7
Pequeñeces que cuentan
En tono ominoso, con sus brillantes ojos azules tan saltones que parecía que, como en un dibujo animado, estuvieran por saltársele de la cara, el Loco Max dijo:
—¡Si los tres no borráis esa sonrisita de vuestras caras ahora mismo, juro por Dios que os las borraré yo!
Con esas palabras se puso a recorrer la oficina a lentas, deliberadas zancadas… su rostro contorsionado en una máscara de pura furia. En la mano derecha llevaba un cigarrillo encendido, posiblemente el vigésimo del día; en la izquierda, un vaso desechable blanco lleno de vodka Stolichnaya, quizás el primero del día, pero más probablemente, por desgracia, el segundo.
De pronto, interrumpió su paseo, giró sobre sus talones y, con la expresión de un fiscal que lanza su acusación, le clavó la mirada a Danny:
—Bien, ¿qué tienes que alegar, Porush? Eres aún más retrasado de lo que creía, ¡comerte un pez en medio de la sala de negocios! ¿Qué cojones te pasa?
Danny se paró, sonrió y dijo:
—¡Vamos, Max! No fue algo tan malo. El tipo merecía…
—¡Siéntate y cállate, Porush! ¡Eres una puta vergüenza, no solo para ti sino para toda tu jodida familia, que Dios se apiade de ellos! —El Loco Max se detuvo un instante antes de proseguir—: ¡Y deja de sonreír, maldita sea! ¡Esos ridículos dientes me hacen daño a la vista! ¡Necesitaría gafas de sol para mirarlos!
Danny se sentó y cerró la boca. Intercambiamos miradas, y contuve un enfermizo deseo de sonreír. Me contuve porque sabía que ello solo empeoraría las cosas. Le eché un vistazo a Kenny. Estaba sentado frente a mí, en el mismo sillón que había ocupado Choza. Pero no respondió a mi mirada. Estaba demasiado ocupado en contemplar sus zapatos que, como de costumbre, necesitaban desesperadamente una lustrada. Al típico estilo de Wall Street, iba arremangado de modo que el grueso Rolex de oro que llevaba en la muñeca quedara a la vista. En realidad era un President, el mismo modelo al que la duquesa me había obligado a renunciar aduciendo que era vulgar. Así y todo, Kenny no tenía un aspecto vulgar, ni tampoco elegante. Y ese nuevo corte de cabello estilo militar hacía que su cráneo cuadrado lo pareciese aún más. Mi socio junior, Cabeza Cuadrada, pensé.
A todo esto, un venenoso silencio descendió sobre el despacho, lo cual significaba que debía poner fin a esa locura de una vez. De modo que, adelantando el cuerpo y sin levantarme de mi asiento, recurrí a mi fabuloso vocabulario y, seleccionando las palabras que sabía que mi padre respetaría, dije en tono autoritario:
—¡Muy bien papá, ya es suficiente! ¿Por qué no te tranquilizas durante un maldito segundo? Esta es mi puta empresa, y tengo derecho a mis jodidos legítimos gastos de representación, así que…
Pero el Loco Max me interrumpió antes de que pudiera exponer mi punto de vista.
—¿Quieres que me calme cuando tres retrasados como vosotros se portan como niños en una tienda de caramelos? Creéis que esto no se terminará nunca, ¿no? Sois tan idiotas que pensáis que es una puta fiesta sin fin; no tenéis nada que temer, ¿verdad? Bueno, os diré algo, estoy harto de que paséis todos vuestros putos gastos personales a esta jodida compañía.
Se detuvo para fulminarnos a los tres con la mirada, empezando por mí, su hijo. Es posible que mientras lo hacía se preguntara si no sería verdad que me había traído una cigüeña. Cuando dejó de hacerlo, se quedó en la posición justa para que yo lo viera desde el ángulo ideal, y me maravillé de lo atildado que lucía. Oh, sí, a pesar de todo, el Loco Max era muy elegante. Le gustaban las chaquetas deportivas color azul marino, las camisas con cuello ancho, a la inglesa, las corbatas azules lisas y los pantalones de gabardina color tostado, todo hecho a medida y casi perfectamente almidonado y planchado por el servicio chino de lavandería que usaba desde hacía treinta años. Mi padre era una criatura de hábitos.
De modo que nos quedamos sentados como niños buenos, esperando pacientemente el siguiente asalto verbal que, ya se sabía, solo llegaría después de que mi padre hiciese una cosa: fumar. Finalmente, al cabo de unos buenos diez segundos, le dio una inmensa calada a su Merit Ultra bajo en alquitrán, expandiendo su amplio pecho hasta el doble de su tamaño normal, como un pez globo que procurase intimidar a un predador. Luego, exhaló poco a poco hasta recuperar su tamaño normal. Aun así, sus hombros eran inmensos. Mi padre, inclinado hacia delante, con su ralo cabello entrecano, parecía un toro furioso de un metro setenta de alto.
A continuación, echó la cabeza hacia atrás y vació de un enorme trago su vaso desechable, como si su ardiente contenido no fuese más que agua Evian fresca. Se puso a menear la cabeza:
—Ganar todo este dinero y que tres imbéciles se lo gasten como si el mañana no existiera. Da pena verlo. ¿Qué creéis, que soy un infeliz que os dirá que sí a todo mientras destruís esta puta compañía? ¿Tenéis idea de cuántas personas dependen de esta empresa para ganarse la puta vida? ¿Tenéis idea de los riesgos que…?
El Loco Max seguía y seguía, en su típico estilo, pero yo ya no lo escuchaba. De hecho, estaba hipnotizado por su maravillosa habilidad para encadenar palabrotas sin ensayo y lograr que sonaran tan jodidamente poéticas. ¡Su manera de maldecir era verdaderamente hermosa! ¡Como Shakespeare con actitud! Y en Stratton Oakmont, donde se consideraba que maldecir era un arte, decir que alguien sabía encadenar las palabrotas era uno de los más altos elogios. Pero el Loco Max llevaba las cosas a nuevas cotas y cuando, como hoy, estaba inspirado, sus insultos eran casi música.
Ahora, el Loco Max meneaba la cabeza con expresión de asco, ¿o era de incredulidad? Bueno, probablemente un poco de cada cosa. Fuera lo que fuese, meneaba la cabeza y nos explicaba a nosotros, los imbéciles retrasados, que la cuenta de American Express de noviembre sumaba cuatrocientos setenta mil dólares y que, según sus cálculos, solo veinte mil dólares eran gastos de representación legítimos. Lo demás eran gastos personales o, para decirlo con sus palabras, mierda personal. Entonces, en el más ominoso de los tonos, dijo:
—Os voy a decir algo: en cualquier momento meteréis las pelotas en la trituradora de papel. Recordad lo que os digo. Tarde o temprano los grandísimos hijos de puta del servicio de recaudación impositiva van a aparecer por aquí para hacer una puta auditoría completa, y vosotros tres tendréis un grave problema, a no ser que alguien detenga esta locura. Por eso, tendréis que pagar esta cuenta con vuestros propios fondos. —Asintió con la cabeza, aprobando sus palabras—. No se la voy a pasar a la empresa. Ni un puto céntimo. ¡Y esta es mi última palabra! Sacaré cuatrocientos cincuenta mil dólares de vuestros malditos salarios, ¡y no se os ocurra detenerme!
¿Qué? ¡Vaya descaro! Tenía que decirle algo en su propio idioma.
—¡Tranquilízate de una puta vez, papá! ¡Lo que dices es pura mierda! Buena parte de ese dinero son gastos legítimos de la empresa, lo creas o no. Si dejas de gritar durante un maldito segundo, te diré qué es…
Volvió a interrumpirme en seco, dirigiendo su ataque directamente hacia mí:
—¡Y tú, el llamado lobo de Wall Street, el lobo demente! ¡Mi propio hijo! ¡Salido de mis putos huevos! ¿Cómo puede ser? ¡Eres el peor de todos! ¿Cómo cojones se te ocurre comprar dos abrigos de piel exactamente iguales, a ochenta mil dólares cada uno? Sí, sí, llamé a la tienda, la Casa de las Putas Pieles de Allesandro, porque supuse que sería algún tipo de error. ¿Y sabes qué me dijo ese griego hijo de puta?
Le respondí con ánimo de seguirle la corriente:
—No, papá, ¿qué mierda te dijo?
—Me dijo que habías comprado dos abrigos de visón, los dos del mismo color, corte, todo. —Con esas palabras, el Loco Max ladeó la cabeza e incrustó el mentón entre las clavículas. Me miró con sus saltones ojos azules y dijo—: ¿Qué, a tu esposa no le alcanza con un abrigo? O espera, déjame pensar, ¿a que compraste el segundo visón para una prostituta? —Se detuvo para darle otra honda calada a su cigarrillo—. Ya estoy harto de tanta niñería. ¿Crees que no sé qué es EJ Entertainment? —Entornó los ojos, acusador—. ¡Estáis tan locos que pagáis las putas con la tarjeta de crédito de la empresa! Y de todos modos, ¿qué clase de puta acepta tarjetas de crédito?
Los tres intercambiamos miradas, pero no dijimos nada. A fin de cuentas, ¿qué se podía decir? Lo cierto era que las prostitutas sí aceptaban tarjetas de crédito, ¡o al menos, sí lo hacían aquellas a las que nosotros recurríamos! El hecho era que las prostitutas formaban parte de la subcultura de Stratton al punto de que las clasificábamos como se hace con los títulos que cotizan en Bolsa: llamábamos fichas azules a las putas de primer nivel, la crema y nata. Por lo general, se trataba de jóvenes modelos que luchaban por hacer carrera o bellas estudiantes necesitadas de dinero para pagar las cuotas de la universidad o ropa de marca, y que por unos miles de dólares hacían casi todo lo que pueda imaginarse; te lo hacían o se lo hacían una a otra. Después venían las Nasdaq, que estaban un grado por debajo de las fichas azules. Valían entre tres y cuatrocientos dólares y te hacían usar preservativo, a no ser que les dieses una sustanciosa propina, cosa que yo generalmente hacía. Finalmente venían las putas de las páginas rosadas, el nivel más bajo. Solían ser trotacalles o la clase de puta de bajo nivel que aparece en respuesta a una desesperada llamada a la madrugada a un teléfono sacado de la revista Screw o de las páginas amarillas. Por lo general costaban cien dólares o menos y, si no usabas condón, te hacías dar una inyección de penicilina al día siguiente y rogabas porque no se te cayera el pene a trozos.
De cualquier modo, las fichas azules aceptaban tarjetas de crédito, de esa manera, ¿qué tenía de malo descontarlas de impuestos? Al fin y al cabo, el servicio de recaudación impositiva sabía que existían esas cosas, ¿o no? De hecho, en los viejos tiempos, cuando se consideraba que emborracharse a la hora de la comida era la conducta normal en una empresa, Hacienda se refería a ese tipo de gastos llamándolos «almuerzos de tres martinis». Hasta tenían un término contable para denominarlos: T y E, siglas de Travel and Entertainment. Yo no había hecho más que tomarme la pequeña libertad de llevar las cosas a su conclusión lógica, cambiando esas iniciales a T y A y adjudicándoselas a Tits and Ass [tetas y culo].
Al margen de eso, los problemas con mi padre iban mucho más allá de cargar ciertos gastos a la tarjeta de crédito corporativa. El hecho era que se trataba del hombre más tacaño que nunca hubiese poblado el planeta. Y yo… bueno, digamos que solo teníamos un desacuerdo fundamental con respecto al manejo del dinero, dado que a mí me daba igual perder medio millón a los dados y después darle una ficha gris de póquer de cinco mil dólares de valor a alguna deliciosa ficha azul.
La cuestión era que, en Stratton Oakmont, el Loco Max era como un pez fuera del agua, o mejor dicho, como un pez en Plutón. Tenía sesenta y cinco años, lo que lo hacía unos cuarenta años más viejo que el strattonita medio; era un hombre muy educado, contable público y poseedor de un coeficiente de inteligencia estratosférico, mientras que el strattonita tipo no tenía educación alguna y solía mostrar la inteligencia de una caja llena de piedras. Se había criado en otra época y lugar, en el Bronx judío, entre las ruinas económicas de la gran depresión, sin saber si habría comida en la mesa familiar cada día. Y, como millones que se criaron en ese momento, aún lo aquejaba una mentalidad de la era de la depresión. Detestaba los riesgos, se resistía al cambio bajo cualquier forma o aspecto y lo acosaban los temores financieros. Y allí estaba, procurando administrar las finanzas de una empresa cuyos negocios se basaban en el cambio permanente y cuyo principal accionista, que, por cierto, era su hijo, era un amante nato del riesgo.
Respiré hondo, me levanté, di la vuelta al escritorio y me senté en el borde. Crucé los brazos en señal de frustración y dije:
—Mira, papá. Aquí ocurren cosas que no pretendo que entiendas. Pero el hecho es que es mi puto dinero y haré con él lo que me dé la puta gana. De hecho, y a no ser que me demuestres que mis gastos hacen mermar el flujo de ingresos, te sugeriría que te muerdas la maldita lengua y pagues la cuenta.
»Ya sabes que te quiero y que me aflige verte tan alterado por una estúpida cuenta de tarjeta de crédito. Pero no es más que eso, papá, ¡una cuenta! Y ya sabes que, de todas maneras, terminarás por pagarla. Entonces, ¿qué sentido tiene ponerse así? Antes de que termine el día vamos a ganar veinte millones de dólares, de modo que, ¿qué mierda importa medio millón?
En ese momento, Cabeza Cuadrada intervino.
—Max, en esa cuenta, los gastos que me corresponden son mínimos. De modo que te apoyo en esto.
Sonreí para mis adentros al ver que Cabeza Cuadrada acababa de meter la pata a escala colosal. Había dos reglas a la hora de lidiar con el Loco Max: primero, nunca trates de eludir tus responsabilidades, ¡jamás! Segundo, nunca acuses, con sutileza o no, a su hijo bienamado, a quien solo él tenía el derecho de regañar. Se volvió a Kenny y dijo:
—¡En mi opinión, cualquier suma por encima de cero que gastes es excesiva, jodido imbécil! ¡Al menos mi hijo gana dinero! ¿Tú, qué mierda haces, fuera de embrollarnos en un pleito por acoso sexual con esa asistente de ventas tetona, que no sé cómo mierda se llama? —Meneó la cabeza, asqueado—. Así que mejor cierra la puta boca y agradécele al cielo que mi hijo haya tenido la bondad de hacerte socio de esta empresa.
Le sonreí a mi padre y le dije en tono humorístico:
—¡Papá, papá, papá! Cálmate o te va a dar un ataque al corazón. Ya sé qué piensas, pero Kenny no estaba tratando de insinuar nada. Ya sabes que todos nosotros te queremos y te respetamos y confiamos en que seas la voz de la razón aquí. De modo que demos un paso atrás…
Desde que tengo memoria, mi padre libró una guerra contra sí mismo, consistente en batallas diarias contra enemigos invisibles y objetos inanimados. Lo noté por primera vez a los cinco años, con su coche. Al parecer, papá creía que se trataba de un ser vivo. Era un Dodge Dart verde modelo 63, al que se refería como «ella». El problema era que a «ella» le salía un terrible ruido de debajo del tablero. El golpeteo era un hijo de puta elusivo, que, sin duda, esos malditos de la fábrica Dodge habían colocado adrede en «ella» con el fin de arruinarle la vida a mi padre. Solo él podía oírlo, además de mi madre, quien, en realidad, solo fingía hacerlo para evitar que mi padre sufriese un colapso nervioso.
Pero ese fue solo el comienzo. Hasta una excursión a la heladería estaba llena de peligros, producidos por su costumbre de beber leche directamente del cartón. El problema era que si una gota de leche llegaba a deslizársele por el mentón, enloquecía por completo. Depositando el cartón de un golpe, farfullaba:
—¡Puto cartón de mierda! ¿Estos estúpidos infelices que diseñan los cartones no saben hacerlos de modo que a uno no se le chorree la puta leche por el mentón?
Claro. ¡Todo era culpa del cartón! Así que el Loco Max se envolvía en una serie de extrañas rutinas y fielmente repetidos rituales para protegerse contra un mundo cruel e impredecible, lleno de salpicaderos que hacen un ruido de golpeteo y cartones de leche imperfectos. Cada mañana, apenas despertaba, fumaba tres cigarrillos Kent, se daba una ducha de treinta minutos y después se afeitaba durante un rato desproporcionadamente largo con una navaja barbera, con un cigarrillo encendido en la boca y otro consumiéndose en el borde del lavamanos. A continuación se vestía. Comenzaba por unos calzoncillos blancos, seguidos por un par de calcetines negros que le llegaban a la rodilla y unos zapatos negros de charol. Pero no se ponía los pantalones. Así vestido, daba vueltas por el apartamento. Desayunaba, fumaba unos cigarrillos más, y se levantaba para ir al baño a defecar abundantemente. Después de ello, se peinaba hasta dejarse el cabello casi perfecto, se ponía una camisa, la abotonaba con lentitud, le subía el cuello, se ponía la corbata, la anudaba, bajaba el cuello de la camisa, y se ponía la chaqueta del traje. Por fin, justo antes de marcharse, se ponía los pantalones. Nunca pude dilucidar por qué reservaba ese paso para el final, pero verlo durante tantos años me debe haber marcado de alguna manera desconocida.
Pero lo más curioso era la completa y total aversión que el Loco Max sentía por las llamadas telefónicas inesperadas. Oh, sí, Max detestaba el sonido del teléfono, así que trabajar en una oficina donde había unos mil teléfonos, más o menos, debía de ser motivo de crueles padecimientos para él. Y sonaban sin cesar desde el momento en que Max entraba en la oficina a las nueve en punto (por supuesto, nunca llegaba tarde) hasta el momento en que se marchaba, que era cuando le daba la puta gana de hacerlo.
Así las cosas, no es sorprendente que nuestra vida en ese diminuto apartamento de dos habitaciones en Queens a veces fuera bastante azarosa, en particular cuando el teléfono sonaba y, sobre todo, cuando la llamada era para él. Pero nunca lo atendía, aun cuando quisiera hacerlo, porque mi madre, santa Leah, se transformaba en corredora olímpica en el momento en que comenzaba a sonar. Se precipitaba sobre el aparato en una loca carrera, consciente de que cada timbrazo que consiguiera evitar haría más fáciles sus esfuerzos por tranquilizar a mi padre después del hecho.
Y, en las tristes ocasiones en que mi madre se veía obligada a pronunciar las terribles palabras «Max, es para ti», mi padre se levantaba lentamente de su sillón de la sala de estar, vestido con un par de calzoncillos blancos y nada más, y entraba en la cocina dando zancadas y barbotando:
—¡Ese-teléfono-hijo-de-puta-chupapollas-de-mierda! ¡Quién-puta-mierda-tiene-el-jodido-descaro-de-llamar-a-mi-puta-casa-en-la-puta-mierda-de-tarde-de-domingo…!
Pero cuando finalmente llegaba al teléfono, ocurría algo de lo más extraño: se transformaba como por arte de magia en su álter ego, sir Max, un refinado caballero de modales impecables y un acento que hedía a aristocracia británica. Me parecía curioso, dado que mi padre nació y se crio en las calles mugrosas del sur del Bronx y nunca estuvo en Inglaterra.
Aun así, sir Max le decía al teléfono:
—Hola, ¿en qué puedo ayudarlo? —mantenía los labios fruncidos y los carrillos ligeramente comprimidos, lo que realmente ayudaba a su acento aristocrático—. Oh, pues muy bien, ¡sí, eso estará más que bien! ¡De acuerdo, entonces! —Con esas palabras, sir Max colgaba el auricular y volvía a ser el Loco Max—: Ese-hijo-de-puta-chupapollas-de-mierda-que-tiene-el jodido-descaro-de-llamar-a-esta-puta-casa…
Pero a pesar de toda su locura, el Loco Max siempre era el sonriente entrenador de los equipos infantiles de béisbol en los que yo jugaba, y el Loco Max era el primer padre en despertarse los domingos por la mañana para jugar a la pelota con sus hijos. Era el que sostenía el asiento de mi bicicleta desde atrás y me empujaba por la senda de cemento que daba al edificio de apartamentos donde vivíamos, antes de echar a correr detrás de mí, y era el que iba a mi dormitorio por la noche y se quedaba conmigo, acariciándome el cabello cuando yo sufría de terrores nocturnos. Era el que nunca se perdía una representación teatral escolar, o una reunión de padres y maestros o un concierto o cualquier otra cosa, por cierto, en la que pudiera disfrutar de sus hijos y mostrarnos que nos quería.
Era un hombre complicado. Tenía una gran capacidad mental y ambicionaba el éxito, pero sus propias limitaciones emocionales lo llevaban al fracaso y a la humillación. Al fin y al cabo, ¿cómo podía un hombre así funcionar en el mundo corporativo? ¿Quién hubiera estado dispuesto a soportar su conducta? ¿Cuántos trabajos perdió por ella? ¿Cuántos ascensos? ¿Cuántas puertas se le cerraron gracias a su personalidad?
Pero todo eso cambió con Stratton Oakmont, un lugar donde el Loco Max podía descargar su furia con total impunidad. De hecho, la mejor manera en que un strattonita podía demostrar su lealtad era sufrir una bronca del Loco Max y aceptarla en silencio en aras del bien común, es decir: de vivir la Vida. De modo que, para los jóvenes strattonitas, que el Loco Max te cubriera de improperios o te rompiera la ventanilla del coche de un golpe de bate eran cosas que se exhibían con orgullo, un rito de iniciación.
En fin, que existían el Loco Max y sir Max, y la cuestión era ingeniárselas para hacer aparecer al segundo. Mi primer globo sonda fue una táctica hombre-a-hombre. Miré a Kenny y a Danny y dije:
—Muchachos, ¿me dais unos minutos para hablar a solas con mi padre?
¡Ninguno se opuso! Ambos se marcharon con tal prisa que, apenas mi padre y yo llegamos al sofá, ubicado a solo tres metros del escritorio, ya cerraban la puerta tras de sí. Mi padre se sentó, encendió otro cigarrillo y dio otra de sus enormes caladas. Me dejé caer a su derecha, me recliné y puse los pies sobre la mesa de vidrio que teníamos frente a nosotros.
Con una sonrisa triste, dije:
—Te juro por Dios, papá, que la espalda me está matando. No sabes lo que es. El dolor baja hasta la pierna izquierda. Es como para volverse loco.
El rostro de mi padre se suavizó de inmediato. Parecía que el globo sonda número uno levantaba el vuelo.
—¿Y qué dicen los médicos?
—Mmm… —No detecté ni un asomo de acento británico en sus palabras; aun así, que mi espalda me estaba matando era cierto, y no cabía duda de que estaba haciendo progresos con mi padre—. ¿Médicos? ¿Y qué cojones saben? La última cirugía no hizo más que empeorar las cosas. Y lo único que hacen es darme pastillas que me sientan mal y no atacan el maldito dolor. —Meneé un poco más la cabeza—. No importa, papá. No quiero preocuparte. Solo me estoy descargando. —Saqué los pies de encima de la mesa de vidrio, me repantigué y extendí los brazos sobre el respaldo—. Mira —le dije con suavidad—. Entiendo que te cueste entender todo este delirio, pero créeme si te digo que mi locura tiene un método, en particular a la hora de gastar. Es importante hacer que nuestra gente siga persiguiendo el sueño. Y es aún más importante mantenerlos cortos de fondos. —Indiqué la pared de vidrio con un gesto—. ¡Míralos! ¡Por mucho que ganen, hasta el último de ellos está endeudado! Se gastan hasta el último centavo en procurar emular mi forma de vida. Pero no pueden, porque no ganan lo suficiente. De modo que, incluso si ganan un millón al año, viven al día, a la espera de la próxima nómina. Dado el modo en que te criaste, te cuesta imaginarlo, pero es así.
»Como sea, mantenerlos cortos de dinero me hace más fácil controlarlos. Piénsalo: cada uno de ellos está endeudado hasta las orejas, pagan casas, barcos y toda la otra mierda, y si se pierden el siguiente salario, tendrán graves problemas. Es como tenerlos engrillados con cadenas de oro. La verdad es que podría pagarles mucho más. Pero no me necesitarían tanto. Y si les pagara demasiado poco, me odiarían. De modo que les pago lo justo para que me quieran, pero sin dejar de necesitarme. Y mientras me necesiten, me temerán.
Mi padre me miraba fijamente, pendiente de cada una de mis palabras.
—Algún día —señalé con el mentón la pared de vidrio— todo esto desaparecerá, y también la llamada lealtad. Y, cuando ello ocurra, sería bueno que tú no sepas nada de algunas de las cosas que ocurrieron aquí. Por eso me muestro evasivo a veces. No es que no confíe en ti, o que no te respete, o que no valore tu opinión. Todo lo contrario, papá. Te oculto cosas porque te quiero, y porque te admiro, y porque deseo protegerte de las consecuencias cuando las cosas comiencen a hacer agua.
Sir Max, en tono preocupado:
—¿Por qué hablas de esta manera? ¿Por qué tendría que hacer agua esto? ¿Las compañías que estás lanzando al mercado son legítimas, no?
—Sí. No tiene nada que ver con las compañías. Lo cierto es que no nos diferenciamos en nada de todos los otros que se dedican a esto. Pero somos más grandes y nos va mejor, lo que nos convierte en un blanco fácil. En cualquier caso, no te preocupes. Solo estoy permitiéndome un momento de pesimismo. Todo saldrá bien, papá.
En ese momento, la voz de Janet sonó en el intercomunicador:
—Lamento interrumpir, pero tienes una llamada en conferencia con Ike Sorkin y los otros abogados. Están en línea ahora mismo y ya han puesto en marcha el reloj que marca sus honorarios. ¿Quieres que aguarden o les pongo un nuevo horario?
¿Llamada en conferencia? ¡Yo no había pedido ninguna reunión telefónica! Entonces me di cuenta: ¡Janet me estaba rescatando! Miré a mi padre y me encogí de hombros, como si dijera: «¿Qué puedo hacer? ¡Debo atender esta llamada!».
Nos apresuramos a intercambiar abrazos y disculpas, y me comprometí a gastar menos de ahora en adelante, lo que ambos sabíamos era una mentira total. Pero, de todas maneras, mi padre había entrado hecho un león y se marchaba convertido en cordero. Y cuando la puerta se cerró a sus espaldas, hice una nota mental de darle algún dinero adicional a Janet para Navidad, a pesar de todo lo que me había hecho pasar esa mañana. Era buena. Más que buena.