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El país de las ratoneras

Agosto de 1993

(Cuatro meses antes)

¿Dónde mierda estoy, por el amor de Dios?

Esa fue la primera pregunta que acudió a mi mente cuando me despertó el inconfundible sonido del tren de aterrizaje que baja del vientre de un enorme avión de pasajeros. Mientras recuperaba lentamente la conciencia, miré el emblema rojo y azul del respaldo del asiento que tenía delante del mío, tratando de entender dónde estaba.

Al parecer, el avión era un jumbo 747; mi asiento era el 2A, una ventanilla de la primera clase. En ese momento, aunque tenía los ojos abiertos, mi mentón se encajaba entre mis clavículas como si siguiera dormido, y mi cabeza se sentía como si la hubiesen golpeado con bate de béisbol.

¿Resaca?, pensé. ¿De qualuuds? ¡Imposible!

Confundido, estiré el cuello para mirar por la ventanilla oval que tenía a mi izquierda, procurando ubicarme. El sol estaba apenas por encima del horizonte. ¡Era de día! ¡Un indicio importante! Mi ánimo mejoró. Giré la cabeza y estudié el panorama: suaves montañas verdes, una pequeña ciudad centelleante, un inmenso lago color turquesa en forma de media luna, un gigantesco chorro de agua que se elevaba en el aire.

Espera un minuto. ¿Qué cojones estaba haciendo en un vuelo comercial? ¡Qué sordidez! ¿Dónde estaba mi Gulfstream? ¿Cuánto hacía que dormía? ¿Cuántos qualuuds…? ¡Dios mío! ¡Los restoriles!

Una nube de desesperación comenzó a inundar mi cerebro. Ignorando el consejo de mi médico había mezclado Restoril con qualuuds. Ambas son píldoras para dormir, pero incompatibles. Cada una tiene resultados predecibles: de seis a ocho horas de sueño profundo. Si se toman juntas, los resultados… ¿Cuáles son los resultados?

Respiré hondo, tratando de sofocar mi inquietud. Entonces recordé. El avión acababa de aterrizar en Suiza. ¡Todo terminaría bien! ¡Estaba en territorio amigo! ¡En territorio neutral! ¡Territorio suizo! ¡Lleno de cosas suizas: aterciopelado chocolate con leche, dictadores derrocados, buenos relojes, oro nazi escondido, cuentas bancarias numeradas, francos suizos, qualuuds suizos! ¡Qué fabuloso país! ¡Y tan hermoso desde el aire! No se veía ni un rascacielos, sino solo casitas que punteaban la campiña, como en los libros de cuentos. ¡Y ese chorro de agua! ¡Increíble! ¡Suiza! ¡Si hasta tenían su propia marca de qualuuds! Methasedil, si la memoria no me fallaba. Hice una rápida nota mental para hablar de eso con el conserje.

De cualquier modo, era imposible no querer a los suizos, a pesar del hecho de que la mitad del país estaba llena de franchutes y la otra de cabezas cuadradas. Era el resultado final de siglos de guerras y traiciones políticas. El país había sido dividido en dos. La ciudad de Ginebra era la capital franchuta, donde hablaban francés, y la de Zúrich, la capital alemana, donde hablaban alemán.

En mi humilde opinión judía, había que hacer negocios con los franchutes con base en Ginebra, no con los cabezas cuadradas con base en Zúrich, que se pasaban el día hablando en su repugnantemente gutural idioma mientras se emborrachaban con cerveza tibia como orín y comían Wiener schnitzel hasta que sus vientres se abultaban como el de una hembra de canguro a punto de parir. Y además, no hacía falta pensar mucho para darse cuenta de que debía haber unos cuantos nazis hijos de puta ocultos entre la población, viviendo de los dientes de oro que les quitaron por la fuerza a mis ancestros antes de exterminarlos con gas.

Por otra parte, hacer negocios en la francófona Ginebra tenía un beneficio adicional, a saber, las mujeres. ¡Oh, sí! A diferencia de la alemana promedio que uno se encontraba en Zúrich, que tenía unos hombros lo suficientemente anchos y un torso lo suficientemente parecido a un barril como para jugar en un equipo profesional de fútbol americano, la francesa promedio que podía verse recorriendo las calles de Ginebra con sus bolsas de compras y sus perros falderos era esbelta y deseable, a pesar de los sobacos peludos. Ante ese pensamiento, sonreí; porque mi destino no era otro que Ginebra.

Aparté la vista de la ventanilla y miré a mi derecha; ahí estaba Danny Porush. Dormía. Tenía la boca abierta, como para capturar moscas. Sus enormes dientes blancos brillaban al sol. En la muñeca izquierda lucía un pesado Rolex de oro, con suficientes diamantes como para hacer funcionar un láser industrial. El oro relucía y los diamantes centelleaban, pero ni uno ni otro podían compararse a esos dientes más luminosos que una supernova. Tenía puestos sus ridículos anteojos de montura de carey y lentes sin aumento. ¡Increíble! Aun a bordo de ese vuelo internacional, insistía en ser un judío WASP.

Sentado a su derecha estaba el organizador del viaje, el autoproclamado experto en finanzas suizas Gary Kaminsky, quien también era, por cierto, el (escurridizo) jefe de la división financiera del Dollar Time Group, una empresa que cotizaba en Bolsa y de la que yo era el principal accionista. Como Danny, Gary Kaminsky dormía. Llevaba un ridículo peluquín entrecano, de un color totalmente distinto del de sus patillas renegridas, teñidas, al parecer, por un peluquero con mucho sentido del humor. Una morbosa curiosidad, y también la costumbre, me llevó a tomarme un momento para estudiar su atroz peluquín. Si tenía que adivinar, diría que probablemente se trataba del modelo especial Sy Sperlin que fabricaba el bueno y viejo Club del Cabello para Hombres.

En ese momento entró la azafata. ¡Ah, Franca! ¡Qué preciosa pequeña suiza! ¡Qué cuerpo! Era espectacular. En particular, me atraía la manera en que su cabello rubio caía sobre esa cremosa blusa blanca de cuello alto. ¡Cuanta sexualidad contenida! ¡Y qué sexy era esa insignia de piloto, cuyas alas doradas llevaba abrochadas sobre la teta izquierda! ¡Una azafata! ¡Qué deseable raza de mujer! ¡En particular esta, con su ceñida faldita roja y esas sedosas medias negras que producían un delicioso sonido de roce a cada paso que daba! ¡Si hasta se oía por encima del ruido del tren de aterrizaje!

De hecho, lo último que recordaba era haber entablado una animada conversación con Franca, cuando aún estábamos en tierra, en el aeropuerto JFK de Nueva York. Yo le caía bien. Quizás aún hubiera una oportunidad. ¡Esa noche! ¡En Suiza! ¡Franca y yo! ¿Quién se iba a enterar en un país donde el secreto es tradición? Con una gran sonrisa, y con voz lo suficientemente fuerte como para que se me oyera por encima del potente rugido de los motores Pratt & Whitney del avión, dije:

—¡Franca! ¡Amor mío! Ven. ¿Podemos hablar un minuto?

Franca se volvió de espaldas y adoptó una pose: brazos cruzados, hombros echados hacia atrás, espalda un poco arqueada, caderas proyectadas en actitud de desdén. ¡Y cómo me miró! Esos ojos entornados… Esa mandíbula apretada… Esa nariz levantada ¡completamente venenosa!

Bueno, la verdad era que no había motivo para eso. Vaya, si…

Antes de que pudiera terminar de formular mi pensamiento, la bella Franca se marchó.

¿Qué demonios había pasado con la hospitalidad suiza? Me habían dicho que todas las suizas eran fáciles. ¿O eran las suecas? Mmm…, sí, pensándolo bien, eran las suecas. ¡Pero ello no le daba a Franca el derecho a ignorarme! Vaya, yo era un pasajero de primera clase de Swissair, y mi billete había costado… bueno, debía de haber costado una fortuna. ¿Y qué obtenía a cambio? ¿Un asiento más ancho y una mejor comida? ¡Y había dormido a la hora de comer!

De pronto, sentí unas incontrolables ganas de orinar. Alcé la mirada al cartel que indica si se puede desabrochar el cinturón de seguridad. ¡Mierda! Ya estaba iluminado, pero yo no podía aguantar. Mi vejiga era notablemente pequeña (lo que sacaba de quicio a la duquesa) y debía de haber dormido unas buenas siete horas. ¡Que se fueran la mierda! ¿Qué me podían hacer si me levantaba?

¿Arrestarme por echar una meada? Traté de incorporarme, pero me fue imposible.

Bajé la vista. ¡Dios todopoderoso! No tenía puesto un cinturón, sino cuatro. Me habían atado. Ah… Una broma. Volví la cabeza a la derecha.

—Porush —dije con brusquedad y en voz muy alta—, despiértate y desátame, cabrón.

No respondió. Se quedó como estaba, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Un hilo de baba brillaba a la luz del sol.

Otra vez, más fuerte:

—¡Danny! ¡Despiértate, maldita sea! ¡Pooorush! ¡Despiértate, pedazo de mierda, y desátame!

Nada. Respiré hondo y eché la cabeza hacia atrás, luego, con un poderoso movimiento, le di un codazo en el hombro.

Al cabo de un segundo, los ojos de Danny se abrieron y su boca se cerró. Meneó la cabeza y me miró a través de sus ridículas gafas sin aumento.

—¿Qué… qué ocurre? ¿Y ahora qué has hecho?

—¿Cómo que qué he hecho? ¡Desátame, mierda, antes de que te arranque esos estúpidos anteojos de la puta cabeza!

Con una media sonrisa dijo:

—Si lo hago, te dispararán con una pistola eléctrica.

—¿Qué? —dije, confundido—. ¿De qué hablas? ¿Quién me va a electrocutar?

Danny respiró hondo y dijo, en un susurro:

—Escucha. Tenemos problemas. Te lanzaste sobre Franca —movió la barbilla en dirección a la reluciente azafata rubia— en algún punto sobre el océano Atlántico. Estuvieron a punto de hacer regresar el avión, pero los convencí de que mejor sería atarte y prometí que me ocuparía de que permanecieras sentado. Pero es posible que la policía suiza nos esté esperando. Creo que tienen intención de arrestarte.

Me tomé un momento para consultar mi memoria de corto plazo. No encontré nada. Sintiendo que el corazón me daba un vuelco, dije:

—No tengo ni idea de qué estás hablando, Danny. No me acuerdo de nada. ¿Qué hice?

Danny se encogió de hombros.

—Le manoseabas las tetas y trataste de meterle la lengua hasta la garganta. Nada demasiado terrible, si la situación hubiese sido otra. Pero aquí, en pleno vuelo…, bueno, rigen otras normas, no las de nuestra oficina. Y lo peor del caso es que creo que le caías bien de veras. —Meneó la cabeza y frunció los labios, como si dijera «¡dejaste que se te escapase una linda hembra, Jordan!». Añadió—: Pero cuando trataste de alzarle esa faldita roja, se ofendió.

Meneé la cabeza, incrédulo:

—¿Por qué no me detuviste?

—Lo intenté, pero estabas enloquecido. ¿Qué tomaste?

—Eeeh… No estoy seguro —murmuré—. Creo que… eh… tal vez tres o cuatro qualuuds… y después… tres de esas pastillitas azules de Restoril… y… eh… no sé, pero puede que un Xanax o dos… y quizás algo de morfina para el dolor de espalda. Pero la morfina y el restoril me los recetó el médico, así que no puede decirse que sea mi culpa. —Me aferré a esa consoladora idea durante tanto tiempo como me fue posible. Pero lentamente la realidad se imponía. Me recliné en mi confortable asiento de primera clase, procurando que me hiciera sentir poderoso. Me embargó un repentino pánico—: ¡Mierda, la duquesa! ¿Qué ocurrirá si se entera de esto? ¡Estoy jodido, Danny! ¿Qué le voy a decir? Si esto llega a los periódicos… ¡Oh, Dios, me crucificará! Todas las disculpas del mundo no alcanzarán para… —No pude completar la idea. Me interrumpí durante un instante y una segunda oleada de pánico me inundó—. Oh, Dios mío, ¡el gobierno! —¡El único motivo por el que había tomado un vuelo comercial era mantener el anonimato! ¡Y ahora me arrestarían en el extranjero!—. ¡Oh, Dios mío! ¡Mataré al doctor Edelson! ¡Mira que darme esas píldoras! ¡Él sabe que tomo qualuuds —dije, buscando desesperadamente alguien a quien culpar— y aun así me recetó las putas pastillas para dormir! ¡Por Dios, si le pidiera heroína porque me clavé una astilla en el dedo, me la recetaría! ¡Esto es una maldita pesadilla, Danny! ¿Qué podría ser peor? ¡Ni siquiera hemos lavado el dinero y ya estamos en apuros! —Me puse a menear la cabeza con aire grave—. Es un mal presagio, Danny. Desátame —dije—. No me levantaré. —De pronto, un relámpago de inspiración—: Tal vez lo que debo hacer es ir a hablar con Franca, arreglar las cosas con ella. ¿Cuánto dinero llevas encima?

Danny se puso a desatarme.

—Tengo veinte mil, pero no creo que debas intentar hablarle. Solo empeoraría las cosas. Estoy bastante seguro de que llegaste a meterle la mano por debajo de la falda. A ver, deja que te huela los dedos.

—¡Silencio, Porush! ¡Déjate de estupideces y sigue desatándome!

Danny sonrió:

—Dame los qualuuds que te quedan para que te los guarde. Será mejor que yo los pase por la aduana.

Asentí con la cabeza y rogué en silencio por que el gobierno suizo no quisiera empañar su fama de discreción con mala publicidad. Me aferré a ese pensamiento como un perro a un hueso, mientras el avión iniciaba su lento descenso a Ginebra.

Con el sombrero en la mano y el culo en una silla color gris acero, les dije a los tres funcionarios aduaneros que tenía frente a mí:

—Ya se lo he dicho, no recuerdo nada. Tengo mucho miedo a volar, y por eso tomé todas esas píldoras. —Señalé los dos frascos que había sobre el escritorio de metal gris. Afortunadamente, ambos tenían mi nombre escrito en los rótulos. Dadas las circunstancias, eso parecía lo más importante. En cuanto a mis qualuuds, en ese preciso instante estaban a salvo, metidos en el colon de Danny, quien para este momento, supuse, ya habría pasado la aduana suiza sin problemas.

Los tres funcionarios suizos se pusieron a parlotear en algún oscuro dialecto francés. Sonaba como si tuviesen las bocas llenas de queso podrido. Lo asombroso era que, aunque hablaban a la velocidad de la luz de algún modo se las componían para mantener los labios tan tensos como el parche de un tambor y las mandíbulas firmemente apretadas.

Me puse a observar la habitación. ¿Estaba detenido? Con los suizos no había manera de saberlo. Sus rostros eran inexpresivos, como autómatas sin mente que van por la vida con la trivial precisión de un reloj suizo, mientras que toda la habitación decía a gritos: «¡Acabas de entrar en la puta dimensión desconocida!». No había ventanas… ni cuadros… ni relojes… ni teléfonos… ni lápices… ni bolígrafos… ni papel… ni lámparas… ni ordenadores. No había más que cuatro sillas color gris acero, un escritorio del mismo color y un maldito geranio mustio que languidecía a marchas forzadas.

¡Por Dios! ¿Debía exigir hablar con la embajada de Estados Unidos? ¡No, idiota! Probablemente me tuvieran en algún tipo de lista de vigilancia. Tenía que mantener el anonimato. Esa era la meta: anonimato.

Miré a los tres funcionarios. Seguían parloteando en francés. Uno tenía el frasco de Restoril, otro mi pasaporte, el tercero se rascaba su débil mentón suizo, como si cavilara qué hacer conmigo, ¿o sería que le picaba?

Por fin, el que se rascaba habló:

—¿Tendría usted la amabilidad de repetirnos su historia?

¿«Tendría»? ¿Qué era esa mierda de «tendría»? ¿Por qué insistían esos franchutes estúpidos en hablar en alguna extraña variante del condicional? Todo se basaba en deseos, y todo se expresaba con «podría», «tendría», «querría», «quizás» y «tal vez». ¿Por qué no podían ordenarme que repitiera mi historia? Respiré hondo, pero antes de que pudiera comenzar a hablar, un cuarto funcionario entró en la habitación. Ese franchute, noté, llevaba galones de capitán.

En menos de un minuto, los otros tres dejaron la habitación, con el mismo semblante inexpresivo que mostraban al entrar. Ahora estaba a solas con el capitán. Me dedicó una delgada sonrisa franchuta y sacó un paquete de cigarrillos suizos. Encendió uno y, muy tranquilo, se puso a hacer anillos de humo. Después, hizo un truco asombroso: dejó que una espesa nube de humo saliera de su boca antes de aspirarla por la nariz en dos gruesas columnas. ¡Caramba! Incluso en mi apurada situación, lo encontré impresionante. Ni siquiera mi padre hacía eso, y era el campeón de los trucos de fumador. Si salía de allí con vida le preguntaría cómo lo hacía.

Por fin, tras algunos anillos de humo y nuevas inhalaciones nasales, el capitán dijo:

—Bien, señor Belfort, le ofrezco mis disculpas por cualquier incomodidad que le pueda haber producido este desgraciado malentendido. La azafata no presentará cargos, de modo que puede usted marcharse. Tenga la amabilidad de acompañarme. Sus amigos lo esperan.

¿Qué? ¿Así de fácil? ¿Los banqueros suizos habrán pagado mi fianza? ¿Solo para permitirme especular? El lobo de Wall Street… ¡Vuelve a ser invulnerable!

Ahora, mi mente estaba relajada, libre de pánico, y regresó, enardecida, a Franca. Dirigí una inocente sonrisa a mi nuevo amigo suizo y le dije:

—Ya que habla de tener la amabilidad y todo eso, ¿alguien sería tan amable de ponerme en contacto con esa azafata? —me detuve y le ofrecí mi sonrisa de lobo con piel de cordero.

El rostro del capitán comenzó a endurecerse.

¡Mierda! Alcé las manos, con las palmas hacia él y dije:

—Por supuesto con la intención de ofrecer mis disculpas formalmente a la rubia, digo, a la dama, y también para ofrecerle alguna compensación económica, ¿me entiende? —resistí los deseos de guiñarle un ojo.

El franchute ladeó la cabeza y me clavó una mirada que decía: «¡Eres un loco hijo de puta!». Pero solo dijo:

—Preferiríamos que no contacte a la azafata mientras esté en Suiza. Al parecer, quedó… ¿Cómo se dice en inglés? Quedó…

—¿Traumatizada? —sugerí.

—Eh, sí, traumatizada. Ese sería el término. Nos gustaría que, por favor, no trate de contactar con ella bajo ninguna circunstancia. No me cabe la menor duda de que encontrará muchas mujeres deseables en Suiza, si eso es lo que busca. Al parecer, tiene usted amigos en los lugares adecuados. —Y, con esas palabras, el capitán de la amabilidad me hizo pasar por el control, acompañándome personalmente y sin siquiera sellar mi pasaporte.

A diferencia del vuelo, el trayecto en limusina fue corto y carente de emociones. Mejor así. Al fin y al cabo, un poco de paz era necesaria tras el desmadre de la mañana. Iba con destino al célebre hotel Le Richemond, supuestamente uno de los mejores de Suiza. De hecho, según mis amigos de la banca suiza, Le Richemond era un establecimiento de lo más elegante y refinado.

Pero cuando llegué a destino me di cuenta de que «refinado» y «elegante» son la manera en que los suizos dicen «deprimente» y «anticuado». En cuanto entré en el vestíbulo noté que el lugar estaba atiborrado de viejos muebles franchutes, de estilo Luis XIV y que databan de mediados del siglo XVIII, según me dijo el portero, orgulloso. Para mi gusto, el rey Luis debió haber guillotinado a su decorador de interiores. La raída alfombra tenía un diseño floral, una suerte de patrón arremolinado que podría haber sido pintado por un mono ciego, si hubiera tenido ganas de hacerlo. Los colores dominantes también me parecieron extraños: una combinación de amarillo orín de perro y rosa vómito. Sin duda, el franchute que se ocupó de eso había gastado una fortuna en toda esa mierda, pero, para un judío nuevo rico como yo, eso es exactamente lo que era: ¡mierda! ¡A mí me gustaban las cosas nuevas, brillantes y alegres!

De cualquier modo, tomé las cosas como venían. Al fin y al cabo, mis banqueros suizos lo habían hecho por mostrarse amables, así que supuse que tenía que fingir que apreciaba su gusto en materia de alojamiento. Y, a dieciséis mil francos, es decir, cuatro mil dólares la noche, no podía ser del todo malo.

El director del hotel, un alto y lánguido franchute, me tomó los datos mientras me informaba con aire confidencial del elenco de famosos que se habían alojado allí, entre ellos, nada menos que Michael Jackson. ¡Fabuloso!, pensé. Ahora sí que detestaba ese lugar.

Al cabo de pocos minutos me encontré en la suite presidencial. Me guiaba el director. Era un sujeto bastante afable, en particular después de que le di su primera dosis de Wall Street bajo la forma de una propina de dos mil francos a modo de agradecimiento por registrarme en el hotel sin alertar a la Interpol. Antes de marcharse, me aseguró que bastaba una llamada de teléfono para que acudieran las mejores prostitutas de Suiza.

Abrí un par de puertas vidrieras que daban al lago Lemán y salí al balcón. Contemplé el gigantesco chorro de la fuente en silencio. ¡Debía alzarse al menos diez metros… No, quince… No, veinte… En el aire! ¿Qué los había llevado a construir algo así? Era muy bonito, ¿pero para qué querían los suizos tener el surtidor más alto del mundo?

En ese momento sonó el teléfono. Era un sonido extraño: tres timbrazos cortos, silencio total, otros tres, silencio otra vez. ¡Esos jodidos franchutes! ¡Hasta sus teléfonos eran irritantes! ¡Por Dios, cómo echaba de menos Estados Unidos! ¡Hamburguesas con queso y kétchup! ¡Copos de maíz azucarados! ¡Pollo a la barbacoa! Me daba miedo mirar el menú. ¿Por qué el resto del mundo era tan atrasado en comparación con Estados Unidos? ¿Y por qué consideraban que los estadounidenses éramos vulgares?

Para ese momento, ya había llegado al teléfono. ¡Por Dios! Vaya basura de aparato. Debía de ser alguna clase de prototipo. ¡Era de un blanco sucio y parecía haber salido de casa de Pedro y Vilma Picapiedra!

Tomé el anticuado auricular.

—¿Qué ocurre, Dan?

—¿Dan? —ladró la duquesa en tono acusador.

—¡Oh, querida! ¡Hola, amor mío! ¿Cómo te va, cariño? Creí que eras Danny.

—No, no soy esa esposa, sino la otra. ¿Cómo fue tu vuelo?

¡Oh, Dios mío! ¿Ya se había enterado? ¡Imposible! ¿O no? La duquesa tenía un sexto sentido para esa clase de cosas. ¡Pero aquello era demasiado rápido, incluso para ella! ¿O había salido algo en los periódicos? No, no había transcurrido el suficiente tiempo entre mi intento de manoseo y la última edición del New York Post. ¡Qué alivio! Pero solo duró una milésima de segundo.

Una idea terrible, oscura, lo reemplazó: ¡Cable News Network! ¡CNN! Había visto cosas como esta durante la guerra del Golfo. ¡Ese hijo de puta de Ted Turner había dado con un sistema mediante el cual podía informar sobre las cosas mientras ocurrían, en tiempo real! ¡Tal vez la azafata había dado una conferencia de prensa!

—¡Hola! —insistió mi rubia acusadora—. ¿No vas a responderme?

—Oh, nada especial. Como de costumbre.

Un largo silencio.

¡Caray! La duquesa me estaba poniendo a prueba, esperando que yo cediera bajo el peso del silencio. ¡Mi esposa era astuta! Tal vez sería bueno comenzar a echarle las culpas a Danny, por si acaso.

Entonces, dijo:

—Oh, me alegro, cariño. ¿Qué tal el servicio de primera clase? ¿Conociste a alguna azafata bonita? ¡Vamos, cuéntame! No me pondré celosa —rio.

¡Increíble! ¿Estaba casado con el Asombroso Kreskin?

—No, no —respondí—, no eran nada especial. Creo que eran alemanas. Una era tan fornida que me podría haber dado una paliza. De todas maneras, dormí casi todo el viaje. Hasta me perdí la comida.

Esto pareció entristecer a la duquesa.

—Oooh, qué pena. ¡Debes de estar muerto de hambre! ¿Y cómo te fue en la aduana? ¿Algún problema?

¡Por Dios! ¡Tenía que cortar esa llamada cuanto antes!

—Estupendamente. Solo me hicieron unas cuantas preguntas, lo típico. Ni siquiera me sellaron el pasaporte. —Hice un estratégico cambio de tema—: Hablemos de algo importante, ¿cómo está la pequeña Channy?

—Oh, muy bien. ¡Pero la niñera me está volviendo loca! Nunca suelta el estúpido teléfono. Me parece que llama a Jamaica. ¿Sabes? Conseguí dos biólogos marinos dispuestos a trabajar a tiempo completo. Dicen que pueden erradicar las algas del estanque cubriendo el fondo con algún tipo de bacterias. ¿Qué te parece?

—¿Cuánto? —dije, deseando no oír la respuesta.

—Noventa mil al año por los dos. Son un equipo de marido y mujer. Me caen bien.

—Bueno, parece razonable. ¿De dónde los…? —En ese momento, alguien llamó a la puerta—. Un segundo, cariño, deben de venir a traerme la comida. En seguida vuelvo. —Depositando el teléfono sobre la cama, me dirigí a la puerta, la abrí, ¿y qué demonios era eso? Alcé la vista, y la seguí alzando y ¡oh! ¡Una mujer de piel negra, de un metro ochenta y cinco de alto! Tenía aspecto de etíope. Mi mente se desbocó. ¡Qué piel joven y lisa tenía! ¡Qué sonrisa cálida y lúbrica! ¡Y vaya par de piernas! ¡Tenían un kilómetro de largo! ¿Realmente yo era así de bajo? En fin… Era bellísima. Y, por cierto, vestía un minivestido negro del tamaño de un taparrabos—. ¿Qué se le ofrece? —pregunté con amabilidad.

—Hola —fue lo único que dijo.

Mis sospechas quedaban confirmadas. ¡Era una puta negra recién salida de Etiopía, de las que solo saben decir «hola» y «adiós»! ¡Mis favoritas! Le hice señas de que entrara y la conduje hasta la cama. Se sentó. Me senté junto a ella. Me recliné lentamente, apoyé el codo derecho en la cama y mi mejilla en la palma de la mano… ¡OH, MIERDA! ¡MI ESPOSA! ¡LA DUQUESA! ¡MIERDA! Me apresuré a llevarme el índice a los labios, rogando porque esa mujer conociera el lenguaje internacional de señas que todas las rameras entienden. En ese caso en particular, lo que yo estaba diciendo era: «¡Cierra el maldito pico, puta! ¡Mi esposa está al teléfono y si oye una voz femenina en la habitación, tendré problemas y tú te quedarás sin propina!».

Afortunadamente, asintió en silencio.

Ante eso, tomé el teléfono y le expliqué a la duquesa que los huevos Benedict fríos son la peor comida del mundo. Se mostró comprensiva y me dijo que me amaba «incondicionalmente». Tomé debida nota del término. Después, le dije que yo también la amaba, que la echaba de menos y que no podía vivir sin ella, todo lo cual era cierto.

De pronto, una terrible oleada de tristeza me embargó.

¿Cómo era posible que sintiera eso por mi esposa y que, aun así, hiciera las cosas que hacía? ¿Qué me pasaba? La mía no era una conducta normal. Incluso en un hombre poderoso, ¡no, especialmente en un hombre poderoso! Una cosa era alguna infidelidad ocasional; eso era de esperar. Pero tenía que haber algún límite y yo… Bueno, preferí no completar el concepto.

Respiré hondo y traté de expulsar la negatividad de mi cabeza, pero me costaba. Amaba a mi esposa. Era una buena chica, aunque había destrozado mi primer matrimonio. Pero yo tenía tanta culpa como ella a ese respecto.

Sentí que me veía impulsado a hacer cosas no porque realmente quisiera llevarlas a cabo, sino porque era lo que se esperaba de mí. Era como si mi vida fuera un escenario donde el lobo de Wall Street actuaba para un público imaginario, que juzgaba cada una de mis acciones mientras se mantenía pendiente de cada palabra que salía de mis labios.

Fue una cruel revelación de mi desequilibrio personal. ¿Realmente me importaba algo Franca? No le llegaba ni a los talones a mi esposa. Y ese acento francés… ¡Cuánto mejor era el acento de Brooklyn que tenía la duquesa! Sin embargo, una vez que salí de mi narcosis, le pedí su teléfono al oficial de inmigración. ¿Por qué? Porque me parecía que era lo que se suponía que el lobo de Wall Street debía hacer. Qué raro. Y qué triste.

Miré a la mujer que tenía sentada a mi lado. Me pregunté si tendría alguna enfermedad. No, se la veía muy saludable. Demasiado saludable como para pensar que era portadora del virus del sida, ¿o no? Claro que venía de África, pero no, no había nada que temer. De todas maneras, el sida ya había pasado de moda. Y la manera de contraerlo era metiéndola en el agujero equivocado. Además, parecía que yo nunca me contagiaba nada, así que, ¿por qué iba a ser distinto esa vez?

Me sonrió y le devolví la sonrisa. Estaba sentada en el borde de la cama, con los muslos separados. ¡Tan impúdica! ¡Tan increíblemente sexy! El taparrabos era tan corto que casi lo llevaba en las caderas. ¡Muy bien! ¡Esa sería la última vez! ¡Pero dejar pasar ese monumento color chocolate hubiese sido una aberración!

Al formular ese pensamiento, expulsé toda idea negativa de mi mente y decidí, allí mismo, que en cuanto le zampara un chorro como para hacerle saltar la parte posterior de la cabeza, tiraría los qualuuds que me quedaban por el sanitario y comenzaría una nueva vida.

Y eso es exactamente lo que hice, en ese orden.