5

La droga más poderosa

La firma de inversiones financieras Stratton Oakmont ocupaba la primera planta de un gran edificio de oficinas que se alzaba cuatro pisos por encima del terreno de un antiguo pantano de Long Island. De hecho, no era tan malo como podría parecer. La mayor parte del viejo pantano había sido rellenada en la década de 1980, y allí se erigía un complejo de oficinas de primera, con un enorme estacionamiento exterior y otro subterráneo, de tres niveles, donde los empleados de Stratton iban a la hora de tomar café y disfrutaban de los servicios de un feliz escuadrón de prostitutas.

Cuando nos detuvimos frente al edificio, sentí, como todos los días, que el orgullo me embargaba. El cristal espejado negro relumbraba a la luz de la mañana, recordándome lo lejos que había llegado en los últimos cinco años. Era difícil imaginar que Stratton había surgido en ese lugar, hasta entonces un taller de electricidad de una agencia de ventas de coches usados. Y ahora… ¡eso!

En el lado occidental del edificio había una majestuosa senda de entrada destinada a deslumbrar a todos los que la recorrieran. Pero ningún empleado de Stratton la usaba. Obligaba a recorrer un camino más largo, y el tiempo, al fin y al cabo, es dinero. Así que todos, yo incluido, usaban una rampa de concreto ubicada en el lado sur, que llevaba directamente a la sala de negocios.

Bajé de la limusina, me despedí de George (que asintió con la cabeza sin decir palabra) y subí por la rampa. Al cruzar las puertas de acero oí los primeros ecos del poderoso rugido, que parecía el de una multitud. Era música para mis oídos. Me dirigí directamente hacia allí, entusiasmado.

Doce pasos, la vuelta a un ángulo y ahí estaba: la sala de negocios de Stratton Oakmont. Era un recinto inmenso, más largo que un campo de fútbol y casi la mitad de ancho. Un espacio abierto, sin divisiones, de techo muy bajo. Entre hileras de escritorios de color arce, muy cerca el uno del otro y dispuestos como en un aula, inmaculadas camisas blancas se movían furiosamente de un lado a otro. Los corredores de Bolsa se habían quitado las chaquetas y gritaban en los teléfonos negros, lo que producía el rugido. Era el sonido que provocaban jóvenes bien educados mientras procuraban convencer a dueños de empresas de todo Estados Unidos de que invirtiesen sus ganancias en Stratton Oakmont.

—¡Por Dios, recógete las faldas, agárrate las pelotas y decídete de una puta vez! —vociferaba Bobby Koch, un regordete irlandés de veintidós años con un diploma de la escuela secundaria, una galopante adicción a la cocaína e ingresos anuales de un millón doscientos mil dólares, después de descontar los impuestos. Atormentaba a un empresario llamado Bill que vivía en algún lugar del corazón de Estados Unidos. En cada escritorio había un ordenador gris, en cuyos monitores centelleaban números y letras trazados por diodos verdes, que les transmitían los valores de las acciones en tiempo real a los empleados de Stratton. Pero era raro que alguno de ellos los mirara. Estaban demasiado ocupados en sudar profusamente y chillar por unos teléfonos que hacían pensar en gigantescas berenjenas que les brotaban de las orejas.

—¡Necesito que tomes una decisión, Bill! ¡Que la tomes ya mismo! —regañaba Bobby—. ¡Steve Madden es lo más caliente que tiene Wall Street, y no hay nada a lo que darle más vueltas! ¡Esta tarde ya será un jodido dinosaurio!

Dos semanas atrás, Bobby había salido de la clínica Hazelden y ya había recaído. Sus ojos parecían estar a punto de saltar de su grueso cráneo irlandés. Se podía percibir, literalmente, cómo los cristales de cocaína brotaban de sus glándulas sudoríparas. Eran las nueve y media de la mañana.

Un joven corredor con el cabello peinado hacia atrás, mandíbula cuadrada y un cuello del tamaño de Rhode Island, estaba agazapado, explicándole a un cliente los pros y los contras de incluir a su esposa en el proceso de toma de decisiones.

—¿Qué? ¿Consultar con tu esposa? ¿Qué te pasa, te has vuelto loco? —Solo tenía una vaga conciencia de que su marcado acento neoyorquino era apenas comprensible—. ¿Crees que tu mujer consulta contigo cada vez que se compra un par de zapatos?

A tres escritorios de distancia, otro joven strattonita, de cabello negro rizado y un virulento caso de acné juvenil, estaba de pie, derecho como una estaca, con el auricular del teléfono encajado entre mejilla y clavícula. Tenía los brazos extendidos como las alas de un avión y se veían gigantescas manchas de sudor en sus axilas. Mientras vociferaba en el auricular, Anthony Gilberto, el sastre de la empresa, le tomaba las medidas para un traje. Gilberto se pasaba el día yendo de un escritorio a otro, tomando las medidas a mis corredores para hacerles trajes de dos mil dólares. En ese preciso instante, el joven echaba la cabeza hacia atrás tanto como le era posible, estirando al mismo tiempo los brazos al máximo, como si estuviese a punto de saltar de un trampolín de diez metros de alto. Dijo, en el tono que se emplea cuando uno ya ha perdido del todo la paciencia:

—Por el amor de Dios, señor Kilgore, ¿me hace usted el favor de comprar diez mil acciones? Me está matando… realmente me está matando. Me obligará a ir a Texas a retorcerle el brazo, ¡y lo haré, si hace falta!

¡Cuánta dedicación!, pensé. El joven de cara picara vendía acciones mientras le tomaban las medidas. Mi oficina quedaba al otro extremo de la sala de negocios y, mientras me abría paso por entre ese agitado mar humano, me sentía Moisés con botas de vaquero. Los corredores me iban abriendo paso a medida que avanzaba. Cada uno me dedicaba un guiño o una sonrisa como modo de mostrarme su agradecimiento por ese pequeño cielo en la tierra que había creado para ellos. Sí, eran mi gente. Acudían a mí en busca de esperanza, amor, consejo y orientación, y yo estaba diez veces más loco que todos ellos juntos. Pero todos compartíamos una cosa: nuestro imperecedero amor por ese poderoso rugido. De hecho, lo adorábamos:

—¡Atiende el puto teléfono! —gritó una asistente de ventas menuda y rubia.

—¡Atiéndelo tú! ¡Es tu puto trabajo!

—¡Solo por esta vez!

—… veinte mil a ocho y medio…

—… compra cien mil acciones…

—¡Esos títulos están sobrepasando todas las expectativas!

—¡Por el amor de Dios, Steve Madden es el mejor negocio de Wall Street!

—¡A la mierda con Merrill Lynch! Nos comemos a esas cucarachas en el desayuno.

—¿Tu corredor local? ¡Que se vaya a la mierda! ¡Debe de estar ocupado leyendo el Wall Street Journal de ayer!

—… tengo veinte mil títulos B a cuatro…

—¡Que se jodan, son una mierda!

—¡Bueno, jódete tú también con el puto Volkswagen en el que llegaste aquí!

¡Que se joda esto y que se joda lo otro! ¡A la mierda con eso y con lo de más allá! El idioma de Wall Street. Era la esencia del poderoso rugido, y se oía por encima de todo. Era embriagador. ¡Seductor! ¡Jodidamente liberador! ¡Te ayudaba a obtener metas con las que nunca habías soñado! Y nos arrastraba a todos, en particular a mí.

De las mil personas que ocupaban la sala de negocios, apenas si había alguno que llegara a los treinta años; la mayoría apenas pasaba de los veinte. Lucían bien, en su explosiva vanidad, y la tensión sexual era tan espesa que podía, literalmente, olerse. El código de indumentaria para los hombres —mejor dicho, muchachos— era traje a medida, camisa blanca, corbata de seda y reloj de oro macizo. Para las mujeres, que eran diez veces menos, consistía en faldas cortas, marcados escotes, sostenes de los que levantan los senos y tacones aguja, cuanto más altos, mejor. Era precisamente el tipo de atuendo que el manual de recursos humanos de Stratton prohibía de forma explícita, pero que las autoridades (es decir, un servidor) recomendaban.

Las cosas se habían desmadrado al punto de que los strattonitas follaban bajo los escritorios, en los aseos, en los roperos, en el aparcamiento subterráneo y, claro, en el ascensor de vidrio. En su momento, para conservar alguna apariencia de orden, emití un memorando que declaraba el edificio Zona Libre de Sexo entre las ocho de la mañana y las siete de la tarde. En la parte superior del documento decía «Zona Libre de Sexo», y debajo de esas palabras se veían dos figuras humanas esquemáticas, anatómicamente correctas, follando estilo perro. En torno de las figuras había un grueso círculo rojo cruzado por una franja en diagonal, como el de Los cazafantasmas. Sin duda que nadie más dio una directiva como esa en toda la historia de Wall Street. Pero, ay, nadie se lo tomó en serio.

Sin embargo, todo eso estaba bien y era perfectamente lógico. Todos eran jóvenes y guapos y aprovechaban el momento. Aprovecha el momento: ese era el mantra corporativo que ardía como un fuego en el corazón y el alma de todo joven strattonita y vibraba en los hiperactivos centros de placer de esos mil cerebros apenas salidos de la adolescencia.

Ante tanto éxito, ¿quién hubiera sido capaz de reprocharles algo? La cantidad de dinero que se ganaba era impresionante. Se esperaba que un corredor novato ganase doscientos cincuenta mil dólares en su primer año. Menos que eso era sospechoso. Si, para el segundo año, hacías menos de quinientos mil dólares, se te consideraba débil e inútil. Y, para el tercer año, más te valía estar ganando un millón si no querías ser un patético hazmerreír. Y esos solo eran los mínimos; los que producían mucho ganaban el triple de esas sumas.

A partir de ahí, la riqueza fluía hacia abajo. Las asistentes de ventas, que eran poco más que secretarias con un título rimbombante, ganaban más de cien mil dólares al año. Hasta la telefonista ganaba ochenta mil dólares al año, y no hacía más que atender las llamadas. Era nada menos que una fiebre del oro como las de antes, y Lake Success era como los pueblos que aquella hacía surgir de un día para el otro. Los jóvenes strattonitas, como niños que eran, llamaban al lugar «la Disneylandia de los Corredores de Bolsa». Todos sabían que si eran despedidos de ese parque de diversiones nunca volverían a ganar tanto dinero en sus vidas. Y ese era el mayor de los temores que anidaban en la mente de mis jóvenes empleados: perder ese trabajo alguna vez. ¿Qué harían si eso ocurriera? A fin de cuentas, se suponía que si uno trabajaba para Stratton, debía vivir la Vida, lo que significaba conducir el coche más moderno, comer en los restaurantes más de moda, dar las propinas más grandes, vestir la mejor ropa y vivir en una mansión de la fabulosa Costa Dorada de Long Island. Y, si solo estabas comenzando y no tenías ni un céntimo a tu nombre, podías tomar dinero prestado de algún banco que estuviese lo suficientemente loco como para concedértelo —al interés que fuese— y te ponías a vivir la Vida, estuvieses preparado para ello o no.

El descontrol era tal que muchachos que aún tenían acné juvenil y que apenas empezaban a afeitarse se compraban mansiones. Algunos eran tan jóvenes que ni siquiera las ocupaban: aún se sentían más cómodos durmiendo en casa de sus padres. Durante el verano alquilaban lujosas casas en los Hamptons, con piscinas climatizadas y espectaculares vistas del océano Atlántico. Los fines de semana celebraban fiestas salvajes, tan decadentes que, invariablemente, eran interrumpidas por la policía. Tocaban bandas, disc jockeys pinchaban discos, las jóvenes empleadas de Stratton bailaban con las tetas al aire, strippers y putas eran consideradas invitados de honor e, inevitablemente, en algún momento, mis jóvenes empleados se desnudaban y empezaban a follar al aire libre como animales de granja, felices de presentar un espectáculo para un público que aumentaba día a día.

Pero ¿qué tenía eso de malo? Estaban borrachos de juventud, los impulsaba la codicia, y estaban tan drogados que volaban. Y día a día la fiesta crecía. Más y más personas hacían fortuna, proveyendo así los elementos cruciales que los jóvenes strattonitas necesitaban para vivir la Vida. Los agentes de bienes raíces les vendían sus mansiones, los negociadores de hipotecas se ocupaban de financiarlas, los decoradores de interiores las atiborraban de muebles caros, los jardineros se ocupaban de sus terrenos (si un joven strattonita hubiera sido sorprendido cortando su propio césped habría sido lapidado), los vendedores de coches les proporcionaban sus Porsche, Mercedes, Ferrari y Lamborghini (si conducías cualquier otra cosa, los demás te habrían considerado un bochorno irreparable), los maître d’hôtel reservaban mesas en los restaurantes más de moda, los revendedores de entradas les suministraban primeras filas en los encuentros deportivos, conciertos de rock y espectáculos de Broadway para los que estaban agotadas las localidades. Por no hablar de los joyeros, relojeros, sastres, zapateros, floristas, cocineros, veterinarios, masajistas, quiroprácticos, vendedores de repuestos de automóvil, así como de todos los demás proveedores especializados (en particular, putas y traficantes de droga) que se presentaban en la sala de negocios para ponerse al servicio de los jóvenes strattonitas sin que estos necesitaran perder siquiera un segundo de su atareado día ni realizar ninguna actividad extralaboral que interfiriera con su primera y principal ocupación: hablar por teléfono. De eso se trataba. Uno sonreía y hablaba por teléfono desde el mismo segundo en que entraba en la oficina hasta el instante en que se marchaba. Y si no tenías suficiente motivación como para hacerlo o te incomodaba ser constantemente rechazado por secretarias de los cincuenta estados del país que te colgaban el teléfono trescientas veces al día, había diez personas más que dispuestas a hacer tu trabajo formando cola detrás de ti. Y cuando eso ocurría, te marchabas. Para siempre.

¿Y cuál era la fórmula secreta que Stratton había descubierto para hacer que esos jóvenes obscenamente ricos ganaran tan obscenas cantidades de dinero? En su mayor parte, estaba compuesta por dos simples verdades: primero, que la mayoría del uno por ciento más rico de la población estadounidense está formada por jugadores compulsivos no reconocidos y que no pueden resistir la tentación de tirar los dados una y otra vez, aun cuando estos estén cargados para hacerlos perder. Y la segunda es que, contrariamente a lo que se suponía hasta entonces, es posible enseñar a hombres y mujeres jóvenes que en conjunto tienen la habilidad social de una manada de búfalos de agua en celo y un coeficiente de inteligencia semejante al de Forrest Gump bajo una triple dosis de ácido, a ejercer como magos de Wall Street. Se trata de escribir cada una de las palabras que deben decir y metérselas en la cabeza una y otra vez, todos los días, dos veces al día, durante un año entero.

Cuando las noticias de ese pequeño secreto —que en Lake Success había una loca oficina donde te enriquecías mediante el simple recurso de presentarte, obedecer órdenes y jurar lealtad imperecedera al propietario— comenzaron a filtrarse por Long Island, los jóvenes comenzaron a aparecer sin previo aviso en la sala de negocios. Primero, llegaban gota a gota, después, a raudales. Comenzó con chicos de los suburbios de clase media de Queens y Long Island, y no tardó en extenderse a los cinco distritos de la ciudad de Nueva York. Antes de que me diese cuenta de lo que sucedía, acudían a pedirme trabajo desde todo Estados Unidos. Cruzaban medio país para llegar a la sala de negocios de Stratton Oakmont y jurar lealtad eterna al lobo de Wall Street. El resto, como dicen, es historia.

Como de costumbre, mi ultraleal asistente personal, Janet[6], estaba sentada ante su escritorio aguardando, ansiosa, mi llegada. En ese preciso momento tamborileaba con el índice derecho sobre el escritorio mientras meneaba la cabeza de una manera que decía «¿por qué mierda todo mi día gira en torno de si el loco de mi jefe decide venir a trabajar?». O quizá fuese cosa de mi imaginación y simplemente estuviera aburrida. Como sea, el escritorio de Janet estaba ubicado justo en frente de la puerta de mi oficina, del modo en que el defensa va antes del guardameta. Eso no era casual. Entre otras funciones, Janet era mi cancerbera. Si querías verme o hablar conmigo, antes debías pasar por Janet. No era una tarea sencilla. Me protegía como una leona a sus cachorros, y no tenía problemas en descargar su a veces justa furia sobre quien osara desafiar su autoridad.

En cuanto me vio, Janet me dirigió una sonrisa de bienvenida. Me tomé un momento para estudiarla. Se acercaba a los treinta años, pero parecía tener algunos más. Tenía una espesa cabellera castaña, piel blanca y un cuerpo pequeño y esbelto. Sus ojos azules eran hermosos, aunque un poco tristes, como si hubiese sufrido demasiado por amor para ser alguien de su edad. Tal vez ese fuera el motivo por el que iba a trabajar vestida de Muerte. Sí, vestía siempre de negro, de pies a cabeza, y ese día no era la excepción.

—Buenos días —dijo Janet con una brillante sonrisa y un leve matiz de fastidio en su tono—. ¿Por qué llegas tan tarde?

Le dirigí una cálida sonrisa a mi superleal asistente. De hecho, a pesar de su fúnebre atuendo y su inagotable ansia por conocer hasta el último detalle de lo referido a mis asuntos personales, verla me complacía enormemente. Era como la Gwynne de la oficina. Se tratara de pagar mis cuentas, ocuparse de mis portafolios de acciones, planificar mi agenda, organizar mis viajes, pagarles a mis putas, hacerse cargo de mis proveedores de droga, o mentirle a mi esposa de turno, no había tarea demasiado grande o demasiado pequeña por la que no estuviera dispuesta a desvivirse. Era increíblemente competente y nunca se equivocaba.

También Janet se crio en Bayside, pero sus padres habían muerto cuando era niña. Su madre era buena persona, pero su padre, que la maltrataba, era basura. Yo hacía cuanto podía para que se sintiera amada y necesitada. Y la protegía como ella me protegía a mí.

Janet se había casado el mes anterior y yo pagué la gloriosa boda, además de llevarla del brazo en la iglesia, con gran orgullo. Ese día lució un vestido de novia de Vera Wang, pagado por mí y escogido por la duquesa, quien, además, se pasó dos horas maquillándola. (Sí, la duquesa también aspiraba a maquilladora). Y Janet había lucido absolutamente arrebatadora.

—Buenos días —respondí con una alegre sonrisa—. La sala suena bien hoy, ¿verdad?

Inexpresiva:

—Siempre suena bien. Pero no me has respondido. ¿Por qué llegas tan tarde?

Era una descarada insistente y, además, una maldita entrometida. Lancé un profundo suspiro y dije:

—¿Por casualidad ha llamado Nadine?

—No. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —preguntaba a toda velocidad. Al parecer, intuía que había algún chisme jugoso.

—No ocurrió nada, Janet. Llegué tarde a casa, Nadine se enfadó y me tiró un vaso de agua. Eso es todo. Aunque, a decir verdad, los vasos fueron tres, pero ¿qué diferencia hay? El resto de lo que pasó es demasiado increíble como para contarlo. Pero tengo que mandarle flores ahora mismo o tendré que ponerme a buscar mi esposa número tres antes de que termine el día.

—¿Flores por qué valor? —preguntó, mientras tomaba una estilográfica Mont Blanc y un anotador anillado.

—No sé… digamos que por tres o cuatro mil dólares. Solo diles que manden todo el jodido camión. Y asegúrate de que haya muchos lirios. Le encantan los lirios.

Janet entornó los ojos y frunció los labios, como si dijera: «Estás infringiendo nuestro acuerdo tácito de que, como parte de mis honorarios compensatorios, tengo derecho a saber todos los detalles, ¡por atroces que sean!». Pero como era una profesional y lo que la impulsaba era el sentido del deber, solo dijo:

—Muy bien. Ya me contarás.

Asentí con poca convicción.

—Quizá, Janet. Veremos. Dime qué ha pasado.

—Bueno, Steve Madden anda dando vueltas por ahí, y parece un poco nervioso. No creo que le vaya demasiado bien hoy.

Me inundó una súbita oleada de adrenalina. ¡Steve Madden! Tenía su gracia, pero en todo el desbarajuste y la locura de esa mañana se me había ido de la cabeza que Zapatos Steve Madden comenzaría a cotizar en Bolsa ese día. De hecho, antes de que terminara la jornada, la campanilla de mi caja registradora habría sonado al compás de ingresos por veinte millones de dólares. ¡Nada mal! Steve debía aparecer en la sala de negocios y dar un pequeño discurso. Se trataba de lo que llamábamos un numerito circense. ¡Eso sí que sería interesante! No estaba seguro de si Steve lograría mirar a los ojos desquiciados de esa banda de chiflados strattonitas sin atragantarse.

Los numeritos circenses eran una tradición de Wall Street. Antes de que una nueva emisión de acciones entrara en el mercado, el presidente de la empresa en cuestión pronunciaba un discurso formal, en el que decía qué glorioso era el futuro de su compañía, para un grupo de corredores de Bolsa bien predispuestos. Era una suerte de encuentro amistoso, en el que había mucho rascarse de espaldas mutuo e insinceros apretones de manos.

Esta vez tendría lugar en Stratton, donde las cosas solían ponerse bastante feas. El problema era que a los strattonitas no les interesaban los discursos en lo más mínimo; lo único que querían era vender las acciones y embolsarse el dinero. Así que si el orador invitado no capturaba su atención, los strattonitas no tardaban en aburrirse. Comenzaban a abuchear y silbar antes de pasar a los insultos. En ocasiones lanzaban cosas al orador. Comenzaban con bolas de papel y progresaban rápidamente a productos alimenticios como tomates podridos, patas de pollo roídas y manzanas a medio comer.

Yo no podía permitir que Steve Madden sufriera tan terrible destino. Para empezar, y ante todo, era amigo de la infancia de Danny Porush, mi segundo. Por otro lado, más de la mitad de la compañía de Steve era de mi propiedad, de modo que lo que yo estaba haciendo era, en esencia, lanzar al mercado mi propia empresa. Unos dieciséis meses atrás yo le había dado a Steve quinientos mil dólares como capital inicial, convirtiéndome así en el mayor accionista de la empresa, con una participación del 85 por ciento. Al cabo de pocos meses vendí el 35 por ciento de mis acciones por poco más de quinientos mil dólares, recuperando así mi inversión original. Ahora, poseía el 50 por ciento ¡gratis! ¡Esos son buenos negocios!

Para ser precisos, el proceso de comprar participaciones en empresas privadas para luego vender una parte de mi inversión original (y recuperar mi dinero) era lo que había hecho que Stratton fuera, cada vez más, como una imprenta de acciones. Y, al emplear el poder de la sala de negocios para lanzar al mercado mis propias empresas, mis ingresos netos subían y subían. En Wall Street, ese proceso se conoce como «ingeniería financiera». Para mí, era como si me tocara la lotería todos los meses.

Le dije a Janet:

—No creo que tenga problemas, pero si algo ocurre, subiré al podio y lo salvaré. ¿Qué más tenemos?

Se encogió de hombros.

—Tu padre te está buscando, y parece furioso.

—Ah, mierda —musité. Mi padre, Max, era, de facto, el principal encargado de finanzas de Stratton. También se había arrogado el papel de jefe de la Gestapo. Vivía en tal estado de tensión que a las nueve de la mañana ya recorría la sala de negocios con un vaso desechable lleno de vodka Stolychnaia en la mano, mientras fumaba su vigésimo cigarrillo del día. En el baúl de su coche tenía un bate de béisbol de los más pesados, autografiado por Mickey Mantle y destinado a romperle «las putas ventanillas» a cualquier corredor de Bolsa lo suficientemente loco como para estacionar en su preciado espacio reservado.

—¿Dijo qué quiere?

—¡No! —repuso mi leal asistente—. Se lo pregunté, pero solo gruñó como un perro. Sin duda está furioso por algo y, si tuviese que adivinar, diría que es por la cuenta de American Express de noviembre.

Hice una mueca.

—¿Tú crees? —Mientras lo decía, las palabras «medio millón» acudieron sin invitación a mi cerebro.

Janet asintió.

—Llevaba los comprobantes en la mano, y la pila era más o menos así. —La brecha entre su pulgar y su índice tenía al menos siete centímetros.

—Mmmm… —Me tomé un momento para reflexionar sobre la cuenta de American Express, pero vi algo a lo lejos por el rabillo del ojo. Flotaba… Flotaba… ¿qué demonios era? Entorné los ojos. ¡Por Dios! ¡Alguien había traído una pelota de playa color rojo, blanco y azul a la oficina! Era como si el cuartel general de Stratton Oakmont fuese un estadio, el piso de la sala de negocios el escenario, y los Rolling Stones estuvieran a punto de dar un concierto.

—… de todo esto, ¡se pone a limpiar su jodida pecera! —dijo Janet—. ¡Cuesta creerlo!

Sólo oí la última parte de lo dicho por Janet, de modo que murmuré:

—Sí, bueno, entiendo lo que quieres decir…

—No has oído ni una sola palabra de lo que he dicho —farfulló—, ¡así que no finjas que lo hiciste!

¡Por el amor de Dios! ¿Quién, a parte de mi padre, se atrevería a hablarme en ese tono? Bueno, mi esposa, tal vez, pero en esos casos, por lo general me lo merecía. Pero yo apreciaba a Janet a pesar de su lengua viperina.

—Muy gracioso. Ahora repíteme lo que has dicho.

—Lo que he dicho es que no puedo creer que ese chico que está ahí —señaló un escritorio a unos veinte metros de nosotros—, ¿cómo se llama? Robert algo, esté limpiando su pecera en medio de todo esto. Digo, hoy sale al mercado un nuevo paquete accionarial. ¿No te parece un poco raro?

Miré en dirección al acusado: un joven strattonita, no, sin duda no un strattonita, sino un joven inadaptado, con un feroz jopo de cabello rizado y corbata de moño. Que tuviese una pecera en su escritorio no era, en sí, sorprendente. Los strattonitas podían tener mascotas en la oficina. Había iguanas, hurones, lagartijas, cotorras, tortugas, tarántulas, serpientes, mangostas y cualquier otra cosa que esos jóvenes dementes pudieran comprarse con sus desproporcionadas ganancias. De hecho, había un guacamayo con un repertorio de más de cincuenta palabras en inglés, que, cuando no estaba ocupado en imitar el sonido de los jóvenes strattonitas vendiendo acciones, te mandaba a la mierda. La única vez que le había puesto un límite a lo de las mascotas fue cuando uno apareció con un chimpancé con patines y pañal.

—Ve a buscar a Danny —ladré—. Quiero que le eche un vistazo a ese niño de mierda.

Janet asintió con la cabeza y partió en busca de Danny, mientras yo seguía mirando, paralizado por la conmoción.

¿Cómo era posible que ese imbécil de corbata de moño cometiera un acto tan… jodidamente monstruoso? ¡Un acto que iba contra todos los principios de la sala de negocios de Stratton Oakmont! ¡Era un sacrilegio! Claro que no contra Dios, ¡pero sí contra la Vida! Era una grosera infracción del código de ética de Stratton. Y el castigo era… ¿Cuál era el castigo? Bueno, le dejaría eso a Danny Porush, mi segundo, que tenía una notable habilidad para disciplinar a los strattonitas descarriados. De hecho, le encantaba hacerlo.

En ese momento, vi que Danny se me acercaba. Janet lo seguía a dos pasos de distancia. Danny parecía enfadado, lo que significaba que el de la corbata de moño estaba en problemas. A medida que se acercaba, me tomé un momento para estudiarlo, y no pude evitar una sonrisa irónica al pensar qué normal lucía. Realmente era una ironía. De hecho, así vestido con traje gris, impecable camisa blanca y corbata de seda roja, nadie hubiera podido adivinar que estaba por terminar de cumplir su objetivo declarado de acostarse con cada una de las asistentes de venta de la sala de negocios.

Danny Porush era un judío de la variedad ultrasalvaje. Era de altura y contextura medianas, más o menos un metro setenta y ocho y setenta y cinco kilos, y no tenía rasgo identificatorio alguno que lo delatase como integrante de la Tribu. Ni siquiera sus ojos azul acero, que generaban aproximadamente tanto calor como un témpano, tenían nada de judaico.

Y eso era lo apropiado, al menos desde la perspectiva de Danny. Al fin y al cabo, como tantos otros judíos antes que él, ardía en secretos deseos de ser tomado por un WASP, y hacía cuanto podía por adoptar una total y absoluta WASPedad, empezando por sus increíbles dientes, blanqueados y enderezados hasta parecer tan impecables e inmensos que deslumbraban, siguiendo por sus gafas de montura de carey con lentes sin graduación (veía perfectamente bien) y terminando por sus zapatos negros a medida, lustrados hasta que parecían espejos.

El humor de la cosa era de lo más negro, en particular si se considera que, a la madura edad de treinta y cuatro años, Danny le había dado un nuevo sentido a la expresión «psicología anormal». Tal vez yo debería haber sospechado algo cuando lo conocí, seis años atrás. Fue antes de que fundara Stratton. Él trabajaba para mí, y estaba iniciándose en el oficio de corredor de Bolsa. Era primavera, y le pedí que me acompañara a un breve viaje a Manhattan para visitar a mi contable. Una vez allí, me convenció de que hiciésemos un breve alto en un antro de crack de Harlem. Allí me contó la historia de su vida: cómo había perdido sus dos últimos negocios, un servicio de mensajería y otro de fletes, metiéndoselos por la nariz. También me explicó que se había casado con su prima hermana, Nancy, porque era toda una hembra. Cuando le pregunté si la consanguinidad no lo preocupaba, me dijo al desgaire que, si tenían un hijo y este resultaba ser «retrasado», bastaría con dejarlo en los peldaños de un orfanato para solucionar el problema.

Quizá debí haberme dado cuenta de que ese tipo terminaría por sacar lo peor de mí y que debía haber huido de él en ese mismo momento. En cambio, le hice un préstamo personal para ayudarlo a recuperarse y lo formé como corredor de Bolsa. Un año después, fundé Stratton y gradualmente le permití a Danny comprar acciones y asociarse. En el lustro transcurrido desde entonces, Danny demostró ser un poderoso guerrero, sacando del camino a todo el que se le interpusiera hasta asegurarse su puesto como número dos de Stratton. Y a pesar de todo eso, a pesar, incluso, de su locura, no se podía negar que era incisivo como un bisturí, astuto como un zorro, implacable como un huno y, sobre todo, leal como un perro. El hecho es que ahora hacía casi todo mi trabajo sucio, tarea que disfrutaba más de lo que pueda imaginarse.

Danny me saludó al estilo mafioso, con un caluroso abrazo y un beso en la mejilla. Era una señal de lealtad y respeto, muy apreciada en la sala de negocios de Stratton Oakmont. Por el rabillo del ojo vi cómo la cínica Janet alzaba la vista al cielo con expresión burlona, como si se mofara de esa exhibición de lealtad y afecto.

Aflojando su abrazo mafioso, Danny me murmuró al oído:

—¡Voy a matar a este maldito muchacho, lo juro por Dios!

—Da un mal ejemplo, Danny, en especial en un día como hoy. —Me encogí de hombros—. Creo que lo que debes decirle es que si esa pecera sigue ahí al final del día, la pecera se queda y él se va. Pero tú decides. Haz lo que quieras.

Janet, instigadora, dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Lleva una pajarita! ¿Te das cuenta?

—¡Es un rata, un maldito hijo de puta! —dijo Danny en el tono que normalmente se emplea para describir a alguien que acaba de violar una monja, dejándola medio muerta—. ¡Yo me haré cargo de este chico a mi manera, de una vez y para siempre! —Resoplando, Danny puso rumbo al escritorio del infractor y comenzó a hablarle.

Al cabo de unos segundos vimos que el corredor meneaba la cabeza en señal de negación. Intercambiaron unas palabras más y el corredor volvió a negar con la cabeza. Ahora, Danny meneaba la suya del modo en que lo hace la gente cuando comienza a perder la paciencia.

Janet dijo:

—Me pregunto qué estarán diciendo. Me gustaría tener oídos biónicos como la mujer nuclear. ¿Me entiendes?

Meneé la cabeza, asqueado.

—No me rebajaré a responderte, Janet. Pero, solo para que lo sepas, la mujer nuclear nunca existió. La serie se llamaba La mujer biónica.

En ese preciso instante, Danny tendió su mano derecha hacia la izquierda del corredor, en la que se veía una red. Hacía señas con los dedos como si la dijera: «¡Dame la puta red!». El otro respondió dejando caer el brazo de modo que la red quedó fuera del alcance de Danny.

—¿Qué crees que quiere hacer Danny con la red? —preguntó la aspirante a mujer biónica.

Repasé mentalmente las posibilidades.

—No estoy muy seguro… ¡Oh, mierda! Sé exactamente qué va a hacer…

De repente, a más velocidad de lo que hubiera parecido posible, Danny se quitó la chaqueta del traje y la tiró al suelo. Desabotonándose la manga de la camisa hasta encima del codo metió la mano en la pecera. Todo su antebrazo quedó sumergido. Su mano comenzó a recorrer la pecera, persiguiendo al sorprendido pez dorado. Su rostro parecía tallado en piedra y tenía la expresión de alguien poseído por el mal en estado puro.

Una docena de jóvenes asistentes de ventas que estaban sentadas cerca de ellos se incorporaron de un salto y retrocedieron horrorizadas al ver a Danny tratando de capturar al inocente pez.

—Oh… Dios… mío —dijo Janet—. Lo va a matar.

En ese preciso instante, los ojos de Danny se iluminaron, mientras su boca se abría unos buenos siete centímetros. Era un rostro que decía «¡te tengo!». Al cabo de una fracción de segundo, sacó el brazo de la pecera. Tenía el pez color naranja firmemente apresado en el puño.

—¡Lo tiene! —exclamó Janet, metiéndose el puño en la boca.

—Sí, pero la pregunta del millón es ¿qué va a hacer con él? —Me detuve durante un instante antes de añadir—: Pero estoy dispuesto a apostarte mil dólares a que se lo come. ¿Hecho?

Respuesta instantánea:

—¿Mil dólares? ¡Hecho! ¡No lo hará! Sería demasiado repugnante, digo…

Janet se interrumpió al ver que Danny se encaramaba a un escritorio y tendía los brazos como Cristo en la cruz. Gritó:

—¡Esto ocurre cuando uno se pone a joder con mascotas un día de emisión de acciones! —Y, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: ¡Y nada de putas pajaritas en esta sala de negocios! ¡Son una puta ridiculez!

Janet, alarmada, dijo:

—¡Quiero cancelar mi apuesta ahora mismo!

—Lo siento. Demasiado tarde.

—¡Vamos! ¡No es justo!

—Tampoco lo es la vida, Janet. —Me encogí de hombros con aire inocente—. Ya deberías saberlo. —Y, sin más trámite, Danny abrió la boca y se echó el pez anaranjado al buche.

Cien asistentes de ventas sofocaron una exclamación, mientras diez veces más corredores comenzaron a vitorear, llenos de admiración por Danny Porush, verdugo de seres marinos inocentes. Danny, que no dejaba pasar ocasión de ejercer sus dotes de actor, respondió con una reverencia formal, como si estuviese en un escenario de Broadway. Saltó del escritorio a los brazos de sus admiradores.

Le dije a Janet con aire condescendiente:

—Bueno, no te preocupes por el pago. Te lo descontaré directamente del sueldo.

—¡Ni se te ocurra! —siseó.

—Bien, no hay problema, me lo debes, entonces. —Sonreí y le guiñé un ojo—. Ahora, ve a encargar las flores y tráeme café. Ya tendría que haberme puesto a trabajar. —Con paso elástico y una sonrisa en el rostro, entré en mi despacho y cerré la puerta. Estaba dispuesto a afrontar cualquier cosa que el mundo tuviese preparada para mí.