6
Congelando a los reguladores
Menos de cinco minutos después, yo ya estaba sentado en mi oficina, detrás de un escritorio digno de un dictador, en un sillón del tamaño de un trono. Ladeé la cabeza antes de decir a los otros dos ocupantes de la habitación:
—A ver si he entendido bien: lo que queréis es traer un enano y lanzarlo de un lado a otro de la sala de negocios.
Asintieron al unísono.
Sentado frente a mí, en un sillón excesivamente mullido y tapizado en cuero color sangre de buey, estaba nada menos que Danny Porush. No parecía que sufriese ningún efecto negativo por su reciente ingesta del pez anaranjado, y procuraba convencerme de su última idea genial, que consistía en pagar cinco mil dólares a un enano para que viniese a ser lanzado por mis corredores en lo que sin duda sería el primer Torneo de Lanzamiento del Enano de Long Island. Y aunque la idea parecía extraña, yo no podía menos que sentir algún interés.
Danny se encogió de hombros.
—No es tan loco como parece. Digo, no es como si fuésemos a tirarlo de cualquier manera. Lo que imagino es esto: ponemos unas colchonetas en la parte delantera de la sala de negocios y les damos dos tiros cada uno a los cinco corredores que más acciones de Madden hayan vendido. Pintamos una diana en el extremo más alejado de la colchoneta y le ponemos un poco de velcro para que el pequeño hijo de puta quede pegado. También deberíamos seleccionar a algunas de las mejores asistentes de ventas para que alcen carteles indicadores, como lo hacen los jueces en las competiciones de salto. Pueden otorgar puntos basándose en el estilo de lanzamiento, distancia, grado de dificultad, toda esa mierda.
Meneé la cabeza, incrédulo.
—¿Y de dónde vas a sacar un enano de un momento para otro? —Miré a Andy Greene, el tercer ocupante de la habitación—. ¿Qué opinas de este asunto? Eres el abogado de la empresa, debes de tener algo que decir, ¿no?
Andy asintió con expresión prudente, como si estuviese ponderando la respuesta legal apropiada. Era un viejo amigo, recién ascendido a jefe del departamento de finanzas corporativas de Stratton. La tarea de Andy era estudiar las docenas de propuestas de negocios que Stratton recibía a diario y decidir cuáles, si las había, eran dignas de serme transmitidas. En esencia, el departamento de finanzas corporativas era como una planta manufacturera que produjera bienes de consumo bajo la forma de nuevas emisiones públicas de acciones y títulos, o nuevas ofertas, como se las llamaba en Wall Street.
Andy vestía el típico uniforme de Stratton, un inmaculado traje de Gilberto, camisa blanca, corbata de seda y, en su caso, el peor peluquín del lado occidental del Telón de Acero. En ese preciso instante parecía que alguien hubiese puesto sobre su cráneo judío en forma de huevo la cola sarnosa de un burro, cubriéndola de pegamento y depositando un cuenco para cereal invertido. Daba la impresión de que, después, habían colocado sobre el cuenco una bandeja con diez kilos de uranio empobrecido y la habían dejado reposar allí durante un rato. Ese era el motivo por el cual el apodo oficial de Andy en Stratton era «Choza».
—Bueno —dijo Choza—, en lo que hace a seguros, si el enano firma una renuncia a cualquier reclamación, además de alguna clase de acuerdo que explicite que no nos hacemos cargo de ningún posible daño, quedaremos a cubierto de toda acción legal si se rompe el cuello. Pero debemos tomar todas las precauciones razonables que se puedan, como, evidentemente, lo exige la situación desde el punto de vista legal…
¡Por Dios! ¡Yo no quería un puto análisis legal de todo ese cuento del lanzamiento de enanos! ¡Solo quería saber si Choza consideraba que sería bueno para la moral de los corredores! De modo que dejé de prestarle atención y fijé la vista en los números y letras trazados con puntos verdes que surcaban los monitores ubicados a ambos lados de mi escritorio, y en el otro adosado a la pared de vidrio que daba a la sala de negocios.
Choza y yo nos conocíamos desde la escuela primaria. Por entonces, él tenía la más espectacular cabellera rubia que pueda imaginarse, suave como barbas de maíz. Pero, ay, cuando llegó su cumpleaños número diecisiete, esa maravillosa cabellera ya era un lejano recuerdo, y apenas si le alcanzaba para taparse la calva, distribuyéndola con el peine.
Ante la cruel perspectiva de quedarse con el cráneo mondo y lirondo antes de haber terminado la secundaria, Andy decidió encerrarse en el sótano de su casa, fumarse cinco mil porros de hierba mexicana barata, jugar a videojuegos, comer pizza Ellio’s congelada para el desayuno, el almuerzo y la cena, y esperar a que la puta madre naturaleza completara la cruel broma que le estaba jugando.
Emergió tres años más tarde convertido en un vulgar judío de cincuenta años de edad, con unas pocas crines, una prodigiosa barriga y una nueva personalidad, mezcla del aburrido Igor, de Winnie Pooh, y Henny Penny, el que creía que el cielo estaba por desplomarse sobre su cabeza. A todo esto, Andy se las compuso para que lo pescaran haciendo trampas en sus exámenes de graduación, lo que lo obligó a exiliarse al pueblucho de Fredonia, en el norte del estado de Nueva York, donde los estudiantes se mueren de frío en verano en su universidad estatal. Logró sortear las rigurosas exigencias académicas de tan excelente institución y, al cabo de cinco años y medio, se graduó, sin adquirir ni una gota de conocimiento en el proceso, pero, eso sí, más feo que nunca. Desde allí logró de alguna manera entrar en una supuesta facultad de Derecho del sur de California, donde se ganó un diploma que tenía tanto peso legal como si hubiera venido de regalo en una caja de chocolatinas.
Pero en la firma de inversiones financieras Stratton Oakmont se premiaban las relaciones personales; eso y la lealtad. De modo que cuando a Andrew Todd Greene, alias Choza, le llegaron noticias del éxito del que gozaba su amigo de la infancia, me buscó, me juró lealtad imperecedera y se subió al tren. Eso había ocurrido hacía más de un año. A partir de ese momento, y siguiendo las costumbres de Stratton, socavó, traicionó y manipuló a todo el que se interpusiese en su camino hasta lograr ubicarse en lo más alto de la cadena alimentaria de la empresa.
Lo estaba entrenando, pues aún no tenía experiencia en las sutilezas de las finanzas corporativas al estilo Stratton, es decir, en identificar compañías nuevas con potencial para el crecimiento y tan desesperadas por dinero que estuviesen dispuestas a venderme una porción considerable de sus acciones a cambio de que las financiara. Y, dado que el diploma de abogado de Choza no era digno de ser empleado siquiera para limpiarle el culo a mi perfecta hijita, empezó con un miserable salario de quinientos mil dólares al año.
—¿Estás de acuerdo con eso?
De pronto, me di cuenta de que me estaba haciendo una pregunta, pero lo cierto es que, más allá de saber que estaba relacionado con el lanzamiento del enano, no tenía ni la más puta idea de qué me hablaba. De modo que lo ignoré y, volviéndome hacia Danny, le pregunté:
—¿De dónde vas a sacar un enano?
Se encogió de hombros.
—No estoy muy seguro, pero, si me das luz verde, lo primero que haré será telefonear al circo de los hermanos Ringling.
—O podríamos probar con la Federación Internacional de Lucha —añadió mi leal abogado.
¡Por Dios!, pensé. ¡Estaba rodeado de más locos que los que hay en un manicomio!
Respiré hondo y dije:
—Mirad, andar jodiendo con enanos no es broma. En relación con su peso, son más fuertes que los osos grises y, a decir verdad, me dan mucho miedo. De modo que, antes de aprobar esto del lanzamiento de enanos, es importante hacerse con un experto en animales salvajes que sepa cómo contener a la criaturilla si se descontrola. Además, deberíamos tener algunos dardos tranquilizantes, unas esposas, gas lacrimógeno…
—Un chaleco de fuerza —intervino Choza.
—Una picana eléctrica —añadió Danny.
—Exactamente —asentí, con una risita—. Y consigamos un par de ampollas de bromuro, para estar prevenidos. No vaya a ser que al pequeño hijo de puta se le ponga dura y empiece a perseguir a las asistentes de ventas. Esos hombrecillos son lujuriosos y follan como conejos.
Los tres nos retorcimos de risa. Dije:
—Ahora en serio, si esto se filtra a la prensa, pasaremos un mal rato.
Danny se encogió de hombros.
—No sé. Podemos darle un sesgo positivo a toda la cuestión. Digo, ¿cuántas oportunidades laborales hay para los enanos? Sería una manera de repartir con los que menos tienen. —Volvió a encogerse de hombros—. En cualquier caso, a nadie le importará una mierda.
Tenía razón en eso. Lo cierto era que, a estas alturas, a nadie le importaba lo que dijeran los periódicos. Los artículos siempre tenían el mismo sesgo negativo: que los strattonitas eran unos salvajes bandoleros y que los encabezaba yo, un precoz y joven banquero que había creado en Long Island un universo propio donde las reglas normales de comportamiento no se aplicaban. Para la prensa, Stratton y yo estábamos tan inexorablemente ligados como unos siameses. Incluso cuando doné dinero a una fundación para menores víctimas de abusos, se las compusieron para desaprobarlo, escribiendo un único párrafo sobre mi donación y tres o cuatro páginas sobre todo lo demás.
El ataque de la prensa había comenzado en 1991 cuando una insolente reportera de la revista Forbes, Roula Khalaf, me tildó de «versión pervertida de Robin Hood, que les roba a los ricos para darse a sí mismo y a su alegre banda de corredores de Bolsa». Lo cierto era que su razonamiento era digno de encomio. Y por supuesto que, al principio, quedé un poco cortado hasta que llegué a la conclusión de que el artículo era, en realidad, elogioso. A fin de cuentas, ¿a cuántas personas de veintiocho años les dedica Forbes una investigación? ¡Y no se podía negar que la comparación con Robin Hood realzaba mi naturaleza generosa! Como consecuencia del artículo, nuevas hileras de aspirantes se alinearon ante mi puerta.
Sí, porque lo más gracioso del caso era que, a pesar de que trabajaban para un tipo que había sido acusado de todo, menos del secuestro del bebé de Lindbergh, los strattonitas estaban de lo más orgullosos de hacerlo. Recorrían la sala de negocios vitoreando: «¡Somos tu alegre banda! ¡Somos tu alegre banda!». Algunos acudieron a la oficina luciendo leotardos; otros se ponían graciosas boinas en airosos ángulos. A alguien se le ocurrió la idea de desflorar a una virgen ¡solo porque parecía un concepto de lo más medieval! Pero tras una concienzuda pesquisa, fue imposible dar con una, al menos en nuestra sala de negocios.
Así que Danny tenía razón. A nadie le importaba lo que dijesen los periódicos. Pero ¿lanzamiento de enano? Yo no tenía tiempo para eso en ese momento. Aún me quedaban cosas importantes que resolver respecto del aval de las acciones de Steve Madden, además de lidiar con mi padre, que me amenazaba con una pila de cuentas de American Express por valor de medio millón en una mano y, sin duda, una taza de Stoli helado en la otra.
—¿Por qué no rastreas a Madden y le das unas palabras de aliento o algo así? Dile que sea breve y que no se vaya a ir por la tangente hablando de lo mucho que adora los zapatos de mujer. Podrían lincharlo.
—Dalo por hecho —dijo Choza, levantándose—. El Zapatero no hablará de zapatos.
Antes de que hubiera terminado de salir, Danny ya estaba criticando su peluquín.
—¿Qué mierda es esa peluca barata que lleva? —murmuró—. Parece una puta ardilla muerta.
Me encogí de hombros.
—Creo que es una Club del Cabello, especial para caballero. Tal vez solo necesite mandarla a la tintorería. Como sea, pongámonos serios durante un segundo: seguimos con el mismo problema de antes en esto de Madden, y se nos acaba el tiempo.
—¿Pero Nasdaq, el mercado de acciones electrónico, no iba a poner los títulos en su lista? —preguntó Danny.
Negué con la cabeza.
—Sí, pero solo nos permiten quedarnos con el cinco por ciento de las acciones; nada más. Deberemos transferirle el resto a Steve antes del lanzamiento. Y ello significa que tenemos que confiar en que actúe como debe después de que la compañía se haga pública. —Apreté los labios y meneé lentamente la cabeza—. No sé, Dan, intuyo que está jugando su propia partida de ajedrez. No estoy seguro de que vaya a comportarse como corresponde si las cosas se ponen feas.
—Puedes confiar en él, JB. Es ciento por ciento leal. Lo conozco de toda la vida y créeme, conoce el código de la omertá como ninguno. —Danny se llevó pulgar e índice a la boca y se la cerró de un pellizco, como si dijera: «¡Mantendrá la boca bien cerrada!», que es exactamente el sentido del término mafioso omertá: silencio—. Con todo lo que hiciste por él, no te va a joder. Steve no es tonto. Está ganando mucho dinero haciendo de ratonera para mí. No se arriesgará a perderlo.
«Ratonera» era la palabra que usábamos en Stratton para referirnos a un testaferro, una persona que poseía acciones en papel, pero sin ser más que una fachada. No había nada inherentemente ilegal en esa función, siempre y cuando se pagaran los impuestos del caso y el acuerdo con el testaferro no violara las leyes financieras. De hecho, el empleo de testaferros era habitual en Wall Street, donde los grandes jugadores los usaban para comprar acciones de una compañía sin alertar a la competencia. Y, mientras uno no adquiriera más del cinco por ciento de una empresa —si se sobrepasaba ese porcentaje había que presentar un formulario 13D explicitando cuántas acciones tenía y cuáles eran sus intenciones—, todo era perfectamente legal.
Pero la manera en que empleábamos testaferros para comprar grandes cantidades de los flamantes títulos de Stratton violaba tantas leyes, que la SEC, el organismo que regula los mercados financieros estadounidenses, estaba abocada a inventar otras nuevas para detenernos. El problema era que las leyes por entonces vigentes tenían más agujeros que un queso suizo. Claro que no éramos los únicos que nos aprovechábamos de eso en Wall Street; el hecho es que todos lo hacían. Pero nosotros le poníamos un poco más de entusiasmo. Y también de osadía.
Le dije a Danny:
—Entiendo que es tu ratonera, pero confiarle dinero a la gente es menos fácil de lo que parece. Créeme. Llevo haciéndolo más tiempo que tú. Se trata más bien de administrar las expectativas de futuro de tu ratonera que de cuánto le hiciste ganar en el pasado. La ganancia de ayer es agua pasada y, si de algo sirve, es para poner al beneficiado en tu contra. A la gente no le gusta sentirse en deuda, menos aún si es con un amigo. Y al cabo de un tiempo, las ratoneras terminan por resentirse. Ya perdí algunos amigos así. También te ocurrirá a ti, solo es cuestión de tiempo. Lo que te estoy tratando de decir es que las amistades compradas con dinero no duran mucho, y lo mismo puede decirse de la lealtad. Por eso los viejos amigos, como Choza y como tú, no tienen precio. La lealtad no se compra, ¿me entiendes?
Danny asintió con la cabeza.
—Sí, y lealtad mutua es lo que Steve y yo tenemos.
Asentí con tristeza.
—No me interpretes mal. No trato de quitarle méritos a tu relación con Steve. Pero estamos hablando de por lo menos ocho millones. Según como le vaya a la empresa, esa suma puede llegar a duplicarse. —Me encogí de hombros—. ¿Quién sabe qué ocurrirá? No tengo una bola de cristal en el bolsillo, aunque sí seis qualuuds, que repartiré de buena gana contigo cuando cierre la ronda de hoy. —Alcé tres veces las cejas en rápida sucesión.
Danny sonrió y alzó el pulgar.
—¡A sus órdenes, capitán!
Asentí con la cabeza.
—Bien. En serio, tengo un buen presentimiento con todo esto. Creo que nuestra empresa se enfrenta a la posibilidad de que esos títulos sean realmente muy jugosos. De ser así, tendremos dos millones de acciones. Así que, haz las cuentas, compañero: a cien dólares la acción, son doscientos millones de dólares. Y sumas como esa pueden hacen que cualquier persona, no solo Steve Madden, se comporte de manera extraña.
Danny asintió y dijo:
—Entiendo lo que dices, y sé que eres el maestro en estas cuestiones. Pero insisto, Steve es leal. El único problema será cómo conseguir que nos transfiera semejantes sumas. Como están las cosas, ya es lento para pagar.
Tenía razón. Uno de los problemas de las ratoneras era lograr hacerse del efectivo que recibían sin hacer sonar las alarmas. Era más fácil de decir que de hacer, en particular cuando se trataba de millones.
—Hay modos —dije, confiado—. Podemos justificar una parte con un contrato por consultoría, pero si las cifras llegan a las decenas de millones, tendremos que evaluar la posibilidad de hacer algo con nuestras cuentas suizas. Pero preferiría mantener eso tan al margen como fuera posible. En cualquier caso, tenemos pendientes cosas más importantes que Zapatos Steve Madden, por ejemplo las quince compañías que tenemos preparadas para hacer operaciones como esa. Y si bien es cierto que me cuesta confiar en Steve, la verdad es que apenas si conozco a los otros tipos.
Danny dijo:
—Solo dime qué quieres que haga con Steve y lo haré. Pero, una vez más, te digo que no debes preocuparte por él. Es quien más alaba tus logros.
Yo era muy consciente, tal vez demasiado, de cómo alababa Steve mis logros. El hecho era que había realizado una inversión en su empresa a cambio de quedarme con el 85 por ciento de ella, de modo que, en realidad, ¿qué me debía? Como no fuese una reencarnación de Mahatma Ghandi, tenía que estar al menos un poco resentido por el hecho de que yo me apoderara de un porcentaje tan grande de una empresa que llevaba su nombre.
Otras cosas de Steve también me preocupaban, cosas que no podía compartir con Danny; Steve me había sugerido con sutileza que prefería tratar conmigo de forma directa, no a través de Danny. Y el hecho era que, a pesar de que no cabía duda de que lo que Steve quería era causarme una buena impresión, su estrategia no podía haber sido más errada. Lo que demostraba que Steve era astuto e intrigante y, aún más importante, que iba en busca de un Negocio Mayor y Mejor. Si en algún momento daba con ese Negocio Mayor y Mejor, se consideraría relevado de todo compromiso.
En este momento, Steve me necesitaba. Pero no porque Stratton le hubiese aportado siete millones de dólares ni porque hubiera ganado tres millones como ratonera de Danny. Eso era cosa del pasado. De ahí que, para controlar a Steve, yo debía tener la capacidad de manejar el precio de sus acciones una vez que salieran al mercado. Dado que Stratton sería su principal operador, prácticamente todas las compras y ventas tendrían lugar entre las cuatro paredes de nuestra sala de negocios, lo que me daría ocasión de hacer subir y bajar el precio de los títulos como mejor me pareciera. Así, si Steve no se comportaba como debía, yo podía hundir el precio de sus acciones hasta reducirlo a meros céntimos.
De hecho, precisamente esa era la espada de Damocles que pendía sobre los clientes del sector de inversiones bancarias de Stratton Oakmont. Y yo la empleaba para asegurarme de que se mantuvieran leales a la causa de Stratton, lo que implicaba que emitieran para mí acciones por debajo de su valor de mercado, de modo que yo, recurriendo al poder de mi sala de negocios, pudiese venderlas y obtener inmensas ganancias.
Claro que yo no era el inventor de ese astuto juego de extorsión financiera. El hecho era que las más prestigiosas firmas de Wall Street, como Merrill Lynch, Morgan Stanley, Dean Witter, Salomon Brothers, y docenas de otras, lo hacían, y a ninguna de ellas le temblaba el pulso a la hora de castigar a una compañía valorada en miles de millones si intentaba no seguirles el juego.
No dejaba de tener su gracia, pensé, cómo las mejores y supuestamente más respetables instituciones financieras habían alterado el mercado de bonos del Tesoro (Salomon Brothers), llevado a la bancarrota al condado de Orange, California (Merrill Lynch) y despojado a abuelitos y abuelitas por un valor total de trescientos millones de dólares (Prudential-Bache). Pero, aun así, seguían haciendo negocios, protegidos por su paraguas WASP.
Pero en Stratton Oakmont, donde nos dedicábamos a la inversión financiera de pequeños capitalistas o, según el término de la prensa, las acciones de a centavo, no gozábamos de tal protección. Sin embargo, lo cierto era que nuestras últimas emisiones estaban valoradas entre cuatro y diez dólares la acción, de modo que mal podía decirse que fuesen acciones de a centavo.
Esta diferencia era lo que, para nuestra gran aflicción, nuestros reguladores se resistían a comprender. Esa era la razón por la cual los payasos de la SEC, en particular los dos que en esos momentos acampaban en mi sala de reuniones, no conseguían progresar en el pleito de veintidós millones de dólares que habían iniciado contra mí. En esencia, la SEC había planteado su reclamación como si Stratton fuese una firma de las que tratan con acciones de a centavo, mientras que la simple realidad era que mi empresa distaba mucho de siquiera parecerse a estas.
Es bien sabido que las empresas que tratan en acciones de a centavo son entes muy descentralizados, con docenas de pequeñas oficinas repartidas por todo el país. Pero Stratton solo tenía una oficina, lo que hizo más fácil controlar el pesimismo que hubiera podido cundir entre nuestros vendedores cuando la SEC nos inició un juicio. Por lo general, ello bastaba para que una firma de las que tratan en acciones de a centavo cerrara. Y esas firmas solían centrarse en inversores poco sofisticados, dueños de un capital mínimo, convenciéndolos de que especularan con un máximo de dos mil dólares. En cambio, Stratton buscaba a los inversores más ricos del país, convenciéndolos de que especularan con millones. En consecuencia, la SEC no podía hacer su habitual acusación y decir que los clientes de Stratton corrían el riesgo de perderlo todo al invertir en acciones especulativas.
Pero nada de eso se le ocurrió a la SEC antes de iniciar su pleito. En cambio, dieron por sentado, equivocadamente, que la mala prensa bastaría para obligar a Stratton a cerrar. Sin embargo, al tener solo una oficina que controlar, fue fácil mantener la motivación de la tropa, y ni un solo empleado nos abandonó. A la SEC solo se le ocurrió revisar los formularios de nuevos clientes de Stratton después de iniciado el juicio. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que todos los clientes de la firma eran millonarios.
Lo que yo había hecho era poner al descubierto un sospechoso terreno intermedio. Me refiero a vender títulos de cinco dólares al uno por ciento a los estadounidenses verdaderamente ricos, en lugar de vender acciones de a centavo (así se las llama cuando cuestan menos de un dólar) al restante noventa y nueve por ciento de la población, que apenas si tenía —si es que tenía— bienes a su nombre. Había una firma en Wall Street, DH Blair, que llevaba más de veinte años coqueteando con esa idea, pero sin terminar de dar en el clavo con la forma de implementarla. A pesar de ello, su propietario, el judío J. Morton Davies, había hecho una jodida fortuna en el proceso, convirtiéndose en una leyenda de Wall Street.
Yo sí había dado en el clavo y, por pura suerte, lo hice en el momento justo. El mercado de acciones se comenzaba a recuperar del gran derrumbe de octubre, y el capitalismo caótico seguía siendo el rey indiscutido. El Nasdaq era aceptado y ya no era más el niñito adoptivo pelirrojo de la Bolsa de Valores de Nueva York. Ordenadores veloces como el rayo aparecían en todos los escritorios. Enviaban unos y ceros de costa a costa en un instante, eliminando así la necesidad de estar físicamente establecido en Wall Street. Era una época de cambios y trastornos. Y, mientras el volumen del Nasdaq crecía a pasos agigantados, yo me embarcaba en un programa de entrenamiento de tres horas al día para mis jóvenes strattonitas. Stratton Oakmont nació de entre las ruinas humeantes del gran derrumbe. Y, antes de que los reguladores tuviesen idea de qué estaba ocurriendo, estalló sobre todo el país con la potencia de una bomba atómica.
En ese momento, una interesante idea me acudió a la mente. Le pregunté a Danny:
—¿Qué dicen hoy esos idiotas de la SEC?
—Nada importante —repuso—. Se han mantenido más bien callados. Hablan más que nada de los coches que hay en el estacionamiento, la mierda habitual. —Se encogió de hombros—. ¡Te digo que estos tipos no tienen ni la más puta idea! No saben que estamos a punto de hacer una gran operación hoy mismo. Siguen mirando los registros de 1991…
—Mmm… —dije, frotándome el mentón pensativo. La respuesta de Danny no me sorprendió. Al fin y al cabo, hacía más de un mes que yo tenía micrófonos ocultos instalados en mi sala de reuniones. Con ellos, recogía a diario información confidencial sobre la SEC. Y una de las primeras cosas que ello me enseñó sobre los reguladores del mercado financiero (más allá del hecho de que carecían de toda personalidad) fue que una mano no tenía ni la más remota idea de lo que hacía la otra. Mientras que los payasos de la SEC de Washington D.C. habían aprobado la oferta pública inicial de Steve Madden, los payasos de la SEC de Nueva York que tenía instalados en mi sala de reuniones no tenían ni idea de qué estaba a punto de suceder.
—¿Qué temperatura hace allí? —pregunté con gran interés.
—Diría que anda por los trece grados. Aún tienen puestas las chaquetas.
—¡Carajo, Danny! ¿Por qué mierda hace tanto calor? ¡Ya te lo dije! ¡Quiero que pasen tanto frío que quieran regresar a Manhattan! ¿Qué mierda tengo que hacer? ¿Llamar a una empresa de refrigeración para que haga las cosas? Danny, quiero que se les forme escarcha en las putas narices. ¿Qué parte es la que no entiendes?
Danny sonrió.
—Escucha, JB: podemos maltratarlos con frío o con calor. Podría instalar uno de esos calentadores en el techo y la habitación se caldeará tanto que necesitarán pastillas de sal para mantenerse con vida. Pero si hacemos que estén demasiado incómodos, tal vez se marchen, y si lo hacen ya no podremos espiarlos.
Respiré hondo y exhalé con lentitud. Danny tenía razón. Sonreí y dije:
—Bueno, a la mierda con eso. Dejemos que esos hijos de puta se mueran de viejos. Pero sí quiero que hagas esto con Madden: que firme un papel que establezca que las acciones son nuestras, sea cual sea el precio que alcancen e independientemente de lo que diga en el prospecto. Y quiero que deposite los certificados de acciones en la cuenta de un tercero, así podemos controlarlas. Que Choza sea ese tercero. Y nadie tiene que saber de eso. Será entre amigos; omertá, compañero. Quiero que, si Steve tiene intención de jodernos, no tenga cómo hacerlo.
Danny asintió.
—Haré lo que dices, pero no veo de qué nos puede servir. Si tratamos de infringir nuestro acuerdo, tendremos tantos problemas como él. Hay diecisiete mil maneras distintas en las que… —a pesar de que habíamos hecho verificar que no hubiera micrófonos ocultos, Danny formó con los labios, sin pronunciarlas, las palabras «estamos violando la ley»— si usamos a Steve como ratonera para todas esas acciones.
Alcé la mano y dije, con una amable sonrisa:
—Eh, eh, eh. ¡Tranquilo! Para empezar, hice verificar que no hubiese micrófonos hace treinta minutos, de modo que, si los pusieron en ese lapso, merecemos que nos descubran. Y no estamos violando diecisiete mil leyes; son, tal vez, tres o cuatro, a lo sumo cinco. Pero no hay motivo para que nadie lo sepa. —Me encogí de hombros antes de adoptar un tono escandalizado—: ¡Me sorprendes, Dan! Un acuerdo firmado nos sería de mucha ayuda, aun si no podemos usarlo. Es un poderoso argumento para que no se le vaya a ocurrir jodernos.
En ese preciso instante, la voz de Janet sonó en el intercomunicador:
—Tu padre viene hacia aquí.
Le respondí con sequedad:
—¡Dile que estoy en una reunión, maldita sea!
Janet repuso en el mismo tono:
—¡Vete a la mierda! ¡Díselo tú! ¡Yo no pienso hacerlo!
¡Cuánta insolencia! ¡Vaya impertinencia! Se produjo un breve silencio. Entonces, gemí:
—¡Oh, vamos, Janet! ¿No puedes decirle que estoy en una reunión importante, o en una conferencia telefónica o algo, por favor?
—No y no —respondió con voz inexpresiva.
—¡Gracias, como asistente eres una perla! Recuérdamelo por favor de aquí a dos semanas, cuando sea el momento de cobrar tu adicional de Navidad, ¿de acuerdo?
Hice una pausa para oír su respuesta. Nada. Jodido silencio total. ¡Increíble! Insistí.
—¿A qué distancia está?
—A unos cincuenta metros, y avanza a toda velocidad. Desde aquí se le ven las venas hinchadas en la cabeza y fuma al menos uno, posiblemente dos, cigarrillos. Juro por Dios que parece un dragón que respira fuego.
—Gracias por el aliento, Janet. ¿No puedes, al menos, distraerlo? Quizás hacer sonar una alarma de incendio o algo así. Yo… —En ese momento, Danny comenzó a levantarse de su asiento, como si se dispusiera a abandonar mi despacho—. Y tú, ¿dónde mierda crees que vas, compañerito, eh? —Señalé una y otra vez el mullido sillón con mi índice—. Siéntate de una puta vez y quédate tranquilo un rato. —Volví la cabeza en dirección al negro intercomunicador—: Solo un segundo, Janet, no te vayas. —Dirigí mi atención a Danny—: Te diré una cosa, amiguito. Al menos cincuenta o sesenta mil de esa cuenta de Am Ex los gastaste tú, así que quédate a recibir tu porción de insultos. Además, el número nos da alguna fuerza. —Una vez más, me dirigí al intercomunicador—: Janet, dile a Kenny que lo quiero en mi oficina ya mismo. También él debe lidiar con esta mierda. Y ábreme la puerta. Necesito algo de ruido aquí.
Mi otro socio, Kenny Greene, no pertenecía a la misma cepa que Danny. De hecho, no podía haber dos personas más distintas. Danny era el más inteligente y, por increíble que parezca, era, de lejos, el más refinado. Pero Kenny era más ambicioso. Lo impulsaba un insaciable apetito de conocimiento y sabiduría, dos atributos de los que carecía por completo. Sí, Kenny era medio bobo. Era triste, pero cierto. Y tenía un talento increíble para decir las burradas más grandes en las reuniones de negocios, en particular cuando eran importantes. De hecho, yo ya no le permitía asistir a ellas. Era un hecho que Danny disfrutaba más de lo que pueda concebirse, y rara vez dejaba pasar la oportunidad de recordarme las muchas deficiencias de Kenny. Así que yo tenía a Kenny Greene y Andy Greene. No eran parientes. Al parecer, me tocaba estar rodeado de Greenes.
La puerta se abrió y un poderoso rugido inundó mi despacho. Ahí afuera se había desatado una jodida tormenta de codicia, y yo amaba hasta su última gota. El poderoso rugido… Sí, era la más poderosa de las drogas. Más fuerte que la furia de mi esposa. Más fuerte que mi dolor de espalda. Y más fuerte que los payasos de las regulaciones que tiritaban en mi sala de reuniones.
Y más fuerte, incluso, que la locura de mi padre, quien, en ese momento, se disponía a emitir un poderoso rugido propio.