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La duquesa de Bay Ridge
13 de diciembre de 1993
A la mañana siguiente o, si queremos ponernos técnicos, pocas horas después, me encontraba disfrutando de un delicioso sueño. Era la clase de sueño que todo joven anhela, así que decidí no despertarme. Estaba solo en la cama y Venice la Puta se me acercaba. Se hincaba al borde de mi cama extra grande. No alcanzaba a tocar esa perfecta visión. Ahora la veía con claridad… una lozana cabellera castaña… hermosos rasgos faciales… tetas jóvenes y jugosas… esas caderas increíblemente torneadas, rebosantes de codicia y deseo.
—Venice —dije—. Ven, Venice. ¡Ven aquí, Venice!
Venice, siempre de rodillas, se me acercaba. Su piel era límpida y blanca y lucía entre la seda… la seda… había seda por todas partes. Sobre nosotros se cernía un dosel de blanca seda china. Cortinados de seda blanca pendían de los cuatro postes de la cama. Tanta seda china blanca… me estaba ahogando en la jodida seda. En ese momento, las absurdas cifras me acudieron a la mente: «La seda cuesta doscientos cincuenta dólares el metro, y debe de haber doscientos metros aquí. Es decir, cincuenta mil dólares de seda china blanca. Mucha jodida seda blanca».
Pero eso era obra de mi esposa, mi querida aspirante a decoradora, pero, espera, eso fue el mes pasado, ¿no? ¿Ahora aspira a chef? ¿O a paisajista? ¿O era a experta en vinos? ¿No sería a diseñadora de modas? ¿Quién podía seguirles el rastro a todas sus aspiraciones? Resultaba tan cansado… tan cansado estar casado con un embrión de Martha Stewart…
Sentí unas gotas de agua. Alcé la vista. ¿Y eso? ¿Nubes de tormenta? ¿Cómo podía haber nubes de tormenta en el interior del dormitorio real? ¿Dónde estaba mi esposa? ¡Mierda! ¡Mi esposa! ¡Mi esposa! ¡El Huracán Nadine!
¡Plas!
Desperté y vi el rostro airado, pero aún así bello, de mi segunda esposa, Nadine. En la mano derecha tenía un vaso grande, vacío. La izquierda estaba crispada en un puño, realzado por un diamante amarillo canario, de siete quilates, engastado en platino. Estaba a menos de un metro y medio de mí, y se mecía sobre los talones como un boxeador. Hice una rápida nota mental de cuidarme del anillo.
—¿Por qué mierda hiciste eso? —chillé con desgana. Me enjugué los ojos con el dorso de la mano y me tomé un momento para estudiar a la esposa número dos. ¡Por Dios, qué hembra! Ni siquiera entonces podía negarlo. Vestía un diminuto camisón rosado, tan corto y escotado que parecía más desnuda que si no llevara nada. ¡Y esas piernas! ¡Qué apetitosas! Pero, en cualquier caso, no se trataba de eso. La cuestión era ponerse firme y mostrarle quién mandaba. Apreté los dientes y dije:
—Te lo juro por Dios, Nadine, te voy a matar…
—¡Ay! ¡Me muero de miedo! —Interrumpió la insolente rubia. Meneaba la cabeza con expresión de asco y sus pezones rosados asomaban de su casi invisible atuendo—. Tal vez debería correr a esconderme —caviló—. O quizá debería quedarme aquí ¡y molerte a patadas! —gritó estas últimas palabras.
Bueno, en realidad tal vez quien manda sea ella. En cualquier caso, hay que reconocer que tiene ganado el derecho a hacer una escena. Eso es innegable. Y la duquesa de Bay Ridge tiene un carácter del demonio. Sí, es toda una duquesa. Nació en Inglaterra y hasta tiene pasaporte británico. Nunca olvida recordarme ese maravilloso hecho. No deja de ser curioso, sin embargo, que nunca haya vivido en Gran Bretaña. El hecho es que residió desde muy pequeña en Bay Ridge, Brooklyn, y se crio en esta tierra de consonantes perdidas y vocales torturadas. Bay Ridge: es ese diminuto rincón de la Tierra donde palabras como «carajo», «mierda», «hijo de puta» e «imbécil» brotan de los labios de los jóvenes nativos con el fervor poético de T. S. Eliot o Walt Whitman. Y ahí fue que Nadine Caridi, mi duquesa mestiza anglo-irlando-germano-noruego-ítalo-escocesa aprendió a enlazar las palabrotas como lo hacía con los cordones de sus patines.
La cosa no dejaba de tener su humor negro, pensé, recordando que Mark Hanna me había advertido, tantos años atrás, sobre los peligros de salir con chicas de Bay Ridge. Según recordaba, su novia le había clavado un lápiz mientras dormía. Mi duquesa prefería arrojar agua. En cierto modo, no me iba tan mal.
Cuando la duquesa se enfadaba, sus palabras parecían burbujas brotadas de los fétidos abismos de las cloacas de Brooklyn. Y con nadie se enfadaba tanto como conmigo, su leal y fiable marido, el lobo de Wall Street, quien, cinco horas atrás, estaba en la suite presidencial del Helmsley Palace con una vela metida en el culo.
—Dime, pequeño hijo de puta —rugió la duquesa—, quién mierda es Venice, ¿eh? —Hizo una pausa antes de dar un agresivo paso adelante. Se plantó en una pose, con las caderas adelantadas en actitud de desafío, las largas piernas desnudas separadas, los brazos cruzados bajo los pechos, lo que hacía que los pezones sobresalieran. Dijo—: Apuesto a que es alguna putita. —Entornó sus ojos azules con expresión acusadora—. ¿Crees que no sé en qué andas? Vaya, debería romperte la puta cara, tú, tú, pequeño… ¡uaaaargg! —Eso último fue un rugido de furia y, en cuanto terminó de emitirlo, abandonó su pose y cruzó a zancadas hasta el otro extremo del dormitorio, pisando la alfombra Edward Fields color beige y gris, de un valor de ciento veinte mil dólares. Fue, rápida como el rayo, al cuarto de baño. Allí abrió el grifo, volvió a llenar el vaso, y regresó a toda marcha. Parecía el doble de enfadada que un instante antes. Apretó los dientes de pura rabia, lo que realzaba su angulosa quijada de modelo. Parecía la duquesa del Infierno.
A todo esto, yo procuraba reaccionar, pero se movía con demasiada rapidez. No me dio tiempo de pensar. ¡Debe de ser cosa de esos qualuuds! Otra vez me habían hecho hablar en sueños. ¡Oh, mierda! ¿Qué habría dicho? Repasé las posibilidades: la limusina, el hotel, las drogas, Venice la Puta, Venice con la vela, ¡oh, por Dios, la jodida vela! Aparté el pensamiento de mi mente.
Miré el reloj digital de la mesita de noche. Eran las siete y dieciséis. ¡Por Dios! ¿A qué hora había llegado a casa? Sacudí la cabeza, procurando despejar las telarañas. Me pasé los dedos por el cabello. ¡Caramba, estaba empapado! ¡Me debía haber echado el agua por la cabeza! ¡Mi propia esposa! ¡Y me llamó «pequeño hijo de puta»! ¿Por qué el diminutivo? Yo no soy pequeño, ¿o sí? Esa duquesa podía ser muy cruel.
Ya estaba de regreso y a menos de un metro y medio de mí. Tenía el vaso de agua en la mano y, proyectando el codo hacia un costado, se puso en posición de tiro. Y qué expresión la de su rostro: puro veneno. Aun así… ¡su belleza era innegable! No solo su abundante cabellera de un rubio dorado, sino también los ardientes ojos azules, esos gloriosos pómulos, la nariz diminuta, la afilada línea de su quijada, el hoyuelo del mentón, esos senos jóvenes y cremosos; claro que desde que amamantó a Chandler no habían vuelto a ser lo mismo, pero no era un daño que no se pudiera reparar con diez mil dólares y un escalpelo afilado. Y esas piernas… ¡Dios mío, esas piernas eran algo absolutamente fuera de serie! La forma en que se estrechaban tan bellamente en el tobillo, sin dejar de ser rollizas por encima de la rodilla, era perfecta. Sin duda que, además de su culo, era lo mejor que tenía.
Había visto por primera vez a la duquesa tres años antes. Me pareció un espectáculo tan seductor que terminé por abandonar a mi primera esposa, Denise, tras pagarle varios millones, en un solo pago, además de cincuenta mil al mes en concepto de manutención exenta de impuestos. Se trataba de que se marchara tranquila, sin exigir una auditoría a fondo de mis asuntos.
Y ¡qué rápido se había deteriorado todo! ¿Y qué cosa tan mala había hecho yo? ¿Decir unas pocas palabras en sueños? ¿Eso era un delito? Sin duda que la duquesa se estaba excediendo un poco. De hecho, yo tenía buenos motivos para estar enfadado también. Quizá, si manejaba bien las cosas, conseguiría derivar la escena a una veloz sesión de sexo de reconciliación, que siempre era el mejor. Respiré hondo y dije con inocencia total y absoluta:
—¿Por qué estás tan enfadada? Quiero decir… me confundes un poco.
La duquesa respondió ladeando su rubia cabeza de la forma en que se hace cuando uno oye algo que desafía toda lógica.
—¿Estás confundido? —bramó—. ¿Estás jodidamente confundido? ¡Vaya… pequeñito… hijo… de puta! —¡Otra vez con diminutivos! ¡Eso era demasiado!—. ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Con que llegaste con tu estúpido helicóptero a las tres de la madrugada sin hacer ni una puta llamada de teléfono para avisar que te retrasarías? ¿Te parece una conducta normal para un hombre casado?
—Pero yo…
—¡Y un padre, nada menos! ¡Eres padre ahora! ¡Pero sigues actuando como un niño de mierda! ¿Y te importa acaso que yo acabara de hacer poner césped en ese ridículo campo de golf? ¡Seguramente lo habrás arruinado! —meneó la cabeza con aire asqueado antes de proseguir—. Pero ¿por qué mierda te va a importar? No eres tú quien se ocupó de investigar cómo se hace, ni quien lidió con paisajistas y expertos en golf. ¿Sabes cuánto tiempo le dediqué a tu estúpido proyecto? ¿Lo sabes, hijo de puta desconsiderado?
¡Ah! De modo que su aspiración del mes era ser paisajista. ¡Pero qué paisajista más sexy! Tenía que haber un modo de transformar esta situación. Algunas palabras mágicas.
—Cariño, por favor, es que…
Me advierte, apretando los dientes:
—¡Nada-de-decirme-«cariño»! ¡No me vuelvas a decir «cariño» jamás!
—Pero, cariño…
¡Plas!
Esta vez lo vi venir y llegué a taparme la cabeza con la colcha de seda de doce mil dólares, lo que desvió la mayor parte de su justa ira. De hecho, apenas si me tocó alguna gota. Pero, ay, mi victoria fue pasajera, y en el momento en que saqué la cabeza de debajo de la colcha, ella ya se dirigía hacia el baño en busca de más agua.
Había regresado. El vaso estaba lleno a rebosar. Sus ojos azules eran como rayos de la muerte. Y sus piernas, ¡caray!, no podía dejar de mirarlas. Pero no era momento para eso. Era momento de que el lobo se pusiera duro. Era hora de que el lobo mostrara los colmillos.
Saqué los brazos de debajo de la colcha de seda blanca, cuidando de no enganchármelos en las miríadas de diminutas perlas cosidas a mano. Puse los brazos en jarra, de modo que sobresalían como las alas de un pollo. Así, la airada duquesa podía disfrutar de la visión de mis poderosos bíceps. Dije en tono grave y admonitorio:
—Ni se te ocurra tirarme más agua, Nadine. ¡Hablo en serio! Dos vasos porque estás enfadada, pase, pero eso de hacerlo una y otra vez… Bueno, es como apuñalar a uno que ya está muerto, tendido en un charco de sangre, ¡es enfermizo!
Eso pareció hacerla reflexionar, pero solo por un segundo. Dijo, burlona:
—¿Puedes dejar de sacar músculo, por favor? Pareces un maldito imbécil.
—No estaba sacando músculo —dije, dejando de tensar los brazos—. Solo que eres afortunada de tener un esposo con tan buen físico. ¿No es así, dulce? —le dirigí la más cálida de las sonrisas—. ¡Ahora, ven aquí ya mismo y dame un beso! —En el instante mismo en que las palabras abandonaban mis labios me di cuenta de que había cometido un error.
—¿Darte un beso? —barbotó la duquesa—. ¿Qué, me tomas el pelo? —Cada una de sus palabras rezumaba repugnancia—. ¡Estuve a un tris de cortarte las pelotas y meterlas en una de mis cajas de zapatos! Nunca las hubieses vuelto a encontrar.
Pues sí, tenía razón. Su armario de zapatos tenía la extensión de Delaware, y yo perdería mis pelotas para siempre. Con la mayor de las humildades, dije:
—Por favor, deja que te explique, cari…, digo, dulce. ¡Por favor, te lo suplico!
De inmediato, su expresión comenzó a ablandarse.
—¡No puedo creer que seas así! —dijo moqueando—. ¿Merezco esto? Soy una buena esposa. Una esposa hermosa. Pero mi marido llega a cualquier hora y habla en sueños de otra. —En un burlesco gemido dijo—: Ahh… Venice… ven a mí, Venice.
¡Por Dios! A veces, esos qualuuds tenían cosas malas. Y ahora, lloraba. Esto era un verdadero desastre. Si lloraba, ¿cómo iba a hacer para llevármela a la cama? Era imperativo cambiar el registro, probar con otra estrategia. En el tono de voz que por lo general se reserva para dirigirse a alguien que está parado al borde de un precipicio y amenaza con saltar, dije:
—Deja ese vaso, dulce, y no llores más. Por favor. Lo puedo explicar todo, de verdad.
Lenta, renuentemente, bajó el vaso hasta la altura de su cintura.
—Adelante —dijo con voz embargada de incredulidad—. Oigamos otra mentira del hombre que se gana la vida mintiendo.
Eso era cierto. El lobo se ganaba la vida mintiendo, pero así son las cosas en Wall Street, en particular si uno quiere ser un jugador verdaderamente poderoso. Todos sabían que esto es así, en particular la duquesa, por lo que no era justo que se mostrara enfadada a ese respecto. Aun así, dejé pasar su sarcasmo, hice una breve pausa para darme un momento adicional para cocinar un cuento chino y dije:
—Ante todo, entendiste las cosas al revés. El único motivo por el que no te llamé anoche fue porque no supe que llegaría tarde hasta que se hicieron casi las once. Sé lo importante que es el reposo para ti y, como supuse que estarías durmiendo, pensé que lo mejor sería no llamar.
La ponzoñosa respuesta de la duquesa:
—Oh, qué jodidamente considerado. Le agradezco al cielo tener un marido tan considerado. —El sarcasmo chorreaba como pus de cada palabra.
Lo ignoré y decidí ir al meollo del asunto.
—Tomaste eso de Venice totalmente fuera de contexto. Ocurre que anoche me quedé hablando con Marc Packer sobre la posibilidad de abrir un Canastel’s en Venice, Calif…
¡Plas!
—¡Eres un mentiroso hijo de puta! —chilló, mientras cogía una bata de seda blanca de una silla tapizada con esa misma tela y que tenía un precio obsceno—. ¡Un absoluto hijo de puta mentiroso!
Lancé un suspiro teatral.
—Muy bien, Nadine, ya te divertiste por hoy. Ahora, regresa a la cama y dame un beso. Aún te amo, aunque me hayas empapado.
¡Cómo me miró!
—¿Ahora quieres follarme?
Alcé mucho las cejas y asentí con vehemencia. Mi expresión era la de un niño de siete años cuando su madre le pregunta: «¿Quieres un helado?».
—Muy bien —vociferó la duquesa—. ¡Háztelo tú mismo!
Y, con esas palabras, la despampanante duquesa de Bay Ridge abrió la puerta, la puerta de caoba maciza de trescientos cincuenta kilos de peso y tres metros y medio de alto, lo bastante maciza como para soportar una explosión nuclear de doce kilotones, y abandonó la habitación, cerrándola con suavidad tras de sí. Dar un portazo habría hecho pensar mal a nuestro abigarrado personal.
Nuestro curioso elenco de sirvientes: cinco agradablemente rollizas doncellas hispanoparlantes, dos de ellas con sus respectivos maridos; una parlanchina niñera jamaicana para el bebé, cuyas constantes llamadas telefónicas a su patria me costaban mil dólares al mes; un electricista israelí, que seguía a la duquesa a todas partes con la expresión lastimera de un cachorro enamorado; un encargado de mantenimiento, basura blanca con el nivel de motivación de una babosa marina adicta a la heroína; mi doncella personal, Gwynne, quien se adelantaba a satisfacer hasta el más mínimo de mis deseos, por extraño que fuese; Rocco y Rocco, los dos vigilantes armados, destinados a mantener a raya a las hordas de ladrones, a pesar del hecho de que el último robo que ocurrió en Old Brookville tuvo lugar en 1643, cuando los colonos blancos despojaron a los indios de sus tierras; cinco jardineros a tiempo completo, tres de los cuales habían sido mordidos recientemente por Sally, mi perra labradora de color chocolate, que atacaba a cualquiera que se acercase a menos de treinta metros de la cuna de Chandler, en particular si tenía la piel más oscura que una bolsa de papel marrón. Y la más reciente incorporación al equipo: dos biólogos marinos a tiempo completo, marido y mujer, que, por noventa mil dólares al año, mantenían el equilibrio ecológico del improbable estanque. Y, claro, también George Campbell, el conductor de mi limusina, negro como el carbón y que odiaba a todos los blancos, incluido yo.
El que todas esas personas trabajaran en la mansión Belfort no cambiaba el hecho de que, en ese preciso instante, yo estuviese solo, empapado, caliente como un perro y a merced de mi rubia segunda esposa, la aspirante a todo. Miré alrededor en busca de algo con qué secarme. Cogí una de las ondulantes cortinas de seda china blanca y procuré enjugarme. ¡Caramba! No servía de nada. Al parecer, la seda tenía algún tipo de proceso impermeabilizante y solo hizo que el agua cambiase de lugar. Miré detrás de mí, ¡la funda de la almohada! Era de algodón egipcio, posiblemente de una densidad de tres millones de hebras. Debía de haber costado una fortuna ¡pagada por mí! Quité la funda de la almohada demasiado rellena de plumón de ganso y comencé a enjugarme. Ahhh, el algodón egipcio era muy suave. ¡Y cómo absorbía! Comencé a recuperar mis ánimos.
Me trasladé al lado de la cama de mi esposa para evitar la humedad. Me taparía la cabeza y regresaría al tibio seno de mi sueño. Regresaría a Venice. Respiré hondo… ¡Oh, mierda! ¡Todo tenía el aroma de la duquesa! Al instante, sentí que la sangre acudía a mis entrañas. ¡La duquesa era un animalito muy caliente, y su olor me excitaba! No me quedaba más remedio que masturbarme. Como fuere, era lo mejor que podía hacer. El poder que la duquesa ejercía sobre mí empezaba y terminaba por debajo de la cintura.
En el momento en que comenzaba a consolarme a mí mismo, alguien golpeó la puerta.
—¿Quién es? —pregunté en voz lo suficientemente fuerte como para atravesar la puerta a prueba de bombas.
—Soy Gwynne —dijo Gwynne.
Ahhh, Gwynne, con su delicioso acento sureño. Tan calmante. De hecho, todo en Gwynne era calmante. La forma en que se anticipaba a todos mis caprichos, la manera en que me consentía como si yo fuese el hijo que ella y su marido, Willie, no habían podido concebir.
—Adelante —dije con tono cálido.
La puerta de refugio antibombas se abrió con un chirrido casi imperceptible.
—¡Buen día, buen día! —dijo Gwynne. Llevaba una bandeja de plata maciza, sobre la que había un alto vaso de café ligero helado y un frasco de aspirinas. Bajo el brazo derecho, tenía una toalla blanca.
—Buenos días, Gwynne. ¿Cómo te encuentras hoy? —pregunté con burlesca formalidad.
—Oh, bien… muy bien. Bueno, veo que está del lado de su esposa, de modo que allí me dirijo a servirle su café helado. También le traje una linda toalla para que se seque. La señora Belfort me dijo que se le había derramado un poco de agua.
¡Increíble! ¡Martha Stewart atacaba de nuevo! En ese momento, me di cuenta de que mi erección levantaba la colcha de seda blanca, haciéndola parecer una carpa de circo. ¡Mierda! Rápido como una liebre, recogí las rodillas.
Gwynne se acercó y, depositando la bandeja en la mesilla de noche del lado de la duquesa, dijo:
—Vamos, permítame secarlo. —Se inclinó sobre mí y, como si yo fuese un bebé, se puso a enjugarme la frente con la toalla.
¡Por Dios! ¡Esa casa era un circo! Ahí estaba yo, tendido de espaldas, con una furiosa erección mientras que mi regordeta doncella negra, de cincuenta y cinco años de edad, todo un anacronismo, perteneciente a una era pasada, se inclinaba sobre mí, con sus colgantes tetas a pocos centímetros de mi cara, y me enjugaba con una toalla Pratesi de quinientos dólares. Por supuesto que Gwynne no parecía negra en absoluto. Claro que no. Eso hubiese sido demasiado normal para esa casa. El hecho era que Gwynne era más clara que yo. En mi opinión, en alguna parte de su árbol genealógico, hace quizá ciento cincuenta años, cuando Dixie aún era Dixie, su tatara-tatara-tatara-abuela había sido esclava y amante secreta de algún rico plantador del sur de Georgia.
Como sea, este primerísimo primer plano de las bamboleantes tetas de Gwynne hizo que la sangre abandonase mis entrañas a toda velocidad para dirigirse a donde debía estar, a saber, mi hígado y sistema linfático, para allí ser purificada. Así y todo, tenerla así inclinándose sobre mí era más de lo que podía soportar, de modo que le expliqué amablemente que era capaz de enjugarme la frente solo.
Eso pareció entristecerla un poco, pero solo dijo:
—Muy bien. ¿Quiere unas aspirinas?
Meneé la cabeza.
—No, estoy bien, Gwynne. De todos modos, gracias.
—Muy bien, ¿y alguna de las pastillitas blancas para el dolor de espalda? —preguntó, inocente—. ¿Quiere que le busque algunas de esas?
¡Por Dios! ¡Mi propia doncella se ofrecía a buscarme qualuuds a las siete y media de la mañana! ¿Cómo pretendían que me mantuviese sobrio? Estuviera donde estuviese, las drogas me seguían de cerca, me llamaban. Y en ningún lugar tanto como en mi oficina de Bolsa, donde prácticamente todas las drogas imaginables colmaban los bolsillos de mis jóvenes corredores.
Pero lo cierto es que sí padecía de dolor de espalda. Sufría de un dolor crónico y constante a resultas de un absurdo accidente ocurrido al poco tiempo de conocer a la duquesa. Quien lo causó fue su perro, ese maltés blanco hijo de puta, Rocky, que ladraba sin cesar y no tenía otra utilidad que exasperar a todo ser humano con el que entrase en contacto. Yo intentaba que el pequeño imbécil regresara con nosotros después de un día de playa en los Hamptons, pero se negaba a obedecer. Cada vez que trataba de agarrarlo, el diminuto hijo de puta echaba a correr en círculos en torno a mí, obligándome a intentar lanzarme sobre él. Me recordaba a la manera en que Rocky Balboa perseguía un pollo engrasado en Rocky II, antes de su pelea de revancha con Apollo Creed. Pero a diferencia de Rocky, que había terminado por volverse veloz como el rayo y, en última instancia, le había ganado a su rival, yo terminé por lesionarme un disco intervertebral, lo que me dejó en cama durante dos semanas. A continuación, me sometí a dos cirugías de espalda, que no hicieron más que empeorar el dolor.
Así que los qualuuds aliviaban el dolor… o algo así. Aun si no lo hacían, tenía una excelente excusa para seguirlos consumiendo.
Y yo no era el único que odiaba a esa mierdita de perro. Todos lo hacían, a excepción de la duquesa, que era su única protectora, y que lo dejaba dormir a los pies de la cama y mordisquear su ropa interior, lo que por algún motivo me ponía celoso. En cualquier caso, Rocky no se marcharía en un futuro inmediato, al menos no hasta que yo diese con una forma de eliminarlo que la duquesa no pudiera endilgarme.
Como sea, le dije a Gwynne que se lo agradecía pero no, no tomaría los qualuuds. Una vez más, pareció lamentarlo. Al fin y al cabo, no había logrado anticiparse a mis necesidades. Pero solo dijo:
—Muy bien. Ya dispuse el temporizador de la sauna para que esté lista ahora mismo. Y anoche, tarde, le dejé preparada la ropa. Le puse el traje gris a rayas y la corbata azul con pececillos, ¿está bien?
Vaya, eso era servicio. ¿Por qué no sería así la duquesa, al menos un poco? Claro que yo le pagaba a Gwynne setenta mil dólares al año, que era más del doble que hubiera cobrado en cualquier otro sitio, pero aun así… mira lo que obtenía a cambio: ¡servicio y sonrisas! Mientras que mi esposa gastaba, ¡como mínimo!, setenta mil dólares al mes. Lo cierto es que, con todas esas jodidas aspiraciones, lo más probable era que gastase el doble de esa suma. Yo no tenía ningún problema con eso, pero tenía derecho a esperar algo a cambio. Me refiero a que si yo necesitaba salir de vez en cuando y meter mi cosa aquí y allá, bien podía mostrarse más tolerante, ¿no? Sí, sin duda que sí, tanto, que comencé a asentir con la cabeza en respuesta a mis propios pensamientos.
Al parecer, Gwynne interpretó que el movimiento era una respuesta afirmativa a su pregunta, pues dijo:
—Muy bien, entonces me voy a preparar a Chandler, así estará radiante para usted. ¡Que disfrute de su ducha! —¡Era tan, tan, tan alegre!
Una vez resueltas las cosas en mi mente, me zampé mi café helado, me metí seis aspirinas, bajé los pies de la cama y me dirigí a la sauna. Allí sudaría los cinco qualuuds, dos gramos de coca y tres miligramos de Xanax que había consumido la noche anterior, una cantidad de droga relativamente modesta si se tiene en cuenta mi capacidad a ese respecto.
A diferencia del dormitorio, que era un homenaje a la seda china blanca, el cuarto de baño lo era al mármol gris italiano. Estaba dispuesto en un exquisito patrón de entarimado, como lo saben hacer esos italianos hijos de puta y nadie más. ¡Y sin duda que no se habían mostrado cortos a la hora de cobrar! Aun así, pagué a esos italianos ladrones sin pestañear. Al fin y al cabo, que todos estafen a todos es la naturaleza del capitalismo del siglo XX, y el que estafaba a más gente era, en última instancia, el que ganaba el juego. En ese sentido, yo era el campeón mundial invicto.
Me miré al espejo, tomándome un momento para estudiarme. ¡Por Dios, era un infeliz escuálido! Estaba bastante musculado, pero aun así… ¡Debía saltar de un lado a otro de la ducha para mojarme! «¿Será por las drogas?», me pregunté. Bueno, tal vez, pero, de todas maneras, me quedaba bien. Yo solo medía un metro sesenta y dos, y una persona muy inteligente dijo alguna vez que nunca se puede ser demasiado rico ni demasiado flaco. Abrí el botiquín y saqué un frasco de Visine extrafuerte. Tendí hacia atrás el cuello y me eché seis gotas en cada ojo, el triple de la dosis recomendada.
En ese preciso instante, un curioso pensamiento me acudió a la mente: ¿Qué clase de persona abusa del Visine? Y, por cierto, ¿por qué me había tomado seis aspirinas? No tenía sentido. A fin de cuentas, a diferencia de lo que ocurría con los qualuuds, la coca y el Xanax, con los cuales los motivos para aumentar la dosis eran obvios, no había absolutamente ninguna razón válida para excederse en las dosis recomendadas de Visine y aspirinas.
Pero lo irónico era que ello representaba con exactitud lo que mi vida había llegado a ser. Se trataba de excederse, de cruzar fronteras prohibidas, de hacer cosas que nunca se te hubiera ocurrido hacer y tratar con gente aún más desquiciada que uno, lo que hacía que, por comparación, la propia vida pareciese de lo más normal.
De pronto, comencé a deprimirme. ¿Qué haría respecto a mi esposa? Caray, ¿sería que esta vez me había pasado de verdad? ¡Se la veía enfadada en serio! Me pregunté qué estaría haciendo en ese momento. Era de suponer que hablando por teléfono con alguna de sus amigas, discípulas o lo que demonios fueran. Debía de estar abajo, vomitando perfectas perlas de sabiduría para sus menos que perfectas amigas. Lo haría con la sincera esperanza de convertirlas en seres tan perfectos como ella, siempre, claro, que prestaran atención a sus lecciones. ¡Ah, sí, así era mi esposa, la duquesa del maldito Bay Ridge! La duquesa y sus leales súbditas, todas esas jóvenes esposas de Stratton, que la adulaban como si fuese la reina Isabel o alguien parecido. Era total y jodidamente nauseabundo.
Pero, para ser justos, debo decir que la duquesa tenía un papel que desempeñar, y que lo hacía bien. Comprendía la desviada idea de lealtad que todos los que tenían algo que ver con Stratton Oakmont sentían hacia la empresa, y había forjado amistades con las esposas de los principales empleados, lo que contribuía a cimentar las cosas. Sí, la duquesa no era tonta.
Por lo general, mientras yo me preparaba para ir al trabajo, me acompañaba al cuarto de baño. Era buena conversadora, cuando no estaba atareada en decirme que me fuera a la mierda. Pero yo solía ser el responsable de que ello ocurriera, de modo que no podía culparla. De hecho, ¿podía culparla de algo? A pesar de toda esa mierda de Martha Stewart, era una muy buena esposa. Decía «te quiero» al menos cien veces al día. Y, a medida que el día avanzaba, iba añadiendo maravillosos calificativos: «¡te quiero con desesperación!», «¡te quiero incondicionalmente!», además de, por supuesto, mi favorito: «¡te quiero con locura!», que me parecía el más adecuado.
A pesar de todas esas declaraciones de amor, aún no estaba seguro de si podía confiar en ella. Al fin y al cabo era mi segunda esposa, y las palabras son baratas. ¿Realmente estaría junto a mí en las buenas y en las malas? Exteriormente, todos los indicios indicaban que me amaba de verdad. No dejaba de cubrirme de besos y, siempre que estábamos con otras personas, me tomaba de la mano, o me enlazaba con el brazo o me pasaba los dedos por entre el cabello.
Todo esto me confundía. Cuando me casé con Denise, esas cosas no me preocupaban. Nos casamos cuando yo no tenía nada, de modo que su lealtad era incuestionable. Pero después de que ganara mi primer millón, pareció tener alguna oscura premonición, porque me preguntó por qué no podía tener un trabajo normal y ganar un millón al año. Ninguno de los dos sabía que, en menos de un año, yo estaría ganando un millón a la semana. Y ninguno de los dos sabía que, menos de dos años después, Nadine Caridi, La Chica Miller Lite, estacionaría frente a mi casa de veraneo en los Hamptons el fin de semana del 4 de julio y bajaría de un Ferrari color banana ataviada con una falda ridículamente corta y un par de zapatos blancos de tacón alto.
Nunca tuve intención de hacer sufrir a Denise. De hecho, nada más lejos de mi intención. Pero con Nadine tuve un flechazo. Y ella conmigo. Enamorarse de alguien no es algo que uno escoge, ¿verdad? Y una vez que ocurre, un amor obsesivo que todo lo consume, cuando dos personas no pueden separarse durante siquiera un momento, ¿es algo que se pueda dejar pasar?
Respiré hondo y exhalé con lentitud, tratando de sofocar todos esos pensamientos sobre Denise. La culpa y el remordimiento son emociones inútiles, ¿o no? Bueno, no, pero yo no tenía tiempo para ellas. Avanzar, esa era la clave. Correr tan deprisa como me fuera posible sin mirar atrás. Y en lo que hacía a mi esposa… bueno, arreglaría las cosas.
Cuando hube resuelto todo en mi mente por segunda vez en cinco minutos, me obligué a sonreírle a mi propio reflejo y me dirigí a la sauna. Allí sudaría los espíritus malignos antes de recomenzar mi día.