera: «¡Nada mal!». Ni siquiera me tomé el trabajo de mirar a Danny. Ya sabía que había quedado impresionado.
Jean Jacques nos escoltó hasta una sala de reuniones que parecía un club de fumadores. Había seis franchutes suizos sentados en torno de una larga mesa de vidrio, todos vestidos del típico modo de los hombres de negocios. Todos tenían un cigarrillo encendido en la mano, o en el cenicero que cada uno tenía frente a sí. Una gigantesca nube de humo colmaba el recinto.
También estaba Kaminsky, sentado entre los franchutes. Su atroz peluquín parecía un animal muerto. Su gordo rostro redondo lucía una sonrisa de comemierda que me hizo sentir ganas de pegarle. Durante un instante, evalué la posibilidad de decirle que se marchara, pero decidí no hacerlo. Lo mejor sería que fuera testigo del encuentro y escuchara con sus propios oídos que yo había decidido no hacer negocios en Suiza.
Tras unos minutos de conversación intrascendente dije:
—Siento curiosidad respecto a sus leyes de secreto bancario. Los abogados estadounidenses me dicen cosas distintas. ¿Bajo qué circunstancias colaborarían ustedes con el gobierno de Estados Unidos?
Respondió Kaminsky:
—Eso es lo mejor que tiene hacer negocios en…
Lo interrumpí.
—Gary, si me interesara tu maldita… —me detuve al darme cuenta de que probablemente a esos robots suizos no les agradaría oírme maldecir cada dos palabras. Dije humildemente—: Perdón a todos… —y concluí—: Si me interesara tu opinión a ese respecto, te la hubiera pedido en Nueva York antes de viajar.
Los franchutes sonrieron y asintieron. El mensaje tácito era: «Sí, este Kaminsky es tan estúpido como parece». Pero entonces mi mente estaba ocupada haciendo cálculos. Era evidente que, si decidía hacer negocios con el banco, este le pagaría a Kaminsky alguna comisión por haber hecho el contacto. De no ser así, ¿por qué se mostraba tan ansioso por disipar mis preocupaciones? Al principio pensé que Kaminsky era uno de tantos infelices aficionados a demostrar que saben mucho sobre algún tema poco conocido. Wall Street estaba lleno de personas así. Les llamaban diletantes. Pero ahora tenía la certeza de que la motivación de Kaminsky era económica. Si yo abría una cuenta en el banco, él lo sabría cuando aquel le pagara sus honorarios por el contacto. Eso era un problema.
Como si me hubiese leído la mente, Jean Jacques dijo:
—El señor Kaminsky siempre se muestra muy dispuesto a ofrecer su opinión en asuntos como este. Me parece más bien extraño, dado que no tiene nada que perder ni que ganar con nuestra decisión. Ya se le pagó un pequeño honorario por haberlo traído a usted aquí. Que usted haga o no negocios con Union Banc no influirá en nada en la economía del señor Kaminsky.
Asentí. Me pareció interesante notar que Saurel no empleaba el modo condicional tan caro a los suizos. Su dominio del inglés, incluyendo giros y modismos, era perfecto.
Saurel prosiguió:
—Pero, para responder a su pregunta, le diré que los únicos casos en los que el gobierno suizo colabora con el de Estados Unidos son aquellos en que el supuesto delito también lo sea en Suiza. Por ejemplo, en Suiza no hay una ley que pene la evasión impositiva. De modo que si recibiéramos una solicitud del gobierno de Estados Unidos con ese motivo no cooperaríamos con él.
—Es exactamente como dice el señor Saurel —dijo el vicepresidente del banco, un franchute de anteojos, menudo y delgado, llamado Pierre algo—. No sentimos especial simpatía por su gobierno. Le ruego que no se lo tome a mal. Pero el hecho es que solo cooperaríamos si la supuesta infracción fuese de tipo penal, es decir, un delito.
Un segundo Pierre, este más joven y calvo como una bola de billar, intervino:
—El código penal suizo es mucho más flexible que el de su país. Muchas cosas que son delito para ustedes no lo son para nosotros.
¡Por el amor de Dios! La sola palabra «delito» me hacía correr un escalofrío por la espalda. De hecho, ya era evidente que había graves fallos en mi plan de usar Suiza a modo de ratonera… A no ser, claro que… Bueno… ¿Era posible que las ratoneras fuesen legales en Suiza? Contemplé la posibilidad. No, era muy dudoso que así fuera, pero se lo preguntaría a Saurel cuando nos encontrásemos en privado. Sonreí.
—En realidad, ese tipo de cosas no me preocupan porque no tengo ni la más mínima intención de violar ninguna ley estadounidense. —Era una mentira descarada, pero me encantaba cómo sonaba. ¿Qué importaba si era pura mierda? Por algún motivo, me hacía sentir más cómodo con lo de haber acudido a Suiza. Insistí—: Y al decir eso, también hablo en nombre de Danny. Miren, solo quiero tener dinero en Suiza para proteger mis activos. Mi principal preocupación es que, en el trabajo que hago, es muy frecuente ser blanco de reclamaciones legales, injustas, por cierto. Pero en cualquier caso, lo que me interesa o, para ser más directo, lo único que me importa, es que bajo ninguna circunstancia ustedes le entreguen mi dinero a ningún ciudadano de Estados Unidos ni a ningún habitante del planeta que me haya entablado un pleito civil.
Saurel sonrió:
—No solo nunca haríamos eso —declaró—, sino que ni siquiera reconocemos nada de naturaleza «civil», por decirlo con sus palabras. Aun si nos llegara una citación de la SEC estadounidense, que es un organismo regulatorio civil, no cooperaríamos bajo ninguna circunstancia. —Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Y ese también sería el caso si la presunta infracción fuese un delito para la ley suiza. —Asintió con la cabeza para demostrar su convicción—. ¡Ni siquiera cooperaríamos en un caso así! —Sonrió con aire conspirativo.
Asentí, aprobando, y paseé la mirada por el recinto. Todos parecían contentos con la forma en que iban las cosas. Todos menos yo. No podía haber estado menos entusiasmado. El último comentario de Saurel había tocado un punto sensible y acelerado al máximo mi cerebro. El hecho era que, si el gobierno suizo se negaba a cooperar con la SEC, esta no tendría más opción que derivar su solicitud a la fiscalía de Estados Unidos para que comenzase una investigación criminal. ¡Yo sería el artífice de mi propio fin!
Repasé mentalmente los posibles escenarios. El noventa por ciento de los casos que investigaba la SEC se resolvían en el fuero civil. Pero cuando la SEC percibía que lo que estaba ocurriendo era algo grave, derivaba el caso al FBI para que iniciase una investigación criminal. Y si la SEC no podía llevar a cabo su investigación, si los suizos respondían con un muro de silencio, ¿cómo podría decidir qué era grave y qué no? La verdad era que lo que yo estaba haciendo no era tan terrible, ¿o sí?
Respiré hondo y dije:
—Todo esto suena razonable, pero me pregunto qué haría el gobierno estadounidense para saber dónde mirar, es decir, ¿a qué banco suizo enviaría su citación? Las cuentas no tienen nombres, solo números. De modo que, a no ser que alguien les pasara el dato —resistí el impulso de mirar a Kaminsky— de dónde guarda uno el dinero, o si uno fuese lo suficientemente descuidado como para dejar un rastro documental, ¿cómo sabrían por dónde empezar? Debe de haber mil bancos en Suiza, y es probable que haya cien mil cuentas en cada uno. Eso son millones de cuentas, todas con números distintos. Sería como encontrar una aguja en un pajar. Sería imposible. —Miré directamente a los ojos oscuros de Saurel.
Al cabo de un momento de silencio, Saurel dijo:
—Otra pregunta excelente. Pero, para responderla, le tendría que pedir que me permita hacer una breve recapitulación de la historia de la banca suiza.
El asunto se estaba poniendo bueno. La importancia de entender las lecciones del pasado era exactamente lo que Al Abrams me había inculcado durante nuestros encuentros matinales. Asintiendo con la cabeza, dije:
—Por favor. La historia me fascina, en particular cuando tiene que ver con una situación como esta, en la que evalúo la posibilidad de hacer negocios en un terreno que no me es familiar. Saurel sonrió y dijo:
—Lo de las cuentas numeradas no es exactamente como se suele creer. Es cierto que todos los bancos suizos les ofrecen esa opción a sus clientes para proteger su privacidad. Pero cada cuenta numerada está vinculada a un nombre que se conserva en los archivos del banco.
El corazón me dio un vuelco. Saurel prosiguió:
—Hace muchos años, antes de la segunda guerra mundial, esto no era así. Por entonces, la práctica habitual de los banqueros suizos era abrir cuentas sin asociarles un nombre. Todo se basaba en relaciones personales, y un apretón de manos. Muchas de esas cuentas pertenecían a corporaciones. Pero, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, eran corporaciones anónimas y al portador. En otras palabras, quienquiera que fuese el portador de los certificados de acciones físicas de la corporación era considerado su legítimo propietario.
»Entonces, llegaron Adolf Hitler y los horrores del nazismo. Se trata de un capítulo triste de nuestra historia, del que no nos enorgullecemos. Procuramos ayudar a nuestros clientes judíos en la medida de nuestras posibilidades. Pero diría que, al fin, lo que hicimos no fue suficiente. Como sabe, señor Belfort, soy francés, pero creo que hablo en nombre de todos los presentes cuando digo que desearía que hubiéramos hecho más. —Hizo una pausa y meneó la cabeza con solemnidad.
Todos los presentes, incluido el bufón de la corte, Kaminsky, judío él, asintieron. Supuse que todos sabían que Danny y yo éramos judíos, y no pude menos que preguntarme si ese había sido el motivo de las palabras de Saurel. ¿O lo habría dicho porque realmente lo sentía? Como fuera, incluso antes de que él comenzara a hablar yo ya iba diez pasos por delante y sabía exactamente a qué apuntaba. El hecho era que, antes de que Hitler pudiera asolar Europa y exterminara a seis millones de judíos en las cámaras de gas, muchos de ellos consiguieron transferir su dinero a Suiza. Habían comprendido el peligro que corrían a comienzos de la década de 1930, cuando los nazis llegaron al poder. Pero a los judíos les fue más fácil salvar su dinero que sus personas. Prácticamente todos los países de Europa, a excepción de Dinamarca, negaron refugio y seguridad a millones de judíos. La mayor parte de esos países hizo acuerdos secretos con Hitler, comprometiéndose a entregarle sus poblaciones de judíos a cambio de no ser invadidos. Y cuando Hitler se aseguraba de que los había metido a todos en campos de concentración, traicionaba los acuerdos. A medida que los países de Europa iban cayendo en poder de los nazis, los judíos se iban quedando sin lugares donde esconderse. Lo más irónico era cuán dispuesta había estado Suiza a recibir el dinero de los judíos mientras se mostraba reacia a salvar sus personas.
Cuando los nazis fueron derrotados, muchos descendientes de los judíos exterminados acudieron a Suiza en busca de las cuentas bancarias secretas de sus familias. Pero no tenían forma de demostrar que tenían derecho a ellas. Sucedía que no había nombres asociados a las cuentas, sino solo números. Si los herederos sobrevivientes no sabían exactamente en qué banco estaba el dinero y con qué banquero habían tratado sus padres, no tenían forma posible de reclamar su dinero. Hasta el día de hoy, miles y miles de millones de dólares siguen sin ser reclamados.
Mis pensamientos se hicieron más sombríos. Muchos de esos suizos hijos de puta debían de saber exactamente quiénes eran los herederos legítimos, pero, aun así, escogieron no ponerse en contacto con ellos. Aún peor, muchos niños judíos, cuyas familias habían sido exterminadas, habían acudido al banco correcto, hablado con el banquero correcto. Pero les habían mentido. ¡Por Dios! ¡Qué puta tragedia! Solo los banqueros más nobles habrán tenido la integridad de asegurarse de que los legítimos herederos recibieran lo suyo. Y en Zúrich, llena de jodidos alemanes, sería difícil encontrar un simpatizante de los judíos. Quizás en la francesa Ginebra las cosas hubieran sido un poco, solo un poco, más fáciles. La naturaleza humana es la misma en todas partes. Todo ese dinero judío se había perdido para siempre, absorbido por el sistema bancario suizo, enriqueciendo ese diminuto país más allá de lo imaginable, lo que, probablemente, explicara por qué no se veían pordioseros en la calle.
—… de modo que ese es el motivo —dijo Saurel— por el cual ahora se exige que toda cuenta que se abra en Suiza tenga un beneficiario. No se hacen excepciones.
Miré a Danny. Me hizo un levísimo gesto con la cabeza. El mensaje tácito era: «Esto es una puta pesadilla».
Danny y yo apenas si intercambiamos palabra durante el trayecto de regreso al hotel. Yo miraba por la ventanilla, sin ver más que los fantasmas de unos pocos millones de judíos asesinados. Seguían buscando su dinero. Para ese momento, sentía que la parte posterior de mi pierna me estaba martirizando. ¡Por Dios! Si no sufriera de ese terrible dolor crónico probablemente podría superar mi adicción a las drogas. Ya hacía más de veinticuatro horas que no tomaba píldora alguna, y estaba tan lúcido que me sentía capaz de encontrar respuesta a cualquier problema, por insoluble que pareciera. Pero ¿cómo podía eludir las leyes bancarias suizas? La ley es la ley, y haber sido testigo de la caída de Al Abrams me había servido para entender ese viejo lema que afirma que ignorar la ley no es excusa para violarla.
El hecho era que si yo abría una cuenta en la Union Bancaire debería darles una copia de mi pasaporte, que ellos conservarían en sus archivos. Y si el Departamento de Justicia de Estados Unidos emitía una citación penal por fraude financiero, estaría perdido. Aun si los federales no conocieran cuál era mi número de cuenta ni, por cierto, mi banco, ello no los detendría. Mandarían la citación directamente al Departamento de Justicia suizo, que a su vez haría llegar a todos los bancos del país la orden de entregar todos los registros que se refirieran al individuo mencionado en la citación.
Y ese sería mi fin.
Por Dios. Lo mejor sería limitarme a mis ratoneras en Estados Unidos. Y si los citaban, siempre podían mentir. No era una idea agradable, pero al menos así no habría un rastro de papel.
Pero ¡un momento! ¿Quién decía que debía entregar mi pasaporte al banco? ¿Por qué no podía, en cambio, hacer que una de mis ratoneras viniera a Suiza con su propio pasaporte? ¿Qué posibilidad tenía el FBI de encontrar el nombre de mi ratonera estadounidense en mi ratonera suiza? ¡Sería una ratonera dentro de otra! ¡Una doble protección! Si Estados Unidos emitía una citación donde pidieran todos los registros vinculados a Jordán Belfort, y el Departamento de Justicia suizo la enviara a los bancos, ¡estos no encontrarían nada!
Y, pensándolo bien, ¿por qué tenía que recurrir a una de mis actuales ratoneras? En el pasado, las escogía no solo porque se podía confiar en ellas, sino por su capacidad de generar grandes cantidades de dinero en efectivo sin alertar a las autoridades impositivas. No era una combinación fácil de encontrar. Mi principal ratonera era Elliot Lavigne, que se estaba convirtiendo en una pesadilla. No solo era mi principal ratonera, sino también en que me inició en los qualuuds. Era el presidente de Perry Ellis, uno de los principales fabricantes de ropa de Estados Unidos. Pero no hay que creer que el hecho de ocupar tan alta posición lo hiciera respetable. Lo cierto era que estaba diez veces más loco que Danny. Sí, por imposible que parezca, comparado con él, Danny era un monaguillo.
Además de ser un adicto de primera al juego y a las drogas, Elliot también era un obsesionado del sexo y un adúltero compulsivo. Le robaba millones de dólares al año a Perry Ellis. Tenía acuerdos secretos con sus factorías del extranjero, que cobraban a la empresa uno o dos dólares de más por cada prenda que confeccionaban. Elliot recibía un porcentaje de esa sobrefacturación. Se trataba de cifras millonarias. Cuando yo lo hacía ganar con mis emisiones de títulos, él me daba mi parte recurriendo al dinero en efectivo que recibía de sus fábricas del exterior. Era un intercambio perfecto que no dejaba un rastro. Pero Elliot era cada vez menos fiable. Su adicción al juego y a las drogas lo dominaba. Se atrasaba en los pagos. En esos momentos me debía dos millones de las ganancias que había obtenido haciéndome de ratonera para mis últimas emisiones. Pero si lo sacaba del entramado, nunca me pagaría lo que me debía. De modo que estaba abocado a alejarlo gradualmente, permitiéndole que ganara dinero con nuevas emisiones a la espera de que me pagara lo que me debía.
Aun así, Elliot me había sido muy útil. Me había pagado más de cinco millones de dólares en efectivo, que estaban a buen recaudo en cajas de seguridad de distintos bancos de Estados Unidos. Aún no estaba seguro de cómo haría para transferir todo ese dinero a Suiza, pero tenía algunas ideas. Discutiría el asunto con Saurel cuando nos reuniésemos dentro de unas horas. En cualquier caso, yo siempre había dado por sentado que reemplazar a Elliot por otra ratonera que pudiera generar tanto dinero como él sin dejar huellas iba a ser un problema. Pero si tenía a Suiza como primera línea de un esquema de doble ratonera, lo de generar dinero «limpio» dejaba de ser una preocupación. Simplemente, dejaría que el dinero generara intereses en mi cuenta suiza. La única duda que me había sido imposible plantear en la reunión con los banqueros se refería a cómo hacer para usar el dinero de mi cuenta suiza. ¿Cómo haría para gastarlo? ¿Cómo podría hacer regresar el dinero, ya lavado, a Estados Unidos para invertirlo? Aún quedaban muchas preguntas por responder.
Pero lo más importante era que, cuando operara con Suiza, podría escoger a mis ratoneras con el único criterio de que se pudiera confiar en ellas. Eso abría un abanico mucho más amplio de ratoneras potenciales, y no tardé en centrarme en la familia de mi esposa. Ninguno era ciudadano estadounidense. Todos vivían en Gran Bretaña, lejos de la mirada del FBI. De hecho, la ley federal de inversiones incluía una exención poco conocida, que permitía que los extranjeros invirtiesen en compañías que cotizan en Bolsa en términos mucho más favorables que los ciudadanos estadounidenses. Se llamaba Regulación S, y permitía a los extranjeros adquirir acciones de empresas que cotizan en Bolsa sin someterse al período de espera de dos años que requería el artículo 144. Era una ley absurda, que daba a los foráneos una increíble ventaja sobre los inversores estadounidenses. La consecuencia, como suele ocurrir con esos pedos mentales de los reguladores, fue una inmensa oleada de abusos. Astutos inversores estadounidenses establecieron acuerdos clandestinos con extranjeros y usaron la regulación S para violar la ley invirtiendo en compañías que cotizaban en Bolsa sin tener que esperar los dos años que dictaba la regla 144 para vender sus acciones. Muchas veces se me habían ofrecido extranjeros, a cambio de una modesta remuneración, a hacerme de testaferros para los negocios que permitía la regulación S, pero siempre los rechacé. Tenía presentes las advertencias de Al Abrams. Además, ¿cómo demonios iba a confiar en un extranjero para algo tan ilegal? Al fin y al cabo, recurrir a un extranjero para adquirir acciones por su intermedio en los términos fijados por la regulación S era un delito grave, que sin duda despertaría el interés del FBI. De modo que siempre evité hacerlo.
Pero ahora, si hacía lo de las ratoneras dobles con los familiares de mi esposa como segunda línea de protección… ¡Bueno, de pronto, todo parecía menos arriesgado!
Pensé en Patricia, la tía de mi esposa, mejor dicho, ¡mi tía Patricia! ¡Sí, también se había convertido en mi tía! En el momento en que Patricia y yo nos conocimos, supimos que éramos espíritus afines, lo que no deja de tener su gracia si se considera cuáles fueron las circunstancias de ese encuentro. Había sido dos años atrás, en el hotel Dorchester de Londres. Me había sorprendido en plena sobredosis de qualuuds. De hecho, cuando entró en mi habitación, yo estaba en trance de ahogarme en el inodoro. Pero, en lugar de juzgarme, lo que hizo fue acompañarme, hablarme y quedarse toda la noche en vela, sosteniendo mi cabeza sobre el inodoro mientras mi cuerpo vomitaba todo el veneno que le había metido. Luego, cuando me inundaron sucesivas oleadas de ansiedad inducida por la cocaína, se quedó acariciándome el cabello como lo hacía mi madre cuando yo era niño. Como no podía mantener en el estómago los Xanax que tomaba para combatir la angustia de la cocaína, estaba que me subía por las paredes. Al día siguiente almorzamos juntos y, sin hacerme sentir culpable en lo más mínimo por lo que había presenciado, me convenció de que dejara las drogas. De hecho, me mantuve sobrio durante dos semanas. Yo estaba de vacaciones en Inglaterra con Nadine, y nunca nos habíamos llevado tan bien. Era tan feliz que hasta pensé en mudarnos a Inglaterra y convertir a tía Patricia en parte de nuestras vidas. Pero en mi fuero interno sabía que solo era una fantasía. Mi vida estaba en Estados Unidos; Stratton estaba en Estados Unidos; mi poder estaba en Estados Unidos. Lo cual significaba que también yo debía estar allí. Y cuando finalmente regresé a Estados Unidos, mi adicción a las drogas regresó con toda su furia gracias a la bondadosa influencia de Danny Porush, Elliot Lavigne y mi alegre banda de corredores de Bolsa. Y mi dolor de espalda ayudaba a que mi hábito fuese cada vez más fuerte.
La tía Patricia tenía sesenta y cinco años y estaba divorciada. Se había jubilado como maestra de escuela y, en secreto, era anarquista. Era ideal. Despreciaba todo lo que tuviera que ver con gobiernos y su lealtad era incuestionable. Si yo le pedía que hiciera eso por mí, me dedicaría la más cálida de sus sonrisas y abordaría un avión al día siguiente. Además, la tía Patricia no tenía dinero. Cada vez que la veía, le ofrecía más de lo que le hubiera sido posible gastar en un año, y nunca aceptaba. Era demasiado orgullosa. Pero ahora podía decirle que lo tenía bien ganado por prestarme ese servicio. El hecho era que, de ese modo, pasaría de pobre a rica. ¡Qué idea maravillosa! Y, además, apenas si gastaría. Era una mujer que se había criado entre las ruinas que dejó la segunda guerra mundial y vivía de su modesta jubilación de maestra. ¡Aun si lo hubiera querido, no habría sabido cómo gastar el dinero! Dedicaría la mayor parte de lo que ganara a malcriar a sus dos nietos. ¡Y era lo mejor que podía hacer! De hecho, solo pensarlo me ablandaba el corazón.
Si el gobierno de Estados Unidos iba a golpear a su puerta, les diría que se fueran a la mierda. Al pensarlo, me eché a reír.
—¿Qué te hace tan feliz? —farfulló Danny—. ¡Toda la reunión fue una pérdida de tiempo! Y ni siquiera tengo unos qualuuds para ahogar mis penas. Así que, dime, ¿qué hay en esa mente retorcida?
Sonreí.
—Dentro de unas horas me reúno con Saurel. Tengo algunas preguntas más para hacerle, y estoy seguro de que ya tiene las respuestas. Llama a Janet en cuanto regresemos al hotel. Dile que mañana a primera hora quiero que nos espere un Learjet en el aeropuerto. Y dile que reserve la suite presidencial del Dorchester. Vamos a Londres, compañero. Vamos a Londres.