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El paraíso de los WASP

Caliente como un perro, registré las veinticuatro habitaciones de la mansión en busca de mamá. De hecho, busqué en cada recoveco de las casi tres hectáreas de la finca, hasta que por fin, de mala gana y con gran tristeza, decidí abandonar la búsqueda. Ya eran casi las nueve y me tenía que ir a trabajar.

No podía imaginar dónde se habría escondido mi querida aspirante a calientahuevos. De modo que renuncié a mis ambiciones sexuales.

Salí de mi finca de Old Brookville apenas pasadas las nueve. Iba repantigado en el asiento trasero de mi limusina Lincoln color azul medianoche. Mi conductor, el enemigo de todos los blanquitos, George Campbell, iba al volante. En los cuatro años que llevaba trabajando para mí solo había dicho una docena de palabras. Algunas mañanas, ese voto de silencio autoimpuesto me irritaba, pero para ese día era perfecto. De hecho, tras mi altercado con la duquesa, necesitaba algo de paz y tranquilidad.

Sin embargo, parte de mi rutina matinal consistía en saludar a George en un tono excesivamente caluroso, intentando obtener alguna clase de respuesta. La que fuera. De modo que decidí volver a hacer un intento, para no perder la costumbre.

Dije:

—Hola, Georgie. ¿Cómo van las cosas?

George volvió la cabeza aproximadamente cuatro grados y medio hacia la derecha, suficiente para mostrarme apenas el deslumbrante blanco de su esclerótica y asintió levemente.

¡Nunca fallaba, maldita sea! ¡El tipo era un maldito mudo!

En realidad, no era así. Hacía unos seis meses, George me pidió que le prestara (lo cual significaba que le regalara) cinco mil dólares para hacerse una dentadura nueva. Así lo hice, y de buena gana, pero no sin antes pasarme unos buenos quince minutos atormentándolo para que me contara cada detalle: cuántos dientes, cuán blancos serían, cuánto le durarían y qué ocurriría con los que tenía ahora. Cuando George terminó, perlas de sudor corrían por su frente negra como el carbón, y me dio pena haberlo interrogado.

Hoy, como todos los días, George lucía un traje color azul marino y una expresión adusta, lo más adusta que se podía permitir si se tiene en cuenta que ganaba un excesivo salario de 60 000 dólares al año. A mí no me cabía la menor duda de que George me odiaba o que, al menos, sentía resentimiento hacia mí, del mismo modo en que odiaba a todos los blancos y estaba resentido con ellos. La única excepción era mi esposa, la aspirante a amiga del pueblo, a quien George adoraba.

La limusina era de las superlargas, con un bar bien provisto, televisor y reproductor de vídeo, y un asiento trasero que se transformaba en cama doble al pulsar un interruptor. Lo de la cama había sido añadido para aliviar mi dolor de espalda, pero tuvo el efecto no buscado de transformar la limusina en un burdel sobre ruedas de noventa y seis mil dólares. ¿Quién lo hubiera dicho? Esa mañana, mi destino era nada menos que Lake Success, Long Island, la otrora apacible aldea de clase media donde estaba ubicado Stratton Oakmont.

Ahora, la ciudad era como Tombstone, Arizona, antes de la llegada de los Earp. Numerosas industrias caseras habían brotado para satisfacer las necesidades, caprichos y deseos de los jóvenes corredores de Bolsa que yo empleaba. Burdeles, garitos ilegales, clubes nocturnos que procuraban toda clase de diversiones. Había, incluso, una pequeña organización de prostitutas que desempeñaban su oficio en el nivel más bajo del estacionamiento subterráneo, a doscientos dólares la sesión.

Al principio, los comerciantes locales se habían alzado en armas contra lo que consideraban la vulgaridad de mi alegre banda de corredores de Bolsa, muchos de los cuales parecían haberse criado al margen de la civilización. Pero en poco tiempo esos mismos comerciantes se dieron cuenta de que el personal de Stratton no se fijaba en lo que costaban las cosas. De modo que los comerciantes alzaron los precios y, como en el salvaje Oeste, todos convivieron en paz.

La limusina se dirigía hacia el oeste por Chicken Valley Road, una de las vistas más bellas de la costa dorada. Contemplé los cuidados prados del Brookville Country Club, al que me había acercado esa misma madrugada desde el aire durante mi vuelo bajo los efectos de las drogas. El club estaba muy cerca de mi finca, tanto que, de hecho, hubiera podido acertar el hoyo siete tirando desde mi jardín con un buen golpe de un palo número siete. Pero, claro, nunca me molesté en postularme para socio, dado que yo no era más que un maldito judío que había tenido el increíble descaro de invadir el paraíso de los WASP.

El Brookville Country Club no era el único que restringía el ingreso a los judíos. ¡No, no y no! Todos los clubes de la zona estaban prohibidos para los judíos y para cualquiera que no fuese un WASP hijo de puta de sangre azul. Aunque, en realidad, el Brookville Country Club permitía el ingreso de católicos y no era tan malo como otros. Cuando la duquesa y yo nos mudamos, la cuestión WASP me molestó. Era como una especie de club o sociedad secreta. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que el momento de los WASP ya había pasado, que eran una especie en extinción, como el dodo o el búho moteado. Y si bien era cierto que aún tenían sus pequeños clubes de golf y cotos de caza a modo de últimos bastiones de resistencia frente a las hordas del shtetl que los invadían, estos no eran más que Little Big Horns del siglo XX, a punto de caer bajo los judíos salvajes que, como yo, habían hecho fortuna en Wall Street y estaban dispuestos a gastar cuanto fuese necesario para vivir donde lo hiciera Gatsby.

La limo tomó una suave curva hacia la izquierda y entramos en Hegemans Lane. A la izquierda estaban los Establos Costa Dorada o, según los llamaban sus propietarios, el «Centro Ecuestre Costa Dorada», lo que sonaba infinitamente más WASP.

Mientras pasábamos, vi los establos pintados a rayas verdes y blancas donde la duquesa alojaba sus caballos. El asunto ecuestre, del principio al fin, se había convertido en una jodida pesadilla. Quien comenzó todo fue el propietario de los establos, un judío salvaje, barrigón y adicto a los qualuuds, con una sonrisa social de mil vatios y la ambición secreta de ser tomado por un WASP. Él y su mujer, una rubia teñida pseudo WASP, nos detectaron enseguida a la duquesa y a mí y decidieron colocarnos todos sus caballos de descarte al triple de su verdadero valor. Y como si eso no hubiera sido lo bastante doloroso, en cuanto comprábamos los caballos misteriosas dolencias los atacaban. Entre las cuentas del veterinario, las de alimentación y lo que les pagábamos a los caballerizos para que montaran los animales regularmente para mantenerlos en condiciones, todo el asunto se había convertido en un enorme agujero negro.

Aun así, mi bella duquesa, la aspirante a cazadora y experta en salto, iba allí a diario a ver sus caballos; les daba terrones de azúcar y zanahorias y tomaba lecciones de equitación, a pesar de que sufría una incurable alergia a los caballos que la hacía regresar a casa atormentada por la tos y la comezón. Pero, en fin, cuando uno vive en pleno paraíso de los WASP, hace como ellos y finge que le gustan los caballos.

Cuando la limo enfiló Northern Boulevard, el dolor de espalda comenzó a aflorar. La mezcla de drogas de la noche anterior comenzaba a abandonar mi sistema nervioso central rumbo a su justo lugar, el hígado y el sistema linfático. Sentía como si un airado, feroz, dragón ignívomo se fuese despertando poco a poco. El dolor comenzó en la cintura, del lado izquierdo, y se difundió por la pierna. Era como si alguien me hubiese metido un hierro al rojo por la parte posterior del muslo y lo retorciera. Resultaba agónico. Si procuraba masajearme, el dolor no hacía más que irse a otro lugar.

Respiré hondo y me resistí al anhelo de tomar tres qualuuds y tragármelos a palo seco. Al fin y al cabo, esa hubiese sido una conducta totalmente inapropiada. Iba camino al trabajo y, por más que fuese el jefe, no podía entrar tambaleándome y babeando como un idiota. Eso solo era aceptable por la noche. En cambio, elevé una rápida plegaria rogando para que un rayo cayera del cielo y electrocutara al perro de mi esposa.

De aquel lado de Northern Boulevard, las casas eran decididamente más modestas, es decir, la casa promedio valía poco más de un millón doscientos mil. Que un muchacho de una familia pobre se hubiese habituado a las extravagancias de la riqueza hasta el punto de que casas de un millón de dólares le parecieran tugurios no dejaba de tener su gracia. Pero eso no era malo, ¿o sí? Bueno, quizá no había manera de saberlo.

En ese momento vi el cartel verde y blanco que indicaba que estábamos a punto de entrar en la autopista de Long Island. En poco rato estaría en las oficinas de Stratton Oakmont, mi segundo hogar, donde el poderoso rugido de la oficina de negocios más desquiciada de Estados Unidos haría que la locura pareciese normal.