9

Coartada verosímil

A la una de la tarde, los genios de la Asociación Nacional de Operadores de Bolsa [National Association fo Securities Dealers, NASD] lanzaron Zapatos Steve Madden en el mercado de valores Nasdaq bajo la sigla SHOO, homófono de shoe, «zapato» en inglés. ¡Qué simpático y apropiado!

Como parte de su inveterada práctica de tener la cabeza metida en el culo, me reservaron a mí, el lobo de Wall Street, el distinguido honor de fijar el precio inicial. Era solo una más de una larga serie de políticas comerciales mal concebidas, tan absurdas que prácticamente garantizaban que toda nueva emisión que saliera al Nasdaq fuera manipulada de una u otra forma, participase de ella o no Stratton Oakmont.

Tras pasar mucho tiempo preguntándome cuál sería el motivo exacto por el cual la NASD había fijado unas reglas de juego tan claramente perjudiciales para los clientes, llegué a la conclusión de que ello ocurría porque era una agencia autor regulada, de «propiedad» de las firmas de operadores de Bolsa. (De hecho, Stratton Oakmont era uno de los integrantes).

En esencia, el verdadero objetivo de la NASD era aparentar que estaba del lado de los clientes, aunque en realidad no era así. Lo cierto era que ni siquiera intentaban fingirlo con demasiado entusiasmo. Se trataba de un esfuerzo estrictamente cosmético, apenas lo suficiente como para evitar las sospechas de la SEC, ante la cual estaban obligados a responder.

De modo que, en lugar de permitir que el equilibrio natural entre oferta y demanda dictara el precio al que se lanzaba una acción, le reservaban ese derecho increíblemente valioso al principal garante, en ese caso, yo. Podía escoger el precio que mejor me pareciera, por arbitrario y caprichoso que fuese. Por lo tanto, decidí ser muy arbitrario y aún más caprichoso, y fijé un precio de cinco dólares y medio por unidad, lo que me daba la gloriosa oportunidad de recomprar el millón de unidades en poder de mis ratoneras en ese mismo acto. Y, aunque es innegable que a mis ratoneras les hubiera gustado retener las unidades siquiera un ratito más, no podían hacer nada al respecto. A fin de cuentas, la recompra ya estaba pactada (lo que constituía una flagrante violación de las reglas vigentes) y acababan de hacer ganancias de un dólar y medio por unidad sin hacer ni arriesgar nada, dado que habían comprado las unidades sin siquiera pagarlas. Si querían que los incluyera en el siguiente negocio, lo mejor que podían hacer era ceñirse al protocolo vigente, que era mantener cerrada la jodida boca, solo abrirla para decir «¡gracias, Jordan!», y mentir descaradamente en el caso de que algún ente regulador federal o estatal les preguntara por qué habían vendido tan barato.

En este asunto mi lógica era incuestionable. A las 13:03 de la tarde, solo tres minutos después de que hubiera recomprado mis unidades a mis ratoneras a cinco dólares y medio, el resto de Wall Street ya había impulsado el resto de las unidades a dieciocho dólares. Ello significaba que había ganado doce millones y medio. ¡Doce millones y medio! ¡En tres minutos! Ganaría más o menos un millón más en concepto de tasas por asesoramiento financiero, y esperaba ganar otros tres o cuatro millones unos días después, cuando recomprara las unidades de préstamo puente, que también estaban en manos de mis ratoneras. Ah, ¡las ratoneras! ¡Vaya concepto! Y Steve era la mayor de mis ratoneras. Retenía un millón doscientas mil acciones, precisamente las que Nasdaq me obligaba a vender. Al precio de dieciocho dólares por unidad (cada unidad consiste en una acción común y dos garantías), el verdadero precio de cada acción era de ocho dólares. ¡Eso significaba que las acciones mías en poder de Steve valían, en este momento, algo menos de diez millones de dólares! ¡El lobo atacaba de nuevo!

Ahora, les tocaba a mis fieles strattonitas venderles esas acciones infladas a sus clientes. Toda la emisión, no solo el millón de unidades que les habían dado a sus propios clientes como parte del lanzamiento público inicial, sino mi propio millón de unidades de ratonera, para ese momento depositado en la cuenta de negocios de la firma, junto con las trescientas mil unidades en préstamos puente que yo recompraría en pocos días… Además de algunas otras acciones que yo debía recomprar de las firmas de agentes de Bolsa que habían hecho subir las unidades a dieciocho dólares, ocupándose así de mi trabajo sucio.

Ellos le venderían gradualmente a Stratton Oakmont las unidades que originalmente fueran de la firma, reteniendo su margen de ganancia. En todo caso, necesitaba que mis strattonitas recaudaran aproximadamente treinta millones de dólares. Eso sería más que suficiente para cubrir todo, además de darle a la cuenta de negocios de la empresa un bonito colchón contra eventuales vendedores a corto, que a veces eran un problema, pues podían ponerse a vender acciones que ni siquiera tenían, con la esperanza de hacer bajar el precio para poder comprar barato en el futuro. Treinta millones no representaban un problema para mi audaz banda de corredores, en particular después de la reunión de la mañana, que los había inspirado como nunca a poner sus corazones y almas en el trabajo.

En ese momento, yo estaba de pie en la sala de operaciones de la firma, mirando por encima del hombro a mi jefe de operadores, Steve Sanders. Mantenía un ojo sobre un banco de monitores ubicado frente a Steve, mientras, con el otro, miraba por la pared de vidrio que daba a la sala de negocios. El ritmo era absolutamente frenético. Los corredores gritaban en sus teléfonos como aves enloquecidas. Cada pocos segundos, alguna joven asistente de ventas, de abundante cabello rubio y pronunciado escote, se acercaba a la carrera a la pared de vidrio y, oprimiendo sus senos contra ella, deslizaba una pila de billetes de compra por una estrecha abertura que tenía por debajo. Entonces, uno de los cuatro encargados de hacer los pedidos tomaba los billetes e ingresaba los datos en la red de ordenadores, lo que los hacía aparecer en la terminal de operaciones que Steve tenía frente a sí, en cuyo momento él los ejecutaba a los valores de mercado corrientes.

Mientras contemplaba los números trazados con diodos naranjas que surcaban el monitor de la terminal de Steve, sentí un retorcido orgullo al pensar en cómo esos dos memos de la SEC habían estado sentados en mi sala de reuniones registrando mis archivos en busca de algún indicio de irregularidades, mientras yo acababa de cometer tantas como se pudiera imaginar bajo sus mismas narices. Pero supongo que estarían demasiado ocupados en temblar de frío mientras nosotros oíamos cada una de sus palabras.

En ese momento, más de cincuenta firmas de Bolsa distintas participaban del frenesí adquisitivo. Lo que las unía era el hecho de que cada una de ellas tenía intención de venderle hasta la última acción a Stratton Oakmont al final de día, en el pico mismo del mercado. Y como quienes compraban eran otras agencias de Bolsa, a la SEC le sería imposible alegar que había sido yo quien había manipulado las unidades hasta llevar su valor a dieciocho dólares. Era simple y elegante. ¿Cómo podía ser culpa mía, si no había sido yo quien había hecho subir el precio de las acciones? De hecho, durante todo el proceso me había limitado a vender. Había vendido a las otras agencias de Bolsa solo lo suficiente como para abrirles el apetito, de modo que, en el futuro, continuaran manipulando mis nuevas emisiones. Pero no demasiado, pues, de ser así, ello me pesaría a la hora de recomprar las acciones antes de que terminara la jornada de operaciones. Había que mantener un delicado equilibrio, pero a fin de cuentas, la cuestión era que quienes hacían subir el precio de Zapatos Steve Madden eran otras firmas de Bolsa, lo que me proveía de una coartada verosímil ante la SEC. Cuando, un mes después, exigieran ver mis registros operativos, procurando reconstruir lo ocurrido en esos primeros instantes de operaciones, lo único que descubrirían sería que firmas de operadores de Bolsa de todo el país habían hecho subir el precio de Zapatos Steve Madden. Eso era todo.

Antes de dejar la sala de operaciones di mis instrucciones finales a Steve: de ninguna manera debía permitir que el precio cayera por debajo de dieciocho dólares. A fin de cuentas, yo no iba a perjudicar al resto de Wall Street después de que habían tenido la amabilidad de manipular mis acciones.