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El Chino Depravado

A las cuatro de la tarde, las cosas iban camino al récord.

El día de operaciones había cerrado, y la noticia de que Zapatos Steve Madden había sido el título más negociado de Estados Unidos y, por cierto, del mundo, se transmitió por el servicio de cable de Dow Jones para que todos lo vieran. ¡Del mundo! ¡Cuánta osadía! ¡Cuánta, cuánta audacia!

Oh, sí. Stratton Oakmont tenía el poder, vaya que sí. De hecho, Stratton Oakmont era el poder y yo, en tanto cabeza de la firma, no solo formaba parte de ese poder, sino que estaba en su cumbre misma. Lo sentía vibrar en mis entrañas y resonar en mi corazón, alma, hígado e ijadas. Más de ocho millones de acciones cambiaron de manos, y las unidades cerraron a casi nueve dólares, un incremento del quinientos por ciento en un día, convirtiéndose así en la ganancia porcentual más alta que hubiese tenido cualquier título del Nasdaq, el NYSE, el AMEX y todas las demás Bolsas de Valores del mundo. Sí, del mundo, de norte a sur, desde la OBX, en los helados eriales de Oslo, hasta la ASX, en el paraíso de los canguros de Sydney.

En ese preciso instante yo estaba de pie en la sala de negocios, negligentemente recostado contra la pared de vidrio de mi oficina, con los brazos cruzados. Era la pose del guerrero después de la batalla. El poderoso rugido de la sala de negocios continuaba, pero en otro tono, menos urgente, más sosegado.

Ya casi era hora de celebrarlo. Metí la mano derecha en los bolsillos de mis pantalones, verificando que mis seis qualuuds no se hubiesen caído o simplemente desaparecido. A veces, a los qualuuds les daba por desaparecer, aunque ello, por lo general, tenía que ver con que tus «amigos» te los quitaban; o con que te colocabas tanto que te los tomabas y no recordabas haberlo hecho. Esa era la cuarta y tal vez más peligrosa fase del uso de qualuuds: la amnesia. La primera fase era la del cosquilleo, después venía la del habla confusa, a continuación la del babeo y, finalmente, claro, la amnesia.

Pero el dios de las drogas se había mostrado clemente conmigo y los qualuuds seguían en su lugar. Me tomé un momento para palparlos, sintiendo un gozo irracional. A continuación, me puse a calcular cuál sería el momento más apropiado para tomarlos. Las cuatro y media, dentro de veinticinco minutos, parecía una buena hora. Eso me daría quince minutos para encabezar la reunión de la tarde, y también el tiempo suficiente para supervisar el acto de depravación posterior, que esta vez consistía en afeitarle la cabeza a una mujer.

Una de las jóvenes asistentes de ventas, que necesitaba dinero, había aceptado ponerse un tanga y sentarse en un taburete colocado al frente de la sala de negocios mientras le pelábamos la cabeza. Tenía una reluciente cabellera rubia y unos maravillosos pechos, que recientemente se había hecho agrandar. Su recompensa serían diez mil dólares en efectivo, que usaría para pagar su cirugía de senos, que había realizado a crédito, a un interés del doce por ciento. De modo que todos salían ganando: en seis meses el cabello le habría crecido y tendría sus pechos agrandados gratis.

No pude dejar de preguntarme si no habría debido permitirle a Danny que trajera un enano a la oficina. A fin de cuentas, ¿qué tenía de malo? Al principio sonaba un poco raro, pero ahora que había tenido un poco de tiempo de digerirlo, no parecía tan detestable.

En esencia, de lo que se trataba era que el derecho de lanzar al aire un enano era solo una de las recompensas que merecía cualquier guerrero, un botín de guerra, por así decirlo. ¿Qué forma tenía un hombre de medir su éxito si no era haciendo realidad cada una de sus fantasías de adolescencia, por extrañas que fueran? Sin duda, ese era un buen argumento. Si el éxito prematuro conllevaba conductas cuestionables, entonces, lo que un joven prudente debía hacer era anotar cada acto dudoso en la columna del «debe» de su propio libro mayor de moral para, en algún momento del futuro, cuando fuese más viejo, prudente y tranquilo, compensarlo con un acto de bondad o generosidad. Una suerte de crédito moral, como si dijéramos.

Por otro lado, quizá lo que ocurriera fuera simplemente que éramos unos maníacos depravados, una sociedad cerrada que había perdido todo control. Los strattonitas medrábamos con los actos de depravación. De hecho, contábamos con ellos; ¡los necesitábamos para sobrevivir!

Por esa razón, tras perder toda reserva ante la depravación, los poderes establecidos (es decir, yo) se sintieron impulsados a formar un equipo no oficial de strattonitas, capitaneado por un orgulloso Danny Porush, para satisfacer esa necesidad. El equipo era una suerte de versión pervertida de los templarios y de su infatigable, legendaria, búsqueda del Santo Grial. Pero, a diferencia de ellos, lo que los caballeros de Stratton hacían era registrar hasta el último rincón de la Tierra en busca de acciones cada vez más depravadas, para complacer a los demás strattonitas. Éramos adictos a la adrenalina en estado puro, y necesitábamos lanzarnos desde acantilados cada vez más altos a aguas cada vez menos profundas.

El proceso había comenzado oficialmente en octubre de 1989, cuando Peter Galletta, de veintiún años y uno de los ocho strattonitas originales, inauguró el ascensor encristalado del edificio disfrutando de una rápida mamada y una aún más veloz entrada por detrás tomando las generosas caderas de una asistente de ventas de diecisiete años. Era la primera asistenta de ventas de Stratton y, para bien o para mal, era rubia, hermosa y locamente promiscua.

Cuando me enteré, mi primera reacción fue escandalizarme, al punto de que consideré la posibilidad de despedir a Peter por meter la pluma en el tintero de la empresa. Pero, al cabo de una semana, la muchacha demostró que era buena para jugar en equipo. Se la chupó a los ocho strattonitas, a casi todos en el ascensor de vidrio, a mí, debajo de mi escritorio. Y lo hacía de una manera curiosa, que se volvió legendaria entre los strattonitas. Lo llamábamos retorcer y tirar. Consistía en que empleaba las dos manos de forma simultánea, imprimiéndole al mismo tiempo un furioso movimiento de rotación a su lengua. Menos de un mes después, y tras apenas insistir, Danny me convenció de que sería bueno que ambos recurriésemos a sus servicios al mismo tiempo, cosa que hicimos un sábado por la tarde, cuando nuestras respectivas esposas se fueron de compras, en busca de los vestidos que usarían en Navidad. Lo irónico es que, tres años más tarde, tras tener relaciones con quién sabe cuántos strattonitas, terminó por casarse con uno de ellos. Era uno de los ocho originales, y la había visto demostrar sus habilidades en incontables ocasiones. ¡Tal vez lo que le hizo decidirse fue lo de retorcer y tirar! Él había comenzado a trabajar conmigo a los dieciséis años. Dejó la escuela secundaria para convertirse en strattonita y vivir la Vida. Pero el matrimonio duró poco, él se deprimió y terminó por suicidarse. Fue el primer suicida de Stratton, pero no el último.

Al margen de eso, entre las cuatro paredes de la sala de negocios, toda conducta normal era mal vista, considerada cosa de aguafiestas que querían arruinarle la diversión a los demás. En cierto modo, ¿no era acaso relativo el concepto de depravación? Los romanos no se consideraban depravados, ¿verdad? De hecho, apostaría a que les parecía normal contemplar cómo los leones destrozaban a sus esclavos caídos en desgracia mientras los favoritos les daban de comer uvas.

En ese momento vi que Cabeza Cuadrada se me acercaba. Tenía la boca un poco abierta, las cejas muy alzadas, el mentón ligeramente levantado. Era la expresión ansiosa de alguien que se ha pasado media vida esperando hacer una única pregunta. Dado que se trataba de Cabeza Cuadrada, no me cabía duda de que se trataba de una pregunta groseramente estúpida o carente de sentido. Fuera cual fuese, lo saludé alzando, a mi vez, el mentón, y me tomé un momento para estudiarlo. En realidad, y a pesar de que tenía la cabeza más cuadrada de Long Island, era bien parecido. Tenía las suaves facciones redondeadas de un niño y un físico razonablemente agraciado. Estatura mediana, peso mediano, lo cual era sorprendente si se pensaba de qué vientre había salido.

Doris Greene, la madre de Cabeza Cuadrada, era una mujer grande en todos los aspectos. Desde la coronilla, donde un inmenso peinado de cabello color rubio piña se elevaba por encima de su ancho cráneo judío, hasta los gruesos talones callosos de sus pies de talla doce, Gladys Greene era grande. Tenía un cuello grueso como un alerce californiano y hombros de jugador de fútbol americano. Y su barriga… sí, era prominente, pero no tenía ni un gramo de grasa. Era la clase de panza que normalmente se ve en los levantadores de pesas rusos. Y sus manos eran como ganchos de carnicero.

La última vez que alguien le había hecho perder la paciencia fue mientras hacía cola para pagar sus compras en el supermercado Grand Union. Una de las típicas judías de Long Island, de nariz larga y con la mala costumbre de meterla donde no corresponde, cometió el lamentable error de informar a Gladys de que había sobrepasado la cantidad máxima de artículos que se permite pasar por las cajas rápidas. La respuesta de Gladys consistió en volverse y encajarle a la mujer un bofetón con su mano derecha. Antes de que la otra recuperase el conocimiento, Gladys pagó sus compras tranquilamente e hizo una rápida retirada, sin que sus pulsaciones sobrepasaran nunca las setenta y dos por minuto.

De modo que no hacía falta estrujarse el cerebro para comprender por qué Cabeza Cuadrada era apenas un poquito más cuerdo que Danny. Pero, en su defensa, debe decirse que su infancia no fue fácil. Su padre, que murió de cáncer cuando Kenny solo tenía doce años, era propietario de una distribuidora de cigarrillos. Sin que Gladys lo supiese, la había administrado de la peor manera posible y a su muerte debía cientos de miles de dólares de impuestos. Y, de un momento para otro, Gladys se encontró en una situación desesperada: una madre sola, al borde de la ruina financiera.

¿Qué podía hacer? ¿Darse por vencida? ¿Apelar, quizás, a la seguridad social? ¡Oh, no, jamás! Recurriendo a su fuerte instinto maternal, puso a Kenny a trabajar en el sórdido submundo del contrabando de tabaco, enseñándole el poco conocido arte de reempaquetar paquetes de Marlboro y Lucky Strike para pasarlos de Nueva York a Nueva Jersey con sellos fiscales falsificados, lo que les permitía conseguir una ganancia. Quiso la suerte que el plan funcionara a la perfección, y la familia se mantuvo a flote.

Pero ese solo fue el comienzo. Cuando Kenny cumplió quince años, su madre se dio cuenta de que él y sus amigos habían comenzado a fumar cigarrillos de otra clase, verbigracia, porros. ¿Se enfadó Gladys? ¡No, de ninguna manera! Sin vacilar ni un momento, puso al joven Cabeza Cuadrada a vender marihuana, proveyéndole financiamiento, aliento, un lugar seguro desde donde conducir sus negocios y claro, su especialidad, protección.

Oh sí, los amigos de Danny sabían muy bien de qué era capaz Gladys. Habían oído las historias. Pero nunca necesitó ejercer la violencia. ¿Qué muchacho de dieciséis años puede querer que una madre judía de cien kilos de peso aparezca a la puerta de sus padres para reclamar una deuda por drogas? En particular, cuando lo más probable era que la señora se presentase enfundada en leotardos de poliéster morados, zapatos de tacón alto y anteojos de acrílico rosa del tamaño de posavasos.

Pero para Gladys, ese solo fue el comienzo. Odiaras o amaras la marihuana, debías respetarla como la más fiable de las drogas de iniciación disponibles en el mercado, en particular en lo que hace a los adolescentes. Así pues, no pasó mucho tiempo antes de que Kenny y Gladys se dieran cuenta de que había otros vacíos que llenar en el mercado de la droga para adolescentes de Long Island. Sí, ese polvo mágico boliviano, la cocaína, ofrecía un margen de beneficio demasiado elevado como para que ardientes capitalistas como Gladys y Cabeza Cuadrada pudieran resistirse. Pero esa vez sumaron un tercer socio: Victor Wang, amigo de la infancia de Cabeza Cuadrada.

Victor era un espécimen interesante, puesto que era el chino más grande que nunca hubiese existido. Tenía una cabeza del tamaño de la de un panda gigante, ojos como rajas y un pecho tan ancho como la Gran Muralla. De hecho, era idéntico a Oddjob, el asesino de Goldfinger, la película de James Bond, que te mataba a doscientos metros de distancia arrojando su bombín de ala de acero.

Victor era chino de nacimiento y judío adoptivo, dado que se había criado entre los judíos más salvajes de Long Island, los que habitaban en los vecindarios de Jericho y Syosset. La mayor parte de mis cien primeros strattonitas, casi todos exclientes de los negocios de drogas de Victor y Kenny, provenían del seno de esos guetos de la clase media alta judía.

Como todos los demás soñadores con déficit educativo de Long Island, Victor había terminado por trabajar para mí, aunque no en Stratton Oakmont. Era el presidente de Judicate, una empresa que cotizaba en Bolsa y que era uno de mis negocios secundarios. Su cuartel general estaba en el sótano del mismo edificio que ocupaba Stratton Oakmont, a apenas un tiro de piedra del aparcamiento subterráneo donde el escuadrón de putas prestaba sus servicios. Era una empresa de mediación, dedicada a arbitrar en disputas entre compañías de seguros y abogados de damnificados.

La empresa apenas si se mantenía a flote, un ejemplo clásico de las ideas que son estupendas sobre el papel pero que no funcionan en la vida real. Wall Street estaba atiborrada de tales compañías. Y lo triste era que cualquiera que se dedicase a mi trabajo, es decir, a inversiones de capital de riesgo en pequeñas empresas, parecía toparse con todas ellas.

La lenta agonía de Judicate era algo que realmente afligía a Victor, por más que no fuera responsabilidad suya. El concepto mismo de la empresa estaba errado desde la base, y nadie hubiera podido hacerla triunfar, o quizá sí, pero a duras penas. Pero Victor era chino y, como la mayoría de sus compatriotas, si le dieran a elegir entre hacer un papelón y cortarse las pelotas y comérselas, al instante optaría por la segunda opción. Pero no se le presentó el dilema. El hecho era que sí había hecho un papelón, y él mismo se había convertido en un problema con el que había que lidiar. Y, dado que Cabeza Cuadrada no paraba de interceder por él, el caso de Victor se había convertido en un persistente incordio en mi vida.

Por eso, no me sorprendí cuando Cabeza Cuadrada dijo:

—¿Más tarde podríamos sentarnos con Victor para ver si resolvemos las cosas?

Fingiendo no entenderlo, respondí:

—¿Resolvemos qué cosas, Kenny?

—Vamos —insistió—. Tenemos que hablar con él de abrir su propia empresa. Quiere tu aprobación y me está volviendo loco con eso.

—¿Quiere mi aprobación o mi dinero? ¿Cuál de las dos cosas?

—Ambas —repuso Cabeza Cuadrada. Y añadió, como si se le acabase de ocurrir—. No es que las quiera, sino que las necesita.

—Ajá —respondí, sin interés—. ¿Y si no se las doy?

Cabeza Cuadrada lanzó un gran suspiro cuadrado.

—¿Qué tienes contra Victor? Ya te juró fidelidad mil veces. Lo hará otra vez, ahora mismo, si nos reunimos. Te digo que, después de ti, Victor es el tipo más agudo que conozco. Nos hará ganar una fortuna. ¡Te lo juro! Ya dio con un operador de Bolsa que le vendería su firma por calderilla. Se llama Duke Securities. Creo que deberías darle el dinero. Solo necesita medio millón, nada más.

Meneé la cabeza, asqueado.

—Ahorra tus súplicas para cuando realmente hagan falta, Kenny. Este no es momento para discutir el futuro de Duke Securities. Esto es más importante, ¿no te parece? —dije señalando la parte delantera de la sala de negocios, donde una banda de asistentes de ventas instalaban un simulacro de peluquería.

Kenny ladeó la cabeza y se quedó mirando la peluquería con expresión confundida, pero no dijo nada.

Respiré hondo y exhalé con lentitud.

—Mira, Victor tiene cosas que me preocupan. Y eso no debería ser una novedad para ti, a no ser, claro, que te hayas pasado los últimos cinco años con la cabeza metida en el culo. —Lancé una risita—. No pareces entenderlo, Kenny, de veras que no. No te das cuenta de que de tanto jugar a Sun Tzu, con todos sus planes e intrigas, Victor se labra su propia ruina. Y respecto a esa mierda de que debe salvar su honor a toda costa… ¡Te juro por Dios que no tengo tiempo ni ganas de ocuparme de ello!

»Métete esto en la cabeza: Victor-nunca-será-leal. ¡Jamás! Ni a ti, ni a mí ni a sí mismo. Es capaz de cortarse su nariz china para castigar a su propia cara china en una guerra imaginaria en la que él mismo es su único adversario. ¿Me entiendes? —dije con una sonrisa cínica.

Hice una pausa y hablé en un tono más amable.

—Mira, escúchame un minuto. Sabes cuánto te quiero, Kenny. Y sabes cuánto te respeto —al decir estas palabras, hice un esfuerzo por contener la risa—. Y por esos dos motivos me sentaré con Victor y trataré de aplacarlo. Pero no lo haré por el jodido Victor Wang, a quien detesto. Lo haré por Kenny Greene, a quien quiero. Por otra parte, no puede abandonar Judicate. Al menos, no ahora. Cuento con que tú lo hagas quedarse ahí hasta que haga lo que necesito que haga.

Cabeza Cuadrada asintió.

—No hay problema —dijo, feliz—, Victor me hace caso. Si vieras cómo…

Cabeza Cuadrada se puso a vomitar sus característicos disparates, pero había dejado de escucharlo. De hecho, la expresión de sus ojos me indicaba que no había entendido en absoluto lo que le había dicho. La cuestión era que yo, no Victor, sería el mayor perjudicado si Judicate se iba a pique. Yo era el accionista mayoritario, con tres millones de acciones, mientras que Victor solo tenía derecho a opciones sobre estas, lo que, aun al precio de mercado de dos dólares por acción en aquel entonces, era lo mismo que nada. Pero yo era propietario de verdaderas acciones, con lo cual mi parte valía seis millones de dólares, por más que el precio de dos dólares por acción fuera engañoso. Al fin y al cabo, los resultados de la empresa eran tan malos que, si hubiera que vender las acciones, solo se podría hacer bajando su precio hasta unos pocos centavos.

A no ser, claro, que uno contara con un ejército de strattonitas.

Pero esa estrategia de retirada tenía una desventaja: todavía no podía vender mis acciones. Se las había comprado directamente a Judicate bajo la regla 144 de la SEC, lo que significaba que tenía que esperar dos años para poder volver a venderlas legalmente. Apenas faltaba un mes para que se cumpliera el plazo, de modo que necesitaba que Victor mantuviese la operación a flote un poco más. Pero esa tarea, aparentemente simple, estaba resultando más difícil de lo esperado. La compañía perdía tanto dinero como sangre un hemofílico que se hubiera metido en un rosal.

El hecho era que, para ese momento, las opciones de Victor no valían nada. Su única recompensa era su salario de cien mil dólares al año, una suma miserable en comparación con lo que ganaban sus pares del piso de arriba. Y, a diferencia de Cabeza Cuadrada, Victor no era tonto. Tenía la aguda conciencia de que yo recurriría al poder de la sala de negocios para vender mis acciones en cuanto pudiera hacerlo, y también sabía que una vez que ello ocurriera, se quedaría fuera, reducido a ser nada más que el presidente de una compañía sin valor.

Me había hecho llegar esa preocupación a través de Cabeza Cuadrada, a quien empleaba como marioneta desde sus días en la secundaria. Y yo le había explicado a Victor, más de una vez, que no tenía intención de dejarlo fuera, que lo incluiría de una u otra manera, haciéndolo, incluso, ganar dinero trabajando como ratonera para mí.

Pero al chino el convencimiento solo le duraba unas horas. Era como si mis palabras le entrasen por un oído y le salieran por el otro. Era un paranoico hijo de puta. Ese chino inmenso se había criado en el seno de una tribu de judíos salvajes. Por lo tanto, sufría de un inmenso complejo de inferioridad. Sentía resentimiento hacia todos los judíos, en particular hacia mí, el más salvaje de los judíos. Hasta ahora, yo siempre le había ganado la mano, mostrándome más astuto y manipulador que él.

Lo que hizo que Victor no fuese uno de los primeros strattonitas fue precisamente su ego. Prefirió hacerse cargo de Judicate. Era su manera de participar del círculo íntimo sin tener que avergonzarse por no haber tomado la decisión correcta en 1988, cuando todos sus amigos me juraron lealtad, convirtiéndose en los primeros strattonitas. Para Victor, Judicate era apenas un peldaño para ingresar en mi entorno. Creía que si lo hacía, algún día yo le daría una palmada en el hombro y le diría: «Vic, quiero que abras tu propia agencia de inversiones, aquí tienes el dinero y el procedimiento para hacerlo».

Tal era el sueño de todo strattonita, y yo no dejaba de recurrir a él en cada reunión, sugiriendo que, si uno trabajaba duro y se mostraba fiel, algún día le daría una palmada y le montaría su propia empresa.

Y entonces se haría rico de verdad.

Hasta ahora lo había hecho dos veces; una, con Alan Lipsky, mi amigo más antiguo y leal, convertido en propietario de Monroe Parker Securities, y otra con Elliot Loewenstern, otro viejo amigo, quien entonces era dueño de Biltmore Securities. Elliot había sido mi socio en mis días de vendedor de helados. Durante el verano, ambos íbamos a la playa local y ganábamos fortunas vendiendo helados. Voceábamos nuestra mercancía, que llevábamos en neveras portátiles de veinte kilos, huyendo cuando la policía se nos acercaba. Y mientras nuestros amigos perdían el tiempo o hacían trabajos de tres con cincuenta la hora, nosotros ganábamos cuatrocientos dólares al día. Todos los veranos, cada uno de nosotros ahorraba veinte mil dólares, que usábamos para pagar nuestros estudios universitarios cuando llegaba el invierno.

A Biltmore y a Monroe Parker les iba fenomenalmente bien, y ganaban decenas de millones al año. Sus propietarios me pagaban regalías encubiertas por valor de cinco millones de dólares al año, solo por haberlos puesto en marcha.

Cinco millones de dólares es una suma considerable, y lo cierto era que yo no había tenido mucho que ver con el inicio de sus negocios. En realidad, me pagaban por lealtad, por respeto. La esencia del asunto era que seguían considerándose strattonitas, y yo también sentía que lo eran.

De modo que así eran las cosas. Mientras Cabeza Cuadrada seguía divagando sobre lo leal que era el chino, yo sabía que no era así. ¿Cómo era posible que alguien que albergaba un profundo resentimiento contra todos los judíos salvajes le fuese leal al lobo de Wall Street? Victor era un resentido, y sentía un gran desprecio por todos y cada uno de los strattonitas.

Era evidente que no había un motivo lógico para respaldar al Chino Depravado. Ello llevaba a otro problema: que tampoco había forma de detenerlo. Solo podía demorarlo. Y si me demoraba demasiado corría el riesgo de que se independizara, sin mi bendición, por así decirlo, lo que sentaría un peligroso precedente ante los ojos de los strattonitas, en particular si le iba bien.

Era triste e irónico, pensé, cómo mi poder no era más que una ilusión, que no tardaría en desvanecerse si no estaba pendiente todo el tiempo de todas las posibles contingencias. No tenía más remedio que analizar cada decisión e interpretar cada detalle de las motivaciones de los demás. Me sentía como una especie de teórico del juego que se pasa la mayor parte del día analizando jugadas, las respuestas a estas y las posibles consecuencias de unas y otras. De hecho, los únicos momentos en que mi mente dejaba de trabajar era cuando estaba totalmente drogado o metido entre las deliciosas piernas de mi deliciosa duquesa.

En cualquier caso, no podía ignorar al Chino Depravado. Comenzar una firma de correduría de Bolsa solo requería de un capital minúsculo, a lo sumo medio millón, nada en comparación a lo que podía ganar en sus primeros meses de actividad. Hasta Cabeza Cuadrada habría podido financiar al chino si así lo hubiese querido, aunque ello equivaldría a declararme la guerra; en el supuesto de que yo pudiera probar que lo había hecho, lo que era difícil.

Lo cierto era que lo único que contenía a Victor era su falta de confianza, o tal vez sus pocas ganas de poner en juego su gigantesco ego chino y sus diminutas pelotas chinas. El chino quería garantías. Quería orientación y contención emocional. También protección contra las ventas a corto plazo. Y, más que nada, quería grandes bloques de las nuevas emisiones de Stratton, las más codiciadas de todo Wall Street.

Quería todas estas cosas hasta dilucidar cómo obtenerlas por sí mismo.

Después, no las querría más.

Según mis cálculos, ello le llevaría seis meses, pasados los cuales se volvería contra mí. Vendería todas las acciones que yo le hubiera dado, lo cual supondría una innecesaria presión sobre los strattonitas, que se verían obligados a adquirirlas. En última instancia, el hecho de que las vendiera haría bajar el precio de las acciones, lo que llevaría a que los clientes se quejaran y, aun más grave, que mi sala de negocios estuviese llena de strattonitas insatisfechos. Victor procuraría sacar ventaja de tal insatisfacción, empleándola para dejarme sin mis strattonitas. Lo haría diciéndoles que en Duke Securities los esperaba una vida mejor. Sí, pensé, eso de ser pequeño y ágil, como él lo sería, tiene sus ventajas. Yo era un torpe gigante de periferia vulnerable.

No me quedaba más remedio que lidiar con el chino desde una posición de fuerza. Sí, yo era grande, y por más que mi periferia fuese vulnerable, mi centro era duro como el acero. De modo que atacaría desde el centro. Diría que respaldaría a Victor y, cuando se distrajese, confiado por la falsa sensación de seguridad que ello le produciría, lo atacaría inesperadamente y con tanta ferocidad como para dejarlo en la calle.

Lo primero era pedirle que me esperara tres meses para darme tiempo a que me deshiciera de mis acciones de Judicate. El chino lo entendería, y no sospecharía nada. Mientras, yo negociaría con Cabeza Cuadrada, a quien le arrancaría algunas concesiones. Dado que era socio de Stratton en un veinte por ciento, era un obstáculo para los otros strattonitas, que aspiraban a un trozo del pastel.

Una vez que pusiera a Victor en carrera, lo haría ganar dinero, pero no demasiado. Le aconsejaría que negociara de manera que lo dejasen sutilmente expuesto. Había formas de hacerlo que solo los operadores más sofisticados podían entender, pero Victor no. Sacaría ventaja de su gigantesco ego chino, diciéndole que le convenía retener grandes bloques de acciones en la cuenta de negocios de su empresa. Y, cuando menos lo esperara, cuando estuviese en su momento más vulnerable, me lanzaría sobre él, descargando toda mi potencia en el ataque. Haría que el Chino Depravado tuviera que salir del puto negocio. Vendería acciones a través de nombres y entidades cuya existencia Victor ni siquiera sospechaba, nombres cuya vinculación conmigo jamás podría establecerse, nombres que harían que se rascara, perplejo, su cabezota de panda. Descargaría una andanada de ventas tan veloz y furiosa que antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría estaría sin trabajo y también fuera de mi camino para siempre.

Claro que Cabeza Cuadrada perdería algún dinero en el proceso, pero no por ello dejaría de ser rico. Se trataría de daños colaterales.

Le sonreí a Cabeza Cuadrada.

—Como te he dicho, me reuniré con Victor por el respeto que te tengo. Pero no puedo hacerlo hasta la semana que viene. Hagámoslo en Atlantic City, una vez que arreglemos cuentas con las ratoneras. Doy por sentado que Victor no tendrá problemas en ir, ¿o sí?

Cabeza Cuadrada asintió.

—Irá donde quieras.

—Bien. Mientras, más vale que le hagas entender cómo son las cosas. Por más que me presione, no voy a hacer nada hasta que no considere que existan las suficientes condiciones. Y eso no ocurrirá hasta que no me haya deshecho de Judicate. ¿Me entiendes?

Asintió con aire orgulloso.

—Siempre y cuando sepa que lo respaldas, esperará todo lo que quieras.

¿Siempre y cuando? ¡Qué estúpido era Cabeza Cuadrada! ¿Me lo estaba imaginando, o acababa de demostrar una vez más qué poco sabía de las cosas? Con sus palabras, confirmó lo que yo ya sabía: que la lealtad del chino era condicional.

Sí, Cabeza Cuadrada era leal. Era puro Stratton. Pero no hay quien pueda servir a dos amos durante mucho tiempo y, por cierto, nadie puede hacerlo de forma continua. Y eso era el Chino Depravado: otro amo. Acechaba entre bambalinas, manipulaba la débil mente de Cabeza Cuadrada, sembraba la discordia entre mis huestes, empezando por mi socio junior.

Se preparaba una guerra. Se cernía sobre el horizonte, y tendría lugar en un futuro no muy lejano. Y era una guerra que yo ganaría.