12
Oscuros presagios
Pocas horas más tarde, a las doce y media de los franchutes suizos, estaba sentado frente a Danny en el asiento trasero de una limusina azul Rolls Royce más ancha que un buque pesquero y más larga que una carroza fúnebre, lo que me daba la poco agradable sensación de que iba rumbo a mi propio entierro.
Ese fue el primer presagio oscuro del día. Íbamos a la Union Bancaire Privée para la primera reunión con nuestros futuros banqueros suizos. Yo miraba por la ventana trasera, contemplando el inmenso chorro de la fuente, que aún me impactaba, cuando Danny me dijo con voz llena de tristeza:
—Sigo sin entender por qué tenías que tirar también mis qualuuds. ¡Hablo en serio, JB! ¡Me los había tenido que meter en el culo hacía solo un par de horas! ¡Fue bastante duro!
Lo miré y sonreí. Danny tenía razón. En el pasado yo también me había metido drogas en el culo para pasar por una frontera y no podía decirse que fuera algo divertido. Había oído decir que se hacía más fácil si uno sellaba las drogas en un frasquito y lubricaba este con una buena cantidad de vaselina. Pero la sola idea de dedicar tanta atención a ocultar drogas había evitado que pusiera tal estrategia en práctica. Al fin y al cabo, se trataba de algo que solo un verdadero drogadicto pensaría en hacer.
Además, respetaba a Danny por cuidarme, por estar siempre pendiente de la gallina de los huevos de oro. Claro que la verdadera pregunta era: ¿Seguiría protegiendo a la gallina si esta dejaba de poner sus huevos? Era una buena pregunta, pero no valía la pena demorarse en ella. Yo estaba en medio de una racha ganadora y entraba más dinero que nunca. Dije:
—No, lo que hiciste no es poco, no lo niego. No creas que no valoro tu gesto, en particular eso de habértelos metido sin lubricación alguna. Pero este no es momento para drogarse. Necesito que estés más lúcido que nunca durante al menos los próximos dos días, y yo también debo estarlo. ¿De acuerdo?
Danny se acomodó en el asiento y, cruzando las piernas, con aire negligente dijo:
—Sí, de acuerdo. A mí tampoco me vendría mal un recreo. Es solo que no me gusta tener cosas metidas en el culo.
—También debemos moderarnos con las putas, Dan. Las cosas ya se están poniendo un poco repugnantes. —Me puse a menear la cabeza para que viera que hablaba en serio—. Esta última chica era impresionante. Tendrías que haberla visto. ¡Creo que medía un metro ochenta y cinco o más! Me sentía como un bebé chupando la teta de su madre, lo que, a decir verdad, era bastante excitante. —Me revolví en el asiento para no cargar el peso sobre la pierna izquierda—. Las muchachas negras no saben como las blancas, ¿no te parece? En particular sus coños, que saben a… eeeh… ¡caña de azúcar de Jamaica! ¡Sí, el coño de las negras es muy dulce! Es como… Bueno, no importa. Mira, Dan, no puedo decirte dónde meterla, eso es asunto tuyo, pero, en lo que a mí respecta, ¡no más putas por ahora! En serio.
Dan se encogió de hombros.
—Si mi esposa estuviera tan buena como la tuya tal vez seguiría tus pasos. ¡Pero Nancy es una maldita pesadilla! ¡Esa mujer me agota! ¿Entiendes a qué me refiero?
Resistí al deseo de mencionar la genealogía compartida de ambos y sonreí, compasivo.
—Tal vez deberíais divorciaros. Parece que todo el mundo lo hace, de modo que no sería tan grave. —Me encogí de hombros—. Mira, no es que quiera minimizar la importancia de tus problemas maritales, pero tenemos que hablar de negocios. En unos minutos estaremos en el banco y quiero que repasemos un par de cosas. Primero, quien habla soy yo, ¿de acuerdo?
Asintió:
—¿Qué crees, que soy el maldito Cabeza Cuadrada?
—No, la tuya no es lo bastante cuadrada y además tiene un cerebro dentro. Pero, hablando en serio, es importante que te sientes y observes. Trata de adivinar qué piensan estos franchutes. Yo no entiendo su lenguaje corporal. Comienzo a pensar que no lo tienen. Ocurra lo que ocurra esta mañana y aunque todo salga a la perfección, cuando termine la reunión debemos decir que no estamos interesados. Eso es esencial, Danny. Decimos que no combina bien con lo que estamos haciendo en Estados Unidos y decidimos que no es para nosotros. Ya se me ocurrirá algún argumento cuando me cuenten un poco más sobre el aspecto legal, ¿de acuerdo?
—Sí, claro —respondió—. Pero ¿por qué?
—Por Kaminsky —dije—. Estará en la primera reunión y no confío en ese hijo de puta con peluca. Te diré la verdad, todo este asunto suizo no me gusta. Por algún motivo me da mala espina. Pero si finalmente decidimos seguir adelante con esto, Kaminsky no tiene que enterarse de nada. Eso es exactamente lo que buscamos evitar. Puede que, si lo hacemos, recurramos a otro banco, o tal vez podamos trabajar con este. No veo por qué van a serle leales a Kaminsky.
»De lo que se trata es de que nadie en Estados Unidos sepa de esto. Por más drogado que puedas estar, Danny, y sea cual fuere la cantidad de qualuuds que tomes o de coca que aspires, no se lo debes contar a nadie. Ni a Madden, ni a tu padre, y menos aún a tu esposa, ¿de acuerdo?
Danny asintió:
—Omertà, amigo. Hasta el fin.
Sonreí, asentí y me puse a mirar por la ventanilla en silencio. Era mi manera de indicarle a Danny que no estaba de ánimo para seguir conversando, y él, por supuesto, me entendió. Pasé el resto del trayecto contemplando las inmaculadas calles de Ginebra, asombrado al notar que no había ni una mota de polvo en las aceras, ni un trazo de grafitis en las paredes. Mi mente comenzó a divagar y me empecé a preguntar por qué demonios estaba haciendo eso. Parecía arriesgado, temerario. Uno de mis primeros mentores, Al Abrams, me había advertido de que nunca recurriera a cuentas en el exterior. Me dijo que era una receta segura para crearse problemas, pues hacía sonar demasiadas alarmas. También me dijo que los suizos no eran fiables y que estaban dispuestos a entregar a cualquiera si el gobierno de Estados Unidos los presionaba en serio. Me explicó que todos los bancos suizos tenían sucursales en Estados Unidos, lo que los hacía vulnerables a las presiones oficiales. Al tenía razón en todo lo que decía. Y Al era el hombre más cuidadoso que haya conocido. De hecho, hasta guardaba viejos bolígrafos, de hacía diez o quince años, en su oficina, para que, si necesitaba ponerle una fecha atrasada a un documento, la tinta pudiese pasar el análisis de un espectrocromatógrafo del FBI. ¡Eso es ser un delincuente cuidadoso!
En mis comienzos, Al y yo solíamos reunimos a desayunar en el Seville Diner, a más o menos un kilómetro y medio de lo que por entonces era la sede de Stratton, en el 2001 de la avenida Marcus, muy cerca de su actual emplazamiento. Me invitaba a una taza de café y una porción de tarta y hacía un análisis histórico de la evolución de la ley federal de inversiones financieras. Me explicaba por qué las cosas eran como eran, qué errores habían cometido otros en el pasado, y cómo la mayor parte de la legislación vigente surgió en respuesta a delitos puntuales. Yo lo absorbía todo. No tomaba notas. Claro que era porque él me prohibía que lo hiciera. Los negocios con Al Abrams se sellaban con un apretón de manos. Su palabra era su garantía. Y siempre cumplía. Sí, se intercambiaban los papeles estrictamente imprescindibles, pero solo los que habían sido cuidadosamente preparados por Al y firmados con bolígrafos escogidos con igual cuidado. Cada uno de esos papeles respaldaba firmemente algún aspecto de una coartada verosímil.
Al me enseñó muchas cosas, la más importante de las cuales fue que toda transacción, trátese de compraventas de títulos, de una transferencia o de cualquier otra cosa, con un banco o empresa de inversiones, deja un rastro de papel. Y, a no ser que ese rastro te exonere de toda responsabilidad, o que, al menos, sustente una explicación alternativa razonablemente convincente, tarde o temprano te encontrarás procesado por el gobierno federal.
De modo que fui cauteloso. Desde los primeros días de Stratton Oakmont, cada operación realizada, cada transferencia hecha por Janet en mi nombre, cada transacción corporativa cuestionable en que hubiera participado, había sido envuelta —o «acolchada», como se decía en Wall Street— en diversos documentos, sellos con fechas, incluso cartas certificadas que, en conjunto, suministraban explicaciones alternativas diseñadas para evitar que se pudieran formular acusaciones penales contra mí. Al lobo de Wall Street no le pegarían un tiro en la cabeza, porque nunca la pondría en la mira. Al Abrams había sido un buen maestro.
Pero ahora Al estaba preso, esperando una sentencia por nada menos que lavado de dinero. A pesar de lo cuidadoso que era, violó una ley, concretamente la que pena las extracciones de una cuenta bancaria en sumas ligeramente inferiores a los diez mil dólares, lo que se suele hacer para no llenar un formulario destinado a las autoridades impositivas. Es una ley que apunta a los narcotraficantes y mafiosos, pero que rige para todos los ciudadanos de Estados Unidos. Otra de las enseñanzas de Al fue que, si alguna vez recibía una llamada telefónica de alguien con quien hiciera o hubiera hecho negocios, para hablar de transacciones pasadas, había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que mi interlocutor se hubiese convertido en informante. Incluido él mismo. De modo que el día en que recibí una llamada de Al y comenzó a decir, con su extraña voz chillona: «Recuerdas aquella vez que…», supe que estaba en apuros. Al poco tiempo recibí una llamada de uno de los abogados de Al. Me dijo que había sido procesado, y que apreciaría, y mucho, que le liquidase su parte de los negocios que habíamos hecho juntos. Sus bienes habían sido embargados y se estaba quedando sin dinero. Sin vacilar, le compré todas sus participaciones a cinco veces el valor de mercado, haciéndole llegar millones en efectivo. Y después recé. Rogué para que Al nunca me entregara. Para que resistiera los interrogatorios. Rogué para que, a pesar de que estaba cooperando, delatara a todos menos a mí. Pero cuando consulté con uno de los mejores penalistas de Nueva York, me dijo que no existían las cooperaciones parciales. O acusabas a todos o no cooperabas. Sentí que el corazón se me caía hasta el estómago.
¿Qué haría si Al me denunciaba? La mayor parte del dinero que había sacado del banco era para mí. Una vez me dijo que tenía algunas ratoneras en el distrito de los joyeros, que los estaba haciendo ganar dinero con unas nuevas emisiones, y que ellos le daban en efectivo las elevadas sumas que le correspondían. Nunca se me había ocurrido que estuviese sacando dinero del banco. Era demasiado inteligente como para hacerlo, ¿verdad? Era el hombre más cauteloso del planeta. Pero basta con cometer un solo error.
¿Me pasaría eso a mí? ¿Suiza sería mi único acto de estupidez? Había pasado cinco años siendo increíblemente cauteloso. No había puesto la cabeza en la mira del FBI ni por un segundo. Nunca hablaba del pasado. Verificaba constantemente que no hubiera micrófonos ocultos en mi hogar ni en mi oficina. Emitía documentos que justificaban cada una de mis operaciones. Y nunca extraía sumas pequeñas del banco. De hecho, había extraído diez millones de dólares en efectivo de diversas cuentas bancarias, en sumas nunca inferiores al cuarto de millón, con el único objetivo de tener una coartadas si alguna vez me sorprendían con una cantidad importante de dinero en efectivo. De hecho, si alguna vez el FBI me interrogaba, podía limitarme a decir: «Verifiquen con el banco y verán que este dinero es legítimo».
De modo que sí, debía ser cuidadoso. Pero mi buen amigo Al, mi primer mentor, el hombre a quien tanto le debía, también lo había sido. Y si le habían echado el guante a él… Bueno, no cabía duda de que había una considerable posibilidad de que lo mismo ocurriera conmigo.
Ese fue mi segundo presagio oscuro del día. Pero, en ese momento, no tenía manera de saber que no sería el último.