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Cámara sorpresa

Tras mis treinta minutos de desintoxicación matinal emergí del dormitorio sintiéndome rejuvenecido. Vestía el traje gris a rayas que me había preparado Gwynne. En la muñeca izquierda lucía un delgado y sobrio reloj de oro Bulgari de dieciocho mil dólares. En los viejos tiempos, antes de que la duquesa llegase a mi vida, yo usaba un macizo e inmenso Rolex de oro. Pero la duquesa, autoproclamada experta en elegancia, gracia y finura, lo desaprobó al instante, explicándome que era vulgar. Me era imposible comprender cómo había llegado a esa conclusión dado que el mejor de los relojes que habría visto cuando se criaba en Brooklyn debía de ser uno con un personaje de Disney en la esfera. Así y todo, parecía entender por instinto cosas como esa, de modo que, por lo general, le hacía caso.

Pero eso no me afligía. Aún conservaba un bastión de orgullo masculino bajo la forma de un par de espectaculares botas de vaquero negras de piel de cocodrilo. Cada bota había sido confeccionada con una piel entera. Me habían costado dos mil cuatrocientos dólares y las adoraba. La duquesa, claro, las despreciaba. Ese día me las puse con gran orgullo con la esperanza de que le sirvieran a mi esposa de recordatorio de que yo no estaba dispuesto a ser maltratado, por más que ello acabara de ocurrir.

Me dirigí a la habitación de Chandler para mi sesión de paternidad matinal, mi parte favorita de la jornada. Chandler era la única cosa completamente pura de mi vida. Tenerla en brazos me hacía olvidar el desmadre y la locura.

A medida que me acercaba a su habitación mi talante mejoraba. Tenía casi cinco meses de edad y era absolutamente perfecta. Pero cuando abrí la puerta de Channy, ¡terrible conmoción! ¡No solo Channy estaba ahí, sino también su madre! ¡Había estado al acecho en la habitación de Channy, esperando mi llegada!

Allí estaban las dos, sentadas en medio del cuarto, sobre la alfombra rosa más suave que pueda imaginarse. Era otro de los descabelladamente caros toques de Nadine, la exaspirante a decoradora, quien, por el amor de Dios, ¡lucía maravillosa! Chandler estaba sentada entre las piernas ligeramente separadas, ¡piernas ligeramente separadas!, de su madre. Su delicada espalda estaba apoyada contra el firme vientre de ella, que la cogía de la barriga para sostenerla. Ambas estaban bellísimas. Channy era una copia perfecta de su madre, de quien había heredado los deslumbrantes ojos azules y gloriosos pómulos.

Respiré hondo para saborear a pleno pulmón el aroma de la habitación de mi hija. ¡Ah, ese olor a talco de bebé, champú de bebé, toallitas de bebé! Y otra bocanada de aire para disfrutar del olor de Nadine. ¡Ah, el aroma de ese champú y acondicionador, de quién sabe qué fabricante, a cuatrocientos dólares el frasco! ¡Su acondicionador de piel de Kiehl, formulado a medida e hipoalergénico, el diminuto matiz de perfume Coco que llevaba como al descuido! Un agradable cosquilleo se difundió por mi sistema nervioso central y alcanzó todo mi ser.

La habitación era perfecta, un pequeño país de las maravillas color rosa. Había incontables animales de felpa, ordenados a la perfección. A la derecha se veían una cuna blanca y un pequeño lavabo, hecho a medida por Bellini, de Madison Avenue, y que había costado la friolera de sesenta mil dólares (¡la duquesa ataca de nuevo!). Por encima de la cuna pendía un móvil rosa y blanco, que emitía una docena de canciones de películas de Disney, mientras personajes animados reproducidos con consumado realismo daban vueltas y más vueltas. Era otra de las cosas que mi querida aspirante a decoradora había mandado hacer. Solo había costado nueve mil dólares (¡por un móvil!). Pero ¿qué tenía de malo? Era la habitación de Chandler, la mejor de la casa.

Me tomé un momento para contemplar a mi esposa y a mi hija. La palabra «arrebatadoras» acudió a mi mente. Chandler estaba completamente desnuda. Su piel olivácea era impoluta y suave como la manteca.

Su madre iba vestida para matar o, para ser más precisos, para provocar. Llevaba un minúsculo vestido sin mangas color salmón. ¡Qué escote extraordinario! Su imponente cabellera de un rubio dorado centelleaba a la luz del sol. El vestido se le había subido por encima de las caderas, descubriendo su cuerpo hasta la cintura misma. Faltaba un elemento en el cuadro, pero ¿cuál era? No logré dilucidarlo, de modo que aparté el pensamiento y seguí mirando fijamente. Nadine tenía las rodillas un poco flexionadas y recorrí toda la extensión de sus piernas con la mirada. Sus zapatos hacían juego con su vestido, hasta el último matiz y sombra. Eran Manolo Blahnik y probablemente costaban unos mil dólares, pero, si quieres saber qué pensaba yo en ese instante, valían hasta el último centavo de esa suma.

Tantos pensamientos zumbaban en mi cabeza que me era imposible individualizarlos.

Deseaba como nunca a mi esposa… pero mi hija estaba allí… claro que era tan pequeña, ¿qué podía importar? ¿Y la duquesa, qué? ¿Ya me habría perdonado? Quería decirle algo, pero no sabía qué. Amaba a mi esposa… amaba mi vida… amaba a mi hija… no quería perderlas. Así que allí, en ese preciso instante tomé una decisión. Ya estaba. ¡Sí! ¡Basta de putas! ¡Basta de paseos nocturnos en helicóptero! ¡Basta de drogas! O, al menos, basta de tantas drogas.

Quise hacer esa declaración, ponerme a merced del tribunal, pero no tuve oportunidad de hacerlo. Chandler habló primero, ¡mi hija, la bebé genio! Sonriendo de oreja a oreja dijo con una minúscula vocecilla:

—Pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa… Pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa…

—¡Buenos días, papi! —dijo Nadine, poniendo voz de bebé. ¡Tan dulce! ¡Tan increíblemente sexy!—. ¿No me vas dar el beso de los buenos días, papi? ¡De veras lo necesito!

¿Qué? ¿Así de fácil resultaba todo? Cruzando los dedos, me jugué el todo por el todo.

—¿Puedo besar a las dos? ¿Madre e hija? —frunciendo los labios, le dediqué a mi esposa mi mejor cara de cachorro enamorado.

—¡Oh, no! —dijo Nadine, haciendo estallar la burbuja en la que me hallaba—. ¡Papá no va a besar a mamá durante mucho, mucho tiempo! Pero su hija se muere por un beso, ¿verdad Channy?

¡Por Dios, mi esposa no jugaba limpio!

Siempre con su voz de bebé, mamá prosiguió:

—Ve, Channy, gatea hasta tu papi. Y tú, papi, agáchate, así Channy va directo a tus brazos. ¿De acuerdo?

Di un paso adelante…

—Bien, suficiente —advirtió ella alzando la mano derecha—. Ahora, inclínate como dijo mamá.

Hice lo que me decía. Al fin y al cabo, ¿quién era yo para discutir con la despampanante duquesa?

Con gran suavidad, Nadine puso a Chandler en el suelo y le dio un ligero impulso. Chandler se puso a gatear hacia mí a paso de caracol repitiendo:

—Papapapa… Papapapa…

¡Ah! ¡Cuánta felicidad! ¡Cuánta alegría de vivir! ¡Me sentía el hombre más feliz del mundo!

—Ven —le dije a Chandler—. Ven con papá, cariño. —Alcé la vista hacia su madre y, al bajarla lentamente… Vi…—. ¡Por Dios, Nadine! ¿Qué te ocurre? ¿Es que has perdido la…?

—¿Qué pasa, papá? Espero que no veas algo que quieres, pues no podrás obtenerlo —dijo mamá, la aspirante a calienta huevos. Tenía sus gloriosas piernas abiertas de par en par, la falda subida por encima de las caderas. Su bonita vulva rosada, húmeda de deseo, me miraba directamente a los ojos. Nadine solo llevaba una pequeña mata de suave vello de un rubio melocotón sobre su monte de Venus.

Hice lo único que podía hacer un marido racional: me humillé como el perro que era.

—Por favor, cariño, sabes cuánto siento lo de anoche. Te juro por Dios que nunca…

—Oh, no hace falta que digas nada —dijo Nadine deteniéndome con un ademán—. Mamá ya sabe cuánto te gusta jurar por Dios cuando estás a punto de estallar. Pero no pierdas el tiempo, papá, porque mamá solo acaba de empezar a darte tu merecido. ¡De ahora en adelante, cuando esté en casa, no llevará más que faldas muy, muy cortas, nada de ropa interior y esto…! —dijo mi seductora esposa con orgullo mientras unía las palmas a la espalda, separaba los codos y se recostaba. Luego, empleando la punta de sus zapatos Manolo Blahnik de tacón alto de un modo que quien los diseñó nunca hubiera imaginado, los convirtió en pivotes eróticos, abriendo y cerrando sus enloquecedoras piernas una y otra vez, hasta que, a la tercera, las separó tanto que sus rodillas estuvieron a punto de apoyarse en la alfombra rosada. Dijo:

—¿Qué ocurre, papá? No tienes buen aspecto.

Bueno, no es que fuera la primera vez que lo veía. De hecho, no era la primera vez que me provocaba de esa manera. Había ocurrido en ascensores, pistas de tenis, estacionamientos y hasta en la Casa Blanca. No había lugar que estuviese a salvo de mi esposa. ¡Pero la cuestión era que me había dejado totalmente atónito! Me sentí como un boxeador que no ha visto venir el puñetazo que lo ha dejado inconsciente… ¡Para siempre!

Para empeorar las cosas, Chandler había detenido su gateo, decidida a dedicar algún tiempo a inspeccionar la alfombra rosa. Tiraba de sus fibras como si hubiese descubierto algo maravilloso, y no prestaba la menor atención a lo que ocurría a su alrededor.

Hice un nuevo intento de disculparme, pero Nadine me interrumpió metiéndose el índice derecho en la boca y chupándoselo. Fue entonces cuando perdí el habla. Pareció darse cuenta de que acababa de darme el golpe final, de modo que, poco a poco, se sacó el dedo de la boca y volvió a hablar con voz de bebé:

—Oh, pobre, pobre papá. Le encanta decir que se equivocó cuando está a punto de correrse en los pantalones, ¿no es cierto, papá?

Me quedé mirándola, incrédulo, preguntándome si todos los casados hacían cosas como esa.

—Bueno, papá, ahora es demasiado tarde para disculpas. —Frunció sus generosos labios y asintió lentamente con la cabeza, como suelen hacer las personas cuando creen que te acaban de revelar una importante verdad—. Y es una verdadera pena que a papá le guste volar en helicóptero a altas horas de la noche, haciendo Dios sabe qué, porque mamá lo ama mucho, ¡y nada le gustaría tanto como hacerle el amor a papá durante todo el día! Y lo que a mamá realmente le agradaría sería que papá la bese en su lugar favorito, ahí donde tiene los ojos en este momento.

Nadine volvió a fruncir los labios, fingiendo un puchero.

—Pero, oh… ¡Pobre, pobre papá! No hay manera de que eso ocurra ahora, ni siquiera si papá fuese el último hombre que quedara en la Tierra. De hecho, mamá ha decidido hacer como las Naciones Unidas e instituir uno de sus famosos embargos de sexo. Papá no podrá hacer el amor con mamá hasta el día de año nuevo. —«¿Qué? ¡Cuánto descaro!», pensé—. Y eso, solo si es un buen chico desde ahora hasta entonces. Si papá comete un solo error, ¡quién sabe si no prolongaremos el embargo hasta el día de Reyes! —¿Qué demonios decía? ¡Mi esposa había enloquecido!

Estaba a punto de sumirme en niveles inéditos de humillación cuando, de repente, recordé algo. ¡Dios mío! ¿Se lo digo? ¡Qué va! ¡Es demasiado bueno como para perdérselo!

Mamá, con voz de bebé:

—Y ahora que lo pienso, papá, creo que es hora de que mamá comience a usar sus medias de seda a todas horas, porque, todos sabemos cuánto le gustan a papá las medias de seda, ¿verdad, papá?

Asentí con vehemencia.

Mamá prosiguió:

—¡Sí, claro que lo sabemos! Y mamá está aburrida, harta de usar ropa interior. ¡Basta! ¡De hecho, ha decidido tirarla toda! Así que mira bien, papá —¿ya era el momento de detenerla? Mmm… ¡Aún no!—, ¡porque a partir de ahora, verás mucho de esto durante todo el día! Pero claro, según las normas del embargo, tocar está estrictamente prohibido. Y nada de pajearse, papá. Hasta que mamá te dé permiso, mantendrás las manos quietas. ¿Entendido?

Yo, con renovada confianza:

—Pero ¿y tú, mamá? ¿Qué vas a hacer?

—Oh, mamá sabe muy bien cómo complacerse. Mmm… mmm… mmm… —gimió la modelo—. ¡De hecho, solo de pensarlo mamá se está excitando! ¿No detestas los helicópteros, papá?

Me lancé sobre la yugular.

—No sé, mamá, creo que lo tuyo es pura palabrería. ¿Complacerte a ti misma? No lo creo.

Nadine apretó sus generosos labios y meneó la cabeza con lentitud antes de decir:

—Bueno, parece que es hora de que papá aprenda su primera lección…

¡Esto se estaba poniendo bueno! Y Chandler seguía estudiando la alfombra sin prestarnos atención alguna.

—Y mamá quiere que papá no deje de mirar la mano de mamá y que observe con mucha atención, ¡no vaya a ser que el día de Reyes se convierta en el domingo de Ramos en menos tiempo del que se tarda en decir «pelotas congestionadas»! ¿Entiendes quién manda, papá?

Le seguí la corriente, preparándome para lanzar mi bomba.

—Sí, mamá, pero ¿qué vas a hacer con la mano?

—¡Silencio! —dijo Nadine y, sin más trámite, se metió el dedo en la boca y se puso a chupar y chupar hasta que relució de saliva a la luz del sol matinal. Después, lenta, graciosa, lúbricamente, su mano tomó rumbo sur… bajó por el cuello… llegó a su pronunciado escote… cruzó el ombligo… y siguió bajando hasta llegar a…

—¡Alto! —dije, alzando la mano derecha—. ¡Si yo fuese tú no haría eso!

Esto sorprendió a mi esposa. ¡También la enfureció! Al parecer, había esperado ese momento mágico con tantas ansias como yo. Pero ya había llegado suficientemente lejos. Era hora de tirar la bomba. Pero antes de que pudiera hacerlo, se puso a regañarme:

—¡Muy bien! ¡Ahora sí que te la has ganado! ¡Nada de besos ni de hacer el amor hasta el 4 de julio!

—Pero, mami, ¿y qué hay de Rocco y Rocco?

Nadine se detuvo, espantada:

—¿Qué?

Me incliné y levanté a Chandler de la alfombra rosada. Estrechándola contra mi pecho, le di un gran beso en la mejilla. Ahora que Chandler estaba a salvo dije:

—Papá quiere contarle un cuento a mamá. Y cuando haya terminado, mamá estará feliz de que papá la haya detenido antes de que hiciera lo que estaba a punto de hacer y le perdonará todo lo que hizo, ¿de acuerdo?

No reaccionó.

—Muy bien —dije—, esta es la historia de un bonito dormitorio rosado en Old Brookville, Long Island. ¿Mamá quiere oírla?

Mi esposa asintió con la cabeza. Su perfecta carita de modelo expresaba el más absoluto desconcierto.

—¿Mamá promete mantener las piernas muy, muy abiertas mientras papá le cuenta el cuento?

Asintió lentamente, como en trance.

—Qué bien, porque ese es el paisaje que papá prefiere a ningún otro en el mundo, y lo inspira a contar la historia tan bien como puede. Bueno, había una vez un pequeño dormitorio rosado en el segundo piso de una gran mansión de piedra que se elevaba en un terreno perfecto en la mejor zona de Long Island. Los que vivían allí tenían mucho, mucho dinero. Pero, y esto es importante para la historia, mamá, entre las cosas que tenían, entre sus posesiones, había una que valía mucho más que todas las demás juntas. Era su hijita.

»Resulta que el papá de la historia tenía mucha, mucha gente que trabajaba para él en su empresa. Y como eran todos muy jóvenes y apenas si entendían las reglas sociales, papá y mamá decidieron rodear la propiedad de una gran verja de hierro para que esos jovenzuelos ya no pudieran aparecer a cualquier hora. Pero, créase o no, ¡lo seguían haciendo!

Hice una pausa y estudié el rostro de Nadine, que iba perdiendo el color poco a poco. Proseguí:

—Al cabo de un tiempo, papá y mamá estaban tan hartos de que los molestaran que contrataron a dos vigilantes a tiempo completo. Por gracioso que parezca, ¡resulta que ambos se llamaban Rocco! —Hice otra pausa para estudiar el semblante de mi esposa. Ahora estaba pálida como un fantasma.

Continué:

—La cuestión es que Rocco y Rocco se pasaban las horas en una hermosa caseta que se alzaba en el mismo terreno en que transcurre esta historia. Y como a la mamá del cuento le gustaba hacer las cosas como es debido, se puso a investigar qué era lo mejor en equipos de vigilancia y terminó por comprarse las más modernas y sofisticadas cámaras, las que dan la imagen más nítida y brillante que el dinero pueda comprar. ¡Y lo mejor de todo, mamá, eran a todo color! ¡Sí!

Las piernas de la duquesa estaban abiertas en todo su esplendor cuando proseguí:

—Resultó que, hace unos dos meses, papá y mamá estaban tumbados en la cama una lluviosa mañana de domingo, y ella le contó que había leído un artículo donde hablaba de niñeras y doncellas que maltratan a los bebés que se les confían. Esto aterró tanto a papá que le sugirió a mamá que debían poner dos cámaras ocultas y un micrófono activado por voz ¡en el mismísimo dormitorio rosa del que hablábamos al principio del cuento!

»Y una de esas cámaras está justo sobre el hombro de papá —señalé el diminuto agujero que se abría en lo alto de la pared— y, quién lo hubiera dicho, mamá, está enfocada sobre la mejor parte de tu gloriosa anatomía… —de repente, las piernas de Nadine se cerraron como la puerta de la bóveda de un banco— y como amamos tanto a Channy, ¡esta es la habitación que se vigila con el monitor de treinta y dos pulgadas que ocupa el centro de la sala de vigilancia!

»Así que sonríe, mami. ¡Estás en Cámara Sorpresa!

Mi esposa se quedó inmóvil durante aproximadamente un octavo de segundo. Luego, como si alguien le hubiera transmitido una descarga de diez mil voltios a través de la alfombra rosa, se incorporó de un salto gritando:

—¡Mierda! ¡A la mierda! ¡Dios mío! ¡No puedo creerlo! ¡Oh, mierda, mierda, mierda! —Corrió a la ventana y miró hacia la caseta… luego giró sobre sus talones y se volvió hacia mí y… ¡bum!… Nadine se desplomó cuando uno de los pivotes eróticos de sus zapatos cedió.

Pero solo permaneció en el suelo un segundo. Rodó con la velocidad y la habilidad de un luchador profesional y se incorporó de un salto. Mientras yo la contemplaba, azorado, abrió la puerta y la cerró de un golpe tras de sí antes de salir corriendo, sin preocuparse de qué podía pensar del escándalo nuestro pintoresco personal. Y desapareció.

—Bueno —le dije a Channy—, sin duda la verdadera Martha Stewart no hubiese aprobado ese portazo, ¿no te parece, cariño?

A continuación elevé una silenciosa plegaria al Todopoderoso, pidiéndole, mejor dicho, suplicándole, que jamás permitiera que Channy se casara con un tipo como yo, es más, que ni siquiera saliera con uno. No se podía decir que yo fuese un candidato al título de Esposo del Año. Luego, la llevé a la planta baja y se la entregué a Marcie, la parlanchina niñera jamaicana, antes de dirigirme a toda prisa a la caseta. No era cuestión de que la cinta de vídeo de mi esposa terminase en Hollywood como un episodio piloto de Vidas de los ricos desequilibrados.