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Lobo con piel de cordero

Seis años más tarde

La locura no tardó en arraigar y, en el verano del 93, me embargaba la curiosa sensación de que era el protagonista de un reality show, antes de que estos se pusieran de moda. Mi programa se debería haber llamado Vidas de los ricos desequilibrados y cada día parecía más desequilibrado que el anterior.

Yo había fundado una firma de corredores de Bolsa llamada Stratton Oakmont, que, en ese momento, era una de las más grandes y la más audaz de todas las que existieron en la historia de Wall Street. En Wall Street se decía que yo padecía de una decidida voluntad de muerte y que indudablemente estaría en la tumba antes de los treinta años. Pero claro que eso no era así, pues acababa de cumplir treinta y uno y aún estaba vivito y coleando.

En ese momento en particular, un miércoles de madrugada, a mediados de diciembre, iba sentado ante los controles de mi helicóptero bimotor Bell Jet. Había partido del helipuerto de la calle 30, en el centro de Manhattan, y me dirigía a mi finca de Old Brookville, en Long Island. Por mi sistema circulatorio corrían suficientes drogas como para sedar a toda la población de Guatemala.

Eran algo más de las tres de la madrugada, y volábamos a ciento veinte nudos por hora, en algún lugar por encima de la bahía Little Neck de Long Island. Recuerdo haber pensado que era notable que pudiera volar en línea recta, dado que veía doble. De pronto, me sentí mareado. Repentinamente, el helicóptero comenzó a caer en picado y vi que las negras aguas de la bahía se precipitaban hacia mí. Se produjo una terrible vibración en el rotor principal y oí la voz aterrada de mi copiloto en los auriculares. Gritaba, frenético:

—¡Por Dios, jefe! ¡Suba! ¡Suba! ¡Nos vamos a estrellar! ¡Oh, mierda!

Nos enderezamos.

Mi leal y fiable copiloto, el capitán Marc Elliot, vestido de blanco, iba sentado frente a sus propios controles. Tenía órdenes estrictas de no tocarlos, a no ser que yo me desmayara o que estuviésemos en inminente peligro de estrellarnos. Ahora pilotaba él, lo cual posiblemente fuese lo mejor.

Marc era uno de esos capitanes de mandíbula cuadrada que te hacen sentir confianza con solo mirarlos. No era solo que su mandíbula fuese cuadrada. Todo su cuerpo parecía hecho de partes cuadradas soldadas entre sí. Hasta su bigote negro era un perfecto rectángulo que, emplazado sobre su firme labio superior, hacía pensar en un cepillo industrial.

Habíamos despegado de Manhattan hacía unos diez minutos, tras una larga velada de martes que se había prolongado incontrolablemente. Sin embargo, la noche había comenzado con relativa inocencia, en un restaurante de moda llamado Canastel’s, en Park Avenue, donde cené con mis jóvenes corredores de Bolsa. Pero de algún modo habíamos terminado en la suite presidencial del Helmsley Palace, donde una puta muy cara, llamada Venice, de labios hinchados como por una picadura de abeja y generosas caderas había usado una vela para ayudarme a lograr una erección, lo que resultó ser un esfuerzo vano. Y era por eso que ahora llegaba tarde (con un retraso de cinco horas y media, para ser preciso), lo que significaba que estaba en apuros con mi leal y amante segunda esposa, Nadine, la que, comprensiblemente, aspiraba a convertirme en un hombre golpeado.

Puede que hayas visto a Nadine por la tele: es la rubia sexy que trataba de venderte cerveza Miller Lite durante Fútbol del viernes por la noche, la que iba andando por un parque con un frisbee y un perro. No decía demasiado en el anuncio, pero a nadie parecía importarle. Lo importante eran sus piernas. Y su culo, que era más redondo que el de una puertorriqueña y lo suficientemente firme como para que, si se dejaba caer una moneda sobre él, rebotara. De cualquier modo, yo no tardaría en experimentar su justa ira.

Respiré hondo y traté de sentarme derecho. Ya me sentía bastante bien, de modo que tomé el mando, indicándole con un gesto al capitán Bob Esponja que estaba listo para seguir pilotando. Lo vi un poco nervioso, de modo que, dedicándole una cálida sonrisa de camaradería, pronuncié algunas palabras de aliento en mi micrófono activado por voz.

—Te faaré esdra por el deliirgo, amío —afirmé. Lo que trataba de decir era: «Te pagaré extra por el peligro, amigo».

—Ah, sí, muy bien —replicó el capitán Marc, cediéndome el control—. En el supuesto de que salgamos vivos, recuérdame que te lo reclame. —Meneó su cuadrada cabeza con aire de resignado asombro antes de añadir—: Y no olvides cerrar el ojo izquierdo cuando emprendas el descenso. Ayuda con lo de ver doble.

Mi capitán cuadrado era superinteligente y profesional. De hecho, también él era bastante aficionado a la parranda. Y no solo era el único piloto con licencia que iba en la cabina, sino que además era el capitán de mi yate de cincuenta metros de eslora, el Nadine, así llamado en honor a mi esposa.

Le respondí alzando el pulgar con entusiasmo. Mirando por la ventana de la cabina, procuré entender dónde estábamos. Por delante de mí distinguía las columnas de humo rojas y blancas que se elevaban desde Roslyn, un barrio de judíos adinerados. El humo era un indicador visual de que estaba por entrar en la Costa Dorada de Long Island, donde está Old Brookville. La Costa Dorada es un lugar maravilloso para vivir, en particular si te gustan los WASP [White, Anglo-Saxon and Protestant, es decir, blancos, anglosajones y protestantes] de sangre azul y los caballos demasiado caros. En lo personal detesto a ambos, pero, por algún motivo, había terminado por poseer un lote de caballos demasiado caros y hacerme amigo de un grupo de blancos, anglosajones y protestantes de sangre azul, los cuales, suponía yo, me consideraban un joven fenómeno circense judío.

Miré el altímetro. Estábamos a cien metros y descendíamos en espiral. Sacudí la cabeza como hacen los boxeadores al entrar en el cuadrilátero y comencé a bajar en un ángulo de treinta grados, pasando por encima de los ondulados prados del Brookville Country Club. Enderecé el aparato para volar sobre las lozanas copas de los árboles que bordeaban ambos lados de la calle Hegemanns. Me disponía a aterrizar en el campo de prácticas de golf que se extendía al final de mi propiedad.

Con los pedales, hice que el helicóptero se estabilizara a unos seis metros de altura antes de intentar aterrizar. Un ligero ajuste con el pie izquierdo, otro con el derecho, disminuir un poco la potencia, un ligero toque a la barra y, de pronto, el helicóptero tocó tierra, solo para comenzar a ascender de inmediato.

—¡Oh, miedda! —musité al ver que subíamos.

Aterrado, cerré el paso de gasolina y el helicóptero comenzó a caer como una piedra. Y entonces. —¡Bam!—, el helicóptero tocó tierra con una gigantesca sacudida.

Meneé la cabeza, atónito. ¡Qué placer increíble! No había sido un aterrizaje perfecto, pero ¿a quién le importaba? Me volví a mi bienamado capitán y farfullé, orgulloso:

—¿Qué tal, amío, ssoy wenno o ssoy wenno?

El capitán Marc ladeó su cuadrada cabeza y alzó mucho sus cejas rectangulares, como si dijera «¿estás loco?». Pero finalmente asintió con la cabeza y una leve sonrisa afloró a sus labios.

—Sí, eres bueno, amigo, debo admitirlo. ¿Mantuviste cerrado el ojo izquierdo?

Asentí.

—Uucionó muy wien —murmuré—. ¡Ees el mehor!

—Muy bien. Me alegra que pienses que soy el mejor. —Lanzó una breve risita—. Tengo que marcharme antes de que nos metamos en problemas. ¿Quieres que llame a seguridad para que venga a buscarte?

—No. Stoy wien, amío.

Con esas palabras, me quité el cinturón de seguridad, saludé al capitán Marc con una burlesca venia, abrí la portezuela y descendí. Volviéndome, cerré la portezuela. Golpeé dos veces la ventanilla, para llamar la atención del capitán sobre el hecho de que tenía la suficiente responsabilidad como para haber cerrado la puerta. Que un hombre en mi estado fuese capaz de una acción de tanta sobriedad me producía una sensación de profunda satisfacción. Luego, me volví otra vez, dirigiendo mis pasos a la casa principal, al ojo mismo del huracán Nadine.

La noche era hermosa. Incontables estrellas titilaban en el cielo. Hacía demasiado calor para tratarse de diciembre. No soplaba ni una pizca de viento, lo que le daba al aire ese olor a tierra y a madera que hace pensar en la infancia. Evocaba noches de verano y campamentos. Pensé en mi hermano mayor, Robert, de quien me había distanciado recientemente. Su esposa amenazó con ponerle una demanda a una de mis empresas por acoso sexual. De modo que fui a cenar con él, bebí demasiado y le dije que su mujer era una imbécil. A pesar de todo, los recuerdos que acudían ahora eran felices, pertenecían a una época mucho más sencilla.

Unos doscientos metros me separaban de la casa principal. Respiré hondo y saboreé el aroma de mi propiedad. ¡Qué olor delicioso! ¡Todo ese césped Bermuda! ¡La fragancia de los pinos! ¡El susurro acariciador del viento! ¡El incesante canto de los grillos! ¡La misteriosa llamada de los búhos! ¡El murmullo del agua de ese ridículo estanque, con su sistema de cascadas!

Le había comprado la propiedad al presidente de la Bolsa de Valores de Nueva York, Dick Grasso, quien tenía un notable parecido con Frank Perdue, el vendedor de pollos. Yo había gastado algunos millones en varias mejoras. La mayor parte la había empleado en el ridículo estanque, y el resto lo había dedicado a un sistema de seguridad y caseta para guardias de última generación. La caseta estaba ocupada, veinticuatro horas al día, por dos vigilantes armados. Los dos se llamaban Rocco. En el interior de la caseta se alineaban monitores que recibían imágenes de las veintidós cámaras de seguridad emplazadas en distintos puntos de la propiedad. Cada cámara estaba conectada a un detector de movimiento y un foco, creando así una impenetrable muralla de seguridad.

Sentí un tremendo golpe de viento y alcé la vista. El helicóptero había partido y se perdía en la noche. Di unos pasos cortos hacia atrás, luego hice más amplias las zancadas y entonces… ¡oh, mierda! ¡Problemas! ¡Estaba a punto de caerme! Me volví y di dos grandes pasos hacia delante, extendiendo los brazos como alas. Como un patinador sobre hielo que pierde el equilibrio, me tambaleé hacia uno y otro lado, procurando encontrar mi centro de gravedad. Y entonces, de pronto… ¡una luz cegadora!

—¿Qué demonios? —me llevé la mano a los ojos para protegerlos del lacerante dolor que me producía la luz. Había tropezado con uno de los detectores de movimiento y era víctima de mi propio sistema de seguridad. El dolor era insoportable. Tantas drogas me habían dilatado las pupilas, que tenían el tamaño de platos.

Entonces, llegó el oprobio final: mis finos zapatos de cocodrilo tropezaron con algo y caí de espaldas. Al cabo de unos segundos, la luz se apagó. Estiré lentamente un brazo y tanteé el suelo. Palpé la suave hierba con la palma de la mano. ¡Qué magnífico lugar que había escogido para caer! Yo era un experto en caer sin hacerme daño. El secreto era dejarse ir, como lo hacen los dobles de Hollywood. Aún mejor, mi droga favorita —verbigracia, los qualuuds— tenía el maravilloso efecto de convertir mi cuerpo en caucho, lo que servía de protección adicional.

Rechacé la idea de que, para empezar, lo que me había hecho caer eran los qualuuds. Al fin y al cabo, usarlos tenía tantas ventajas que me consideraba afortunado por tener esa adicción. ¿Cuántas drogas hay que te hagan sentir así de bien y no produzcan resaca a la mañana siguiente? Y un hombre en mi posición, que acarreaba tan graves responsabilidades sobre sus espaldas, mal podía permitirse sufrir de resaca, ¿verdad?

Y mi esposa… bueno, sí, se había ganado el derecho a hacerme una escena, pero ¿realmente tenía tanto motivo de enfado? Cuando se casó conmigo sabía en qué se metía, ¿o no? ¡Había sido mi amante, por Dios! ¡Eso lo decía todo! ¿Y qué cosa tan mala había hecho yo esa noche? Nada demasiado terrible, al menos nada que ella pudiera probar.

Mi mente retorcida seguía dando vueltas, racionalizando, justificando, negando, volviendo a racionalizar hasta que logré reunir una buena cantidad de ofendida autojustificación. Sí, pensé, entre los hombres ricos y sus esposas ocurren cosas que ya pasaban en la época de las cavernas o, al menos, la de los Vanderbilt y los Astor. Hay ciertas libertades, por así decirlo, a las que los hombres poderosos tienen derecho, que los hombres poderosos se han ganado. Claro que estas no eran cosas que yo pudiera decirle a Nadine en esos términos. Era dada a la violencia física y más robusta que yo, o al menos, estábamos en igualdad de condiciones, lo que era otro motivo de resentimiento.

Oí el zumbido eléctrico de un carrito de golf. Debía de ser Rocco Noche o Rocco Día, dependiendo de a qué hora cambiaban de turno. Como fuera, uno u otro Rocco venía a buscarme. Era asombroso cómo siempre me salían bien las cosas. Cuando me caía, siempre había alguien que me levantaba; cuando me atrapaban conduciendo bajo la influencia de las drogas, siempre había algún juez corrupto o agente de policía dispuesto a arreglarlo. Y cuando me desmayaba durante la cena y estaba a punto de ahogarme en la soupe dujour, mi esposa, o alguna puta bien dispuesta, siempre estaban ahí para hacerme la respiración boca a boca.

Era como si fuese a prueba de balas o algo así. ¿Cuántas veces había engañado a la muerte? Imposible decirlo. Pero ¿de veras quería morir? ¿Sería que la culpa y los remordimientos me acosaban al punto de que me quería quitar la vida? Quiero decir que, ahora que lo pensaba, ¡era asombroso! Tras arriesgar mi vida mil veces, no había sufrido ni un rasguño. Había conducido borracho, volado drogado, caminado por la cornisa de un edificio, buceado sin recordar que lo había hecho, perdido millones de dólares en los casinos del mundo, y aún parecía como si no tuviera más de veintiún años.

Tenía muchos apodos: Gordon Gekko, Don Corleone, Káiser Soze; hasta me llamaban el Rey. Pero mi preferido era el lobo de Wall Street. Me sentaba a la perfección. Yo era un perfecto lobo con piel de cordero. Parecía un niño, actuaba como tal, pero no era un niño. Tenía treinta y un años, e iba camino de cumplir sesenta, porque, como un perro, envejecía siete años por año. Pero era rico y poderoso y tenía una hermosa mujer y una bebé de cuatro meses que era la perfección encarnada.

Como dicen, todo andaba bien y todo parecía funcionar. De alguna manera, no sabía exactamente cómo, no tardaría en encontrarme bajo una colcha de seda de doce mil dólares, durmiendo en mi principesco dormitorio revestido de suficiente seda china como para hacer paracaídas para todo un escuadrón. Y mi esposa… bueno, me perdonaría. Al fin y al cabo, siempre lo había hecho.

Y con ese pensamiento, me desmayé.