8

El zapatero

Al cabo de más o menos una hora, Steve Madden se dirigía con paso confiado a la parte delantera de la sala de reuniones. Era el paso, pensé, de un hombre que tiene un control total, un hombre que va a presentar un número circense de primera. Pero cuando llegó al podio, ¡qué expresión la suya! ¡Puro terror!

¡Y su ropa! Era ridícula. Parecía un golfista profesional fracasado que ha cambiado los palos por un par de litros de vino barato y un pasaje de ida al suburbio. Era irónico que el negocio de Steve fuera la moda, dado que era una de las personas que peor vestían del planeta. Era el tipo de diseñador chiflado, un ejemplo exagerado de artista barato, que andaba por la ciudad con un horrendo zapato de plataforma en la mano, explicando, sin que nadie se lo pidiera, por qué ese calzado era lo que todas las adolescentes llevarían la próxima temporada.

En ese momento, vestía una arrugada chaqueta deportiva color azul marino, que colgaba de sus delgados hombros como un trozo de lona barata. El resto de su atuendo no era mejor. Llevaba una camiseta gris con agujeros, y Levis blancos de pernera estrecha, ambos manchados.

Pero lo más ofensivo eran sus zapatos. Al fin y al cabo, uno supone que cualquiera que pretende hacerse pasar por un diseñador de zapatos tendría la decencia de hacerse lustrar los suyos el día en que lanza su empresa al mercado. Pero no, Steve Madden no estaba dispuesto a hacerlo. Calzaba un par de baratos mocasines marrones que no habían visto un trapo de lustrar desde el día en que mataron al becerro con que los confeccionaron. Y se tocaba, claro, con su característica gorra de béisbol color azul eléctrico que cubría las pocas mechas de cabello rubio rojizo que le quedaban, las cuales, con típica elegancia, llevaba recogidas en una cola sujeta con una banda elástica.

De mala gana, Steve tomó el micrófono de un podio color arce y emitió un par de carraspeos a modo de indicación de que estaba listo para comenzar el espectáculo. Con lentitud —de hecho, con mucha lentitud— los strattonitas colgaron los teléfonos y se reclinaron en sus asientos.

En ese instante, sentí unas aterradoras vibraciones que provenían de mi izquierda. Era casi un terremoto en miniatura. Me volví a mirar y… ¡Por Dios, era el gordo Howie Gelfand con sus al menos doscientos kilos de peso!

—Hola, JB —dijo el gordo Howie—. Necesito que me hagas un verdadero favor y me tires diez mil unidades adicionales de las de Madden. ¿Podrías hacerlo por tu tío Howie? —Sonrió de oreja a oreja antes de ladear la cabeza y pasarme un brazo sobre los hombros, como si dijese: «Vamos, somos amigos, ¿o no?».

Bueno, puede decirse que Howie me caía bien, a pesar de que era un gordo hijo de puta. Pero, al margen de eso, su pedido de unidades adicionales contribuía a la causa. Al fin y al cabo, una unidad de una nueva emisión de Stratton era más valiosa que el oro. Solo se requería hacer algunos cálculos sencillos para ver que era así: una unidad consistía en un título accionario común y dos garantías, la A y la B, cada una de las cuales te daba derecho a comprar una acción adicional a un precio ligeramente superior al inicial. En este caso, el precio inicial era de cuatro dólares por acción; la garantía A era negociable a cuatro con cincuenta y la B, a cinco dólares. A medida que las acciones se revalorizaban, el valor de las garantías subía con ellas. De modo que el apalancamiento, es decir, el empleo de deudas para financiar inversión, era inmenso.

Una emisión típica de Stratton consistía en dos millones de unidades, que se ofrecían a cuatro dólares cada una, lo cual, en sí, no era demasiado espectacular. Pero con un campo de fútbol lleno de jóvenes strattonitas que sonreían, llamaban por teléfono y le arrancaban los ojos a la gente, la demanda no tardaba en hacerse espectacularmente mayor que la oferta. Así que darle a un cliente un bloque de diez mil unidades era como hacerle un regalo de seis cifras. Era exactamente igual, y por ello se esperaba que el cliente participara en el juego, lo que significaba que, por cada unidad que se le daba al precio de oferta pública inicial, debía comprar diez veces la cantidad recibida cuando la emisión comenzara a negociarse en el mercado secundario.

—Muy bien —farfullé—. Te doy las diez mil adicionales porque te quiero y sé que eres leal. Ahora, ve y pierde un poco de peso antes de que te dé un ataque al corazón.

Con una gran sonrisa y tono vehemente:

—¡Salve, oh, JB! ¡Salve! —intentó hacer una reverencia—. ¡Eres el rey… El lobo… Eres todo! ¡Tus deseos son…!

Lo interrumpí:

—Vete de una puta vez, Gelfand. Y asegúrate de que los chicos de tu sección no se pongan a abuchear a Madden o a tirarle cosas. Hablo en serio.

Howie se puso a dar cortos pasos hacia atrás, inclinándose con los brazos extendidos por delante de él, como lo hacen los que dejan la sala del trono tras una audiencia con el rey.

¡Qué jodido gordo hijo de puta!, pensé. ¡Pero qué vendedor maravilloso! Era suave como la seda. Howie había sido uno de mis primeros vendedores. Solo tenía diecinueve años cuando acudió a mí. En su primer año de trabajo ganó doscientos cincuenta mil dólares. Este año, iba rumbo a hacer un millón y medio. Aun así, seguía viviendo en casa de sus padres.

En ese momento se oyeron unos carraspeos en el micrófono:

—Eh… Disculpen. Para los que no me conozcan, me llamo Steve Madden. Soy el presidente de…

Pero antes de que pudiera completar su primera frase, los strattonitas se lanzaron sobre él.

—¡Ya sabemos quién eres!

—¡Qué gorra tan bonita!

—¡El tiempo es dinero! ¡Vamos, al jodido grano!

A continuación, se oyeron abucheos, siseos, pedorretas, rechiflas y un par de aullidos. Después, se volvió a producir un relativo silencio.

Steve miró en mi dirección. Tenía la boca ligeramente abierta y los ojos castaños del tamaño de platos. Extendí los brazos, con las palmas de las manos hacia él y los subí y bajé una media docena de veces, como diciéndole: «¡Tranquilo, tómatelo con calma!».

Steve asintió y respiró hondo.

—Empezaré por contarles un poco acerca de mí mismo y de mis antecedentes en la industria del calzado. Y después, quisiera discutir los ambiciosos planes que tengo para el futuro de mi empresa. Comencé a trabajar en una zapatería a los dieciséis años, barriendo el almacén. Y mientras mis amigos se dedicaban a perseguir a las chicas por la ciudad, yo aprendía sobre zapatos de señora. Era como Al Bundy, con un calzador que me asomaba del bolsillo…

Otra interrupción.

—Estás demasiado lejos del micrófono. ¡No oímos una mierda de lo que dices! Acércate el micrófono.

Steve movió el micrófono.

—Lo siento. Bueno, como les decía, estoy en la industria del calzado desde que tengo memoria. Mi primer empleo fue en una pequeña zapatería de Cedarhurst llamada Jildor Shoes, donde trabajaba en el almacén. Después fui vendedor. Y fue… eh… entonces… cuando aún era un muchacho, que me enamoré de los zapatos de mujer. Saben, puedo decir, sin faltar a la verdad…

Y ahí mismo se embarcó en una explicación notablemente pormenorizada sobre el hecho de que era un verdadero amante del calzado femenino desde el comienzo de su adolescencia, y de cómo, en algún momento, no sabía cuándo, comenzó a fascinarse por las infinitas posibilidades de los zapatos para mujer en lo que hace a los distintos tipos de tacón, correas y hebillas, y con todas las telas con las que podía trabajar y todos los ornamentos que se les podía añadir. Después, pasó a explicar cuánto le agradaba acariciar los zapatos y pasar los dedos por sus empeines.

En ese punto, le eché un subrepticio vistazo al corazón de la sala de reuniones. Vi muchas miradas de desconcierto en los rostros de los strattonitas. Incluso las asistentes de ventas, que por lo general mantenían cierto aire de decoro, meneaban las cabezas con aire de incredulidad. Algunos alzaban los ojos al cielo.

Entonces, de pronto, atacaron:

—¡Qué maldito marica!

—¡Eso es enfermizo, hombre!

—¡Puto! ¡Consíguete una maldita vida!

Luego, más abucheos, rechiflas, gritos, siseos, seguidos de pataleos, señal inequívoca de que la tortura entraba en su segunda fase.

Danny se me acercó, meneando la cabeza.

—Esto me da vergüenza ajena —susurró.

Asentí con la cabeza.

—Bueno, al menos ha estado de acuerdo en lo de poner nuestras acciones en la cuenta de un tercero. Lástima que no hayamos podido hacer los papeles hoy, pero nada es perfecto. Tiene que cortar el rollo o se lo van a comer crudo. —Meneé la cabeza—. Aunque no sé… repasé todo con él hace unos minutos y parecía encontrarse bien. De hecho, su compañía es buena. Se ve que necesita contar su historia. Será tu amigo y todo lo que quieras, pero está totalmente loco.

Danny, inexpresivo:

—Siempre lo estuvo, desde la escuela.

Me encogí de hombros.

—Si tú lo dices. Le daré más o menos un minuto más y subiré yo.

En ese momento, Steve miró en nuestra dirección. Sudaba a mares. En su pecho se veía un círculo del tamaño de una patata. Tracé pequeños círculos con la mano, como si le dijera: «¡Date prisa!». Formé con los labios las palabras: «¡Habla de tus planes para la empresa!».

Asintió con la cabeza.

—Muy bien. Quisiera contarles cómo comenzó Zapatos Steve Madden antes de pasar a nuestro prometedor futuro.

Estas últimas palabras fueron recibidas con renovadas miradas al cielo y algún que otro meneo de cabeza, pero, afortunadamente, la sala de reuniones siguió en silencio.

Steve siguió adelante.

—Fundé mi compañía con mil dólares y un único modelo. Se llamaba el Marilyn —¡por el amor de Dios!— y era una especie de zueco vaquero. Era un buen zapato. No el mejor que he hecho, pero era bueno. Obtuve un crédito para hacer quinientos pares y salí en mi coche a venderlos puerta a puerta en las zapaterías. ¿Cómo puedo describirles ese zapato? Veamos… tenía una plataforma gruesa y el pulgar asomaba, pero la parte del empeine… bueno, supongo que eso no importa. A lo que iba es que era un zapato con garra, y de eso se trata Zapatos Steve Madden: Calzado con Garra.

»Pero el zapato que realmente hizo que la empresa despegara fue el Mary Lou, y ese… ¡bueno, les aseguro que no era un zapato cualquiera! —¡Por Dios, el tipo estaba totalmente loco!—. Estaba muy adelantado a su época, ¡muy adelantado! —Steve agitó las manos en el aire, como para decir: “No importa, olvídenlo” antes de proseguir—: Permítanme que se los describa, porque eso es importante. Miren, se trataba de una variación en charol negro del Mary Jane tradicional, con la tobillera un poco más delgada. Pero la clave eran las punteras reforzadas. Algunas de las chicas aquí presentes deben de saber exactamente a qué me refiero, ¿no es cierto? Lo que quiero decir es: ¡Era un zapato increíble! —Se detuvo, evidentemente esperando alguna respuesta afirmativa de las asistentes de ventas, pero no se produjo. Solo se vieron más meneos de cabeza. Se hizo un silencio extraño, ominoso, la clase de silencio que reina en un pueblo de Kansas antes de que se desencadene un tornado.

Por el rabillo del ojo vi que un avión de papel planeaba sobre la sala de conferencias, sin un rumbo concreto. ¡Al menos no le tiraban cosas a él! Le dije a Danny:

—Los indios se están poniendo nerviosos. ¿Subo al podio?

—Si no lo haces tú, lo haré yo. ¡Esto me está dando náuseas!

—Muy bien, ahí voy. —Me dirigí hacia Steve.

Seguía hablando del puto Mary Lou cuando lo alcancé. En el momento en que me apoderé del micrófono, hablaba de cómo era el zapato ideal para el baile de graduación, de precio razonable y hecho para durar.

Sin darle tiempo a nada, le arrebaté el micrófono. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba tan absorto en la gloria de sus propios diseños de zapatos que había dejado de sudar. De hecho, se lo veía perfectamente a sus anchas, sin la menor conciencia de que estaba a punto de ser linchado.

Me susurró:

—¿Qué haces? ¡Me quieren! ¡Vuelve a tu sitio! ¡Tengo todo resuelto!

Entorné los ojos:

—¡Vete de una puta vez, Steve! ¡Están a punto de tirarte tomates! ¿Tan ciego estás? ¡Les importa una mierda el puto Mary Lou! Lo único que quieren es vender las acciones y ganar dinero. Ahora, ve con Danny y relájate un poco antes de que vengan aquí, te quiten la gorra de béisbol y te arranquen los siete pelos que te quedan en la cabeza.

Por fin, Steve capituló y se bajó del podio. Pedí silencio alzando la mano derecha y todos callaron. Con el micrófono casi pegado a los labios, dije en tono burlón:

—Muy bien, un gran aplauso para Steve Madden y su zapato tan especial. Todo eso que ha dicho sobre la pequeña Mary me ha dado ganas de coger el teléfono y ponerme a llamar a todos mis clientes. De modo que quiero que todos, asistentes de ventas incluidas, den un fuerte aplauso a Steve Madden y a su zapatito sexy: ¡el Mary Lou! —Metí el micrófono bajo el brazo y me puse a aplaudir.

¡Me respondió un aplauso atronador! Hasta el último strattonita aplaudía, pataleaba, aullaba y vitoreaba con furia. Alcé el micrófono para pedir silencio, pero esta vez nadie me hizo caso. Estaban demasiado entusiasmados disfrutando del momento.

Al fin, el recinto quedó en silencio.

—Muy bien —dije—, ahora que todos se han divertido, quiero deciros que la chifladura de Steve tiene su lógica. En otras palabras, hay un método en su locura. ¿Sabéis?, el asunto es que el tipo es un genio creativo y, por definición, eso implica que está medio loco. Es necesario para su imagen.

Asentí con convicción, mientras me preguntaba si lo que acababa de decir tenía algún sentido.

—Pero oíd todos, y oíd bien. Este don, este talento de Steve, va mucho más allá de saber reconocer cuáles son las tendencias en el diseño de zapatos. El verdadero poder de Steve, lo que lo diferencia de todos los demás diseñadores de zapatos del país, es que él crea las tendencias.

»¿Sabéis cuán infrecuente es eso de encontrar a alguien capaz de crear una tendencia e imponerla? ¡Las personas como Steve aparecen una vez cada década! Y cuando ello ocurre, se convierten en nombres que todos reconocen, como Coco Chanel, Yves Saint Laurent, o Versace, Armani, o Dona Karan, y otros pocos como ellos.

Descendí del podio y bajé la voz como lo hacen los predicadores cuando quieren que les presten atención.

—Y justamente tener a alguien como Steve al timón es lo que hace que una empresa como esta pueda volar hasta la estratosfera. ¡Y sé lo que digo! Esta es la empresa que hemos estado esperando desde siempre. Es la que llevará a Stratton a un nuevo nivel. Es la que…

Ahora, el discurso iba sobre ruedas, y mientras hablaba, mi mente comenzó a recorrer un camino paralelo. Comencé a sumar las ganancias que estaba por obtener. La imponente cifra «veinte millones» acudió a mi mente. Me pareció que se aproximaba bastante a la realidad. Los cálculos eran simples. De los dos millones que se lanzaban al mercado, la mitad iría a las cuentas de mis ratoneras. Yo se los compraría a ellos a unos cinco o seis dólares por acción y las depositaría en la cuenta de mi empresa. Luego, usaría el poder de la sala de negocios, las inmensas compras que generaría ese encuentro para hacer subir el precio a veinte dólares por unidad, lo que nos aseguraría unas ganancias de catorce a quince millones en los papeles. Y, de hecho, no sería necesario que solo yo hiciera subir el precio a veinte dólares. El resto de Wall Street haría el trabajo sucio por mí. Bastaría con que las otras firmas de Bolsa y finanzas que conocía se mostraran dispuestas a comprar las unidades a su precio máximo para hacer subir el precio tanto como yo quisiera. Me bastaba con filtrarles la información a unos pocos jugadores clave y el resto sería historia. Ya lo había hecho. En la calle se decía que Stratton las compraba a hasta veinte dólares por unidad, con lo que la rueda ya había empezado a girar. ¡Increíble! ¡Ganar todo ese dinero sin cometer un delito! Bueno, no podía decirse que lo de las ratoneras fuese algo totalmente transparente, pero era imposible de probar. ¡Eso es lo que se llama capitalismo desenfrenado!

—… como un cohete espacial y aún más lejos. ¿Quién sabe cuán alto pueden llegar estas acciones? ¿Veintitantos? ¿Treinta y algo? ¡Aun si tengo solo un poco de razón, esas son cifras ridículamente bajas! No son nada en comparación con el potencial de esta compañía. ¡En un abrir y cerrar de ojos las acciones pueden estar en los cincuenta, en los sesenta y tantos! Y no hablo de un futuro lejano. Hablo de ahora mismo, mientras hablamos.

»Oídme bien. Zapatos Steve Madden es la empresa con más posibilidades de toda la industria del calzado femenino. ¡En este mismo momento ya nos entierran los pedidos! Nuestros zapatos se agotan en todas las grandes tiendas de Estados Unidos, cadenas como Macy’s, Bloomingdale’s, Nordstrom y Dillard’s. ¡Hay tal demanda que los zapatos literalmente salen volando de las estanterías!

»Espero que, como corredores de Bolsa que sois, seáis conscientes de las obligaciones que tenéis con vuestros clientes; tenéis, por así decirlo, la responsabilidad fiduciaria de telefonearlos en el instante mismo en que yo termine de hablar. Debéis hacer todo lo que sea necesario, aun si eso significa arrancarles los malditos ojos, para que compren tantas acciones de Zapatos Steve Madden como sea posible. Tengo la sincera esperanza de que lo entendéis, porque, de no ser así, tendremos que hablar muy en serio al final del día.

»¡Tenéis una obligación! ¡Una obligación hacia vuestros clientes! ¡Una obligación ante esta empresa! ¡Y una obligación ante vosotros mismos, maldita sea! Más vale que les metan estos títulos por la garganta a los clientes y los atraganten hasta que digan “compro veinte mil acciones”, porque cada dólar que inviertan esos clientes se multiplicará enormemente.

»Sí, podría seguir hablando del brillante futuro de Zapatos Steve Madden. Podría repasar todos los fundamentos, de todas las tiendas nuevas que están abriendo, de cómo fabrican zapatos de una forma más eficaz en costes de lo que lo hace la competencia, de cómo los zapatos están tan de moda que ni siquiera hace falta hacer publicidad, y de cómo los productores a gran escala están dispuestos a pagarnos regalías para que les demos el derecho a reproducir nuestros modelos; pero, a fin de cuentas, nada de eso importa. De lo que se trata es de que nuestros clientes deben saber que esas acciones van a subir; nada más.

Aminorando un poco el ritmo, dije:

—Mirad, amigos, por más que me encantaría hacerlo, no puedo ir al teléfono a vender acciones a los clientes. Solo vosotros podéis coger el teléfono y ponerse en acción. Sin acción, las mejores intenciones del mundo son solo eso: intenciones.

Respiré hondo y proseguí:

—Ahora, quiero que todos miréis hacia aquí. —Extendí el brazo y señalé un escritorio que tenía justo frente a mí—. Mirad esa cajita negra. ¿La veis? Es un maravilloso invento llamado teléfono. Se deletrea: T-E-L-E-F-O-N-O. Para que lo sepáis, os diré una cosa. ¡Ese aparato no funciona solo! Sí, así es. Si no os ponéis en marcha, no es más que un inútil pedazo de plástico. Es como un M16 cargado sin un infante de marina entrenado que apriete el gatillo. Es que, ¿sabéis?, es la acción de un infante de marina, que es un tipo entrenado para matar, lo que convierte al M16 en un arma mortal. En el caso del teléfono, lo que cuenta es vuestra acción, la de los muy entrenados strattonitas. Tipos entrenados para matar que no aceptan que les digan que no, que no cortan la comunicación hasta que el cliente compre o muera. Que son conscientes de que cada llamada de teléfono debe ser una venta, y que lo único que importa es quién vendió y quién no. ¿Vendisteis? ¿Mostrasteis suficiente habilidad, motivación y entrañas para controlar la conversación y terminar por cerrar una venta? ¿O quien les vendió algo fue el cliente, que os dijo que ahora no es momento de invertir, o que necesita consultarlo con su esposa o con su socio o con Santa Claus o con el jodido ratón Pérez?

Alcé los ojos al cielo y meneé la cabeza con aire de repugnancia.

—Así que no olvidéis nunca que el teléfono que está sobre vuestra mesa es un arma mortal. Y en manos de un strattonita motivado es una licencia para fabricar dinero. ¡Y este es el gran nivelador! —Hice una pausa para que estas dos últimas palabras reverberaran en la sala de reuniones antes de proseguir—: Todo lo que debéis hacer es coger el teléfono y decir las palabras que os enseñé y seréis tan poderosos como el más importante de los presidentes de empresa del país. Y no me importa si os habéis graduado en Harvard u os habéis criado en las sucias calles de Hell’s Kitchen. Con ese pequeño teléfono negro se puede lograr todo.

»Ese teléfono equivale a dinero. Y no importa qué problemas podáis tener, porque cada uno de ellos se puede aliviar con dinero. Sí, así es. El dinero es la más poderosa solución a los problemas que haya conocido el género humano, y quien diga que no es así, miente. De hecho, estoy dispuesto a apostar que quien diga algo así nunca ha tenido un jodido céntimo a su nombre. —Alcé mi mano derecha en un saludo de boy scout y dije con voz embargada agria—: Son esas mismas personas las que están siempre dispuestas a vomitar consejos inútiles. Los que gustan de repetir esas idioteces de que el dinero es la raíz de todo mal y que corrompe son los pobres. ¡Cuánto descaro! ¡Qué sarta de malditas mentiras! ¡Tener dinero es maravilloso! ¡Tener dinero es imprescindible!

»Escuchadme bien todos: la pobreza no tiene nada de noble. He sido rico y también pobre, y sé que es mejor ser rico. ¡Al menos, un rico, cuando le surge un problema, puede lidiar con él desde el asiento trasero de una limusina extralarga, enfundado en un traje de dos mil dólares y con un reloj de oro de veinte mil dólares en la muñeca! ¡Y, creedme, afrontar los problemas desde el lujo los vuelve mucho más fáciles de resolver!

Me encogí de hombros para reforzar el efecto de mis palabras.

—Si alguno cree que estoy loco o no está de acuerdo con todo lo que acabo de decir, ¡que se marche de esta jodida oficina ahora mismo! Sí, eso he dicho. ¡Fuera de mi sala de reuniones! ¡A trabajar a McDonald’s, haciendo hamburguesas, porque ese es su lugar! Y si no conseguís trabajo en McDonald’s… ¡Siempre podéis probar suerte en Burger King!

»Pero antes de abandonar esta sala llena de ganadores, quiero que echéis una mirada a la persona que tenéis sentada al lado. Porque algún día, en un futuro no muy lejano, yendo al volante de un viejo y destartalado Pinto, os detendréis en un semáforo y veréis al que ahora está sentado a vuestro lado conduciendo un flamante Porsche, con una joven y despampanante esposa en el asiento del acompañante. ¿Y vosotros, a quién tendréis al lado? Sin duda que un bicho raro, con tanto vello en la cara que parecerá que tiene barba de tres días, ataviada con un camisón o vestido de estar por casa. Y lo más probable es que volváis de hacer las compras en Price Club y tengáis el maletero repleto de verduras de oferta.

En ese preciso instante, mis ojos se cruzaron con los de un joven strattonita que parecía presa del pánico. Para remachar mi discurso, dije:

—¿Qué? ¿Creéis que os estoy mintiendo? Bueno, ¿sabéis una cosa? Las cosas se van poniendo peor. Mirad, si queréis envejecer con dignidad, si queréis llegar a viejos manteniendo el respeto por vosotros mismos, más os vale enriquecerse ahora mismo. ¡Eso de trabajar para una de las quinientas empresas más importantes según la revista Fortune y retirarse con una pensión ya pasó a la jodida historia! Y si creéis que la seguridad social os servirá de algo, pensadlo bien. Al ritmo que va la inflación, apenas si alcanzará para pagar los pañales cuando los metan en algún maloliente hogar para ancianos, donde una jamaicana barbuda y bigotuda, de ciento cincuenta kilos de peso, os dará sopa con una pajita y os abofeteará cuando esté de mal humor.

»¿Cuál es vuestro problema? ¿Estáis atrasados con los pagos de la tarjeta de crédito? Muy bien, descolgad el jodido teléfono y empezad a llamar.

»¿O su casero está por expulsaros por no pagar el alquiler? Muy bien, ¡coged el jodido teléfono y empezad a llamar!

»¿O se trata de la novia? ¿Está por abandonarte porque le pareces un perdedor? Muy bien, ¡coge el jodido teléfono y empieza a llamar!

»¡Quiero que resolváis todos vuestros problemas haciéndoos ricos! ¡Quiero que afrontéis los problemas con decisión! Quiero que empecéis a gastar dinero ahora mismo. Quiero que os endeudéis. Que no os quede otra opción que triunfar. Que las consecuencias del fracaso sean tan graves e inconcebibles que no os quede más remedio que hacer lo que sea para llegar al éxito.

»Y por eso os digo: ¡Actuad como si! Actuad como si fueseis adinerados, como si ya os hubieseis enriquecido y sin duda ello ocurrirá. Actuad como si vuestra confianza fuese ilimitada y, sin duda, la gente confiará en vosotros. Actuad como si nadie tuviese tanta experiencia como vosotros y la gente seguirá vuestros consejos. Y actuad como si ya fuerais unos triunfadores y, sin ningún lugar a dudas, ¡lo seréis!

»En fin, este negocio abre en menos de media hora. Así que id a vuestras mesas, recorred vuestras listas de clientes desde la A hasta la Z. ¡Y no toméis prisioneros! ¡Sed feroces! ¡Sed perros de ataque! ¡Sed unos terroristas telefónicos! Haced exactamente lo que os digo y, creedme, de aquí a pocas horas, cuando todos los clientes estén ganando dinero, me lo estaréis agradeciendo.

Con estas palabras, abandoné el podio entre el rugir de los vítores de mil strattonitas, quienes ya se precipitaban sobre sus teléfonos y se ponían a seguir mi consejo: sacar los ojos a sus clientes.